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Míguez-Plotino: astros

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024, por Cardoso de Castro

  

Según esta teoría, nada que sea simple, sino forzosamente sólo lo compuesto, será bello. Además, según esta teoría, será bello el conjunto, mientras que las partes individuales no estarán dotadas de belleza por sí mismas, pero contribuirán a que el conjunto sea bello. Y, sin embargo, si el conjunto es bello, también las partes deben ser bellas, pues cierto es que la belleza no debe constar de partes feas, sino que debe haber tomado posesión de todas ellas. Además, según esta teoría, los colores bellos, al igual que la luz del sol, siendo simples, no tomando su belleza de la proporción, quedarán excluidos de ser bellos. Y el oro, ¿cómo podrá ser bello? Y el relámpago o los astros, de noche, ¿serán dignos de verse por ser bellos? Y con los sonidos ocurre lo mismo: el sonido simple habrá desaparecido, a pesar de que muchas veces cada sonido de los que hay en un conjunto bello es bello aun por sí mismo. Y en los casos en que, aun manteniéndose la misma proporción, un mismo rostro aparezca unas veces bello y otras no, ¿cómo no habrá que admitir que la belleza es otra cosa por encima de la proporción y que la proporción es bella por otra cosa? Y si, pasando a las ocupaciones y a los razonamientos bellos, atribuyeran a la proporción la causa de la belleza aun en estas cosas, ¿qué proporción cabría aducir en ocupaciones, leyes, enseñanzas o ciencias bellas? ¿Cómo puede haber proporción entre teorema y teorema? Si es porque armonizan, también habrá concordancia y armonía entre malos teoremas. Efectivamente, la tesis de que «la justicia es una auténtica simpleza» armoniza y consuena con la de que «la morigeración es bobería», y concuerda la una con la otra. Pues bien, todas las virtudes son bellezas del alma y bellezas más verdaderas que las anteriores; pero properdonadas, ¿cómo pueden serlo? No son proporcionadas ni al modo de las magnitudes ni al modo del número, aunque haya varias partes en el alma. Porque ¿cuál sería la fórmula para la composición o la combinación de esas partes o de esos teoremas? ¿Y en qué consistiría la belleza de la Inteligencia, si la Inteligencia está a solas?. ENÉADA: I 6 (1) 1

Dícese que el mundo es eterno y que tuvo y tendrá siempre el mismo cuerpo. Si damos como razón de esto la voluntad de Dios, es posible que no nos engañemos, pero, con todo, no nos procuramos ninguna evidencia. Por otra parte, ofrécese la transformación de los elementos y, en la tierra, los animales son presa de la destrucción. Salvándose de ella tan sólo la especie, cosa que no se entenderá de otro moda en el universo, pues el universo posee también un cuerpo, que siempre se muestra huidizo y fluyente. En medio de este cambio constante, Dios puede conservar un mismo tipo específico, pero lo que salva con ello no es la unidad en cuanto al número, sino la unidad misma en cuanto a la especie. Más, ¿por qué las cosas de este mundo han de poseer sólo la eternidad en cuanto a la especie, en tanto las cosas del cielo la poseen individualmente? ¿Será porque el cielo lo abarca todo que nada hay en él sujeto a cambio y que nada exterior puede asimismo destruirle? ¿Encontraremos aquí la causa de su incorruptibilidad? Es claro que podríamos referirnos a la incorruptibilidad del todo, pero el sol y los astros son únicamente partes de él y no constituyen cada uno un universo. He aquí, pues, que nuestro razonamiento no es una prueba de su existencia eterna, con lo que procederá concederles ésta en cuanto a la especie, lo mismo que hacemos con el fuego y las demás cosas análogas; e igual acontece con el mundo todo. Pues si es cierto que nada exterior le destruye, aunque sus partes se destruyan mutuamente nada impide que en esta destrucción constante conserve la identidad de su especie y, fluyente y todo su sustancia, o recibida de fuera la señal de aquélla, podrá ocurrir con el universo lo mismo que ocurre con el hombre, el caballo y los demás animales; porque es evidente que hay siempre algún hombre o caballo, sin que pueda decirse que sea el mismo. Bajo este supuesto, no se daría en el universo una parte, como el cielo, que existe siempre, y otra, como las cosas de la tierra, realmente perecedera; todo perecería de la misma manera, y la diferencia se mostraría tan sólo en el tiempo, con la salvedad de que las cosas celestes alcanzarían una duración mucho mayor. Si damos por bueno que ésta es la única eternidad posible, tanto en el todo como en las partes, nuestra opinión se hace menos difícil; y es más, toda dificultad desaparecería por completo si pudiésemos llegar a mostrar que, en este caso, resulta suficiente la voluntad divina. Ahora bien, si afirmamos que el universo, sea el que sea, es de suyo eterno, convendrá añadir que la voluntad divina puede realmente producir esto, con lo cual seguirán existiendo las mismas dificultades, ya que unas partes serán eternas individualmente y otras en cambio lo serán en cuanto a su especie. ¿Qué decir, por ejemplo, de las partes del cielo? Porque, como ellas, habrá que considerar también a su conjunto. ENÉADA: II-I (40) 1

Mejor será, sin embargo, considerar la cuestión en sí misma, y no con relación al objeto buscado, esto es, si hay algo que verdaderamente fluya de allí y si las cosas del cielo tienen necesidad de lo que, con lenguaje no apropiado, llamamos nosotros alimento. ¿O es que, una vez ordenadas las cosas del cielo según su naturaleza, no experimentan ya efluvio alguno? ¿Acaso contiene el cielo solamente fuego, o contiene también, aunque con mayor cantidad de fuego, otras materias que puedan permanecer suspendidas y como elevadas por ese mismo fuego que las señorea? Porque si además de contar con la pureza y la bondad absoluta de los cuerpos celestes - no olvidemos que en los restantes animales la naturaleza selecciona los cuerpos mejores para formar las partes principales de aquellos - , se tiene en cuenta la causa más importante, que es el alma, se alcanzará una opinión muy firme acerca de la inmortalidad del cielo. Está en lo cierto Aristóteles cuando dice que la llama es una determinada ebullición y un fuego que se desborda con arrogancia; mas el fuego del cielo es todo igual y apacible, conveniente a la naturaleza de los astros. Y en cuanto a la causa principal, que es el alma, surge a continuación de las realidades mejores, dotada de un poder maravilloso; ¿cómo, pues, nos preguntamos, podrían escapar del alma hacia su destrucción esas cosas que se han acogido a ella, de una vez para siempre? Sí no creemos que el alma salida de Dios es más fuerte que cualquier otro vínculo, desconoceremos también la causa suprema que contiene todas las cosas, Absurdo resulta admitir que esa alma que ha podido gobernar el cielo durante tanto tiempo, no conseguirá retenerlo por toda la eternidad. ¿Es que acaso lo mantiene por la fuerza y entonces el estado natural sería distinto del estado natural, sería distinto del estado actual, que vemos realizado en la naturaleza del todo y en su hermosa disposición? ¿Hay por ventura un principio que pueda destruir violentamente la constitución del universo, e incluso la naturaleza del alma, lo mismo que se destruye un reino o cualquier otro imperio humano? Es claro que el mundo no ha tenido un comienzo - lo contrario ya se ha dicho que es absurdo - y esto nos otorga confianza acerca de su porvenir. Pues, ¿cómo pensar en ese no-ser del mundo? Los elementos no se gastan con el roce, cual ocurre con la madera y otras cosas por el estilo; y si subsisten siempre, es indudable que también subsiste el todo. El hecho de que éste se modifique continuamente, no ataca a la permanencia del todo; porque la causa de la modificación sigue existiendo. ENÉADA: II-I (40) 4

Si el conjunto del cielo es eterno, sus partes, esto es, los astros que se dan en él, lo serán también; porque, ¿cómo podría ser eterno si los astros no lo fuesen a la vez? Las cosas que se encuentran por debajo del cielo no son ya realmente partes del cielo; o, en otro caso, el cielo se extendería más allá de la luna. En lo que a nosotros concierne, hemos sido modelados por el alma que proviene de los dioses del cielo y por el cielo mismo; ésa es la razón de nuestra unión al cuerpo. Mas existe en nosotros otra alma que nos proporciona la identidad; y es ella la causa, no de nuestra existencia, sino del bien que se da en nosotros. Esta alma tiene su origen   cuando el cuerpo ya se encuentra formado; debemos también a ella, que facilita nuestra existencia, lo poco de racional que nosotros poseemos. ENÉADA: II-I (40) 5

Volvamos a la consideración de antes: ¿el cielo contiene solamente fuego o hay algo, además, que fluya de él, por lo cual necesite de alimento? Para Timeo el cuerpo del universo está compuesto primordialmente de tierra y de fuego; de fuego para hacerse visible, y de tierra para aparecer sólido. Concluye de aquí que los astros están compuestos en gran parte de fuego, pero no enteramente, ya que semejan tener solidez. Esto quizá sea verdad, dado que Platón cuenta para ello con una razón positiva. De acuerdo con lo que nos dicen nuestros sentidos, y en especial la vista y el tacto, los astros parecen estar hechos en su mayor parte, si no completamente, de fuego; de acuerdo, en cambio, con la consideración de la razón como lo que es sólido no podría existir sin tierra, semejan estar formados de tierra. Pero, ¿necesitarían todavía de agua y de aire? Absurdo resulta que pueda haber agua en medio de tanto fuego; y en lo que concierne al aire, si realmente lo hubiese, se cambiaría a la naturaleza del fuego. Si (en matemáticas) dos números sólidos que son como extremos tienen necesidad de dos medios, podremos preguntarnos si no ocurre lo mismo en física; porque es claro que se puede mezclar tierra con agua sin necesidad de término intermedio. ¿Se argüirá acaso que "los demás elementos se encuentran ya en la tierra y en el agua"? Tal vez expondríamos con ello alguna razón, pero podría objetarse "que no son adecuados para enlazar las dos cosas". Diremos sin embargo, que el agua y la tierra se encuentran ya enlazadas porque tanto la una como la otra comprenden todos los elementos. Convendrá examinar, con todo, si la tierra no se muestra visible sin el fuego, y si el fuego no es sólido sin la tierra. Si fuese así, ningún elemento tendría esencia propia por si mismo, sino que todos los elementos aparecerían mezclados y cada uno seria llamado por el elemento que domina en él. Decimos, así, qué la tierra carece de consistencia sin humedad, siendo la humedad para ella como una especie de cola. Aun dando esto por supuesto, resultaría absurdo hablar de cada elemento como si fuese una realidad independiente y no concederle una determinada disposición, limitándola a la unión con los demás y no admitiéndola cuando aquél se halla solo. ¿Cómo explicaríamos una naturaleza o una esencia de la tierra si no hay en ella ninguna parte de tierra que sea tierra, caso de que no comprenda en si esa agua que la aglutine? ¿Qué ligazón podría hacer el agua de no existir algo con cierta magnitud que el agua misma se encargaría de unir a otra cosa y de modo continuo? Porque si se da alguna parte de tierra, sea la que sea; es claro que existe y posee su propia naturaleza sin necesidad del agua; pues, de otro modo, el agua no tendría nada que reunir. Y, por añadidura, ¿en qué grado necesita una masa de tierra del aire para existir, quiere decirse de un aire que persistiese en sí mismo antes de verificar su transformación? En cuanto al fuego, no se afirma naturalmente que la tierra necesite de él para existir, sino que por él se hacen visibles la tierra y todo lo demás. Porque es indudable que lo oscuro no es visible, sino al contrario, invisible, al igual que no se escucha el silencio. Pero no se necesita que el fuego se halle presente en la tierra, porque basta con la luz; y así, la nieve y los cuerpos más fríos son realmente brillantes, aun sin haber fuego en ellos. Aunque podría argüirse que el fuego ya ha venido con anterioridad a ellos y los ha dotado de color antes de abandonarlos. ENÉADA: II-I (40) 6

Quizá sea lo más conveniente dar oídos a Platón: según él, si hay en la tierra algún sólido que ofrezca resistencia, es porque la tierra se halla situada en el centro, como un verdadero puente volante; y así, se muestra bien asentada para cuantos caminan sobre ella, en tanto que los animales esparcidos por su superficie adquieren una solidez como la suya. La tierra posee continuidad por sí misma, pero su iluminación la recibe del fuego; tiene además parte de agua para no caer en la aridez, aunque ésta no impediría que sus partes se reuniesen entre si; y tiene igualmente aire para dar ligereza a su masa. Pero la tierra no se mezcla con el fuego de lo alto para la constitución de los astros, sino que cada uno de los elementos que existen en el mundo obtiene algo de la tierra, lo mismo que la tierra disfruta de algunas propiedades del fuego. Esto no quiere decir que para disfrutar de él, cada elemento esté compuesto de dos cosas, de si mismo y de aquello de lo que participa; pues de acuerdo con la relación establecida en el universo, aún siendo lo que es, puede recibir, no tan sólo un elemento, sino algo incluso de este elemento; y así, se incorporará, no el aire, sino la fluidez que es propia del aire, y no el fuego, sino el brillo propio del fuego. Con esta mezcla adquiere todas las propiedades del otro elemento y se produce entonces una unión de dos, unión que no es sólo la de la naturaleza de la tierra con la del fuego, sino la que resulta de la unión del fuego con la solidez y la consistencia de la tierra. Ello es lo que atestigua (Platón) cuando dice: "Dios encendió una luz en el segundo círculo a contar desde la tierra"; se trata del sol, al que llama en otro lugar el más brillante y resplandeciente de los astros. Quiere apartamos de creer que es otra cosa que un ser de fuego, porque no es ninguna de las clases de fuego de que habla en aquel otro lugar, sino esa luz que considera distinta de la llama, portadora tan sólo de un dulce calor. Pero esta luz es naturalmente un cuerpo, luz de la que sale algo a lo que damos su mismo nombre y consideramos también incorpóreo. Es producida, pues, por la luz corpórea, y, como proveniente de ella, brilla como la flor y el resplandor de ese cuerpo, que es el cuerpo en esencia blanco. Tomamos en el peor sentido la expresión de Platón cuando decimos que este cuerpo es terrestre; porque Platón habla aquí de la tierra en el sentido de solidez. Nosotros realmente mentamos la tierra en una sola acepción, cuando Platón reconoce al término una pluralidad de acepciones. ENÉADA: II-I (40) 7

En cuanto a la luz del cielo, colorea de manera diferente a los astros y produce así tanto las diferencias que se dan en el color como las que afectan a la magnitud. Todo el resto del cielo recibe también esta luz, la cual no alcanzamos a ver por la misma sutileza de su cuerpo y su transparencia, que escapa a la vista, al igual que ocurre con el puro; aunque también habría que contar aquí con la distancia. ENÉADA: II-I (40) 7

Más, si el cielo cuenta con alma, ¿por qué ha de volver sobre sí? Porque el alma no se halla sólo en el mundo inteligible, y si dispone del poder de girar alrededor de un centro, es razonable que ocurra lo mismo con el cielo. Aunque no ha de entenderse el término centro de la misma manera para el cuerpo que para el alma; porque, con relación al alma, es como el lugar del que ella proviene, y, con respecto al cuerpo, tiene un sentido local. El término centro lo empleamos, pues, en sentido análogo, ya que tanto el alma como el cuerpo del mundo deben contar con un centro; este centro es, en el cuerpo, únicamente el centro de la esfera, y como el alma gira sobre sí misma; la esfera también habrá de hacerlo. Si el alma del universo da vueltas alrededor de Dios, es claro que lo llena de su afecto y se sitúa en torno de él, en la medida que le es posible; porque todo depende de él. Da vueltas en torno de él, precisamente porque no puede dirigirse a él. Pero, ¿cómo hacen lo mismo todas las demás almas? Cada una hace otro tanto atendiendo al lugar que ocupa. ¿Y cómo, a su vez, no mueven nuestros cuerpos lo mismo que el cielo? Sin duda, porque están dominados por lo rectilíneo y porque también nuestras propias inclinaciones nos llevan sin cesar hacia otras cosas; por añadidura, lo esférico que se encuentra en nosotros no posee suficiente ligereza, y es terrestre y carece de las sutilezas y movilidad que poseen las cosas del cielo. De modo, ¿cómo podría detenerse cuando el alma se ve afectada por un movimiento cualquiera? Con todo, tal vez se dé en nosotros un soplo que gire alrededor del alma. Y si es verdad que Dios se encuentra en todas las cosas; convendrá que el alma que ansía unirse a él gire igualmente a su alrededor; porque Dios no se halla en un lugar determinado. Platón no concede a los astros él movimiento de rotación característico del cielo, sino que otorga a cada uno de ellos el movimiento alrededor de su centro. Y así también cada ser, donde quiera que se encuentre, abraza a Dios con una alegría que a reflexiva, sino que constituye una necesidad natural. ENÉADA: II 2 (14) 2

Hemos dicho ya en otro lugar que el movimiento de los astros anuncia los acontecimientos futuros, pero que no los produce, como cree la mayoría. En este sentido, un tratado anterior dio pruebas de ello. La cuestión exige, sin embargo, más precisiones, y hemos de hablar con más pormenor y exactitud; porque no es de despreciar la opinión que se tenga sobre este punto. ENÉADA: II 3 (52) 1

Dícese que el movimiento de los planetas produce no solamente la pobreta y la riqueza, la salud y la enfermedad, sino también la fealdad y su contrario la belleza, así como lo que resulta más importante, los vicios y las virtudes y todas las acciones que en cada momento dependen de ellos. Parece como si los planetas manifestasen su irritación contra los hombres por hechos de los cuales los hombres no son culpables; pues es bien sabido que las disposiciones de éstos son preparadas por los astros. Si nos proporcionan lo que nosotros llamamos bienes, no es realmente porque estimen a quienes los reciben, sino porque así están dispuestos, en buena o en mala forma, según las regiones de lo alto que ocupan; sus propósitos serán unos si están situados en los centros, y serán otros muy distintos si están inclinados hacia algo. Y aún se dice más: que algunos de los planetas son buenos y que otros, en cambio, son malos; pero que, con todo, los planetas malos pueden otorgamos bienes, y los buenos hacerse a la vez malos. Por añadidura, los efectos que produzcan serán unos si esos planetas se contemplan unos a otros, y de naturaleza muy distinta si dicha contemplación no tiene lugar; esto es, que dependerán, no de sí mismos, sino del hecho de que miren o no a otros. En el caso de que miren hacia un planeta podrán traemos un bien, pero en el caso de que miren hacia oto podrán transformarse y cambiar. Miran de una u otra manera según el aire que ellos mismos adopten. Y, por otra parte, la mezcla de todos los planetas produce, un efecto diferente del que produciría cada uno de entre ellos, a la manera cómo la mezcla de líquidos diferentes produce también un nuevo líquido que no dice relación con cada uno de los mezclados. ENÉADA: II 3 (52) 1

¿Consideraremos a los astros como seres animados o como seres inanimados? Porque si de verdad son seres inanimados, no podremos atribuirles otra cosa que calor o frío, y eso en el supuesto de que admitamos que hay algunos astros fríos. Es claro que se adaptarán a la naturaleza de nuestros cuerpos y que de los cuerpos de ellos se originará un movimiento que llegue hasta nosotros. Pero esto no supondrá una diferencia grande entre sus cuerpos ni que la influencia de cada uno sea también distinta; al contrario, todas las emanaciones se mezclarán en una sola al llegar a la tierra, que sólo variará en razón de los lugares alcanzados y de su mayor o menor proximidad a los astros en movimiento. Lo mismo ocurre con los astros fríos. Ahora bien, ¿cómo podrían los astros hacernos sabios o ignorantes, o expertos en la gramática, o retóricos, o citaristas o conocedores de otras artes, o incluso ricos o pobres? ¿Cómo podrían producir todas las demás cosas cuya causa no radica en la mezcla de los cuerpos? ¿Cómo, en fin, podrían concedernos un determinado hermano, o padre, o hijo, o mujer o hacer que obtuviésemos éxito y que, por ejemplo, llegásemos a generales o a reyes? Si son seres animados, que obran por su libre designio, ¿qué es lo que han podido sufrir de nosotros para que deseen hacernos daño? ¿No están situados ellos mismos en un lugar divino y no son a la vez seres divinos? No son realmente de la incumbencia de ellos todas esas cosas que vuelven malos a los hombres; ni tampoco el bien o el mal que a nosotros alcance puede procurarles a ellos una buena o una mala vida. ENÉADA: II 3 (52) 2

Pero, si los astros, son los encargados de revelar el futuro y, como decirnos, no son otra cosa, entre muchas, que signos anunciadores del porvenir, ¿a quién hemos de atribuir lo que acontece? ¿Cómo se produce el orden de los hechos? Porque es claro que no podrían ser anunciados si no respondiesen a un orden. En nuestra opinión los astros son letras escritas constantemente en el cielo, o quizá mejor letras ya escritas y que se mueven; entre otras cosas, expresan una verdadera significación. Y ocurre así (en el universo) lo que vemos en el ser animado, donde se puede conocer una parte deduciéndola de otra. En el hombre, por ejemplo, se llega al conocimiento del carácter mirando a los ojos o a otra parte cualquiera de su cuerpo; y esto nos lleva a descubrir los peligros que le acechan y la posibilidad de preservarse de ellos. Partes son ésas del hombre, y parte somos nosotros también del universo; otros seres tienen asimismo sus partes. ENÉADA: II 3 (52) 7

También el alma, luego que echa a andar, quiere cumplir su función, y tengamos en cuenta que el alma lo produce todo y ha de considerarse como un principio. Pero ya marche en línea recta, ya siga un camino inadecuado, la justicia presidirá todas sus acciones, puesto que el universo nunca podrá ser destruido. Al contrario, subsistirá siempre en virtud de la disposición y el poder de quien le dirige. Los astros, como partes, y no pequeñas, que son del cielo, colaboran con el universo y sirven de signos anunciadores anticipan así todo cuanto acontece en el mundo sensible, pero sólo producen lo que de ellos deriva de modo manifiesto. En cuanto a nosotros, hacemos realmente lo que nuestra alma realiza según su naturaleza, y eso en tanto no nos extraviemos en la pluralidad del universo; porque si de verdad nos extraviásemos, nuestro mismo error sería la compensación justa a ese extravío, que pagaríamos más tarde con un destino desgraciado. La riqueza y la pobreza provienen de una coyuntura externa; mas, ¿y qué decir de las virtudes y de los vicios? Las virtudes derivan del elemento primitivo del alma, pero los vicios dicen referencia al encuentro del alma con las cosas de fuera. De todo esto, sin embargo, ya se ha hablado en otro lugar. ENÉADA: II 3 (52) 8

Vayamos, ahora al ejemplo del huso, que fue considerado por unos, ya desde antiguo, como un huso que trabajan las Parcas, y por Platón como una representación de la esfera celeste; las Parcas y la Necesidad, su madre, eran las encargadas de hacerle girar, fijando en suerte, al nacer el destino de cada uno. Por ella misma todos los seres engendrados alcanzan su propia existencia. En el Timeo, a su vez, el demiurgo nos da el principio del alma, aunque son los dioses que se mueven lo que facilitan las terribles y necesarias pasiones: así, los impulsos del ánimo, los deseos, los placeres y las penas, al igual que la otra parte del alma de la que recibimos esas pasiones Las mismas razones nos enlazan a los astros, de los cuales obtenemos el alma; y en virtud de ello quedamos sometidos a la necesidad una vez llegados a este mundo. ¿De dónde provienen entonces nuestros caracteres y, según los caracteres, las acciones y las pasiones que tienen su origen en un hábito pasivo? ¿Qué es, pues, lo que queda de nosotros? No queda otra cosa que lo que nosotros somos verdaderamente, esto es, ese ser al que es dado, por la naturaleza, el dominio de las pasiones, Pero, sin embargo, en medio de los males con que somos amenazados por la naturaleza del cuerpo, Dios nos concedió la virtud, que carece de dueño Porque no es en la calma cuando tenemos necesidad de la virtud, sino cuando corremos peligro de caer en el mal, por no estar presente la virtud. De ahí que debamos huir de este mundo y alejarnos de todo aquello que se ha añadido a nosotros mismos. Y no hemos de ser siquiera algo compuesto, un cuerpo animado de alma en el que domina más la naturaleza del cuerpo, quedando sólo en él una simple huella del alma; si es así, la vida común del ser animado es en mayor medida la del cuerpo, y todo cuanto depende de ella es realmente corpóreo. Atribuimos, por tanto, a otra alma que se halla fuera de aquí ese movimiento que nos lleva hacia arriba, hacia lo bello y hacia lo divino donde a nadie es permitido mandar; muy al contrario, es el alma la que se sirve de este impulso para hacerse igual a lo divino y vivir de acuerdo con él en el lugar de su retiro. Al ser abandonado de esta alma corresponde, en cambio, una vida sujeta al destino; los astros no son para él, en este mundo, únicamente signos, sino que él mismo se convierte en una parte, sumisa por completo al universo, del cual es precisamente parte. Cada ser es ciertamente doble esto es, un ser compuesto y que sin embargo, resulta uno mismo; así, todo el universo es un ser compuesto de un cuerpo y de un alma enlazada a este cuerpo, y es también el alma del universo que no se encuentra en el cuerpo, pero que ilumina los propios vestigios de ella existentes en el cuerpo. Son igualmente dobles el sol y todos los demás astros. Como su otra alma es pura no producen nada pernicioso, pero algo engendran en el universo ya que son una parte de él y constituyen cuerpos vivificados por un alma. He aquí que cada uno de estos cuerpos es una parte del universo, que actúa sobre otra; pero su alma verdadera tiende, sin embargo, su mirada hacia el bien supremo. También las demás cosas siguen de cerca este principio y, mejor que a él, a todo lo que priva alrededor de él. Esta acción se ejercita no de otro modo que la del calor proveniente del fuego, que se extiende por todas partes; y es algo así corno la influencia del alma ejercida sobre otra alma con la cual tiene parentesco. ENÉADA: II 3 (52) 9

Si esto es así, hemos de admitir ahora que los astros actúan de signos. Pero no producen todas las cosas, sino tan sólo los propios estados pasivos del universo y cuanto subsiste de ellos sin la presencia viva del alma. Hemos de conceder al alma ciertas cualidades antes de que llegue al nacimiento; porque no podría integrarse en un cuerpo de no estar dispuesta asimismo a un intenso sufrir. Concedamos a la vez que, luego de entrada en el cuerpo, el alma queda sometida a la suerte y al movimiento que rige el universo. E, igualmente, que el movimiento del cielo es concurrente con el del universo y que realiza por sí mismo todo lo que a éste concierne. De tal modo, cada uno de los cuerpos tiene ahí la consideración de parte. ENÉADA: II 3 (52) 10

Pero hemos de pensar también que cuanto viene a nosotros de los astros no es ya, en el momento en que lo recibimos, lo mismo que era en el momento de su partida. Así como el fuego de la tierra es oscuro, de igual manera la disposición hacia la amistad aparece debilitada en aquel que la recibe, no llegando a producir, por tanto, una amistad completamente bella. El impulso del ánimo que, en la condición de un hombre normal, produciría el carácter viril, en un hombre inmoderado origina la irritación o la indolencia, lo mismo que el deseo del honor, incluso si tiende hacia algo honroso, ha de contentarse con una simple apariencia de lo que pretende. Digamos que de la inteligencia se origina la astucia, que quiere siempre alcanzar a aquélla, aunque vanamente. Las disposiciones recibidas de lo alto no responden, en nosotros a su carácter y se vuelven malas; pero esto no ocurre solamente a su llegada, sino que ya, verdaderamente, no permanecen como en el momento de su partida, mezcladas como están ahora al cuerpo, a la materia, y todas ellas entre si. ENÉADA: II 3 (52) 11

Las influencias de los distintos astros tienden realmente a unificarse, en tanto que cada uno de los seres que nacen recibe algo característico de esta mezcla, llegando a especificar así lo que él es y sus propias cualidades. Porque es claro que los astros no producen el caballo, pero algo le proporcionan; y si es cieno que "el caballo nace del caballo y el hombre del hombre", también el sol colabora en su formación. Pues si el hombre nace de una razón (seminal), no es menos verdad que las circunstancias externas pueden perjudicarle o favorecerle. Siendo semejante al padre, el hijo, por lo general, está mejor hecho que aquél, aunque pueda, en ocasiones, llegar a ser peor. Todo esto, sin embargo, no nos hace abandonar nuestro propósito, bien que cuando prevalezca la materia, y no la naturaleza, el ser no alcance su perfección, al ser superada su forma por la materia. ENÉADA: II 3 (52) 12

¿Cómo concebir ahora la pobreza y la riqueza, la celebridad y el poder? Porque, si la riqueza proviene de los padres, los astros dan fe de ella, lo mismo que anuncian el buen linaje si éste se debe sólo al nacimiento; ahora bien, si ha de atribuirse a la virtud, entonces el cuerpo pude colaborar a ella, contribuyendo a la vez todas las partes que fortalecen el cuerpo, como por ejemplo, y ante todo, los propios padres, y luego cualesquiera influencias recibidas, sean del cielo, sean de la tierra; aunque la virtud pudo adquirirse igualmente sin la intervención del cuerpo, con lo que la riqueza habrá de atribuirse casi por entero al mérito y a la contribución recompensadora de los dioses. Si los donantes son buenos, la causa de la riqueza habrá de buscarse en la virtud; pero si éstos son malos; y su donación es justa, es claro que habrán actuado, en este caso, según la parte mejor que hay en ellos. Si el que ha adquirido la riqueza es perverso, en su perversidad tendrá origen la riqueza adquirida; y ella será también su causa; aunque habrán colaborado al enriquecimiento todos los que hayan dado dinero a ese hombre. Si la riqueza proviene del trabajo, como ocurre en el cultivo de la tierra, deberá atribuirse al agricultor, aunque es natural que las circunstancias hayan colaborado con él; si proviene, en cambio, del descubrimiento de un tesoro, algo habrá que conceder al curso general de las cosas, con lo cual es factible su previsión, dado que, todos los hechos, sin excepción, se siguen unos de otros y pueden ser predichos en su totalidad. Si alguien ha perdido mis riquezas y si, por ejemplo, se las han robado, la causa particular de la pérdida será el ladrón y nadie más; pero, en cambio, si esas riquezas las ha perdido en el mar, la cada serán únicamente las circunstancias. ENÉADA: II 3 (52) 14

Absurdo resulta que estos mismos hombres, que tienen un cuerpo, un alma plena de deseos, de penas y de movimientos coléricos, no menosprecien su propio poder y se crean, en cambio, capaces de alcanzar lo inteligible; y más todavía que, en lo que concierne al sol, su mismo poder se les aparezca menos insensible, y no tan ordenado o alterado como el nuestro; ni siquiera aceptan para el sol la inteligencia, cuando este astro es mejor que nosotros, que acabamos de venir al mundo y nos vemos impedidos por tantas cosas engañosas de dirigimos hacia la verdad. Para los que así razonan, incluso los hombres más viles cuentan con un alma inmortal y divina, en tanto el cielo entero, y todos los astros que se dan en él, carecen de un alma inmortal. Ese cielo, sin embargo, participa de las cosas más hermosas y más puras; y ellos mismos admiran su orden, su buena apariencia y disposición, desdeñando más que nadie la confusión que reina en la tierra. Como si el alma inmortal hubiese escogido adrede el lugar peor y prefiriese ceder el mejor a un alma que es mortal. ENÉADA: II 9 (33) 5

Habrá que mostrar a quienes piensan así - y siempre que lo acepten con buenos sentimientos - cuál es la naturaleza de las cosas; de este modo podrán desvanecerse las censuras que formulan tan alegremente contra seres dignos de estima, de los que debiera hablarse adecuadamente y con mucha más propiedad. En realidad, no convendría menospreciar el gobierno del universo, dado que manifiesta, en primer lugar, la grandeza de la naturaleza inteligible. Porque si ha llegado a una vida tal que no tiene la in articulación de la vida de los animales - de los pequeños animales que se producen sin interrupción, noche y día, por la misma sobreabundancia de la vida del universo - , sino que es una vida continua, clara y múltiple, que se extiende por todas partes y manifiesta una extraordinaria sabiduría, ¿cómo no afirmar que se trata de una imagen visible y hermosa de los dioses inteligibles? Si es una imagen, no cabe confundirla con el mundo inteligible, ni está en su naturaleza el serlo; porque, entonces, tampoco sería ya una imagen. Pero es falso afirmar que no guarda semejanza con el original; nada se ha omitido de todo cuanto debe tener una hermosa imagen natural. No es necesario, sin embargo, que esta imagen sea la obra de una mente artística, porque lo inteligible no debe ser la última realidad. Su obra tendrá que cumplirse de dos maneras: de un lado, actuando sobre sí mismo, de otro, actuando sobre algo diferente. Convendrá, pues, que haya algo después de él, ya que si existiese solo nada se encontraría por debajo de sí, lo cual resultaría de todo punto imposible. Una potencia maravillosa corre por él, potencia que le fuerza a actuar. Si de hecho hay otro mundo superior a éste, ¿cuál es en realidad? Porque si ha de haber alguno, y no sabemos de otro mundo que éste, es claro que guardaría la imagen del mundo inteligible. Ahí tenemos la tierra toda, llena de animales diversos e inmortales, que se extiende hasta el cielo; tenemos también los astros, que ya se sitúen en las esferas inferiores, o ya se encuentren en la región más alta, ¿por qué no han de ser dioses, si son llevados con orden y discurren así por el universo? ¿Por qué no habrán de poseer la virtud y qué impide que la posean? No se da en el cielo, seguramente, todo aquello que produce los males de este mundo, ni tampoco la imperfección de un cuerpo que no sólo es molestado sino que es también motivo de perturbación. Si, por otra parte, disponen siempre de tiempo libre, ¿por qué no han de captar y aprehender en su inteligencia al dios que está por encima de todo y a los otros dioses inteligibles? ¿Por qué, además, creemos contar con una sabiduría mejor que la de ellos? ¿Quién que no se hubiese vuelto loco podría sostener esto? Porque si nuestras almas se han visto forzadas por el alma del universo a dirigirse hasta aquí, ¿cómo, en esta situación, podrían considerarse superiores? Entre las almas, la que es superior es la que manda. Si, pues, nuestras almas han venido hasta aquí por su voluntad, ¿por qué censuráis un lugar al que habéis venido por vuestra voluntad, lugar que podéis abandonar si realmente no os agrada? Pero si este mundo es tal que resulta posible, permaneciendo en él, poseer la sabiduría y vivir en él conforme a la vida de los seres inteligibles, ¿cómo no ver en esto una prueba de su dependencia de los seres inteligibles? ENÉADA: II 9 (33) 8

Este mundo sensible también existe por él y mira hacia él, e igualmente todos los dioses, cada uno de los cuales profetiza a los hombres y manifiesta cual un oráculo todo lo que es querido de aquellos. Resulta completamente natural, sin embargo, que no sean el mismo Dios; pero, si queréis despreciarlos y envaneceros de que no sois inferiores, os diré en primer lugar que, cuanto mas superior se es, mejor disposición se muestra hacia todas las cosas y hacia los hombres. Así, pues, conviene que nos mostremos mesurados, sin manifestar aspereza alguna ni elevamos más allá de lo que nuestra naturaleza nos permite; hemos de pensar que hay lugar para otros al lado de Dios y que no debemos encontrarnos solos con él, como si volásemos en sueños, privándonos de convertirnos en un dios en la medida que ello es posible al alma humana. Cosa realmente posible para ella en tanto la conduzca la inteligencia; porque el hecho de sobrepasar la inteligencia es ya alejarse de ella. Los hombres insensatos se dejan convencer en seguida, al escuchar palabras como éstas: "Serás superior a todos, no sólo a los hombres sino también a los dioses". Muy grande es, pues, la presunción de los hombres, ya se trate de seres insignificantes, mesurados o de simples particulares, cuando oyen que se les dice: "Eres hijo de Dios, y los demás, a los que tú admirabas, no son hijos de Dios, ni siquiera los astros a los que honramos por tradición; tú solo, sin realizar esfuerzo alguno, Y eres incluso superior al cielo". Los demás le alabarán a coro, cual si se tratase de un hombre que no sabiendo contar y encontrándose entre hombres como él oyese que tenía mil codos. ¿No creería este hombre, en efecto, que tiene mil codos? Si oyese que los demás tienen cinco codos, es claro que sólo se imaginaría el número mil como un número muy grande. ENÉADA: II 9 (33) 9

Las almas de los astros son mucho más inteligentes y más buenas que las nuestras e, igualmente, guardan más relación con los seres inteligibles. ¿Cómo, por ejemplo, podría existir nuestro mundo, separado del mundo inteligible? ¿Cómo podrían concebirse los dioses en él? Pero de esto ya hemos tratado antes; digamos ahora que desprecian a los seres relacionados con los inteligibles por el hecho de que no los conocen más que de palabra. Pues, ¿cómo puede ser piadoso el que afirma que la providencia no llega a tocar este mundo, ni otra cosa cualquiera? ¿Cómo (pueden decir) que concuerdan consigo mismos? Porque afirman, ciertamente, que la providencia sólo actúa sobre ellos; pero, ¿cuándo ocurre eso, en el mundo inteligible o ahora que están aquí? Si ello tiene lugar en el mundo inteligible, ¿cómo han podido venir a este mundo? Y si se verifica aquí, ¿cómo siguen aún en este mundo? ¿Cómo no se encuentra aquí el mismo Dios? ¿Por dónde sabría de ellos y, por ejemplo, que están en este mundo? ¿Cómo llegaría a conocer que, en su permanencia aquí, todavía no le han olvidado ni se han vuelto sujetos de maldad? Si conoce a aquellos que no se han hecho malos, es claro que ha de conocer también a los que se han hecho, para poder distinguir unos de otros. (Dios), pues está presente en todas las cosas y se encontrará, por tanto, en nuestro mundo, en cualquier modo de ser que se le atribuya. De manera que el mundo tendrá participación en Dios. ENÉADA: II 9 (33) 16

Porque hay quienes, viendo la belleza en un rostro, se sienten transportados al mundo inteligible, en tanto que otros, espíritus dominados por la pereza, no se sienten movidos por nada. Tienen bastante con admirar todas las bellezas del mundo sensible, toda su simetría, todo su buen orden y la apariencia visible de los astros, no obstante su alejamiento de nosotros. No se pararán a meditar, dominados por el temor religioso: "¿De dónde provendrá su belleza?". Es claro que no han llegado a comprender, ni a ver, los seres del mundo inteligible. ENÉADA: II 9 (33) 16

Si disponemos de un cuerpo conviene que permanezcamos en mansiones que han sido construidas por un alma buena y hermana de la nuestra, que tiene el poder de construir sin fatiga alguna. Esas gentes que designan con el nombre de hermanos a los hombres más viles, juzgan indigno dar este nombre al sol, a los astros del cielo y al alma del mundo; ¡tan ciega se muestra su lengua! Tal parentesco no parece apropiado para los malos, y en cuanto a los buenos no deberán ser un cuerpo, sino más bien un alma situada en un cuerpo, que pueda vivir en él de tal manera que se encuentre lo más cerca posible de la mansión del alma universal en el cuerpo del universo. Esto es, no conviene enfrentarse con los seres, ni tampoco someterse a las cosas externas que son gratas a nuestros sentidos, ni turbarse ante algo que nos resulte penoso. El alma del universo no puede ser alcanzada por nada; nadie, en verdad, llegará hasta ella. Nosotros, en este mundo, recibimos golpes que son rechazados por nuestra virtud; incluso los hacemos menores en virtud de nuestros grandes pensamientos. Pero, que estos mismos golpes no se originen por nuestra fuerza! ENÉADA: II 9 (33) 18

Cuanto más nos acerquemos al ser intocable, mejor imitaremos al alma del universo y a las almas de los astros; con la proximidad a estas almas, nos haremos también semejantes a ellas, contemplaremos lo mismo que ellas contemplan y estaremos preparados para todo esto por nuestra misma naturaleza y solicitud. Aunque para esas almas lo que ahora decimos ya es realmente posible desde el principio. Si dijesen que ellos son los únicos en poder contemplar, nada añadirían a su contemplación, como tampoco con pretender salir de sus cuerpos después de la muerte, pues las almas de los astros gobiernan eternamente el universo. Sin duda, son ignorantes, de lo que quiere decir "fuera del mundo" y desconocen a la vez cómo el alma del universo dirige a los seres sin vida. ENÉADA: II 9 (33) 18

Resulta, pues, lícito no tomar cuidado del propio cuerpo, hacerse puro, despreciar la muerte, saber de los seres superiores y tratar de buscarlos, sin que por ello envidiemos a los otros seres que también pueden buscarlos y los buscan, en efecto, eternamente, diciendo que no son capaces de hacerlo. Tampoco ha de ocurrimos lo mismo que a los que creen que los astros no se mueven, porque la sensación les dice que son inmóviles. Porque ni siquiera creerán alcanzar la naturaleza de los astros contemplándoles exteriormente, ya que en tal coyuntura las almas de éstos escapan a su vista. ENÉADA: II 9 (33) 18

El concederse descanso cuando se ha llegado a estas cosas y el no querer ir más allá, es tal vez muestra de negligencia y equivale a no escuchar a los que se acercan a las causas primeras, que van mas allá de todo esto. Pues, ¿por qué de dos seres nacidos en las mismas circunstancias, por ejemplo en ocasión de la salida de la luna, el uno se convierte en un ladrón y el otro no? ¿Por qué, en circunstancias semejantes, uno de estos seres contrae la enfermedad y el otro no? ¿Por qué, en fin, luego de realizados los mismos trabajos, el uno termina enriquecido y el otro pobre? Es claro que para las diferencias entre las costumbres, los caracteres y las suertes convendrá ascender a las causas más lejanas; y nunca se detendrán en los hechos aquellos que hablan de unos principios corpóreos, como por ejemplo los átomos. El movimiento de los átomos, sus choques y las relaciones que mantienen entre sí explican para ellos las mismas relaciones entre las cosas, los estados que tienen lugar en éstas y su nacimiento, así como su privativa constitución, sus acciones y sus pasiones. Nuestras tendencias y disposiciones también encuentran ahí su raíz; de modo que se da una necesidad proveniente de los átomos y que viene a introducirse en los seres. ¿Podría entonces considerarse como principios otros cuerpos que no fuesen los átomos, si de ellos se hace provenir todas las cosas y a los seres mismos se les tiene como esclavos de una necesidad que deriva de los átomos? Otros hay, en cambio, que se dirigen al principio del universo, haciendo proceder todo de él, como de una causa que se presenta de manera regular y que no solamente es motora sino incluso productora de los seres. Para los que esto sostienen el principio es el destino y también la causa más alta, dependiendo de su disposición no sólo todas las demás cosas que acontecen en el universo, sino también nuestros propios pensamientos, al modo como en el animal cada una de sus partes dispone de un movimiento que no ha de atribuirse a éstas, sino a la parte principal del alma que se da en el animal. Otros se refieren aún al movimiento de traslación del universo, que lo abarca todo y lo produce todo por si mismo, tanto por las relaciones que adoptan los planetas y los astros como por las figuras que se originan de su mismo trato; para lo cual no dudan en dar crédito a las predicciones, pues ahí fundamentan ellos todas las cosas que ocurren. ENÉADA: III 1 (3) 2

Mas, tal vez no ocurran las cosas de esta manera; quizá lo gobiernen todo la traslación del cielo y el movimiento de los astros, de acuerdo con las posiciones que adopten entre sí a su paso por el zenit, a su salida, a su puesta y en los momentos de su conjunción. Según esto, pues, los adivinos realizan la predicción de lo que acontecerá en el universo y están en condiciones de decir cuál será la suerte y el pensamiento de cada uno. Se ve perfectamente cómo los animales y las plantas tienden a aumentar, a disminuir y a experimentar todo lo que acontece a los astros, y así unas regiones de la tierra difieren de otras en razón a su disposición respecto al universo y, sobre todo, al sol. Consecuencia de la naturaleza de estas regiones son, no sólo las plantas y los animales, sino también las formas que revisten los hombres, su tamaño, su color, sus deseos, sus ocupaciones y sus costumbres. Señor, pues, de todo, es el movimiento de traslación universal. Pero a esto habría que argüir en primer lugar que esta doctrina atribuye a los astros lo que realmente es propio de nosotros, como por ejemplo nuestras voluntades y nuestras pasiones, nuestros males y nuestros impulsos. Al no concedernos nada, nos abandona en el estado de piedras que experimentan el movimiento, pero no como hombres que obrasen por sí mismos y de acuerdo con su naturaleza. Debe dársenos, sin embargo, lo que es privativamente nuestro; hasta nosotros y a lo que es propio de nosotros habrán de llegar los efectos del universo, pero distingamos, con todo, las cosas que nosotros hacemos de las que sufrimos necesariamente, sin atribuirlas por entero a los astros. De las distintas regiones y de la peculiar diferencia de lo que nos rodea viene hasta nosotros una especie de calor o de enfriamiento en la mezcla, pero, asimismo, otras cosas vienen de nuestros progenitores. Somos, en la mayor parte de los casos, semejantes a nuestros padres por nuestra manera de ser y por las pasiones irracionales del alma. Y, a la vez, hombres que son semejantes por el país de origen, resultan ser diferentes por su carácter y por su espíritu, como si estas dos cosas proviniesen realmente de otro principio. Podríamos hablar aquí convenientemente de la oposición entre la constitución física de los cuerpos y la naturaleza misma de los deseos. Porque, si verdaderamente se predice los acontecimientos de acuerdo con la posición de cada uno de los astros, reconócese sin duda que son producidos por ellos, mas también podría decirse de igual modo que los pájaros y todos los demás seres de que se sirven los adivinos para sus predicciones son los autores reales de esas cosas que anuncian. ENÉADA: III 1 (3) 5

Sobre todo esto aún podrán hacerse reflexiones más justas. Según se dice, los acontecimientos que anticipan los adivinos, de acuerdo con la posición de los astros, cuando se produce un nacimiento, no sólo son anunciados por los astros sino incluso realizados por ellos. Ahora bien, cuando se habla de la nobleza de nacimiento de un niño, como nacido de padre y madre ilustres, ¿cómo atribuirla a los astros si existía ya en los padres antes de que se produjese la situación de los astros que sirve para predecirla? La suerte de los padres se fundamenta a veces en el nacimiento de los hijos, y según aquélla llega a predecirse la de los hijos que todavía no han nacido. Se anuncia también, en este sentido, por la muerte de un hermano la de otro y, a su vez, por la de una mujer la de su marido, o viceversa. ¿Podría explicarse cómo la posición de los astros iba a producir unos efectos que se dicen provenir de los padres? Porque es claro que si los padres, que son anteriores, constituyen las causas verdaderas, nada de esto habrá que atribuir a los astros. La semejanza en los caracteres respecto de los padres indica que la belleza y la fealdad son algo propio de la familia, pero nunca algo dependiente del movimiento de los astros. Es conforme a razón que en un mismo tiempo y a la vez nacen animales de todas clases y hombres; para todos ellos, de acuerdo con la misma disposición de los astros, deberían contar los mismos caracteres. ¿Cómo, pues, nacen hombres y, además, otros seres, con las (mismas) figuras de los astros? ENÉADA: III 1 (3) 5

Cada ser nace de conformidad con su naturaleza; así el caballo como nacido de un caballo, el hombre como nacido de un hombre, y cualquier otro ser de acuerdo con el ser del que proviene. Concedamos que el movimiento del cielo está concertado y coopera con los acontecimientos; esta cooperación es, no obstante su importancia, de naturaleza física y sólo afecta a las cualidades del cuerpo, así por ejemplo al calor y al frío y a las mezclas consiguientes que de ahí resultan. Ahora bien, ¿cómo explicar la producción de los caracteres, las ocupaciones y, especialmente, todas esas cosas que no deben quedar sometidas al temperamento físico, como por ejemplo las que son propias del gramático, del geómetra, del experto en el juego de dados o de cualquiera de los inventores? ¿Atribuiríamos a los astros los caracteres viciosos, cuando los astros son realmente dioses? Se dice generalmente que (los astros) nos envían males que ellos mismos experimentan, porque se introducen y precipitan en la tierra. ¡Como si pudiesen hacerse diferentes en el momento en que se ocultan respecto a nosotros, sin tener en cuenta para nada su movimiento eterno por la esfera del cielo y la posición idéntica que conservan en relación con la tierra! No deberá decirse que un astro se vuelve malo o bueno a tenor del astro al que mira y según la posición que adopta; ni tampoco que nos hace bien, si su disposición es buena, o mal, si su disposición es mala. Mejor convendrá decir que el movimiento de traslación de los astros atiende a la conservación del universo e, igualmente, a cualquier otro servicio; y así, mirando hacia los astros como si fuesen letras, todo el que conoce este alfabeto reconoce los hechos del futuro en las figuras de aquellos, interpretando metódicamente su significación por el procedimiento de la analogía. Es como si se dijese: un pájaro que vuela a gran altura, anuncia acciones de carácter elevado. ENÉADA: III 1 (3) 6

Resulta ilógico inculpar aquí a las partes, porque las partes deben ser consideradas en relación con el todo, para comprobar si son armónicas y ajustadas a él. Convendrá examinar el todo, pero sin tener en cuenta para nada cosas realmente pequeñas. Porque no es al mundo a quien se censura cuando se toma por separado alguna parte de él; lo mismo ocurriría si tomásemos del ser animado entero un simple cabello, un dedo o una de las partes más viles, y despreciásemos en cambio esa hermosa visión de conjunto que ofrece el hombre; o, por Zeus, si diésemos de lado a todos los animales y nos fijásemos tan sólo en el mas ruin; o, si se quiere, pasásemos en silencio por la totalidad del linaje humano para no ver más que a Tersites. El mundo en su conjunto es lo que nosotros debemos considerar, y si realmente lo contemplamos con atención, tal vez le escuchemos palabras como éstas: "Fue Dios quien me hizo y, por venir de Él, soy perfecto, encierro todos los animales y me basto a mí mismo. De nadie tengo necesidad, porque contengo todos los seres, plantas, animales y todo lo que puede nacer. Hay, pues, en mí muchos dioses, pueblos demoníacos, almas buenas y hombres felices por su virtud. Pero la tierra no se ha embellecido con plantas y animales de todas clases, ni la potencia del alma ha llegado hasta el mar para que el aire todo, el éter y el cielo queden privados en absoluto de la vida, sino que en ese otro mundo se encuentran todas las almas buenas, las que dan la vida a los astros y a la esfera eterna del cielo que, a imitación de la inteligencia, se mueve con un movimiento circular, perfectamente ordenado y siempre alrededor de un mismo centro, sin buscar nada hacia fuera. Todos los seres que se dan en mí aspiran al bien y cada uno de ellos lo alcanza a medida de su poder. Todo el cielo depende de Él, y no sólo el cielo sino toda mi alma, los dioses que existen en mis partes, todos los animales, las plantas y cualquier ser en apariencia inanimado que yo contenga. Estos seres participan únicamente de la existencia, pero las plantas poseen la vida, y los animales, además, la facultad de percibir; algunos, incluso, cuentan con la razón, y otros tienen la vida universal. No exijamos cosas iguales de seres que son realmente desiguales: esto es, no pidamos al dedo que vea, sino precisamente al ojo; al dedo, en mi opinión, hemos de pedirle que sea un dedo y que cumpla lo que es propio de sí mismo ENÉADA: III 2 (47) 3

Queda por averiguar, sin embargo, que puedan ser un bien y en qué forma participan en el orden del mundo, o, si acaso, como es que no constituyen un mal. Las partes superiores de todo ser vivo, esto es, la cabeza y la cara, son siempre las más hermosas; las partes medias y las inferiores no se igualan, en cambio, a aquéllas. En el mundo, los hombres se encuentran en las partes media e inferior, en tanto el cielo y los dioses que se dan en él se hallan en la parte superior. Estos dioses y el cielo todo que rodea nuestro planeta abarcan la mayor parte del mundo, pues la tierra no es mas que su centro y uno de los astros del universo. Nos sorprendemos de que exista la injusticia entre los hombres porque pensamos que el hombre es la parte más noble del mundo y el ser más sabio de todos. Mas el lugar de los hombres está entre los dioses y las bestias, y unas veces se inclina a los unos y otras veces a las otras; así unos hombres se hacen semejantes a los dioses, otros a las bestias, y la mayoría se mantienen en medio. Aquellos cuya perversión les acerca a los animales irracionales y feroces arrastran consigo y violentan a los hombres que están en medio, y si éstos, que son mejores, se ven forzados y dominados por los que les son inferiores es porque, en efecto, son ellos también seres inferiores, que no pueden incluirse entre los buenos ni se hallan en verdad preparados para no sufrir tales cosas. ENÉADA: III 2 (47) 8

No debemos, con todo, desdeñar ese argumento que nos pide miremos a cada ser, no en su situación presente, sino en los períodos anteriores y en su futuro, de modo que establezcamos lo que es justo para cada uno; y así, puede explicarse el cambio en esclavos de los que antes eran señores, si realmente fueron malos señores, porque esto será, al fin, provechoso para ellos mismos, al igual que los que usaron mal de las riquezas se convertirán en pobres, porque el ser pobre no resulta perjudicial para los buenos. Y los que han dado muerte injustamente sufrirán a su vez este castigo, el cual, si es injusto para el que lo realiza, es, en cambio, justo para el que lo sufre. Pues hemos de pensar que el hombre llamado a sufrir el castigo encontrará siempre al hombre adecuado para hacérselo sufrir. No se es esclavo o prisionero de guerra por casualidad, como tampoco se sufren al azar violencias corporales; sino que se habrán hecho realmente en alguna ocasión todas las cosas que ahora se sufren. De este modo, el que ha matado a su madre renacerá mejor para sufrir la muerte a manos de su hijo, y el que ha forzado a una mujer será también mujer para sufrir la misma suerte. De ahí proviene la divina ley de Adrastea; porque este orden es realmente la verdadera Adrastea, la verdadera Justicia y una admirable Sabiduría. Conviene considerar, ante el espectáculo del universo, que el orden que en él existe se extiende hasta las cosas más pequeñas; y es un arte maravilloso, que no sólo se manifiesta en los seres divinos, sino también en aquellos que nosotros desdeñaríamos como poco dignos de la atención de la providencia. Este maravilloso prodigio se realiza en todos los seres, incluso en las plantas con la hermosura de sus frutos y de sus hojas, la gracia de sus flores y su misma ligereza y variedad. Todo lo cual no ha sido hecho de una vez, ni tampoco deja de ser, sino que concuerda con las posiciones de los astros, que no son siempre las mismas. Estos cambios y estas formas no se realizan por mero azar, sino conforme a un patrón hermoso, según conviene que obren los poderes divinos. Porque todo lo divino actúa de acuerdo con su naturaleza, que a su vez depende de su esencia; y es su esencia la que acompaña en sus acciones a la belleza y a la justicia, pues, de otro modo, ¿dónde se encontrarían éstas? ENÉADA: III 2 (47) 13

En el mundo inteligible todo ser es todas las cosas, en tanto en nuestro mundo cada ser no es todas las cosas. El hombre, siendo como es una parte del mundo, es una de estas cosas, pero no el hombre en su totalidad. Si hubiese en alguna parte del mundo un ser que no fuese parte, esa parte ya sería un todo. He aquí, pues, que no hemos de pedir al ser particular que llegue a la cima de la virtud, porque en ese caso no sería ya una parte del todo. Ni hemos de admitir asimismo que el universo siente envidia por el ornato de sus partes y el aumento de su valor, porque el ornato y el aumento de valor de éstas hacen al universo mucho más bello. La alta estimación de las partes se origina por su semejanza, sumisión y adaptación al todo; con ello puede haber, en el lugar que ocupan los hombres, una luz que brille, al igual que ocurre con los astros en el cielo. Desde aquí, en efecto, la visión que tenemos del cielo es la de una grande y hermosa estatua, dotada de vida y engendrada por el arte de Hefaisto: los astros resplandecen sobre su rostro, sobre su pecho y dondequiera que convenga colocarlos. ENÉADA: III 2 (47) 14

Podría decirse entonces que sólo cuentan con recuerdos las almas que sufren cambios o modificaciones. Porque es claro que la memoria versa únicamente sobre hechos pasados, pues, ¿de qué habrían de recordarse, las almas que permanecen en un mismo estado? Esta es la cuestión a dilucidar en lo que respecte al alma de los astros y de los demás cuerpos del cielo; y no menos en cuanto al alma del sol o de la luna, o, en fin, en cuanto al alma del universo. Habrá que intentar entrometerse en los recuerdos del mismo Zeus y no estará de más averiguar, al hacer esto, cuáles son los pensamientos y los razonamientos de aquellas almas, caso de que ellas existan. ENÉADA: IV 4 (28) 6

Si, pues, los astros se mueven para cumplir el fin que les es propio y no para atravesar los lugares que ellos atraviesan; si su acción, además, no consiste en observar los lugares por donde pasan, ni aun en pasar por ellos, el tránsito a que ahora nos referimos es completamente accidental, dirigiéndose, en cambio, el pensamiento de los astros hacia cosas más importantes para ellos; con lo que los espacios recorridos, que son siempre los mismos, y el tiempo empleado en éstos, no entra para nada en su cuenta, incluso si los espacios y los tiempos pueden ser divididos. Se sigue de aquí que no es necesario que tengan el recuerdo de esos espacios y de esos tiempos, ya que disponen siempre de la misma vida y efectúan su movimiento local alrededor de un mismo centro, no ya como si se tratase de un movimiento local sino más bien de un movimiento vital; esto es, cual el movimiento de un ser animado y único que sólo actúa con relación a sí mismo y permanece inmóvil con respecto a lo que le es externo, manteniéndose a la vez en movimiento por la vida eterna que se da en él. Ciertamente, si quisiésemos comparar el movimiento de los astros al que realiza un coro veríamos que, aunque el coro se detenga en un determinado momento, la danza sólo queda concluida si ha sido ya ejecutada desde el principio hasta el fin. Pero supongamos que el coro danza siempre; entonces su danza se concluye a cada instante, y no hay tiempo ni lugar en el que pueda decirse que está terminada. De modo que no tendrá ningún deseo, ni podrá a la vez medir su danza en el tiempo y en el espacio, o, lo que es lo mismo, perderá la memoria de todo esto. ENÉADA: IV 4 (28) 8

Por lo demás, los astros viven una vida completamente feliz y contemplan esta misma vida por medio de sus almas. Y así, por la inclinación de estas almas a la unidad y por el resplandor de los astros que ilumina el cielo todo, aquellos son como cuerdas de una lira que vibran acompasadamente y que interpretan una melodía llena de armoniosa naturalidad. Si éste es el movimiento del cielo, y el de sus partes guarda íntima relación con él; si el cielo mismo se ve llevado con un movimiento total y cada una de sus partes adopta un determinado movimiento, aunque de igual signo, a causa de su privativa posición, aún nos afirmaremos más en nuestra idea de una vida única y semejante para todas las cosas. ENÉADA: IV 4 (28) 8

Pero Zeus, que ordena el mundo, lo gobierna y lo dirige, Zeus, que posee eternamente un alma real y una inteligencia real, además de un poder de previsión que le permite conocer los acontecimientos, organizarlos y dominarlos, así como hacer girar los astros, cosa que ha hecho ya tantas veces, ¿cómo no va a conservar la memoria de todos los períodos, de cuántos y cuáles han tenido ya lugar? Si para que estos vuelvan a realizarse tiene que activar su imaginación, comparar y reflexionar, ¿cómo iba a olvidarse de todo lo demás, siendo como es él mismo el más hábil de los demiurgos? La gran dificultad que se presenta en cuanto a la memoria de los períodos cósmicos es la siguiente: ¿cuál es realmente su número, y puede Zeus conocerlo? Si este número resulta limitado, concederemos al universo un comienzo en el tiempo; pero si es ilimitado, el propio Zeus no conocerá nunca el número de sus obras. Sabrá, si acaso, que su obra es única y que disfrute de una vida única y eterna - así hay que entender el número ilimitado - , pero conocerá esta unidad, no de un modo exterior, sino por su misma obra. De este modo, lo ilimitado convive con él eternamente, y aún mejor le acompaña, pero Zeus lo contemplará con un conocimiento que no le viene de fuera. Si conoce la infinitud de su misma vida, conoce también en su unidad la actividad que ejerce en el universo, aunque ésta se extienda a todo. ENÉADA: IV 4 (28) 8

¿Habrá que distinguir también en las plantas unas cualidades que sean en sus cuerpos como el eco de una potencia y, a la vez, la potencia que dirige estas cualidades, potencia que es en nosotros la facultad de desear y en las plantas la potencia vegetativa? ¿O acaso esta potencia se da en la tierra, que tiene ciertamente un alma, y en las plantas proviene de ella? Habría que investigar primero cuál sea el alma de la tierra y si es, por ejemplo, algo que proviene de la esfera del universo, lo único a lo que Platón parece querer animar. ¿Será corno un resplandor de esta alma sobre la tierra? Mas he aquí que Platón dice de nuevo que la tierra es la primera y la más antigua de las divinidades que se encuentran en el cielo, dándole así un alma al igual que a los astros . Pero, ¿cómo podría ser una divinidad, si no tuviese alma? De este modo, la cuestión resulta difícil de resolver y las dificultades aumentan todavía, y no disminuyen, con las afirmaciones de Platón. ENÉADA: IV 4 (28) 22

Hemos de investigar primeramente cómo podremos formarnos una opinión razonable. Que existe en la tierra un alma vegetativa lo prueban sin duda las mismas plantas que nacen de ella. Pero si vemos que muchos animales tienen también su origen en la tierra, ¿por qué no decir que la tierra es un ser animado? Y de un ser así, que constituye una parte no pequeña del universo, ¿por qué no decir igualmente que posee una inteligencia y que es un dios? Si cada uno de los astros es un ser animado, ¿qué impide que lo sea la tierra, que es asimismo una parte del ser animado universal? Pues no hemos de afirmar que está dirigida desde fuera por un alma extraña y que no tiene alma en sí misma, al no poder contar con un alma propia. Más, veamos: ¿por qué un ser ígneo podría tener alma y no en cambio un ser de tierra? Tanto el uno como el otro son verdaderos cuerpos y no hay más músculos, o carne, o sangre, o líquido en el uno que en el otro, pues en realidad la tierra es el cuerpo más vario de todos. Podría argüirse que es el cuerpo que menos se mueve, pero habría que afirmar esto en el sentido de que no cambia de lugar. ¿Y cómo siente? ¿Cómo sienten a la vez los astros? Es claro que la sensación no es propia de la carne, ni en absoluto hay que dar un cuerpo a un alma para que ésta tenga sensación, sino que el alma debe ser dada al cuerpo para que éste pueda ser conservado. Al alma corresponde la facultad de juzgar y es ella la que debe mirar por el cuerpo, partiendo a tal fin de sus afecciones para concluir en la sensación. ¿Qué es, en cambio, lo que experimenta la tierra y cuáles podrían ser sus juicios? Las plantas, en cuanto que pertenecen a la tierra, no tienen sensación alguna. ¿De qué y por qué iba a tener ella sensación? Porque, ciertamente, no nos atreveremos a admitir sensaciones sin sus órganos. Y, además, ¿de qué le serviría la sensación? No, desde luego, para conocer, porque el conocimiento intelectual es suficiente para los seres que no obtienen ninguna utilidad de la sensación. No hay por que, pues, conceder esto. Pero se da en las sensaciones, además de su misma utilidad, un cierto conocimiento rudo, como el del sol, el de los astros, el del cielo y el de la tierra; y nuestras sensaciones, por otra parte, resultan gratas por sí mismas. Mas, dejaré la cuestión para más adelante; ahora hemos de preguntarnos de nuevo si la tierra tiene sensaciones, qué son y cómo se dan en ella. Para esto habrá que considerar en primer lugar las dificultades que antes surgieron, como por ejemplo si pueden existir sensaciones sin órganos y si ellas están dispuestas para nuestra utilidad, aun en el supuesto de que puedan ofrecernos otras ventajas. ENÉADA: IV 4 (28) 22

En tal sentido podremos examinar no sólo las cosas relativas a la tierra, sino también las que se refieren a todos los astros y, en especial, al cielo y al mundo entero. La sensación, según lo que nosotros decíamos, se verifica en seres particulares a los que afecta algún objeto, pero siempre en relación con otros seres particulares. Porque, ¿cómo podría haber sensación en el ser universal si este ser es insensible con relación a sí mismo? Si el órgano que siente debe ser diferente al objeto sentido, y si el universo lo es a la vez todo, es dará que no podrá darse en él un órgano que siente y un objeto sentido, sino que habrá que concederle una sensación de sí mismo, análoga a la que nosotros tenemos de nosotros mismos, pero sin otorgarle por esto la sensación, que es siempre conocimiento de otro ser. Así, cuando nosotros recibimos alguna impresión no habitual de un hecho que ocurre en nuestro cuerpo, tenemos que atribuirla a algo que viene de fuera. ENÉADA: IV 4 (28) 24

Podría aducirse que el olfato y el gusto están ligados a ciertas cualidades y que, en tal sentido, tiran del alma hacia todas partes, en tanto la vista y el oído pueden pertenecer por accidente al sol y a los demás astros. Opinión no carente de lógica, si vuelven su atención hacia nosotros. Pero, si esto ocurre, es que disfrutan de memoria, pues sería extraño que no recordasen sus buenas acciones. ¿Cómo existirían éstas si no hay memoria de ellas? ENÉADA: IV 4 (28) 25

En cuanto a los astros, son conocedores de nuestros deseos por su especial disposición y manera de conducirse. Ese es el motivo de que actúen sobre nosotros. En las artes de los magos, por ejemplo, todo mira a la conjunción de los astros y a las consecuencias que de esto se siguen para los seres que con ellos simpatizan. ENÉADA: IV 4 (28) 26

Hemos admitido la memoria como un hecho extraordinario en la vida de los astros; pero, no obstante, hemos concedido a éstos la sensación, y entre otros los sentidos de la vista y del oído, puesto que decíamos que escuchaban las súplicas que dirigimos al sol o las que otros hombres dirigen a los astros. Existe la creencia de que muchas cosas se cumplen por los astros y, gracias a ellos, con suma facilidad. Y, hasta tal punto, que no sólo nos ayudan en las empresas justas sino también en muchas de las que son injustas. Son todas éstas cuestiones que salen al paso y que conviene considerar. Porque conocemos bien las grandes y renombradas dificultades de los que toman a mal que los dioses se conviertan en auxiliares e incluso en autores de acciones torpes y, sobre todo, que cooperen a nuestros amores y a nuestros desenfrenos, examinamos ahora todas estas cosas y de modo especial la cuestión ya planteada al principio, que concierne a la memoria de los dioses. ENÉADA: IV 4 (28) 30

Porque está claro, en efecto, que si los dioses atienden nuestras súplicas, no desde luego de manera inmediata sino en un plazo breve y aún a veces dilatado, poseen el recuerdo de las rogativas de los hombres. Es eso lo que ocurre con los beneficios que nos otorgan Demeter y Hestia, salvo que se diga que solo la tierra procura tales beneficios. Dos cosas, pues, hemos de tratar de mostrar: primeramente como situaremos en los astros la función de la memoria, dificultad que, realmente, existe tan solo para nosotros y no para el resto de los mortales, que no tienen inconvenientes en concederles el recuerdo; en segundo lugar, habrá que considerar también esas acciones que parecen inauditas, acciones que la filosofía debe investigar, ofreciendo una lógica defensa frente a las dificultades esgrimidas contra los dioses que se encuentran en el cielo. La acusación, en este sentido, se extiende verdaderamente a todo el universo, si hemos de creer a los que dicen que el cielo todo puede ser hechizado por las artes más audaces de los hombres. Convendrá examinar también todo lo que se dice acerca de los demonios, y especialmente sobre los servicios que nos prestan, si es que esta cuestión no ha quedado ya resuelta en las páginas precedentes. ENÉADA: IV 4 (28) 30

Respecto a las acciones que van del todo a las partes, son para mí los movimientos del mundo sobre si mismo y sobre sus partes porque el movimiento del cielo no sólo se determina a si mismo sino que determina también los demás movimientos parciales, y así, por ejemplo, los astros que se comprenden en él y todas las cosas de la tierra a las que ese movimiento afecta. En cuanto a las acciones y pasiones que van de las partes a las partes, están claras para todo el mundo: considérese las relaciones del sol con los otros astros, la influencia que ejerce sobre ellos, sobre las cosas de la tierra y sobre los seres que están en los otros elementos. Convendría examinar, naturalmente, todos y cada uno de estos puntos. ENÉADA: IV 4 (28) 31

El movimiento circular del cielo significa una verdadera acción que, en primer lugar, se da a sí mismo disposiciones diferentes y, en segundo lugar, las otorga a los astros de su círculo. También, sin duda alguna, actúa sobre las cosas de la tierra, modificando no sólo los cuerpos existentes en ella sino incluso las disposiciones de sus almas; y es evidente, por muchas razones, que cada una de las partes del cielo actúa sobre las cosas de la tierra y, en general, sobre todas las cosas de rango inferior. Dejemos para más adelante si estas últimas actúan sobre las primeras y, por el momento, demos por válidas las teorías admitidas por todos o, al menos, por la mayoría, siempre y cuando se nos aparezcan como razonables. Hemos de indicar ya desde un principio cuál es el modo de acción de los astros, porque esta acción no es sólo la del calor, la del frío o la de cualesquiera otras cualidades a las que consideramos como primeras, sino también la de cuantas derivan de su mezcla. Diremos mejor que el sol no verifica toda su acción por el calor, ni todos los demás astros por medio del frío, porque ¿cómo podría haber frío en el cielo tratándose de un cuerpo ígneo? Tampoco se concebiría la acción de ningún astro por medio de un fuego húmedo, con lo cual no es posible explicar de tal modo las acciones de los astros y muchos de sus hechos quedarán oscuros en su origen. Aun admitiendo que las diferencias de caracteres provengan de las de los temperamentos corpóreos, y éstas a su vez del predominio del calor o del frío en el astro que las produce, ¿cómo podríamos explicar la envidia, los celos o la misma astucia? Y si damos con la explicación, ¿cómo deducir de aquí la buena y la mala suerte, la riqueza y la pobreza, la nobleza de nacimiento o el descubrimiento de un tesoro? Tendríamos realmente a mano innumerables hechos que nos alejan de las cualidades corpóreas que los elementos dan a los cuerpos y a las almas de los seres animados. ENÉADA: IV 4 (28) 31

No hay que atribuir, pues, a una libre decisión consciente, ni a razonamientos que tengan lugar en los astros o en el universo, todos los hechos que acontecen a los seres que dependen de ellos. Porque es ilógico admitir que los seres superiores preparen la trama de las cosas de los hombres, de tal modo que, por ellos, unos sean ladrones, otros mercaderes de esclavos, otros horadadores de murallas y saqueadores de templos, y otros, en fin, faltos de virilidad y afeminados, hombres vergonzantes en sus acciones y en sus pasiones. En verdad que no puede hablarse aquí de dioses, ni siquiera de hombres de mediana condición, ni de nadie que maquine o realice estas cosas, de las que, verdaderamente, no obtendría utilidad alguna. ENÉADA: IV 4 (28) 31

En cuanto a los cambios de figura que se producen en el cielo tendremos que atribuirlos necesariamente a la desigual velocidad de los planetas. Si este curso es lógico, se producirán también diferentes figuras en el animal total, y, por otra parte, si las cosas que ocurren en este mundo simpatizan de algún modo con las cosas del cielo, será razonable preguntarse si están de acuerdo con ellas, o si por sí mismas disfrutan de cierto poder, en cuyo caso este mismo poder les correspondería como tales figuras o como figuras de los astros. Porque una misma figura, situada en seres diferentes, no anuncia ni produce las mismas cosas, sino que cada una responde a una naturaleza distinta. Si decimos, pues, rectamente, que la figura de unos objetos no es otra cosa que estos objetos y la misma disposición que hay en ellos, la figura de otros objetos, aun siendo la misma, tendrá que aparecer como diferente. Y si es así, no concederemos la primacía a las figuras sino a los seres que las producen. O tal vez a unas y a otros. Porque vemos que en los mismos astros a figuras diferentes corresponden resultados diferentes, cosa que se da en uno mismo sólo con que cambie de lugar. ENÉADA: IV 4 (28) 34

¿Cuál es, por tanto, el poder de las figuras? Hemos de volver sobre ellas para tratarlas aún con más claridad. Porque, por ejemplo, ¿en qué se diferencia de un triángulo el triángulo de los planetas? ¿Y en virtud de qué y hasta qué punto produce determinado efecto un astro que entra en relación con otro? Estas acciones, en nuestra opinión, no han de atribuirse ni a los cuerpos de los astros, ni siquiera a su voluntad. Y no han de atribuirse a los cuerpos porque los efectos producidos no son tan sólo acciones de los cuerpos; ni tampoco a la voluntad, porque sería ilógico que los dioses hiciesen voluntariamente cosas carentes de sentido. ENÉADA: IV 4 (28) 35

Si el sol y los demás astros miran realmente a las cosas de aquí, hemos de pensar que el mismo sol - para fijarnos exclusivamente en él - mira también a las cosas inteligibles, produciendo a la vez, de la misma manera que calienta las cosas de la tierra, todo eso que a él se atribuye. Y aun después distribuye algo de su alma, en virtud del alma vegetativa múltiple que se encuentra en él. Por su parte, los demás astros transmiten su poder, como si lo irradiasen, pero sin que en ello intervenga su voluntad. Y todos, en conjunto, forman una sola figura, ofreciendo una u otra disposición según la figura adoptada. ENÉADA: IV 4 (28) 35

Este universo encierra la mayor variedad y se dan en él las más diversas e ilimitadas potencias. Si nos referimos al hombre, vemos que cada ojo tiene su poder e, igualmente, cada hueso el suyo: uno es el poder de los huesos del dedo, otro el de los del pie, y no hay ninguna parte que no tenga el suyo propio, diferente del de otra parte, aunque nosotros lo desconozcamos por no haberlo aprendido. Otro tanto ocurre, y aun con mayor razón, en el universo; con mayor razón, decimos, porque los poderes de que disfrutamos son huellas (de los poderes) del universo. Hay en éste, en efecto, una innumerable y maravillosa diversidad de potencias, y lo mismo acontece en los astros del cielo. Porque no es el universo como una casa sin alma, grande y amplísima, conformada con materiales fáciles de enumerar, como piedras y troncos de madera y, si se quiere, todavía algunos más. Conviene, por el contrario, que forme un mundo ordenado, algo así como un ser despierto en el que todo viva a su modo, y sin que nada pueda darse que no se dé a la vez en él. Así se resuelve la dificultad acerca de cómo puede haber algo sin alma en un ser verdaderamente animado. Porque la razón nos dice que todo vive a su modo en el universo, y nosotros afirmamos, por nuestra parte, que nada vive si no recibe del universo un movimiento que afecte a nuestros sentidos. Todo, sin embargo, tiene su vida, pero una vida que a veces se nos oculta. El ser, cuya vida nosotros percibimos, es un compuesto de otros seres cuya percepción se nos escapa, pero cuyos poderes maravillosos contribuyen a la vida del todo. El hombre, realmente, no podría ser movido de tal manera si su movimiento fuese el resultado de poderes sin alma. Y el universo, a su vez, no viviría como vive, si cada uno de los seres que hay en él no tuviese su vida propia, aun sin la presencia de la voluntad. Porque el universo mismo no necesita en modo alguno de la voluntad, como ser que precede a los seres de este género. Ello explica que muchos seres obedezcan a poderes de esta clase. ENÉADA: IV 4 (28) 36

Todo lo que es provechoso a la vida o proporciona alguna utilidad debe ser considerado como una donación, que va precisamente de las partes mayores a las más pequeñas. Cuando se dice que (los astros) tienen una influencia perniciosa en la generación de los animales, es porque el sujeto no ha podido recibir el bien que le fue dado. Porque un ser animado no nace simplemente: nace para un fin y en un determinado lugar, y conviene que sufra la influencia adecuada a su naturaleza. Las mezclas, además hacen también mucho, dado que cada (astro) ofrece algo beneficioso para la vida. Aunque podría ocurrir, en algún caso, que lo que es naturalmente ventajoso, no lo fuese en la realidad, ya que el orden del universo no da siempre a los seres lo que cada uno de ellos quiere. Nosotros mismos añadimos muchas cosas a los dones que se nos otorgan. ENÉADA: IV 4 (28) 38

Si las cosas que se dicen fuesen verdaderas, las dificultades quedarían resueltas y, sobre todo, la que atribuye a los dioses los males del universo. Pero la voluntad de los dioses no es realmente la causa de estos males, pues todo lo que viene de lo alto resulta de necesidades naturales, que ponen en relación unas partes con otras de acuerdo con lo que requiere la vida universal. Por otra parte, ‘muchas de las influencias de los astros, que, separadamente, no producen ningún mal, originan por su mezcla resultados muy diferentes. Tengamos en cuenta que cada ser no vive para él sino para el todo y que, además, el sujeto sufre una influencia no apropiada a su naturaleza, no pudiendo por tanto dominar lo que se le ha dado. ENÉADA: IV 4 (28) 39

En consecuencia, los astros no tienen necesidad de memoria - con tal objeto hemos tratado de todas estas cuestiones - , ni de las sensaciones provenientes de los seres. No se da en ellos, como piensan algunos, una aquiesencia a nuestras súplicas, porque, con nuestras súplicas o sin ellas, siempre recibimos de los astros alguna influencia, como partes que ellos son, al igual que nosotros mismos, de un solo y único universo. En éste se ejercen, ciertamente, muchos poderes independientes de la voluntad, sean o no ayudados por el arte. Y es que se trata (como decimos) de un ser animado único, cuyas partes se favorecen o perjudican en razón a su naturaleza. El arte de los médicos y el de los magos tiende a que una parte ofrezca a la otra alguno de sus poderes privativos. El universo, a su vez, da también algo a sus partes, algo que es realmente de él - o que resulta de la atracción de una de estas partes y, por tanto, de su misma naturaleza; porque, en definitiva, nadie que dirija sus súplicas a lo alto puede sentirse ajeno al universo. ENÉADA: IV 4 (28) 42

No hemos de conceder, sin embargo, que el universo sufre; hemos de afirmar, por el contrario, que su parte dirigente es totalmente impasible. Las pasiones, si acaso, tienen lugar en sus partes y vienen muy bien a ellas; pero como nada de lo que ocurre es contrario a la naturaleza, todo lo que acontece deja al universo impasible frente a sí mismo. También los astros, supuesto que experimenten pasiones, son seres verdaderamente impasibles, como partes constitutivas del universo. Disfrutan, podemos decir, de una voluntad impasible y de unos cuerpos y unas naturalezas incapaces de recibir daño alguno. Y si, a través de su alma, dan algo de sí mismos, lo que fluya de ellos será para nosotros imperceptible, lo mismo que si reciben alguna cosa permanecerá oculta para nosotros. ENÉADA: IV 4 (28) 42

En un animal pequeño sus partes apenas se modifican, con lo cual sus percepciones son también muy reducidas. Y no es posible que sus partes sean seres animados, salvo si acaso algunas, pero éstas en el menor grado. Mas, en el animal universal, de dimensiones tan grandes y un relajamiento tan acusado que da cabida a muchos seres animados, debe haber indudablemente movimientos y cambios de proporciones considerables. Vemos, por ejemplo, cómo se desplazan y se mueven regularmente el sol, la luna y el resto de los astros. No es ilógico, por tanto, que también las almas se desplacen y, como no conservan siempre el mismo carácter, adoptarán el orden que convenga a sus pasiones y a sus acciones. Así, unas ocuparán un lugar en la cabeza, otras en los pies, conforme a la armonía del universo. Porque es evidente que el universo encierra diferencias en cuanto atañe al bien y al mal. El alma que no ha escogido aquí lo mejor, ni ha participado asimismo de lo peor, pasa realmente a un lugar puro, ocupando así la morada que ella ha escogido. Los castigos que sufren las almas son como remedios a sus partes enfermas; en unas, habrán de emplearse remedios astringentes, en otras se apelará a desplazamientos o a modificaciones para restablecer la salud, colocando al efecto cada órgano en el lugar que le corresponda. El universo conserva también su salud mediante la modificación o el desplazamiento de las partes del lugar afectado por la enfermedad a otro que verdaderamente no lo esté. ENÉADA: IV 4 (28) 45

Una prueba decisiva de que la forma de los objetos no es transmitida a la vista por intermedio del aire, afectado gradualmente, nos la da el hecho de que, por la noche y en la oscuridad, vemos el fuego, los astros y las formas de éstos. No podrá decirse, verdaderamente, que las formas originadas por ellos han entrado en contacto con nosotros a través de la oscuridad, porque en este caso no habría oscuridad, al iluminar el fuego sus formas. Por otra parte, aun en la más profunda oscuridad, ya ocultos los astros y sin que provenga de ellos luz alguna, vemos el fuego de los faros y el de las torres que se muestran en las naves. Si se afirmase que este fuego atraviesa el aire, contrariamente a lo que testimonian nuestros sentidos, sería entonces necesario que tuviésemos la visión de una forma oscura en el aire, pero no la del fuego mismo, que es lo que claramente se percibe. Si vemos, por tanto, lo que está más allá de un medio oscuro, veremos todavía mejor cuando no se da este medio. Y si se objetase a esto que no hay realmente visión cuando no hay un medio, tendríamos que contestar que no es esencial aquí la falta de un medio, sino en mayor grado que se haga desaparecer la simpatía del animal universal consigo mismo y la que existe entre todas sus partes, que habrán de constituir una unidad. Pues parece que la sensación existe, porque este animal - esto es, el todo - simpatiza consigo mismo. De otro modo, ¿cómo un objeto podría sufrir la influencia de otro, y sobre todo de un objeto alejado? Tendríamos que examinar también, para el caso de que existiese otro mundo y otro ser animado no tributario del nuestro, si un ojo, situado en la convexidad del cielo, podría contemplarlo a una distancia conveniente, o bien si ese mundo no existiría para él . Pero dejemos la cuestión para más adelante. ENÉADA: IV 5 (29) 3

Llegados a este punto conviene que nos preguntemos si la visión debe marchar hacia el objeto por la existencia de un intervalo entre el ojo y el objeto o por el hecho de que en este intervalo exista un cuerpo. Si se trata de esto último, es claro que se verá una vez separado el obstáculo; si se trata de lo primero, hay que suponer que la naturaleza del objeto visible es completamente ociosa e inactiva en el acto de la visión. Pero esto parece imposible, porque el tacto no sólo conoce y toca el objeto vecino, sino que se ve afectado por las diferentes especies de cualidades, que, a su vez, da a conocer al alma. De no existir un obstáculo intermedio, también sentiría a distancia, porque es indudable que sentimos el calor del fuego al mismo tiempo que el aire intermedio y no tenemos que esperar en absoluto a que el aire se caliente. Incluso podría decirse que nuestro cuerpo, por su misma solidez, se calienta antes que el aire. De modo que nos calentamos por medio del aire, pero no gracias a él. Por consiguiente, si hay algo que puede actuar, y algo también que puede sufrir, ¿por qué echar mano de un cuerpo intermedio, sobre el cual el objeto ejerza su poder? Esto equivale, en rigor de verdad, a exigir un obstáculo. Porque, en efecto, cuando la luz del sol llega hasta aquí, no es el aire el que primero la siente y luego nosotros, sino que él y nosotros la sentimos a la vez. Incluso la vemos con frecuencia antes de que esté próxima al ojo e iluminando objetos extraños. La contemplamos, pues, sin que el aire sea afectado para nada, esto es, sin que el medio la experimente, ya que no es llegada todavía esa luz a la que el ojo debe unirse. Difícil resulta también en esta hipótesis explicar cómo se ven los astros y, en general, el fuego durante la noche. ENÉADA: IV 5 (29) 4

El alma llamada divina gobierna el cielo entero de la primera manera y se halla por encima de él por su parte mejor, enviándole también interiormente la última de sus potencias. No se diga, pues, que Dios ha creado el alma en un lugar inferior, porque el alma no está privada de lo que exige su naturaleza y posee desde siempre y para siempre un poder que no puede ser contrario a su naturaleza, Ese poder le pertenece continuamente y nunca ha tenido un comienzo. Cuando dice (Platón) que las almas de los astros guardan con su cuerpo la misma relación que el alma universal con el mundo - (Platón) coloca los cuerpos de los astros en los movimientos circulares del alma - , conserva para ellos la felicidad que verdaderamente les conviene. Porque hay dos razones que provocan nuestra irritación al hablar de la unión del alma con el cuerpo: una de ellas es la de que sirve de obstáculo para el pensamiento, y otra la de que llena al alma de placeres, de deseos y de temores , todo lo cual no acontece al alma de los astros, que no penetra en el interior de los cuerpos, ni puede atribuirse a ninguno, pues no es ella la que se encuentra en su cuerpo, sino su cuerpo el que se encuentra en ella. Ya que el alma es de tal naturaleza que no tiene necesidad ni esta falta de nada; de modo que tampoco puede estar llena de deseos y de temores. Ninguna cosa del cuerpo puede parecer temible al alma, dado que ninguna ocupación la hace inclinar hacia la tierra y la aparta de su mejor y beatífica contemplación. Muy al contrario, el alma se encuentra siempre cerca de las ideas y ordena el universo con su mismo poder, sin que ella intervenga en él para nada. ENÉADA: IV 8 (6) 2

Toda alma deberá proponerse en primer lugar: ¿cómo es realmente ella misma, que creó todos los animales y les dio un soplo de vida, esos animales (decimos) que alimentan a la tierra y el mar, o cuantos se encuentran en el aire, en el cielo y en los astros divinos? Porque es claro que a ella se debe el sol y la inmensidad del cielo, y es ella también la que puso orden en estos seres, dotándolos de un movimiento de rotación. Pero el alma, sin embargo, dispone de una naturaleza diferente a la de los seres que ordena, mueve y hace vivir. Es necesario, por tanto, que tenga mucho más valor que ellos, ya que estos seres nacen y perecen y cuando el alma les da la vida y les destruye, y ella, en cambio, existe siempre por cuanto no se abandona nunca a si misma. Y en lo relativo al modo de proporcionar la vida al universo y a cada uno de los seres, el alma deberá razonar así: ella, que es un alma, y nada pequeña, por cierto, si es digna de verificar este examen y de liberarse del engaño y la seducción a que se ven sujetas las otras almas, en virtud de su tranquilidad natural, habrá de dirigir su atención a esa gran alma universal. Supondrá que se da el reposo en el cuerpo que la rodea y que no sólo se apacigua su movimiento, sino que el reposo se extiende en su derredor; esto es, que se encuentran en reposo la tierra, el mar, el aire y el mismo cielo, que es superior a los otros elementos. Tendrá que imaginar para este cielo inmóvil un alma que le viene de fuera y que penetra y se vierte en él, inundándole e iluminándole por todas partes; porque lo mismo que los rayos del sol iluminan una nube oscura y la llenan de luz hasta hacer que parezca dorada, así también el alma que penetra en el cuerpo da a éste la vida y la inmortalidad y le despierta de su reposo. Movido el cielo con un movimiento eterno y por un alma que le conduce inteligentemente, se convierte en un animal feliz que obtiene así su dignidad del alma establecida en él. Antes de esto no era realmente más que un cuerpo sin vida, tierra y agua, o mejor una materia oscura y un no-ser, "odiado por los dioses" como alguien dice. ENÉADA: V 1 (10) 5

El poder y la naturaleza del alma se harán todavía más claros y más evidentes si la imaginamos envolviendo y conduciendo el cielo a medida de su voluntad. Porque se entrega a él en toda su extensión, y todos sus intervalos, grandes y pequeños, se ven animados por ella. Tratándose de cuerpos, éstos no podrán encontrarse juntos, y uno ha de estar aquí y otro ha de estar allá, pero siempre separados entre sí por más que se hallen en lugares contrarios. Con el alma, en cambio, no acontece lo mismo, porque el alma, se divide para animar con cada una de sus partes cada del cuerpo, sino que, a la inversa, todas las partes obtienen su vida por la totalidad del alma, la cual se encuentra presente dondequiera que sea, en semejanza, por su unidad y su omnipresencia, con el padre que le dio el ser. El cielo, que es múltiple y cuenta con diversas partes, adquiere unidad por el poder de esta alma, que hace que este mundo se convierta en un dios. Y otro tanto ocurre con el sol, en su condición de ser animado, e igualmente con los demás astros, e incluso con nosotros, si somos partícipes algo divino: "porque los cadáveres deben ser más rechazados que la basura misma". No obstante, la causa por la que los dioses son realmente dioses es necesariamente anterior a ellos. Y nuestra alma se ofrece semejante al alma de los dioses hasta el punto de que, cuando se la considera en estado de pureza y sin el añadido que ella recibe, se la estima de igual valor que el alma del mundo y de mucho más valor que todos los seres corpóreos. Porque todos ellos son terrestres, ya que si fuesen fuego, ¿qué es lo que podría inflamarlos? Lo mismo diríamos de los compuestos de estos dos elementos, aún en el caso de añadirles el agua y el aire. Siendo así que lo que perseguimos es el ser animado, ¿por qué olvidamos de nosotros mismos y buscar un ser que no somos nosotros? Sí amas el alma que se da en otro, ámate con mayor razón a ti mismo. ENÉADA: V 1 (10) 5

Anaxágoras  , al hablar de la simplicidad de la inteligencia, pura y sin mezcla, considera también al Uno como término primero y separado; pero, por su misma antigüedad, desdeñó la exactitud. Y Heráclito   conoció el Uno eterno e inteligible, porque según él, los cuerpos están en un devenir y en un flujo constantes. Para Empédocles   cuentan la Discordia, que separa, y la Amistad, identificada con el Uno. El Uno es también para él algo incorpóreo en tanto los elementos son considerados como la materia. Más tarde, Aristóteles dijo que el ser primero es algo "separado e inteligible", aunque al afirmar que "se piensa a sí mismo" hace nuevamente que no sea el primero. Aristóteles habla de diferente manera que Platón cuando admite tantos seres inteligibles como esferas celestes para que cada una de las esferas pueda ser movida pero no tiene razones que dar e invoca entonces la necesidad. Mas, aunque hablase con todo fundamento, podría objetársele que es más razonable que todas las esferas, puesto que colaboran en una misma ordenación, miren hacía el Uno y hacia el Primero. Podría, incluso, preguntársele si, para él, los seres inteligibles múltiples provienen de un solo y primer término, o si se dan varios principios en estos seres. Si ocurre lo primero, estará claro, por analogía con las esferas del cielo sensible, en donde una encierra a las demás y la esfera exterior domina a todas las otras que el ser primero de lo alto envuelve también todas las cosas y que, a su vez, existe realmente un mundo inteligible. Pero, lo mismo que aquí las esferas no están vacías, sino que la primera se encuentra llena de astros y las otras llevan igualmente el suyo, así también en el mundo inteligible los seres que actúan de motores encerrarán en sí mismos una multiplicidad y serán, sin duda alguna, los seres más verdaderos. Si ocurre lo segundo esto es, si cada motor es un principio, los distintos principios se regirán por el azar, y entonces ¿Cómo podrán reunirse y ponerse de acuerdo para producir esta obra única que es la armonía del cielo? ¿Cómo es posible, por otra parte, que los seres sensibles que hay en el cielo constituyan un número igual al de los motores inteligibles? ¿Y por qué estos motores son múltiples e incorpóreos y carecen de materia que les distinga? Así se explica que aquellos de los antiguos que siguieron a Pitágoras, a sus discípulos y a Ferécides se hayan mantenido firmemente con respecto a esta naturaleza; pero unos la hicieron explícita en sus escritos, otros la dieron a conocer en lecciones no escritas y otros, en fin, la desdeñaron completamente. ENÉADA: V 1 (10) 5

Porque es fácil la vida en esa región. La verdad es su madre, su nodriza, su sustancia y su alimento. Los seres que la habitan lo ven realmente todo, no sólo las cosas a las que conviene la generación, sino las cosas que poseen el ser y ellos mismos entre ellas. Porque todo es aquí diáfano y nada hay oscuro o resistente. Todo, por el contrario, es claro para todos, todo, incluso en su intimidad; es la luz para la luz. Cada uno tiene todo en sí mismo y ve todo en los demás, de manera que todo está en todas partes, todo es todo, cada uno es también todo y el resplandor de la luz no conoce límite. Cada uno es grande, porque lo pequeño es igualmente grande. El sol es aquí todos los astros y cada astro es, a su vez, el sol y todos los demás astros. Cada uno tiene algo sobresaliente, aunque haga manifiestas todas las cosas. El movimiento que aquí se da es movimiento puro, puesto que su motor no le confunde su marcha al no ser distinto de él. El reposo, por su ante, tampoco se ve turbado por el movimiento, porque no se mezcla con nada inestable. Y lo bello es absoluto, porque no se contiene en algo que no es bello. Cada uno no avanza sobre un suelo extraño, sino que, en el lugar donde se encuentra, es verdaderamente él mismo; y a la vez, cuando mina hacia lo alto reúne también en sí mismo el lugar donde proviene. El mismo y la región que habita no son, por tanto, dos cosas distintas; porque su sujeto es la Inteligencia y él mismo es inteligencia. Pensad por un momento que este cielo visible, que es luminoso, produce toda la luz que proviene de él. Aquí, ciertamente, de cada parte distinta proviene también una luz distinta, siendo cada una tan sólo una parte; allí, en cambio, es del todo de donde proviene siempre cada cosa, que es a la vez, e igualmente, el todo. Porque si bien es cierto que la imaginamos como una parte, también podremos verla como un todo si la miramos con agudeza. Ocurre con esta visión lo que con la de Linceo, que, según se dice, veía incluso lo que hay en el interior de la tierra; porque la fábula, al fin, quiere insinuarnos enigmáticamente cómo son los ojos en la región inteligible. No hay allí, en efecto, ni cansancio ni plenitud de contemplación que obliguen al reposo; porque tampoco tenemos un vacío que convenga llenar ni un fin que haya que cumplir. No distinguiremos allí un ser de otro ser, y ninguno de ellos se verá insatisfecho con lo que corresponda a otro, porque en esa región los seres no conocen el sufrimiento. ENÉADA: V 8 (31) 5

Reflexionemos sobre este mundo sensible, en el que cada una de sus partes permanece tal cual es y sin mezcla alguna, pero coincidentes todas en una unidad en la medida en que esto es posible, de tal modo que la aparición de una cualquiera de ellas, como por ejemplo la esfera exterior del cielo, se ofrece ligada inmediatamente a la imagen del sol y, a la vez, a la de los demás astros, viéndose así la tierra, el mar y todos los animales como en una esfera transparente en la que podrían contemplarse realmente todas las cosas. Tened, pues, en vuestro espíritu la imagen luminosa de una esfera, que contiene en sí misma todas las cosas, esto es, tanto les seres en movimiento como los seres en reposo, tanto los seres que no están en movimiento como los que no están en reposo. Y, con esta imagen en vosotros mismos, prescindid de su masa, e incluso de su extensión y de la materia contenida en la imagen. No imaginéis tampoco otra esfera de masa mucho más pequeña, invocad, si acaso, al dios que ha producido la esfera de la que tenéis la imagen y suplidle que se acerque hasta vosotros. Ya le tenemos aquí, trayendo consigo su mundo junto con todos los dioses que existen en él; porque es único y es a la vez todos los dioses, y cada uno de ellos son todos y todos son uno, pero todos también diferentes por sus potencias, aunque constituyan una unidad en medio de esta misma multiplicidad. Y mejor aún: uno es todos, porque nada tiene que perder cuando nacen ellos. Todos se dan a la vez, y cada uno por separado encuentra en un punto indivisible, al no poseer forma alguna sensible. De otro modo, uno se encontraría aquí, otro allí y cada uno no sería en sí mismo la totalidad de ellos. No contiene partes que sean diferentes entre sí respecto a las otras o a sí mismo, ni su totalidad se desgarra tantas veces cuantas sean las partes que hayan de ser medidas. Es, ciertamente, una potencia total que avanza hasta el infinito y que esta el infinito extiende su poder. Tan grande es que sus partes mismas son infinitas. Porque, ¿podría hablarse de algo a donde no alcance? Pues grande es este mundo y grandes son también las potencias que él encierra a la vez; pero todavía sería mayor y de una magnitud indecible si no tuviese que unirse a una potencia corpórea, por pequeña que ésta sea. Y en verdad que podrían llamarse grandes las potencias del fuego y de los otros cuerpos, ya que, en la ignorancia de la verdadera potencia, nos las imaginamos quemando, destruyendo, consumiendo y sirviendo asimismo al nacimiento de seres vivos. Pero es claro que si ellas destruyen es porque también son destruidas, y si engendran es porque a su vez ellas mismas son engendradas. En el mundo inteligible la potencia sólo posee el ser y la belleza; porque, ¿dónde podría encontrarse lo bello si se le privase del ser? ¿Y dónde estaría el ser si se le privase de la belleza? En el ser que ha perdido la belleza se da igualmente la pérdida del ser. Por ello, el ser es algo deseado, porque es idéntico a lo bello, y lo bello es a su vez amable precisamente porque es ser. ¿A qué viene buscar cuál de ellos es la causa del otro si solo existe una única naturaleza? Aquí, ciertamente, se da un ser engañoso, que tiene la necesidad de una belleza extraña y aparente para llegar a parecer bello e incluso para ser. Y lo es verdaderamente en tanto participa de la belleza de la forma, siendo también más perfecto cuanto más haya tomado de ella; porque la bella (esencia) está entonces más próxima a él. ENÉADA: V 8 (31) 5