Página inicial > Sophia Perennis > Rama Coomaraswamy > Rama Nome Jesus I

Rama Nome Jesus I

sexta-feira 29 de dezembro de 2023, por Cardoso de Castro

  

RAMA COOMARASWAMY   — SOBRE O NOME DE JESUS I

(1) Hablar de la plegaria como “contemporánea”, aparte del hecho de que la plegaria se dice en un tiempo dado, es casi una contradicción en los términos —algo así como el eslogan “Cristianismo ateo”. La esencia de la plegaria es, como han dicho S. Juan Damasceno y muchos otros santos, “elevar el alma a Dios”. Así pues, la plegaria se dirige a Dios, quien, al estar presente en el “‘ahora’ sempiterno” (en frase del Maestro Eckhart  ), no es ni antiguo ni moderno, sino esencialmente eterno. Así, como dice S. Hilario de Poitiers  : “es un dicho piadoso que el Padre no está limitado por el tiempo”, y el concilio de Anerya afirma: “si alguien dice que el Padre es más antiguo en el tiempo que Su Hijo Unigénito, y que el Hijo es más joven que el Padre, que sea anatema”. Colocar el “corazón” en un tiempo o lugar dados, en una situación histórica específica, es aprisionarle en el flujo y hacerle mutable, puesto que es su naturaleza misma (solíamos decir, gracias a la gracia habitual) buscar lo que es inmutable; escapar de “estos cuidados mortales” de los cuales el tiempo, con su estímulo sucesivo, es una marca característica. Como dice S. Agustín: Dios nos ha creado para Él mismo y “nuestro corazón no puede ser aquietado hasta que encuentra reposo en Él” (Confesiones I). Si la plegaria es comunicar con el Padre (cum-unión), entonces es comunicar con lo que es (ens), con lo increado, y cuando es efectiva, “le eleva a uno fuera del tiempo”. En palabras de Eckhart “el objeto y el sustento del intelecto es la esencia, no lo que es accidental”, y también, “la vida que es, en donde un hombre nace como hijo de Dios, dentro de la vida eterna... es a-temporal, in-extensa, sin aquí ni ahora”

(2) ¿Qué es esta “alma” que querría participar de la eternidad?. Según la enseñanza Católica “el alma es la parte espiritual del hombre, por la cual vive, comprende, y es libre; de aquí que es capaz de conocer, amar y servir a Dios” (Catecismo de S. Pío X). De aquí se sigue que la plegaria que no participa de conocimiento y amor —correspondiendo el conocimiento al primero y la voluntad al segundo— es difícilmente una plegaria. Santo Tomás nos instruye que “nuestro intelecto, al comprender, se extiende a la infinitud” (Summa. contra gent. l-43); que “la verdad es el bien del intelecto”, (ibid. 1-79); y que “la beatitud del hombre consiste en el conocimiento de Dios” (Quest. disput. de veritate, XX-3 ad 5). El concepto mismo de iluminación implica la instantaneidad. También nos dice que “el amor reside en la voluntad” y que “los movimientos del libre albedrío no son sucesivos, sino instantáneos” (Summa I-II, CXIII, 7). Es así como todo “amante” cree que su amor es eterno, ya se trate de un antiguo Romano o de un letario moderno. Todo acto de amor y de conocimiento es atemporal, aunque su objeto puede variar y ser incluso temporal. Sin embargo, en la plegaria, tanto el objeto como el acto son atemporales, y de aquí que Rumi   diga en el Matnawî, “el viaje del alma es incondicionado con respecto al tiempo y al espacio”.

(3) La realidad del eterno presente está ligada también a la acción del Espíritu Santo, cuya operación es inmediata: “y súbitamente bajó un ruido del cielo, como de un viento impetuoso” (Hechos, II, 2). Además, Dios nos ha amado desde la eternidad, y si nosotros decimos que Él nos ama “ahora”, debemos volver nuevamente a Santo Tomás (de Trin., I, 4) donde cita a Boecio   con aprobación cuando dice que “Dios es ‘siempre’” (semper) debido que “‘siempre’ es con Él un término de tiempo presente, y hay una gran diferencia entre el ‘ahora’ que es nuestro presente, y (el ‘ahora’ que es) el presente divino; nuestro ahora connota tiempo y sempiternidad cambiantes, mientras que el permanente ‘ahora’ de Dios, inmutable y autosubsistente, constituye la eternidad”.

(4) La plegaria individual (en contraste con la plegaria canónica) tiene como objetivo, no solamente obtener favores particulares, sino también la purificación del alma: desnuda los nudos psicológicos o, en otras palabras, disuelve las coagulaciones subconscientes y drena muchos venenos secretos; externaliza ante Dios las dificultades, las flaquezas y distorsiones del alma, suponiendo siempre que la plegaria sea humilde y genuina; y esta externalización —llevada a cabo en relación a lo Absoluto (otra palabra atemporal)— tiene la virtud (la fuerza) de restablecer el equilibrio y de restaurar la paz, en una palabra, de abrirnos a la gracia.

(5) El único problema contemporáneo en la plegaria es la incapacidad de orar del hombre contemporáneo. Un hombre normal ora, pues si un hombre no es un animal metafísico, es solamente un animal. La descripción medieval del Anticristo es la de un hombre cuyas rodillas están vueltas “hacia atrás”, de modo que no puede ponerse de rodillas. Si las palabras de Cristo no tienen ningún significado para el hombre moderno, esto se debe a que el hombre moderno está enfermo (una enfermedad, podría agregarse, que afecta principalmente a los órganos de la visión y de la audición). No son la plegaria, la tradición y los Evangelios los que han perdido su “relevancia”, sino el hombre moderno el que ha devenido de una vida irrelevante. ¡Ciertamente la cura de la enfermedad jamás se logrará dando el paciente al médico su virus!.

(6) Si uno considera la naturaleza de la plegaria, ya sea individual o canónica, debe contener los siguientes elementos. No es suficiente que el hombre formule su petición; debe expresar también su gratitud, resignación, pesar, resolución y alabanza (Casiano, Conferencias). En su petición, corresponde al hombre buscar algún favor, provisto que sea de una naturaleza agradable a Dios, y conforme con la Norma Universal; el agradecimiento es la consciencia de que cada favor del destino es una gracia que podría no haber sido dada; y si es cierto entonces que el hombre siempre tiene algo que pedir, también es cierto, por decir lo menos, que siempre tiene motivos para la gratitud; sin esto, ninguna plegaria es posible. La resignación es la aceptación por adelantado del no cumplimiento de alguna petición; el pesar o la contricción —la petición de perdón— implica la consciencia de lo que nos pone en oposición a la voluntad divina; la resolución es el deseo de remediar la transgresión, pues nuestra debilidad no debe hacernos olvidar que somos libres; finalmente, la alabanza significa no solamente que nosotros remitimos todos los valores a su fuente última, sino también que vemos todas las pruebas en los términos de su provecho.

(7) Pero ninguno de los conceptos en el párrafo precedente puede expresarse de una manera completamente contemporánea. Uno puede pedir un Cadillac en lugar de una carreta, pero aún así uno debe pedir con resignación, gratitud, pesar, resolución y alabanza. Además, las palabras mismas que uno está forzado a usar en todas estas categorías no son nuevas, sino que han existido siempre, pues son innatas (in-natus) en el alma que eleva su corazón y su mente a Dios. Desgraciadamente, mucha de la plegaria litúrgica corriente es solamente ruido, debido precisamente a que no incorpora en su expresión estas actitudes mismas que han estado con el hombre desde su creación. Vaciar la plegaria de sus componentes volitivos e intelectuales es reducirla al “sentimiento” (“no vayáis a la iglesia a menos de que os sintáis inclinados a ello”, como algunos sacerdotes dicen ahora abiertamente), y sujetarla a los pecados del orgullo, la ignorancia y la pereza intelectual, que, como muestra claramente Hillaire Belloc, son las características de la “mente moderna” (Survivals and New Arrivals).

(8) Pleguemos a Dios para que seamos elevados fuera del tiempo, y para que nuestras mentes y nuestros corazones se alcen a lo que es eterno y atemporal. “Munda quoque cor nostram ab omnibus vanis, perversis et alienis congitationibus; intellectum illumina, affectum inflama.... in secula seculorum, Amen” (“Limpia nuestros corazones de toda vanidad, de todo pensamiento perverso y extraño; ilumina nuestro intelecto, inflama nuestra voluntad ...por los siglos de los siglos, Amen” —tomado de la plegaria tradicional dicha antes de recitar el Oficio). En nuestra vida de plegaria dice S. Juan Clímaco, “debemos examinarnos y compararnos constantemente con los santos padres y los luminares que vivieron antes de nosotros” (La escala de la Ascensión Divina). No inventemos nuevas maneras de plegar no sea que “peroremos neciamente” (Proverbios, XV, 2) y “heredemos las tempestades” (Proverbios, XI, 28). No busquemos, como dice Eusebio, “abrir por nosotros mismos un nuevo tipo de curso en un desierto sin sendas” (Preparación para los Evangelios). Hagamos que nuestra plegaria participe de lo eterno y busquemos no conformarnos a los tiempos presentes —“nolite conformari huic saeculo” (palabras de S. Pablo en Rom. XII, 2).

(9) Si nosotros no estamos atados por el tiempo y la contemporaneidad (como lo está por definición el “modernista”), entonces somos libres de examinar los escritores que a todo lo largo de los tiempos han hablado de los temas bajo consideración. Pues aunque la doctrina puede hacerse más explícita (como por ejemplo, La Inmaculada Concepción), no puede evolucionar. Como dijo S. Juan de la Cruz   en el siglo XVI, “no hay ya más artículos que hayan de ser revelados a la Iglesia sobre la substancia de nuestra fe” (Subida al Monte Carmelo). Lo que es doctrina, es verdadadero, y la Verdad no puede cambiar. Creer que nosotros podemos ser mejores teólogos que S. Pablo, o que podemos saber más que los Padres de la Iglesia es una de las grandes falacias de nuestra época. Una de estas dos cosas debe ser aceptada: O hay progreso teológico, y esa teología no es importante, o la teología es importante, y entonces no hay progreso teológico (F. Schuon  ). Tengamos la humildad de decir con Orígenes   que, escribiendo en el siglo II, afirmaba “Pablo comprendía lo que escribió Moisés, mucho mejor que nosotros...” (Prólogo a su Comentario del Cantar de los Cantares). Recordemos que como dice S. Agustín, “La verdadera y recta fe Católica” se extrae “no de las opiniones del juicio privado, sino del testimonio de las escrituras; no está sujeta a las fluctuaciones de la osadía herética, sino fundamentada sobre la verdad Apostólica” (Sermón XXXIV). Como en lo que sigue vamos a volver al tema principal de nuestra introducción, quede claro que “el objeto que tenemos en vista no es en modo alguno publicar algún método favorito o sofisticado nuestro propio” (Gueranger, Sermon de Adviento), sino más bien extraer de los escritos de los santos —de esos hombres “cuyas palabras son una extensión de la Palabra de Dios” (S. Pio X)— palabras que puedan “iluminar nuestros intelectos e inflamar nuestras voluntades”.

(10) Parece ser axiomático que toda enseñanza sobre la vida espiritual debe satisfacer a la vez las necesidades del intelecto y de la voluntad, o para expresarlo en términos más tradicionales, debe proporcionar a la vez una Doctrina y un Método. Este “¿por qué?” y “¿cómo?” de nuestra existencia debe ser respondido. Sobre un nivel más mundano, antes de emprender un viaje, nosotros debemos proveernos de un mapa y de un medio de viaje. En Oriente cuentan la historia de un ciego y de un cojo que partieron hacia la “ciudad celeste”. No pudieron hacer ningún progreso hasta que unieron sus fuerzas, y el cojo subió sobre la espalda del ciego dirigiendo desde allí sus pasos. Este matrimonio de fuerzas se refleja en un número de planos diferentes. Tenemos que tanto la Iglesia como el alma son descritas como la “Esposa de Cristo”. Tenemos, como enseña Santo Tomás, la voluntad que se adhiere con toda su fuerza al bien que el intelecto percibe. Y finalmente, puesto que como enseña Santo Tomás, “La voluntad y el intelecto deben actuar recíprocamente uno sobre otro” (Summa I XVI, 4), nos hemos “juntado en una sola carne”, Cristo mismo, que dice “Yo soy la Verdad y la Vía” (Juan XIV, 6).

(11) Ahora bien, como gustaban decir los Escolásticos, la voluntad es “esencialmente una facultad ciega”, que necesita dirección, formación y perfección. Si San Pablo   pudo preguntar, “¿Señor, qué quieres que haga?” (Hechos IX, 6), cuánto más debemos nosotros hacer la misma pregunta. Como dice el Abad Lehodey, la vida espiritual “requiere nuestra cooperación activa, nuestros esfuerzos personales” para ser efectiva (El Santo abandono). Como enseña Santo Tomás, “el hombre se une con Dios a través de su voluntad” (Summa. I-II, 87, 6). Ahora bien, esta voluntad es ciega e indócil; como ha dicho S. Pablo: “las cosas que yo quiero, no las hago”, y deben ponérsele bridas como a un potro salvaje. La Metodología puede compararse con las riendas. Es así como Santa Brígida de Suecia pedía a Cristo que la asistiera en la obra de “poner la brida” a su voluntad

(12) Sin embargo, embarcar en un método, sin una base doctrinal, es semejante a un caballo cuyas riendas no están en manos de un jinete capaz; es como intentar cruzar aguas desconocidas sin un mapa, un curso que siempre es posible, pero que usualmente resulta en un naufragio. Es negar la participación del intelecto en la vida espiritual. Es negar el papel de la revelación dada a nosotros por la misma fuente que buscamos descubrir. Es cortar con el infinito que, como enseña Santo Tomás, solamente puede ser comprendido por el intelecto. Sobre el nivel práctico la Doctrina y el Método, como el Intelecto y la Voluntad, nunca pueden estar divorciados. Por esto es por lo que en el simbolismo budista, la Doctrina y el Método se describen como estando en un estrecho abrazo conyugal.

(13) Todo esto no es para negar el papel de la gracia, la cual, a la vez inicia el peregrinaje espiritual y lo sostiene a través de sus muchas dificultades tempestuosas, sino más bien para recalcar que debemos prepararnos a nosotros mismos a aceptar las gracias que Dios siempre desea derramar. Argumentar que el “Espíritu Santo sopla donde quiere” no anula en modo alguno lo que hemos dicho, pues debemos admitir que está dentro de nuestro poder apartarnos de la luz —la luz que brota del Paráclito. La gracia, como enseñan los santos, “no reemplaza a la naturaleza, sino que más bien la perfecciona”. Así, como Eckhart enseña: “Dios está obligado a actuar, a derramarse a Sí mismo en ti, tan pronto como te encuentre dispuesto alguna vez”.