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Coomaraswamy Simbolos

quarta-feira 27 de dezembro de 2023, por Cardoso de Castro

  

CAPÍTULO CATORCE — LOS SÍMBOLOS

Los símbolos y lo signos, ya sean verbales, musicales, dramáticos o plásticos, son medios de comunicación. Las referencias de los símbolos son a ideas y las de los signos a cosas. Uno y el mismo término puede ser un símbolo o un signo según su contexto: la cruz, por ejemplo, es un símbolo cuando representa la estructura del universo, pero un signo cuando se levanta en un cruce de caminos. Los símbolos y los signos pueden ser naturales ( verdaderos, por propiedad innata ) o convencionales ( arbitrarios o accidentales ), tradicionales o privados. En el presente artículo no nos interesaremos para nada en el lenguaje de los signos, empleados indicativamente en el lenguaje profano y en el arte realista y abstracto. Por «arte abstracto» entendemos ese arte moderno que evita expresamente la representación, en tanto que se distingue del «arte principial», que es el lenguaje naturalmente simbólico de la tradición.

El lenguaje del arte tradicional — ya sea la escritura, la épica, el folklore, el ritual y todos los oficios conexos — es simbólico; y puesto que es un lenguaje se símbolos naturales, que no es de invención privada, ni se ha establecido por ningún acuerdo conciliar, ni por la mera costumbre, es un lenguaje universal. El símbolo es la incorporación material, en sonido, figura, color o gesto, según sea el caso, de la forma imitable de una idea que ha de comunicarse, y esta forma imitable es la causa formal de la obra de arte misma. El símbolo sólo existe en razón de la idea que incorpora, y no en razón de sí mismo: es decir, una forma efectiva debe ser simbólica de su referencia, o en otro caso es meramente una figura ininteligible que gustará o desagradará sólo en razón del gusto. La mayor parte de la estética moderna ( como implican las palabras «estética» y «empatía» ) asume que el arte consiste o debería consistir enteramente en tales figuras ininteligibles, y que la apreciación del arte consiste o debería consistir únicamente en reacciones emocionales apropiadas. Además, se asume igualmente que todo lo que es de valor permanente en las obras de arte tradicionales es de este mismo tipo, y que es enteramente independiente de su iconografía y de su significado. Ciertamente, nosotros tenemos derecho a decir que elegimos considerar únicamente las superficies estéticas de las artes antiguas, orientales o populares; pero si hacemos esto, al mismo tiempo no debemos engañarnos a nosotros mismos hasta el punto de suponer que la historia del arte, entendiendo por «historia» una explicación en los términos de las cuatro causas, puede conocerse o escribirse desde un punto de vista tan limitado. Por ejemplo, para comprender la composición, es decir, la secuencia de una danza o la disposición de las masas en una catedral o en un icono, debemos comprender la relación lógica de las partes: de la misma manera que para comprender una sentencia, no es suficiente con admirar los sonidos melifluos, sino que es necesario estar familiarizado con los significados de las palabras por separado y con la lógica de sus combinaciones. El mero «amante del arte» no es mucho mejor que una urraca, que también decora su nido con lo que más place a su fantasía, y que se contenta con una experiencia puramente «estética». Muy lejos de esto, debe reconocerse que aunque en las obras de arte moderno no haya nada, o nada más que la persona privada del artista, detrás de las superficies estéticas, la teoría en base a la cual se produjeron y se saborearon las obras de arte tradicional da por establecido que el poder convocativo de la belleza no se dirige sólo a los sentidos, sino a través de los sentidos al intelecto: aquí «La belleza es afín a la cognición»; y lo que ha conocerse y comprenderse es una «idea inmaterial» ( Hermes ), un «pintura que no está en los colores» ( Lankavataraa Sutra ), «la doctrina que se oculta detrás del velo de los extraños versos» ( Dante   ), «el arquetipo de la imagen, y no la imagen misma» ( San Basilio ). «Es por sus ideas como nosotros juzgamos como deben ser las cosas» ( San Agustín ).

Es evidente que los símbolos y los conceptos — y, como dice Santo Tomás, las obras de arte son cosas concebidas per verbum in intellectu — no pueden servir para ningún propósito en aquellos que, en el sentido platónico, todavía no han «olvidado». Como dice Plotino  , ni Zeus ni las estrellas recuerdan ni aprenden; la «memoria es sólo para aquellos que han olvidado», es decir, para nosotros, cuya «vida es un sueño y un olvido». La necesidad de los símbolos, y de los ritos simbólicos, surge solamente cuando el hombre es expulsado del Jardín del Edén; y surgen como medios por los cuales un hombre puede acordarse, en etapas posteriores, de su descenso desde los niveles de referencia intelectuales y contemplativos a los niveles de referencia físicos y prácticos. Ciertamente, nosotros hemos «olvidado» mucho más que aquellos que tuvieron necesidad de los símbolos por primera vez, y necesitamos mucho más que ellos inferir lo inmortal por sus analogías mortales; y nada podría constituir una prueba mayor de esto que nuestras propias pretensiones a ser superiores a todas las operaciones rituales, y a ser capaces de acercarnos a la verdad directamente. Los motivos del arte tradicional, que han devenido ahora nuestros «ornamentos», se emplearon originalmente como señales de la Vía, o como una huella de la Luz Oculta, que eran seguidas por los cazadores de una caza supersensual. En estas formas abstractas, cuanto más se rastrean en el pasado, o se encuentran todavía en la «superstición» popular, en los ritos agrícolas, y en los motivos del arte folklórico, tanto más se reconoce en ellas un equilibrio polar entre la figura perceptible y la información imperceptible; pero, como dice Andrae ( Die ionische Saüle, Schlusswort ), en su vía de descenso hasta nosotros, cada vez han sido más vaciadas de contenido, cada vez han sido más desnaturalizadas con el progreso de la «civilización», hasta que han devenido lo que nosotros llamamos «formas de arte», como si hubiera sido una necesidad estética, algo así como la de nuestra urraca, la que las hubiera traído al ser. Cuando se han olvidado el significado y el propósito, o cuando sólo los iniciados los recuerdan, los símbolos retienen sólo aquellos valores decorativos que nosotros asociamos con el «arte». Más que esto, nosotros negamos que la forma de arte pueda haber tenido nunca otra cualidad que la meramente decorativa; y antes de que pase mucho tiempo comenzamos a dar por hecho que la forma de arte debe haberse originado en una «observación de la naturaleza», comenzamos a criticarla acordemente ( «Eso era antes de que ellos supieran algo sobre anatomía», o «eso era antes de que ellos comprendieran la perspectiva» ) en los términos del progreso, y a suplir sus deficiencias, como hicieron los helenistas griegos con la palma de loto cuando hicieron de ella un elegante acanto, o como hizo el renacimiento cuando impuso un ideal de «fidelidad a la naturaleza» sobre un arte más antiguo de tipología formal. Nosotros interpretamos el mito y la épica desde el mismo punto de vista, viendo en los milagros y en el Deux ex machina sólo un intento más o menos torpe, por parte del poeta, de realzar la presentación de los hechos; exigimos «historia», y nos esforzamos en extraer un núcleo histórico por el proceso aparentemente simple y realmente ingenuo de eliminar todo lo maravilloso, sin darnos cuenta nunca de que el mito es un todo, en el que las maravillas son una parte tan integral como los supuestos hechos; y pasando por alto que todas estas maravillas tienen una significación estricta enteramente independiente de su posibilidad o imposibilidad como acontecimientos históricos.