espanhol
Intentemos imaginar por un momento que la filosofía moderna se hubiese desarrollado según el programa metódico de Descartes, y hubiese llegado a esa conclusión definitiva que Descartes consideró de todo punto alcanzable. Este «estado final» de la filosofía, que para nuestra experiencia histórica no pasa de hipotético, se definiría por los criterios especificados en las cuatro Reglas del Discurso del Método cartesiano, en particular por esa claridad y distinción que la primera Regla exige de todos los datos, aprehendidos en juicios. Ese ideal de objetivización total 1 se correspondería con lo completo de la terminología [41], que capta la presencia y la precisión de lo dado en conceptos definidos. En ese estado final, el lenguaje filosófico sería, en sentido estricto, puramente «conceptual»: todo puede definirse, así que todo tiene también que definirse, ya no queda nada lógicamente «provisional», lo mismo que ha desaparecido la morale provisoire [moral provisional]. De ahora en adelante, todas las formas y elementos del modo traslaticio de hablar, en el más amplio sentido, resultarían provisionales y lógicamente superables; su único significado funcional sería el de ser pasos, el espíritu humano se adelantaría en ellos a su consumación responsable, serían expresión de esa précipitation [precipitación] que Descartes, asimismo en la primera Regla, ordena evitar.
Pero una vez conseguido su estado conceptual definitivamente válido, la filosofía tendría al tiempo que perder todo interés justificable por investigar la historia de sus conceptos. Vista desde el ideal de una terminología definitivamente válida, en general la historia de los conceptos sólo puede tener un valor crítico-destructivo, un papel que se acabaría una vez conseguida la meta: esa remoción de la carga multi-opaca de la tradición que Descartes sintetiza en el segundo de sus conceptos críticos básicos, el de pré-vention [prevención] (correspondiente a los «ídolos» de Francis Bacon). «Historia»: esto no es pues aquí otra cosa que precipitación (précipitation) y prevención (prévention), pérdida de la presencia exacta, cuya metódica recuperación anula la historicidad. Giambattista Vico fue el primero que vio que la lógica de la primera Regla desustancializa la Historia, y quien primero le contrapuso la idea de una «lógica de la fantasía». Partía del presupuesto de que la claridad y distinción exigidas por Descartes le están exclusivamente reservadas a la relación intelectiva que el creador mantiene con su obra: verum ipsum factum [lo verdadero es lo hecho]. ¿Qué le queda al hombre? No la «claridad» de lo dado, sino la de eso que él mismo ha producido: el mundo de sus imágenes y constructos, de sus [42] conjeturas y proyecciones, de su «fantasía», en ese nuevo sentido productivo desconocido para la Antiguedad.
Guarda también relación con la tarea de una «lógica de la fantasía», y una relación indudablemente ejemplar, el tratamiento del discurso «translaticio», de la metáfora, que hasta entonces pertenecía al capítulo de las figuras de la retórica. Esta clasificación tradicional de la metáfora en la teoría de los ornamentos del discurso público no es casual: para la Antiguedad, el lógos igualaba por principio al todo del ente. Kósmos y lógos eran términos correlativos. Aquí, la metáfora no tiene forma de enriquecer la capacidad de los medios de expresión; no es más que un medio de conseguir que el enunciado sea eficaz, que afecte e interese a sus destinatarios políticos y forenses. La perfecta congruencia de lógos y kósmos excluye que el discurso traslaticio pueda producir algo que el κύριον όνομα [nombre soberano] no lleve igualmente a cabo. En el fondo, el orador, el poeta no pueden decir nada que no pudiera presentarse también de forma teorético-conceptual; lo específico, en su caso, no es el qué, sino sólo el cómo. La posibilidad y la potencia de la persuasión era, desde luego, una de las experiencias elementales de la vida de la antigua polis, tan elemental, que Platón pudo presentar la fase decisiva de su cosmogonía mítica en el Timeo como un acto retórico de «persuasión» de la anánke [necesidad]. El significado de la retórica, que hoy nos resulta difícil de valorar como merece, aclara lo decisivo que fue para la filosofía interpretar la fuerza de la convicción como una «cualidad» de la verdad misma, y el arte y los recursos de la oratoria sólo como una ejecución adecuada y un reforzamiento de esa cualidad. La polémica en torno a la clasificación funcional de la retórica, la protesta frente a la pretensión sofística, de autonomi-zar la técnica de la persuasión, fueron procesos fundamentales de la historia antigua de la filosofía cuyas irradiaciones sobre nuestra entera historia espiritual aún estamos lejos de dominar. No menos cierto es que el sometimiento platónico de la retórica, sellado por la Patrística cristiana, ha [43] reducido definitivamente las materias que por tradición escolar pertenecen a la retórica al mero aparato técnico de los «medios operativos», aun cuando, eso sí, sacados del arsenal de la propia verdad. De ahí que nunca se llegase a cuestionar si el artificio retórico de la translatio pudiese servir para algo más que para suscitar «placer» al comunicar la verdad. Que después eso no se cuestionase y que no hubiera lugar a cuestionarlo no excluye desde luego el hecho de que las metáforas no han dejado nunca de producir semejante plus en el rendimiento elocutivo. Si así no fuera, la tarea de una metaforología nacería ya frustrada, toda vez que se pondrá de manifiesto una peculiar situación: que el «descubrimiento» reflexionante de la auténtica potencia de la metafórica deja sin valor las metáforas producidas sobre esa base como objetos de una metaforología histórica. Un análisis tiene sin duda que interesarse por averiguar qué «carencia» lógica es esa para la que la metáfora hace de sustitutivo, y semejante aporía se presenta precisamente con la mayor claridad allí donde teóricamente no está «permitida» en absoluto.
inglês
Let us try for a moment to imagine that modern philosophy had proceeded according to the methodological program set out for it by Descartes, and had arrived at that definitive conclusion that Descartes himself believed to be eminently attainable. This ‘end state’ of philosophy, which historical experience permits us to entertain only as a hypothesis, would be defined according to the criteria set out in the four rules of the Cartesian “Discours de la méthode,” in particular by the clarity and distinctness that the first rule requires of all matters apprehended in judgments. To this ideal of full objectification 2 would correspond the perfection of a terminology designed to capture the presence and precision of the matter at hand in well-defined concepts. In its terminal state, philosophical language would be purely and strictly ‘conceptual’: everything can be defined, therefore everything must be defined; there is no longer anything logically ‘provisional’, just as there is no longer any morale provisoire. From this vantage point, all forms and elements of figurative speech, in the broadest sense of the term, prove to have been makeshifts destined to be superseded by logic. Their function was exhausted in their transitional significance; in them, the human mind rushed ahead of its responsible, step-by-step fulfillment; they were an expression of the same précipitation regarding which Descartes, likewise in the first rule, states that it ought carefully to be avoided.3
Having arrived at its final conceptual state, however, philosophy would also have to relinquish any justifiable interest in researching the history of its concepts. Seen from the ideal of its definitive terminology, the value of a history of concepts can only be a critical and destructive one, a role it ceases to perform upon reaching its goal: that of demolishing the diverse and opaque burden of tradition, summarized by Descartes under the second of his fundamental critical concepts, prévention (corresponding to Francis Bacon’s ‘idols’). History is here nothing other than precipitancy (précipitation) and anticipation (prévention), a failing of that actual presence whose methodical recuperation renders historicity null and void. That the logic of the first rule eviscerates history was first recognized by Giambattista Vico, who set against it the idea of a “logic of fantasy.” Vico proceeded from the assumption that the clarity and distinctness called for by Descartes were reserved solely for the creator in his relationship of insight to his work: verum ipsum factum. What remains for us mortals? Not the ‘clarity’ of the given, but solely that of whatever we have made for ourselves: the world of our images and artifacts, our conjectures and projections—in short, the universe of our ‘imagination’, in the new, productive sense of the term unknown to antiquity.
In the context of the task of a “logic of fantasy” there falls also, indeed in an exemplary fashion, a discussion of ‘transferred’ speech or metaphor,4 a subject previously confined to the chapters on figures in handbooks of rhetoric. The traditional classification of metaphor among the ornaments of public speech is hardly fortuitous: for antiquity, the logos was fundamentally adequate to the totality of what exists. Cosmos and logos were correlates. Metaphor is here deemed incapable of enriching the capacity of expressive means; it contributes only to the effect of a statement, the ‘punchiness’ with which it gets through to its political and forensic addressees. The perfect congruence of cosmos and logos rules out the possibility that figurative language could achieve anything for which common speech (κύριον ὄνομα) could not furnish an equivalent. In principle, the orator and poet can say nothing that could not just as well be presented in a theoretical, conceptual way; only how they say it is specific to them, not what is said. The possibility and potency of persuasive speech had been one of the elemental experiences of life in the polis—so elemental, in fact, that Plato could present the decisive phase of his mythic cosmogony in the “Timaeus” as the rhetorical act by which Necessity (Ananke) was swayed. It is difficult for us today to overestimate the importance of rhetoric, an importance that explains just how crucial it was that philosophy interpret persuasive force as a ‘quality’ of truth itself, and oratory, with all its ‘tools of the trade’, as nothing but the fitting implementation and amplification of that quality. The battles fought over the functional classification of rhetoric, the contestation of the Sophistic claim of autonomy for the technique of persuasion: these were fundamental processes in the ancient history of philosophy that we have barely even begun to investigate. The Platonic subordination of rhetoric, sealed by the church fathers, definitively transformed the objects traditionally assigned to rhetoric into the merely technical armaments of ‘persuasive means’, even if these were now to be found stockpiled in the armory of truth itself. Whether the rhetorical artifice of translatio could do anything more than arouse ‘pleasure’ in the truth to be communicated remained undiscussed. Of course, the fact that this question was not asked and could not be asked does not mean that metaphors had not in fact always already yielded such a surplus of expressive achievement. Otherwise the task of a metaphorology would be doomed from the outset; for we will see, curiously enough, that the reflective ‘discovery’ of the authentic potency of metaphorics devalues the metaphors produced in the light of that discovery as objects of a historical metaphorology. Our analysis must be concerned with detecting the logical ‘perplexity’ for which metaphor steps in, and an aporia of this kind is most conspicuously evident precisely where it is not ‘admitted’ by theory in the first place.
- Descartes define como sigue los caracteres de la claridad y la distinción: Clara voco illam (se. ideam) quae menti attendenti praesens et aperta est… (Oeuvres, ed. Adam-Tannéry VIII, 13) Distinctam autem illam, quae, cum clara sit, ab omnibus aliis ita seiuncta est et praecisa, ut nihil plane aliud, quam quod clarum est, in se contineat (loe. cit., VIII, 22) [Llamo clara a aquella (idea) que está presente y manifiesta al espíritu atento… Distinta, en cambio, es aquella que, siendo clara, de tal modo está separada y recortada de todas las otras, que no contiene en sí nada más que lo que es claro: Principia Philosophiae; cf. la trad. castellana de la versión francesa: Los principios de la filosofía, intr., trad. y notas de Guillermo Quintas, Alianza, Madrid, 1995, p. 48], La dependencia de la teoría estoica del conocimiento y de su ideal de la representación cataléptica es inequívoca, por más que todavía no se haya clarificado suficientemente.’[↩]
- Descartes defines the characteristics of clarity and distinctness as follows: Claram voco illam (sc. ideam) quae menti attendenti praesens et aperta est…(Oeuvres, ed. Adam-Tannery, VIII, 13) [I call a perception clear when it is present and accessible to an attentive mind . . . ]; Distinctam autem illam, quae, cum clara sit, ab omnibus aliis ita seiuncta est et praecisa, ut nihil plane aliud, quam quod clarum ist, in se contineat (VIII, 22) [I call a perception distinct if, as well as being clear, it is so sharply separated from all other perceptions that it contains within itself only what is clear; René Descartes, The Philosophical Writings of Descartes, trans. John Cottingham (Cambridge: Cambridge University Press, 1985), 1: 207–8]. The debt to the Stoic doctrine of knowledge and its ideal of cataleptic presentation is unmistakable, although it has yet to be sufficiently clarified.[↩]
- René Descartes, Discourse on Method and the Meditations, trans. F. E. Sutcliffe (Harmondsworth: Penguin, 1968), 41.[↩]
- The Greek verb from which the word metaphor is derived literally means “to translate,” “to transfer.”[↩]