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Guénon Preconceito

sexta-feira 29 de dezembro de 2023, por Cardoso de Castro

  

Guénon — Introdução Geral ao Estudo das Doutrinas Hindus — O preconceito clássico

CAPÍTULO III — El prejuicio clásico
Ya hemos indicado lo que entendemos por «prejuicio clásico»: es propiamente el partidismo expreso de atribuir a los griegos y a los romanos el origen   de toda civilización. En el fondo, apenas se puede encontrar para ello otra razón que está: los occidentales, porque su propia civilización no se remonta en efecto apenas más allá de la época grecorromana y porque deriva casi enteramente de ella, son llevados a imaginarse que eso ha debido ser igual por todas partes, y les cuesta trabajo concebir la existencia de civilizaciones muy diferentes y de origen mucho más antiguo; se podría decir que son, intelectualmente, incapaces de rebasar el Mediterráneo. Por lo demás, el hábito de hablar de «la civilización», de una manera absoluta, contribuye también en una amplia medida a mantener este prejuicio: «La civilización», entendida así y supuesta única, es algo que no ha existido nunca; en realidad, siempre ha habido y hay todavía «civilizaciones». La civilización occidental, con sus caracteres especiales, es simplemente una civilización entre otras, y lo que se llama pomposamente «la evolución de la civilización» no es nada más que el desarrollo de esta civilización particular desde sus orígenes relativamente recientes, desarrollo que, por lo demás. está muy lejos de haber sido siempre «progresivo» regularmente y sobre todos los puntos: lo que hemos dicho más atrás del pretendido Renacimiento y de sus consecuencias podría servir aquí como ejemplo muy claro de una regresión intelectual, que no ha hecho todavía más que agravarse hasta nuestros días.

Para quien quiere examinar las cosas con imparcialidad, es manifiesto que los griegos han tomado verdaderamente, desde el punto de vista intelectual al menos, casi todo de los orientales, así como ellos mismos lo han confesado frecuentemente; por mentirosos que hayan podido ser, al menos no han mentido sobre este punto, y, por lo demás, no tenían ningún interés en ello, todo lo contrario. Su única originalidad, decíamos precedentemente, reside en la manera en la que han expuesto las cosas, según una facultad de adaptación que no se les puede contestar, pero que se encuentra necesariamente limitada a la medida de su comprehensión; así pues, en suma, se trata de una originalidad de orden puramente dialéctico. En efecto, los modos de razonamiento, que derivan de los modos generales del pensamiento y que sirven para formularlos, son diferentes en los griegos y en los orientales; es menester siempre tenerlo en cuenta cuando se señalan algunas analogías, por lo demás reales, como la del silogismo griego, por ejemplo, con lo que se ha llamado más o menos exactamente el silogismo hindú. Ni siquiera se puede decir que el razonamiento griego se distingue por un rigor particular; no parece más riguroso que los otros más que a aquellos que tienen el hábito exclusivo de él, y esta apariencia proviene únicamente de que se encierra siempre en un dominio más restringido, más limitado, y, por eso mismo, mejor definido. Lo que es verdaderamente propio de los griegos, por el contrario, pero poco en su favor, es una cierta sutileza dialéctica de la que los diálogos de Platón ofrecen numerosos ejemplos, y donde se ve la necesidad de examinar indefinidamente una misma cuestión bajo todas sus facetas, tomándola por los lados más pequeños, y para desembocar en una conclusión más o menos insignificante; es menester creer que los modernos, en Occidente, no son los primeros en estar afligidos de «miopía intelectual»

Quizás no hay lugar, después de todo, a reprochar más de lo debido a los griegos haber disminuido el campo del pensamiento humano como lo han hecho; por una parte, eso era una consecuencia inevitable de su constitución mental, de la cual no podrían ser tenidos por responsables, y, por otra, han puesto al menos de esta manera al alcance de una parte de la humanidad algunos conocimientos que, de otro modo, habrían corrido mucho riesgo de permanecerles completamente extraños. Es fácil darse cuenta de ello viendo de lo que son capaces, en nuestros días, los occidentales que se encuentran directamente en presencia de algunas concepciones orientales, y que intentan interpretarlas conformemente a su propia mentalidad: todo lo que no pueden reducir a formas «clásicas» se les escapa totalmente, y todo lo que reducen a esas formas, mal que bien, es, por eso mismo, desfigurado hasta el punto de hacerlo irreconocible.

El supuesto «milagro griego», como lo llaman sus admiradores entusiastas, se reduce en suma a muy poca cosa, o al menos, allí donde implica un cambio profundo, este cambio es una decadencia: es la individualización de las concepciones, la sustitución de lo intelectual puro por lo racional, del punto de vista metafísico por el punto de vista científico y filosófico. Importa poco, por lo demás, que los griegos hayan sabido dar mejor que otros un carácter práctico a algunos conocimientos, o que hayan sacado de ellos consecuencias que tienen un tal carácter, mientras que aquellos que les habían precedido no lo habían hecho; es permisible encontrar incluso que han dado así al conocimiento un fin menos puro y menos desinteresado, porque su manera de ver las cosas no les permitía quedarse sino difícilmente y como excepcionalmente en el dominio de los principios. Esta tendencia «práctica», en el sentido más ordinario de la palabra, es una de las que debían ir acentuándose en el desarrollo de la civilización occidental, y es visiblemente predominante en la época moderna; no se puede hacer excepción a este respecto más que en favor de la edad media, mucho más inclinada hacia la especulación pura.

De una manera general, por su naturaleza, los occidentales son muy poco metafísicos, y la comparación de sus lenguas con las de los orientales proporcionaría por sí sola una prueba suficiente de ello, si los filósofos fueran capaces de aprehender verdaderamente el espíritu de las lenguas que estudian. Por el contrario, los orientales tienen una tendencia muy marcada a desinteresarse de las aplicaciones, y eso se comprende fácilmente, ya que quienquiera que se entrega esencialmente al conocimiento de los principios universales, no puede interesarse sino muy mediocremente en las ciencias especiales, y todo lo más, puede concederles una curiosidad pasajera, insuficiente en todo caso para provocar numerosos descubrimientos en este orden de ideas. Cuando se sabe, con una certidumbre matemática en cierto modo, e incluso más que matemática, que las cosas no pueden ser otras que lo que son, se es forzosamente desdeñoso de la experiencia, ya que la constatación de un hecho particular, cualquiera que sea, no prueba nunca nada más que la existencia pura y simple de ese hecho mismo; todo lo más, una tal constatación puede servir a veces para ilustrar una teoría, a título de ejemplo, pero en modo alguno para probarla, y creer lo contrario es una grave ilusión. En estas condiciones, evidentemente no hay lugar para estudiar las ciencias experimentales por sí mismas, y, desde el punto de vista metafísico, no tienen, como el objeto al que se aplican, más que un valor puramente accidental y contingente; así pues, muy frecuentemente, no se siente siquiera la necesidad de extraer las leyes particulares, que, no obstante, se podrían sacar de los principios, a título de aplicación especial a tal o cual dominio determinado, si se encontrara que la cosa vale la pena. Desde entonces, se puede comprender todo lo que separa el «saber» oriental de la «investigación» occidental; pero uno puede sorprenderse también de que la investigación haya llegado, para los occidentales modernos, a constituir un fin por sí misma, independientemente de sus resultados posibles.

Otro punto que importa resaltar esencialmente aquí, y que se presenta por lo demás como un corolario de lo que precede, es que nadie ha estado nunca más lejos que los orientales, sin excepción, de tener, como la antigüedad grecorromana, el culto de la naturaleza, puesto que la naturaleza no ha sido nunca para ellos más que el mundo de las apariencias; sin duda, estas apariencias tienen también una realidad, pero no es más que una realidad transitoria y no permanente, contingente y no universal. Así pues, el «naturalismo», bajo todas las formas de las que es susceptible, no puede constituir, a los ojos de hombres que se pueden llamar metafísicos por temperamento, más que una desviación e incluso una verdadera monstruosidad intelectual.

No obstante, es menester decir que los griegos, a pesar de su tendencia al «naturalismo», no llegaron nunca a conceder a la experimentación la importancia excesiva que los modernos le atribuyen; se encuentra en toda la antigüedad, incluso occidental, un cierto desdén por la experiencia, que sería quizás bastante difícil de explicar de otro modo que viendo en él un rastro de la influencia oriental, ya que, en parte, había perdido su razón de ser para los griegos, cuyas preocupaciones no eran apenas metafísicas, y para quienes las consideraciones de orden estético ocupaban muy frecuentemente el lugar de las razones más profundas, que se les escapaban. Por consiguiente, es a estas últimas consideraciones a las que se hace intervenir más ordinariamente en la explicación del hecho de que se trata; pero, en el origen al menos, pensamos que hay en eso algo diferente. En todo caso, eso no impide que se encuentre ya en los griegos, en un cierto sentido, el punto de partida de las ciencias experimentales tales como las comprenden los modernos, ciencias en las que la tendencia «práctica» se une a la tendencia «naturalista», y que la una y la otra no pueden alcanzar su pleno desarrollo más que en detrimento del pensamiento puro y del conocimiento desinteresado. Así pues, el hecho de que los orientales no se hayan dedicado nunca a algunas ciencias especiales no es en modo alguno un signo de inferioridad por su parte, e incluso, intelectualmente, es todo lo contrario; es, en suma, una consecuencia normal de que su actividad ha estado dirigida siempre en otro sentido y hacia un fin completamente diferente. Son precisamente los diversos sentidos en los que se puede ejercer la actividad mental del hombre los que imprimen a cada civilización su carácter propio, determinando la dirección fundamental de su desarrollo; y, al mismo tiempo, esto es también lo que da la ilusión de progreso a aquellos que, no conociendo más que una civilización, ven exclusivamente la dirección en la que se desarrolla, creen que es la única posible, y no se dan cuenta que ese desarrollo sobre un punto puede estar ampliamente compensado por una regresión sobre otros puntos.

Si se considera el orden intelectual, el único esencial para las civilizaciones orientales, hay al menos dos razones para que los griegos, bajo está aspecto, hayan tomado todo de éstas, es decir, todo lo que hay realmente válido en sus concepciones; una de estas razones, esa sobre la que hemos insistido más hasta aquí, está sacada de la inaptitud relativa de la mentalidad griega a este respecto; la otra es que la civilización helénica es de fecha mucho más reciente que las principales civilizaciones orientales. Eso es verdad en particular para la India, aunque, allí donde hay algunas relaciones entre las dos civilizaciones, algunos llevan el «prejuicio clásico» hasta afirmar a priori que eso es la prueba de una influencia griega. Sin embargo, si una tal influencia ha intervenido realmente en la civilización hindú, no ha podido ser sino muy tardía, y ha debido permanecer necesariamente completamente superficial. Podríamos admitir que haya habido, por ejemplo, una influencia de orden artístico, aunque, incluso bajo este punto de vista especial, las concepciones de los hindúes hayan permanecido siempre, en todas las épocas, extremadamente diferentes de las de los griegos; por lo demás, no se encuentran rastros ciertos de una influencia de este género más que en una cierta porción, muy restringida a la vez en el espacio y en el tiempo, de la civilización búdica, que no podría ser confundida con la civilización hindú propiamente dicha. Pero esto nos obliga a decir al menos algunas palabras sobre lo que, en la antigüedad, podrían ser las relaciones entre pueblos diferentes y más o menos alejados, y seguidamente sobre las dificultades que plantean, de una manera general, las cuestiones de cronología, tan importantes a los ojos de los partidarios más o menos exclusivos del famoso «método histórico».