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Míguez-Plotino: arriba

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024, por Cardoso de Castro

  

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Pero ¿cómo es que somos «nosotros» los que sentimos? Pues porque no nos hemos liberado del tal animal, no obstante la presencia en nosotros de elementos más valiosos en la formación de la sustancia total del hombre, constituida por una multiplicidad. Ahora bien, la potencia sensitiva del alma no debe ser perceptiva de las cosas sensibles, sino más bien de las impresiones originadas en el animal por la sensación. Porque éstas son ya inteligibles. De manera que la sensación exterior es una imagen de dicha percepción, y esa percepción, siendo más verdadera en esencia, es contemplación impasible de solas formas. Y precisamente de estas formas, de las que el alma recibe ya, ella sola, su señorío sobre el animal, es de donde provienen los razonamientos, las opiniones y las intelecciones. Y aquí es donde principalmente está nuestro yo. Los niveles preliminares son nuestros, pero «nosotros» somos lo ulterior y presidimos desde arriba al animal. Pero no habrá dificultad en llamar animal al conjunto, mixto en su parte inferior, mientras que lo de ahí para arriba coincide aproximadamente con el hombre verdadero. Aquello otro es «la parte leonina» y «la bestia abigarrada» en general. Porque como el hombre coincide con el alma racional, siempre que razonamos, somos «nosotros» quienes razonamos por el hecho de que los razonamientos son actos del alma. ENÉADA: I 1 (53) 7

Y a Dios, ¿cómo lo poseemos? Como montado sobre la naturaleza inteligible y sobre la Esencia real; y a nosotros nos poseemos como terceros a partir de aquél, compuestos - dice (Platón) - «de la esencia indivisa», de la de arriba, «y de la dividida en los cuerpos», la cual hay que entender que está dividida en los cuerpos porque se da a las magnitudes del cuerpo de cada animal individual en todo su tamaño, puesto que también se da al universo entero sin dejar de ser una sola. O mejor, porque aparenta estar presente en los cuerpos iluminándolos y convirtiéndolos en animales, sin entrar ella misma en composición con el cuerpo, sino quedándose ella pero emitiendo imágenes de sí misma como un rostro que se reflejara en muchos espejos. Y la primera imagen es la sensación que se da en el compuesto. Luego, de ésta proviene a su vez toda la que se llama «otra especie de alma» - proviniendo siempre una parte de otra - y termina en la generativa e incrementativa y, en general, productiva de otro y realizadora de un producto distinto de la productiva misma, mientras la productiva misma está vuelta a su producto. ENÉADA: I 1 (53) 8

Y mientras somos niños, actúan las potencias resultantes del compuesto, mas es escasa la luz de las de arriba que lo iluminan. Pero cuando éstas están inactivas en nosotros, dirigen su actividad a lo alto; en nosotros actúan cuando llegan hasta la parte intermedia. ENÉADA: I 1 (53) 11

Pues ¿qué? ¿Es que el «nosotros» no incluye lo anterior a ésta? Sí, pero ha de haber percepción consciente. Porque no siempre nos valemos de cuanto tenemos, sino cuando orientamos la parte intermedia hacia arriba o hacia abajo; o sea, cuando nos valemos de cuanto reducimos de potencia o hábito o acto. ENÉADA: I 1 (53) 11

Entonces, ¿es que abandona su imagen? Y esa misma inclinación, ¿cómo negar que sea pecado? Pero si el inclinarse consiste en una iluminación de lo de abajo, no es pecado, como tampoco lo es la sombra. El causante es el ser iluminado: si no existiera, el alma no tendría posibilidad de iluminar. Se dice, pues, que baja y que se inclina porque convive con ella lo iluminado por ella. Abandona, pues, su imagen si quien la recibió no está cerca. Mas la abandona no porque la imagen se haya desgajado, sino porque deja de existir; y deja de existir, cuando el alma entera mira hacia arriba. Y parece que el poeta opera esta separación en el caso de Heracles, colocando su fantasma en el Hades y a Heracles mismo entre los dioses, constreñido por ambas leyendas, la de que está entre los dioses y la de que está en el Hades. Así que lo dividió. Este relato bien podría ser verosímil entendiéndolo de este modo: que Heracles, teniendo una virtud activa y considerado digno de ser dios por su hidalguía, con todo, como era hombre activo y no contemplativo como para poder estar allá todo entero, está arriba y, sin embargo, hay algo de él también abajo. ENÉADA: I 1 (53) 12

Pues bien, las virtudes cívicas, arriba mencionadas, nos hacen realmente ordenados y mejores porque ponen a raya los apetitos y les imponen medida, y, en general, porque imponen medida a las pasiones y eliminan las opiniones falsas mediante aquello que es lo más eximio en todo punto y gracias a que (las virtudes) están delimitadas, esto es, fuera de lo no medido y de lo indefinido, en cuanto son la cosa medida; y porque ellas mismas han sido delimitadas, por eso, precisamente en cuanto son medidas impuestas al alma como a materia, son semejantes a la Medida transcendente y guardan un rastro de lo más eximio de allá. Porque lo absolutamente carente de medida, siendo materia, es absolutamente desemejante; pero, en cuanto participa de forma, en tanto se asemeja a aquél que carece de forma. Mas los seres cercanos participan más. Ahora bien, el alma está más cerca y es más afín que el cuerpo; por eso, también participa más, hasta el punto de que, apareciéndosenos como dios, puede engañarnos con la idea de si no será esto la totalidad de Dios. ENÉADA: I 2 (19) 2

¿Y cuál es el modo? ¿Uno solo y el mismo para todos éstos o uno para cada uno? Pues bien, las etapas del viaje son dos para todos, sea que estén subiendo, sea que hayan llegado arriba: la primera arranca de las cosas de acá abajo; la segunda es para aquellos a los que, habiendo arribado ya a la región inteligible y como posado su planta en ella, les es preciso seguir caminando hasta que lleguen a lo último de esa región, que coincide precisamente con «el final del viaje», cuando se esté en la cima de la región inteligible. Mas esta segunda etapa quédese para más adelante; primero hay que intentar hablar de la subida. ENÉADA: I 3 (20) 1

Pero si alguien se niega a situar al hombre de bien en esta cima de la inteligencia y lo apea a la región de los azares, andará con miedo de que se vea envuelto en ellos y no se atendrá al ideal de hombre de bien que nosotros exigimos, sino que, concibiéndolo como un buen hombre con mezcla de bien y de mal, adjudicará a ese tal una vida entreverada de bien y de mal. Un hombre así no es fácil que exista; pero, si existiera, no merecería el título de hombre feliz, no teniendo altura ni en grado de sabiduría ni en pureza de bondad. No cabe, pues, vivir felizmente en el compuesto. Porque con toda razón estima Platón que, quien aspire a ser sabio y feliz, ha de tomar el bien de allá arriba, ha de poner su mirada en él, ha de asemejarse a él y ha de vivir en conformidad con él. ENÉADA: I 4 (46) 16

La belleza del color es simple debido a la conformación y a su predominio sobre la tenebrosidad de la materia por la presencia de la luz, que es incorpórea y es razón y forma. De ahí que el fuego mismo sobrepase en belleza a los demás cuerpos, porque tiene rango de forma frente a los demás elementos: por posición, está arriba, y es el más sutil de todos los cuerpos, cual colindando con lo incorpóreo; y él es el único que no recibe dentro de sí a los demás, mientras que los demás lo reciben a él, pues aquéllos se calientan, mientras que él no se enfría, y está coloreado primariamente, mientras que los demás reciben de él la forma del color. Por eso refulge y resplandece cual si fuera una forma. Pero si el fuego no predomina, al disminuir en luz, deja de ser bello, cual si no participara del todo en la forma del color. ENÉADA: I 6 (1) 3

Hemos de informarnos, pues, de los enamoradizos de las bellezas suprasensibles: «¿Qué experimentáis ante las llamadas ocupaciones bellas, los modos de ser bellos, los caracteres morigerados y, en general, las obras de virtud, las disposiciones y la belleza de las almas? ¿Qué experimentáis al veros a vosotros mismos bellos por dentro? Y ese frenesí, esa excitación, ese anhelo de estar con vosotros mismos recogidos en vosotros mismos aparte del cuerpo, ¿cómo se suscitan en vosotros?». Éstas son, en efecto, las emociones que experimentan los que son realmente enamoradizos. Pero el objeto de estas emociones ¿cuál es? No es una figura, no es un color, no es una magnitud, sino el alma, que «carece de color» ella misma y está en posesión de la morigeración sin color y del «esplendor» sin color de las demás virtudes, siempre que veáis en vosotros mismos u observéis en otro grandeza de alma, carácter justo, morigeración pura, hombradía de masculino rostro, gravedad y, bajo un revestimiento de pudor, un temple intrépido, bonancible e impasible y, resplandeciendo sobre todo esto, la divinal inteligencia. Pues bien, aun profesando admiración y afecto por estas cosas, ¿por qué las llamamos bellas? Es verdad que éstas son, y está a la vista que son y no hay cuidado de que quien las vea las llame de otro modo sino las cosas que realmente son. Pero que realmente son ¿qué? Bellas. Con todo, la razón echa de menos todavía una explicación: ¿qué son para haber hecho al alma deseable? ¿Qué es esa especie de luz que brilla en todas las virtudes? ¿Quieres, entonces, imaginar las cualidades contrarias, las cosas feas que se originan en el alma, y contraponerlas a aquéllas? La aparición del qué y del porqué de lo feo, es fácil que contribuya al objeto de nuestra investigación. Supongamos, pues, un alma fea, intemperante e injusta, plagada de apetitos sin cuento, inundada de turbación, sumida en el temor por cobardía y en la envidia por mezquindad, no pensando - cuando piensa - más que pensamientos de mortalidad y de bajeza, tortuosa de arriba abajo, amiga de placeres no puros, viviendo una vida propia de quien toma por placentera la fealdad de cuanto experimenta a través del cuerpo. ¿No diremos que esta misma fealdad se le ha agregado al alma como un mal adventicio que, tras estragarla, la ha dejado impura y «amalgamada» con mal en abundancia y sin gozar ya de una vida y de una percepción límpidas, sino viviendo una vida enturbiada por la mezcla de mal y fusionada con muerte en gran cantidad, sin ver ya lo que debe ver un alma y sin que se le permita ya quedarse en sí misma debido a que es arrastrada constantemente hacia lo de fuera, hacia lo de abajo y hacia lo tenebroso? Y porque no está limpia, porque es llevada al retortero atraída por los objetos que inciden en la sensación y porque es mucho lo corporal que lleva entremezclado y mucho lo material con que se junta y que ha asimilado, por eso, creo, cambió su forma por otra distinta a causa de su fusión con lo inferior. Es como si uno se metiese en el barro o en el cieno: ya no pondría de manifiesto la belleza que tenía; lo que se vería es esa capa pegada que tomó del barro o del cieno. A ése, pues, la fealdad le sobrevino por añadidura de lo ajeno; y si quiere volver a ser bello, su tarea consistirá en lavarse y limpiarse y ser así lo que era. ENÉADA: I 6 (1) 5

Y es que, según la doctrina antigua, «la morigeración, la valentía» y toda virtud es «purificación, y la sabiduría misma lo es» Y por eso los ritos mistéricos tienen razón al decir, con misterioso sentido, que quien no esté purificado, yendo «al Hades, yacerá en el cieno». Porque lo impuro, por su maldad, es amigo del cieno, lo mismo que los cerdos, inmundos como son de cuerpo, se recrean en lo inmundo. Porque la verdadera morigeración, ¿en qué puede consistir sino en no tener trato con los placeres del cuerpo, antes bien rehuirlos como impuros e impropios del puro? La valentía consiste en no temer la muerte; mas ésta, la muerte, consiste en que el alma esté separada del cuerpo. Ahora bien, esta separación no la teme quien gusta de quedarse a solas. La magnanimidad consiste en el desdén por las cosas de acá; y la sabiduría, en la intelección, que vuelve la espalda a las cosas de abajo y conduce el alma a las de arriba. ENÉADA: I 6 (1) 6

Si has llegado a ser esto, si has visto esto, si te juntaste limpio contigo mismo sin tener nada que te estorbe para llegar a ser uno de ese modo y sin tener cosa ajena dentro de ti mezclada contigo, sino siendo tú mismo todo entero solamente luz verdadera no mensurada por una magnitud, ni circunscrita por una figura que la aminore ni, a la inversa, acrecentada en magnitud por ilimitación, sino absolutamente carente de toda medida como mayor que toda medida y superior a toda cuantidad; si te vieras a ti mismo transformado en esto, entonces, hecho ya visión, confiando en ti mismo y no teniendo ya necesidad del que te guiaba una vez subido ya aquí arriba, mira de hito en hito y ve. Éste es, en efecto, el único ojo que mira a la gran Belleza; pero si el ojo se acerca a la contemplación legañoso de vicios y no purificado, o bien endeble, no pudiendo por falta de energía mirar las cosas muy brillantes, no ve nada aun cuando otro le muestre presente lo que puede ser visto. Porque el vidente debe aplicarse a la contemplación no sin antes haberse hecho afín y parecido al objeto de la visión. Porque jamás todavía ojo alguno habría visto el sol, si no hubiera nacido parecido al sol. Pues tampoco puede un alma ver la Belleza sin haberse hecho bella. ENÉADA: I 6 (1) 9

Veamos cómo se produce esto. Hay una potencia última del alma universal que, salida de la tierra, se extiende por todo el universo; y otra, situada más arriba, en el lugar de las esferas, que posee por naturaleza la sensación y es capaz de opinar. La segunda cabalga sobre la primera y le presta su poder para vivificarla. He aquí pues, que la potencia inferior es movida por la potencia superior, que la rodea a la manera de un círculo; e, igualmente, esta última asienta sobre el todo en la medida en que la potencia inferior ha ascendido hasta las esferas. Por consiguiente, diremos de aquélla que rodea a esta en círculo, en tanto la potencia inferior se dirige a la potencia superior y produce con esta conversión una especie de movimiento rotativo en el cuerpo en que se halla implicada. Porque, supuesto que se mueva una parte cualquiera de una esfera, y que se mueva además permaneciendo en el mismo sitio, no cabe duda de que sacudirá la esfera y hará que se produzca en ella ese mismo movimiento. Con respecto a nuestros cuerpos ocurre que el alma se mueve con otro movimiento distinto, cual es el originado en las situaciones alegres o en la visión del bien; el movimiento producido en el cuerpo es entonces un movimiento local. Asimismo, el alma del universo que se ha acercado hasta el bien tiene de él una percepción mucho mejor y produce en el cuerpo aquel movimiento local que, por naturaleza, conviene al cielo. Por su parte, la potencia sensitiva que toma su bien de lo alto y que tiene sus propios goces, persigue este bien que se encuentra en todas partes y se entrega a él dondequiera que lo halle. No de otro modo acontece con el movimiento de la inteligencia, pues ésta se mueve y a la vez permanece inmóvil por el hecho de girar sobre si misma. Y así también, el todo universal que se mueve en círculo permanece a la vez en el mismo lugar ENÉADA: II 2 (14) 3

Vayamos, ahora al ejemplo del huso, que fue considerado por unos, ya desde antiguo, como un huso que trabajan las Parcas, y por Platón como una representación de la esfera celeste; las Parcas y la Necesidad, su madre, eran las encargadas de hacerle girar, fijando en suerte, al nacer el destino de cada uno. Por ella misma todos los seres engendrados alcanzan su propia existencia. En el Timeo, a su vez, el demiurgo nos da el principio del alma, aunque son los dioses que se mueven lo que facilitan las terribles y necesarias pasiones: así, los impulsos del ánimo, los deseos, los placeres y las penas, al igual que la otra parte del alma de la que recibimos esas pasiones Las mismas razones nos enlazan a los astros, de los cuales obtenemos el alma; y en virtud de ello quedamos sometidos a la necesidad una vez llegados a este mundo. ¿De dónde provienen entonces nuestros caracteres y, según los caracteres, las acciones y las pasiones que tienen su origen   en un hábito pasivo? ¿Qué es, pues, lo que queda de nosotros? No queda otra cosa que lo que nosotros somos verdaderamente, esto es, ese ser al que es dado, por la naturaleza, el dominio de las pasiones, Pero, sin embargo, en medio de los males con que somos amenazados por la naturaleza del cuerpo, Dios nos concedió la virtud, que carece de dueño Porque no es en la calma cuando tenemos necesidad de la virtud, sino cuando corremos peligro de caer en el mal, por no estar presente la virtud. De ahí que debamos huir de este mundo y alejarnos de todo aquello que se ha añadido a nosotros mismos. Y no hemos de ser siquiera algo compuesto, un cuerpo animado de alma en el que domina más la naturaleza del cuerpo, quedando sólo en él una simple huella del alma; si es así, la vida común del ser animado es en mayor medida la del cuerpo, y todo cuanto depende de ella es realmente corpóreo. Atribuimos, por tanto, a otra alma que se halla fuera de aquí ese movimiento que nos lleva hacia arriba, hacia lo bello y hacia lo divino donde a nadie es permitido mandar; muy al contrario, es el alma la que se sirve de este impulso para hacerse igual a lo divino y vivir de acuerdo con él en el lugar de su retiro. Al ser abandonado de esta alma corresponde, en cambio, una vida sujeta al destino; los astros no son para él, en este mundo, únicamente signos, sino que él mismo se convierte en una parte, sumisa por completo al universo, del cual es precisamente parte. Cada ser es ciertamente doble esto es, un ser compuesto y que sin embargo, resulta uno mismo; así, todo el universo es un ser compuesto de un cuerpo y de un alma enlazada a este cuerpo, y es también el alma del universo que no se encuentra en el cuerpo, pero que ilumina los propios vestigios de ella existentes en el cuerpo. Son igualmente dobles el sol y todos los demás astros. Como su otra alma es pura no producen nada pernicioso, pero algo engendran en el universo ya que son una parte de él y constituyen cuerpos vivificados por un alma. He aquí que cada uno de estos cuerpos es una parte del universo, que actúa sobre otra; pero su alma verdadera tiende, sin embargo, su mirada hacia el bien supremo. También las demás cosas siguen de cerca este principio y, mejor que a él, a todo lo que priva alrededor de él. Esta acción se ejercita no de otro modo que la del calor proveniente del fuego, que se extiende por todas partes; y es algo así corno la influencia del alma ejercida sobre otra alma con la cual tiene parentesco. ENÉADA: II 3 (52) 9

El atribuir a un hecho casual y fortuito la existencia y la ordenación del mundo es algo verdaderamente absurdo y propio de un hombre incapaz de pensar y de percibir. Ello es claro antes de todo razonamiento y serían suficientes para probarlo razones que estuviesen bien fundadas. ¿Cuál es, sin embargo, el modo como nacen y se producen las cosas, algunas de las cuales resultan no estar de acuerdo con la recta razón y nos hacen dudar de la providencia? ¿No es así que llegamos a decir que no existe la providencia o que consideramos (el mundo) como la obra de un demiurgo malo? Conviene que examinemos esto, tomando la cuestión desde arriba y por su comienzo. ENÉADA: III 2 (47) 1

Por tanto, mientras vivimos, nuestro demonio quiere conducirnos y, en efecto, nos domina; pero, a la vez, él mismo tiene otro demonio. Si nos vemos agobiados por el peso de nuestras malas costumbres, encuentra el castigo para nuestra falta. De tal modo es castigado el malo que se ve reducido a una vida inferior, semejante por su misma actividad a la vida de las bestias. Si, por el contrario, podemos seguir al demonio que está por encima de nosotros, tendemos hacia arriba en convivencia con él y, entonces, este demonio se convierte en nuestra parte mejor, a la que concedemos el gobierno; pero otro vendrá todavía después de él hasta llegar al demonio más alto. Porque el alma es una multiplicidad y es también todas las cosas, tanto las de arriba como las de abajo, en toda la extensión de la vida. Cada uno de nosotros constituimos un mundo inteligible, enlazados por el cuerpo con las cosas inferiores, y con las cosas superiores por la parte inteligible. Permanecemos en lo alto por nuestra parte totalmente inteligible, pero, en cambio, por la parte que ocupa el último lugar nos encadenamos a las cosas de este mundo, como si infundiésemos a éstas una emanación, y aún mejor, una actividad de la parte inteligible, que, sin embargo, no queda por ello disminuida. ENÉADA: III 4 (15) 3

No descienden, pues, con su propia inteligencia, sino que se dirigen hacia la tierra, pero con la cabeza fija por encima del cielo. Si ocurre en realidad que descienden demasiado, ello será debido a que su parte intermedia viene obligada a procurar el cuidado del cuerpo en el que aquéllas se han precipitado. El padre Zeus, en este caso, se compadece de sus trabajos y hace temporales las ligaduras que les atan a ellos, dando a las almas un descanso en el tiempo y liberándolas a la vez de sus cuerpos para que puedan alcanzar la región inteligible, donde permanece ya para siempre el alma del universo sin tener que volverse a las cosas de aquí abajo. Porque el universo dispone verdaderamente de cuanto es posible para bastarse a sí mismo, y así es y será, ya que su ciclo se cumple según razones fijas y, al cabo de un cierto tiempo, vuelve de nuevo al mismo estado conforme a un movimiento periódico. De este modo pone también de acuerdo las cosas de arriba con las de este mundo, ordenándolo todo con sujeción a una razón única. Y todo queda perfectamente regulado, no sólo en lo que atañe al descenso y al ascenso de las almas, sino también en cuanto a las demás cosas. Lo prueba el acuerdo de las almas con el orden del universo, pues éstas no actúan separadamente sino que coordinan sus descensos y manifiestan una armonía con el movimiento circular del mundo. La condición de las almas, sus vidas y sus mismas voluntades, tiene una explicación en las figuras formadas por los planetas, que emiten una sola nota y en las debidas proporciones (mejor lo daríamos a entender con las palabras musical y armonioso). Esto no sería posible, desde luego, si el universo no actuase conforme a los inteligibles y no tuviese pasiones adecuadas a los períodos de las almas, a sus regulaciones y a sus vidas en los distintos géneros de carreras que ellas realizan, bien en el mundo inteligible, bien en el cielo, bien en esos lugares terrestres a los que ellas se vuelven. ENÉADA: IV 3 (27) 12

¿Diremos entonces que nuestra parte mejor es enteramente voluble? No, ciertamente, porque la incertidumbre y el cambio de opinión hay que atribuirlos a la variedad de nuestras facultades. La recta razón, que proviene de la parte superior del alma y se entrega a ella, no se debilite en su propia naturaleza sino en virtud de su mezcla con las otras partes. Viene a ser algo así como el mejor consejero entre el múltiple clamor de una asamblea; ya no domina con su palabra sino que lo hacen, como allí, el ruido y los gritos de los hombres inferiores, mientras él, que permanece sentado, nada puede ya y se siente vencido por el alboroto de los peores. En el hombre más perverso es la totalidad de sus pasiones la que domina; ese hombre es el resultado de todas estas fuerzas. En cambio, el hombre que está en medio puede ser comparado a una ciudad en la que domina un principio útil, conforme a un gobierno democrático que se mantiene puro. En su caminar hacia lo mejor, su vida se parece al régimen aristocrático por cuanto que huye del conjunto de las facultades y se entrega a los hombres más buenos. El hombre plenamente virtuoso separa de las demás la potencia directriz, que es única, y con ella ordena las restantes facultades. Ocurre así como si existiese una doble ciudad, la de los de arriba y la de los de abajo, gobernada según un orden superior. ENÉADA: IV 4 (28) 17

Si existe, por tanto, una relación de simpatía entre las partes del ser animado único y si, a la vez, nosotros mismos compartimos esa simpatía, es porque, ciertamente, nos encontramos en un universo único y formamos también parte de él; de modo que, ¿cómo no admitir una continuidad cuando tenemos la sensación de un objeto lejano? Debe existir, en efecto, un medio continuo, porque el ser animado universal tiene que ser continuo. Pero este medio sólo debe ser afectado por accidente, ya que en otro caso todo debería ser afectado por todo. Ahora bien, si una cosa concreta es afectada por otra cosa, también muy concreta, no es de todo punto necesario que exista el medio. Habrá que preguntarse por qué se habla de un medio necesario para la visión. Pues parece claro que lo que atraviesa el aire no lo hace siempre sufrir, sino que se limita a dividirlo. Cuando una piedra cae, por ejemplo, ¿qué otra cosa ocurre al aire sino que no le opone resistencia? No es lógico atribuir la caída de la piedra, completamente natural, a la reacción del aire que tiende a reemplazarla, ya que de la misma manera explicaríamos el movimiento ascendente del fuego, lo cual es absurdo. Porque la procedencia del fuego sobre la fuerza que ejerce el aire se justifica por la rapidez de su movimiento y si se dice que la velocidad de su empuje aumenta con la velocidad del movimiento, entonces el movimiento del fuego se produciría accidentalmente y no habría razón para que se dirigiese a lo alto. Por otra parte, los árboles crecen hacia arriba sin recibir ningún impulso, y nosotros mismos al movernos cortamos el aire, pero no por eso nos detiene su empuje, que se limita únicamente a llenar los vacíos sucesivos que hemos dejado. Por tanto, si el aire resulta dividido por cuerpos en movimiento sin ser afectado por ello, ¿qué impide admitir que las formas visuales pasen a través de él sin que siquiera le dividan? Si es cierto que esas formas no le atraviesan como lo hace la corriente de un río, ¿por qué necesariamente tiene que ser afectado, y nosotros por su intermedio luego de la impresión recibida por él? Si la sensación viniese precedida de una modificación del aire, nosotros no veríamos el objeto al dirigir a él nuestra mirada, sino que sentiríamos tan sólo el aire que se halla a nuestro alcance, como ocurre en la sensación de calor; porque aquí no experimentamos realmente el fuego lejano, sino el aire caliente que está próximo a nosotros. La sensación de que ahora hablamos se produce por contacto, pero no así la que tiene lugar por la vista. De ahí que un objeto no se haga visible colocándolo sobre los ojos, sino que es necesario iluminar el medio, porque el aire, por sí mismo, es oscuro. Si no fuese oscuro, tal vez no habría necesidad de iluminarlo, pero la oscuridad constituye un obstáculo para la visión y debe ser dominada por la luz. No vemos en realidad un objeto muy próximo a nuestros ojos porque trae consigo la sombra del aire y la suya propia. ENÉADA: IV 5 (29) 2

Lo mismo podría decirse respecto a la sensación de dolor. Cuando se afirma que un hombre siente dolor en un dedo, ese dolor se da precisamente ahí, pero la sensación, hemos de convenir en ello, se produce como es evidente en el principio hegemónico. Si la parte que sufre es otra, ese principio lo siente y el alma entera a su vez se ve afectada del mismo modo. Pero, ¿cómo ocurre eso? Por una especie de transmisión, dirán algunos. Y así, la parte del soplo que se encuentra en el dedo se ve afectada la primera, transmitiendo esta impresión a la que está a su lado, y ésta a la siguiente hasta llegar por fin al principio dirigente. De ahí que, si la primera parte tiene una sensación de dolor y si, a la vez, la sensación se propaga por transmisión, una nueva sensación será necesaria para la segunda y otra todavía para la tercera, con lo cual se producirán múltiples e indefinidas sensaciones para un solo motivo de dolor. El principio hegemónico de que hablamos será el último en percibir estas sensaciones, pero tendrá, además de ellas, la que es privativa suya. Verdaderamente, cada una de estas sensaciones no es la sensación de dolor del dedo, sino que la inmediata al dedo siente el dolor en la planta del pie y la tercera en la parte que está más arriba. Existen, pues, muchos dolores, y el principio hegemónico siente realmente uno de ellos, pero no el que se da en el dedo, sino más bien el inmediato a él, que es el único que conoce, dando, pues, de lado a todos los demás y desconociendo, por consiguiente, que el dedo sufre. Si ello es así, resulta imposible que la sensación se produzca por transmisión, pero también lo es que el propio cuerpo, como tal masa material, tenga conocimiento de una cosa mientras otra parte de sí mismo soporta el sufrimiento - piénsese en este sentido que toda magnitud se divide en partes - . Hemos de admitir, por tanto, que el ser que siente tiene que ser el mismo en todas las partes del cuerpo; pero esto conviene tan sólo a algo que no sea el cuerpo. ENÉADA: IV 7 (2) 7

Heráclito  , que nos anima a la búsqueda, postula la necesidad de alternativas entre los contrarios. Habla, por ejemplo, de "un camino hacia arriba y hacia abajo", diciendo que "al cambiar permanece en reposo", por lo cual "es penoso para ellos afanarse y volver a empezar". Esas son las imágenes que emplea, aunque haya desdeñado el hacernos claras sus palabras, pensando tal vez que también podemos encontrar por nosotros mismos lo que él ha encontrado a través de su búsqueda. ENÉADA: IV 8 (6) 1

En cuanto a las almas individuales se sirven de su inclinación intelectual para retornar al lugar de su procedencia, aunque dispongan de un cierto poder sobre los seres inferiores. Ocurre aquí como con el rayo luminoso que, por su parte superior, está suspendido al sol, pero que no por ello rehúsa dar su luz a los seres inferiores. Así también, las almas que permanecen en lo inteligible con el alma universal deben subsistir libres del sufrimiento, ya que están con ella en el cielo y comparten su gobierno, lo mismo que hacen los reyes que conviven con el soberano supremo, que también gobiernan con él sin descender para nada de la mansión real. De igual modo, las almas subsisten juntas y siempre en el mismo lugar. Pero, con todo, las almas pueden cambiar de lugar y pasar del universo a cada una de sus partes, como queriendo estar más en sí mismas, cansadas ya del trato ajeno y en el deseo de volver a encontrarse a solas. Cuando ya ha transcurrido mucho tiempo de esta huida y separación del todo, y sin haber dirigido su mirada a lo inteligible, (el alma) se convierte en una parte que vive aislada y debilitada, ocupada verdaderamente en multitud de cosas y sin considerar nada más que meros fragmentos. Porque instalada sobre un solo objeto separado del conjunto, ha huido ya de todo lo demás y viene y se vuelve hacia un objeto único que es el blanco de todos los otros. Hela aquí, pues, alejada del todo y gobernando circunstancialmente su objeto propio, con el que ha de estar en contacto, no sólo para librarlo de los agentes exteriores sino para encontrarse presente en él y penetrar mucho más en su interior. De ahí viene el que se hable de la pérdida de las alas y de su vinculación a los lazos del cuerpo para un alma desviada del camino recto, en el que gobernaba a los seres superiores, conducida por el alma universal. Ese estado anterior era para ella mucho mejor en cuanto ascendía a él. Porque el alma, una vez caída, queda sujeta a las ligaduras del cuerpo y actúa tan sólo por los sentidos, impedida, como se encuentra, al menos al principio, de actuar por la inteligencia. Así se dice con razón que el alma se halla en una tumba y en una caverna, pero que, vuelta hacia el pensamiento, se libera ya de esos lazos y emprende la marcha hacia arriba cuando parte de la reminiscencia para llegar a contemplar los seres. Y es que el alma encierra, a pesar de todo, una parte superior. Por lo que hemos de convenir que las almas tienen necesariamente una doble vida: pues, por un lado, viven en parte la vida inteligible, y por otro viven también en parte la vida de este mundo, por más tiempo la primera las almas que conviven en mayor grado con la inteligencia, y con más insistencia la segunda las almas que se ven empujadas a ella, bien por su naturaleza, bien por circunstancias fortuitas. ENÉADA: IV 8 (6) 4

Mejor será, sin embargo, para comprender esto mismo, partir del alma y remontarnos hacia arriba. Porque, entonces, dividiríamos fácilmente el ser y advertiríamos también fácilmente la dualidad. Supongamos, en tal sentido, una doble luz, con el alma situada en un lugar inferior y el objeto inteligible de ella en una región mucho más pura; supongamos de inmediato que la luz que ve es igual a la luz que es vista. Es claro, entonces, que no podremos separarlas ni marcar diferencia entre ellas, con lo cual tendremos que afirmar que las dos luces son una sola luz. Se da, no obstante, el acto de pensar, porque existen dos luces, aunque a visión nos ofrezca solamente una de ellas. Así hemos de aprehender el ser pensante y el ser pensado. Habremos hecho con nuestro razonamiento que los dos seres se conviertan en uno, pero inversamente, de ese ser uno saldrá la dualidad, porque piensa precisamente desdoblándose, y mejor aún, es dos porque piensa, y es uno porque se piensa a sí mismo. ENÉADA: V 6 (24) 5

Así, pues, el dios (Cronos) se aparece encadenado para mantenerse siempre idéntico a sí mismo, concediendo a su hijo (Zeus) el gobierno de este mundo. Porque no va con su carácter el abandonar el dominio del mundo inteligible para ir en busca de otro más nuevo e inferior, siendo así que él mismo posee la plenitud de la belleza. Dando de lado a esta preocupación, fija a su padre (Urano) en sí mismo y se eleva a la vez hasta él; pero fija también, en otro sentido, lo que tiene un comienzo después de él y a partir de su hijo; de modo que se mantiene entre ambos, diferenciado de su padre por su propia mutilación hacia arriba e impedido de dirigirse hacia abajo por la ligadura que le retiene con su hijo. Esto es, se halla entre su padre, que le supera, y su hijo, que es inferior a él. Pero como su padre es todavía mejor que la belleza, él mismo puede ser considerado como la belleza primera subsistente. También el alma es, indudablemente, bella, pero él posee una belleza mayor. El alma será como su huella, por la cual resulta bella por naturaleza; pero aún más bella si dirige su mirada al mundo inteligible. Pues, para hablar de una manera más clara, el alma del universo, que es la misma Afrodita, es bella, ¿qué belleza le corresponderá a él? Porque si ella tiene la belleza de sí misma ¿cuánta no será la de él? Y si la tiene de otro, ¿de quién podrá tener el alma esta belleza, que es para ella algo extraño, incorporado, sin embargo, a su naturaleza? Pues para nosotros el ser bellos es encontrarnos en nosotros mismos, en tanto el ser feos es cambiar a otra naturaleza. Somos bellos cuando nos conocemos a nosotros mismos; somos, en cambio, vergonzantes cuando nos desconocemos. Lo bello, pues, allí su asiento y de allí proviene. Basta, por tanto, con lo dicho para llegar a una clara comprensión del lugar inteligible ¿O convendrá volver de nuevo sobre el tema, siguiendo ya otro camino? ENÉADA: V 8 (31) 5

Todos los hombres, desde su comienzo, se sirven de los sentidos antes que de la inteligencia, recibiendo, por tanto, primeramente la impresión de las cosas sensibles. Unos se quedan aquí y, ya a lo largo de su vida, creen que las cosas sensibles son las primeras y las últimas; piensan, por ejemplo, que el dolor y el placer que de ellas deriva son el mal y el bien, por lo que estiman como suficiente continuar persiguiendo al uno y mantenerse alejados del otro. Los que de entre ellos reclaman para sí la razón, proponen esto como la sabiduría; se parecen a esos pesados pájaros que, teniendo encima mucha tierra y agobiados por su carga, son incapaces de elevarse hacia lo alto, aunque la naturaleza les haya dotado de alas. Los otros se limitan a elevarse un poco por encima de las cosas inferiores, debido a que la parte superior del alma les lleva de lo agradable a lo hermoso; no obstante, incapaces de mirar hacia lo alto y dado que no tienen otro punto en que fijarse se precipitan con su nombre de virtud en la acción práctica al elegir las cosas de aquí abajo, sobre las que, en un principio, habían querido elevarse. Pero una tercera raza de hombres, divinos por la superioridad de su poder y la agudeza de su visión; estos hombres ven con mirada penetrante el resplandor que proviene de lo alto, elevándose hacia allí sobre las nubes y las sombras de aquí abajo. Allí permanecen, contemplando desde arriba las cosas de este mundo y gozando de esa región verdadera que es la suya propia, como el hombre aquel que luego de una larga peripecia llegó por fin a su patria bien regida. ENÉADA: V 9 (5) 5