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Guénon Anonimato

quarta-feira 27 de dezembro de 2023, por Cardoso de Castro

  

O Reino da Quantidade e os Sinais do Tempo
El doble sentido del anonimato
A propósito de la concepción tradicional de los oficios, que no forma más que una con la de las artes, debemos señalar también otra cuestión importante: las obras de arte tradicional, las de arte medieval por ejemplo, son generalmente anónimas, y no es sino muy recientemente cuando, por un efecto del «individualismo» moderno, se ha buscado vincular los pocos nombres conservados por la historia a obras de arte conocidas, de suerte que esas «atribuciones» son frecuentemente muy hipotéticas. Ese anonimato es completamente opuesto a la preocupación constante que tienen los artistas modernos de afirmar y de hacer conocer ante todo su individualidad; por el contrario, un observador superficial podría pensar que es comparable al carácter igualmente anónimo de los productos de la industria actual, aunque éstos no sean, ciertamente a ningún título unas «obras de arte»; pero la verdad es completamente diferente, ya que, si hay efectivamente anonimato en los dos casos, es por razones exactamente contrarias. Ocurre con el anonimato como con muchas otras cosas que, por el hecho de la analogía inversa, pueden ser tomadas a la vez en un sentido superior y en un sentido inferior: es así, por ejemplo, como, en una organización social tradicional, un ser puede estar fuera de las castas de dos maneras, ya sea porque está por encima de ellas (ativarna), o ya sea porque está por debajo (avarna), y es evidente que éstos son dos extremos opuestos. De una manera semejante, aquellos de los modernos que se consideran como fuera de toda religión están en el extremo opuesto de los hombres que, al haber penetrado la unidad principial de todas las tradiciones, ya no están ligados exclusivamente a una forma tradicional particular (Éstos podrían decir como Mohyiddin ibn Arabi  : «Mi corazón ha devenido capaz de toda forma: es una pradera para las gacelas y un convento para los monjes cristianos, y un templo para los ídolos, y la Kaabah del peregrino, y la tabla de la Thorah y el libro del Qorân. Yo soy la religión del Amor, cualquiera que sea la ruta que tomen sus camellos; mi religión y mi fe son la verdadera religión».). En relación a las condiciones de la humanidad normal y en cierto modo «media», los primeros están más acá, mientras que los segundos están más allá; se podría decir que los primeros han caído en lo «infrahumano», mientras que los segundos se han elevado a lo «suprahumano». Ahora bien, precisamente, el anonimato puede caracterizar también a la vez lo «infrahumano» y lo «suprahumano»: el primer caso es el del anonimato moderno, anonimato que es el de la muchedumbre o de la «masa» en el sentido en que se la entiende hoy (y esta palabra completamente cuantitativa de «masa» es también muy significativa), y el segundo es el del anonimato tradicional en sus diferentes aplicaciones, comprendida la que concierne a las obras de arte.

Para comprender bien esto, es menester hacer llamada a los principios doctrinales que son comunes a todas las tradiciones: el ser que ha alcanzado un estado supraindividual está liberado, por eso mismo, de todas las condiciones limitativas de la individualidad, es decir, está más allá de las determinaciones de «nombre y forma» (nama-rupa) que constituyen la esencia y la substancia de esa individualidad como tal; así pues, es verdaderamente «anónimo», porque, en él, el «yo» se ha desvanecido y ha desaparecido completamente ante el «Sí mismo» (Sobre este tema, ver A. K. Coomaraswamy, Akimchanna: Self-naughting, en The New Indian Antiquary, n de abril de 1940.). Aquellos que no han alcanzado efectivamente un tal estado deben al menos, en la medida de sus medios, esforzarse en llegar a él, y por consiguiente, en la misma medida, su actividad deberá imitar este anonimato y, se podría decir, participar en él de alguna manera, lo que proporciona por lo demás un «soporte» a su realización espiritual por venir. Eso es particularmente visible en las instituciones monásticas, ya se trate del Cristianismo o del Budismo, donde lo que se podría llamar la «práctica» del anonimato se mantiene todavía, incluso si su sentido profundo se olvida con demasiada frecuencia; pero sería menester no creer que el reflejo de este anonimato en el orden social se limita sólo a este caso particular, y eso sería dejarse ilusionar por el hábito de hacer una distinción entre «sagrado» y «profano», distinción, que, lo repetimos una vez más, no existe y ni siquiera tiene ningún sentido en las sociedades estrictamente tradicionales. Lo que hemos dicho del carácter «ritual» que reviste en ellas la actividad humana toda entera lo explica suficientemente, y, en lo que concierne concretamente a los oficios, hemos visto que este carácter es en ellas tal que se ha creído poder hablar a este propósito de «sacerdocio»; así pues, no hay nada de sorprendente en que el anonimato sea en ellas la regla, porque representa la verdadera conformidad al «orden», que el artifex debe aplicarse a realizar lo más perfectamente posible en todo lo que hace.

Aquí se podría suscitar una objeción: puesto que el oficio debe ser conforme a la naturaleza propia del que lo ejerce, la obra producida, hemos dicho, expresará necesariamente esta naturaleza, y podrá ser considerada como perfecta en su género, o como constituyendo una «obra maestra», cuando la exprese de una manera adecuada; ahora bien, la naturaleza de que se trata es el aspecto esencial de la individualidad, es decir, lo que es definido por el «nombre»; ¿no hay en eso algo que parece ir directamente contra el anonimato? Para responder a eso, es menester primero hacer destacar que, a pesar de todas las falsas interpretaciones occidentales sobre nociones tales como las de moksha y de Nirvâna, la extinción del «yo» no es de ninguna manera una aniquilación del ser, sino que, muy al contrario, implica como una «sublimación» de sus posibilidades (sin lo cual, lo notamos de pasada, la idea misma de «resurrección» no tendría ningún sentido); sin duda, el artifex que está todavía en el estado individual humano no puede más que tender hacia una tal «sublimación», pero el hecho de guardar el anonimato será precisamente para él el signo de esta tendencia «transformante». Por otra parte, se puede decir también que, en relación a la sociedad misma, no es en tanto que él es «fulano» como el artifex produce su obra, sino en tanto que desempeña una cierta «función», de orden propiamente «orgánico» y no «mecánico» (y esto marca la diferencia fundamental con la industria moderna), función a la que, en su trabajo, debe identificarse tanto como sea posible; y esta identificación, al mismo tiempo que es el medio de su «accesis» propia, marca en cierto modo la medida de su participación efectiva en la organización tradicional, puesto que es por el ejercicio mismo de su oficio como está incorporado a ella y como ocupa en ella el lugar que conviene propiamente a su naturaleza. Así, de cualquier manera que se consideren las cosas, el anonimato se impone en cierto modo normalmente; e, incluso si todo lo que implica en principio no puede ser efectivamente realizado, deberá haber al menos un anonimato relativo, en el sentido de que, sobre todo allí donde haya una iniciación basada sobre el oficio, la individualidad profana o «exterior», designada como «fulano, hijo de mengano» (nâma-gotra), desaparecerá en todo lo que se refiere al ejercicio de ese oficio (Por esto, se comprenderá fácilmente por qué, en iniciaciones de oficio tales como el Compañerazgo, está prohibido, lo mismo que en las órdenes religiosas, designar a un individuo por su nombre profano; todavía hay un nombre, y, por consiguiente, una individualidad, pero es una individualidad ya «transformada», al menos virtualmente, por el hecho mismo de la iniciación. ).

Si ahora pasamos al otro extremo, el que es representado por la industria moderna, vemos que el obrero también es anónimo en ella, pero porque lo que produce no expresa nada de sí mismo y no es siquiera verdaderamente su obra, puesto que el papel que desempeña en esa producción es puramente «mecánico». En suma, el obrero como tal no tiene realmente «nombre», porque, en su trabajo, no es más que una simple «unidad» numérica sin cualidades propias, que podría ser reemplazada por cualquier otra «unidad» equivalente, es decir, por otro obrero cualquiera, sin que nada haya cambiado en el producto de ese trabajo (NA: Sólo podría haber una diferencia cuantitativa, porque un obrero puede trabajar más o menos rápidamente que otro (y es en esta rapidez en lo que consiste en el fondo toda la «habilidad» que se pide de él); pero, desde el punto de vista cualitativo, el producto del trabajo será siempre el mismo, puesto que está determinado, no por la concepción mental del obrero, ni por su habilidad manual para dar a ésta una forma exterior, sino únicamente por la acción de la máquina, de la cual la función del obrero se limita únicamente a asegurar su funcionamiento.); y así, como lo decíamos más atrás, su actividad ya no tiene nada de propiamente humano, sino que, muy lejos de traducir o al menos de reflejar algo de «suprahumano», está reducida al contrario a lo «infrahumano», y tiende incluso hacia el grado más bajo de esto, es decir, hacia una modalidad tan completamente cuantitativa como sea posible realizar en el mundo manifestado. Por lo demás, esta actividad «mecánica» del obrero no representa más que un caso particular (el más típico que se pueda constatar de hecho en el estado actual, porque la industria es el dominio donde las concepciones modernas han logrado expresarse más completamente) de lo que el singular «ideal» de nuestros contemporáneos querría llegar a hacer de todos los individuos humanos, y en todas las circunstancias de su existencia; eso es una consecuencia inmediata de la tendencia llamada «igualitaria», o, en otros términos, de la tendencia a la uniformidad, que exige que estos individuos no sean tratados más que como simples «unidades» numéricas, que realizan así la «igualdad» por abajo, puesto que ese es el único sentido en el que puede ser realizada «al límite», es decir, hasta donde sea posible, si no alcanzarla completamente (ya que es contraria, como lo hemos visto, a las condiciones mismas de toda existencia manifestada), al menos acercarse a ella cada vez más e indefinidamente, hasta que se haya llegado al «punto de detención» que marcará el fin del mundo actual.

Si nos preguntamos lo que deviene el individuo en tales condiciones, vemos que, en razón del predominio siempre más acentuado en él de la cantidad sobre la cualidad, él es, por así decir, reducido a su aspecto substancial sólo, al que la doctrina hindú llama rûpa (y, de hecho, no puede perder jamás la forma, que es lo que define a la individualidad como tal, sin perder por eso mismo toda existencia), lo que equivale a decir que ya no es apenas más que lo que el lenguaje corriente llamaría un «cuerpo sin alma», y eso en el sentido más literal de esta expresión. En efecto, en un tal individuo el aspecto cualitativo o esencial ha desaparecido casi enteramente (decimos casi, porque el límite no puede ser alcanzado nunca en realidad); y, como este aspecto es precisamente el que es designado como nâma, ese individuo ya no tiene verdaderamente «nombre» que le sea propio, porque está como vaciado de las cualidades que ese nombre debe expresar; así pues, él es realmente «anónimo», pero en el sentido inferior de esta palabra. Ese es el anonimato de la «masa» de la que el individuo forma parte y en la cual se pierde, «masa» que no es más que una colección de individuos semejantes, considerados todos como tantas «unidades» aritméticas puras y simples; efectivamente, se pueden contar tales «unidades», evaluando numéricamente la colectividad que componen, y que, por definición, no es ella misma más que una cantidad; pero no se puede dar de ninguna manera a cada una de ellas una denominación que implique que se distingue de las demás por alguna diferencia cualitativa.

Acabamos de decir que el individuo se pierde en la «masa», o que al menos tiende cada vez más a perderse en ella; esta «confusión» en la multiplicidad cuantitativa corresponde también, por inversión, a la «fusión» en la unidad principial. En ésta, el ser posee toda la plenitud de sus posibilidades «transformadas», de suerte que se podría decir que la distinción, entendida en el sentido cualitativo, está llevada en él a su grado supremo, al mismo tiempo que toda separación ha desaparecido (Es el sentido de la expresión de Eckhart  , «fundido, pero no confundido», que A. K. Coomaraswamy, en el artículo mencionado más atrás, relaciona muy justamente con el término sánscrito bhêdâ-bhêdâ, «distinción sin diferencia», es decir, sin separación.); en la cantidad pura, al contrario, la separación está en su máximo, puesto que es ahí donde reside el principio mismo de la «separatividad», y el ser está tanto más «separado» y más cerrado en sí mismo cuanto más estrechamente limitadas están sus posibilidades, es decir, cuanto menos cualidades conlleva su aspecto esencial; pero, al mismo tiempo, puesto que está tanto menos distinguido cualitativamente en el seno de la «masa», tiende muy verdaderamente a confundirse en ella. Esta palabra de «confusión» es aquí tanto más apropiada cuanto que evoca la indistinción completamente potencial del «caos», y es de eso de lo que se trata en efecto, puesto que el individuo tiende a reducirse a su aspecto substancial solo, es decir, a lo que los escolásticos llamarían una «materia sin forma», donde todo está en potencia y donde nada está en acto, de suerte que el término último, si pudiera ser alcanzado, sería una verdadera «disolución» de todo lo que hay de realidad positiva en la individualidad; y en razón misma de la extrema oposición que existe entre la una y la otra, esta confusión de los seres en la uniformidad aparece como una siniestra y «satánica» parodia de su fusión en la unidad.