Página inicial > Antiguidade > Neoplatonismo (245-529 dC) > Plotino (séc. III) > Míguez - Plotino > Míguez-Plotino: animado

Míguez-Plotino: animado

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024, por Cardoso de Castro

  

Admitamos esta opinión y afirmemos que el cielo y todo lo que hay en él posee una eternidad individual, en tanto que lo que cae bajo la esfera de la luna posee una eternidad en cuanto a la especie. Habrá que mostrar también cómo un ser corporal puede conservar su individualidad e identidad con pleno derecho, aunque sea propio de la naturaleza de cada cuerpo el estar en un flujo continuo. Porque tal es la opinión de los físicos y de Platón, no sólo con respecto a los otros cuerpos sino con relación a los cuerpos del cielo: "¿Cómo, dice (Platón), podrían conservar su permanencia e identidad consigo cosas que son corpóreas y visibles?" Concuerda en esto con la opinión de Heráclito  , que dice que "el sol está en continuo devenir" Lo cual no constituye dificultad para Aristóteles, si se admite su hipótesis del quinto cuerpo. Pero, caso de que se la rechace, y se diga que el cuerpo del cielo está compuesto de las mismas cosas que los animales de la tierra, ¿cómo se concebirá su eternidad individual? Y, con mayor motivo, ¿cómo tendrán que poseerla el sol y las partes del cielo? Todo ser animado está compuesto de un alma y de un cuerpo, y el cielo, si posee la eternidad, ha de poseerla según el alma y el cuerpo juntamente, o bien según una u otro, ya se trate del alma o del cuerpo. El que otorga la incorruptibilidad al cuerpo, no tiene necesidad del alma para afirmar la incorruptibilidad de aquél, ni de que el cuerpo se una eternamente a ella para la constitución del ser animado. Si se dice, en cambio, que el cuerpo es de suyo corruptible, habrá que buscar en el alma la causa dé su incorruptibilidad; pero entonces tendremos que mostrar que la manera de ser del cuerpo no es opuesta a la combinación con el alma ni a la persistencia de tal combinación, así como también que no hay discordancia alguna en las combinaciones de la naturaleza y que la materia es adecuada a la voluntad de cumplimiento del mundo, ENÉADA: II-I (40) 2

¿Cómo, pues, a pesar de su fluidez constante, cooperan a la inmortalidad del mundo la materia y el cuerpo del universo? Porque el cuerpo (fluye), diríamos, pero no hacia fuera; permanece en el universo y no sale en modo alguno de él, no sufriendo igualmente ni aumento ni disminución; por tanto, tampoco envejece. Conviene advertir que la tierra se conserva eternamente en su forma y en su masa, sin que sea abandonada jamás por el aire o la naturaleza del agua, pues ni la transformación de estos elementos es capaz de alterar la naturaleza del ser universal. Y, aun estando en incesante cambio (por la penetración y la salida de las distintas partes del cuerpo), cada uno de nosotros permanece por largo tiempo, en tanto que en él mundo, al que nada viene de fuera, la naturaleza del cuerpo no muestra inconveniente en unirse al alma y formar así un ser idéntico a sí mismo y subsistente para siempre. En cuanto al fuego, es sutil y rápido porque no puede subsistir aquí; e igual ocurre con la tierra, que no puede permanecer en lo alto. Pero no hemos de pensar que, una vez llegado el fuego allí donde deba detenerse y asentado: en su lugar apropiado, no trate de buscar, como los demás elementos, su propia estabilidad en los dos sentidos; no podría sin embargo, dirigirse a lo alto, porque esto es ilógico, y orientarse hacia abajo iría contra su naturaleza. Sólo le resta mostrarse dócil y adaptarse naturalmente a la atracción que ejerce el alma sobre él; y así, para alcanzar la felicidad, habrá de moverse en una región hermosa cual es la del alma. Convendrá confiar en que no caiga, pues el movimiento circular del alma se anticipa a su caída hacia la tierra, reteniéndole con toda su fuerza. Y como, por otra parte, no tiene por sí mismo ninguna propensión a descender, permanece sin ofrecer resistencia. A su vez, las partes de nuestro cuerpo que han recibido la forma, no conservan la disposición adquirida, y el cuerpo, si quiere subsistir, reclama otras partes que vengan de fuera; el cielo, en cambio, nada desprende de si y por tanto no tiene necesidad de alimento alguno. Porque, si el fuego del cielo se extinguiese, otro fuego habría de encenderse: y si el cielo encerrase algo, realmente fluyente, otra cosa, no cabe duda, vendría a reemplazarlo. Pero, en ambos casos, el ser animado universal no permanecería ya como idéntico a sí mismo. ENÉADA: II-I (40) 3

Nos preguntaremos también si es que no existe el agua caso de no contar con algo de tierra. ¿Y cómo podríamos decir que el aire, siendo tan sutil, participa de la tierra? ¿O es que el fuego, si tiene necesidad de la tierra, no posee por sí mismo una extensión continua de tres dimensiones? ¿No ha de corresponderle la solidez, no ya por ser extenso y poseer tres dimensiones, sino por contar con la resistencia, propia en verdad de un cuerpo físico? Sólo la dureza conviene a la tierra; y la consistencia compacta del oro, que es agua, no le pertenece porque se le añade tierra, sino por su característica densidad y solidificación. En cuanto al fuego, ¿no poseerá por si mismo, y en virtud de la presencia del alma, consistencia suficiente para que ésta le manifieste su poder? Es muy cierto que hay entre los demonios seres animados de naturaleza ígnea. Mas, ¿alteramos con ello el principio de que todo ser animado contiene la pluralidad de los elementos? Podrá afirmarse esto de los seres de la tierra, pero es contrario a su naturaleza y a su misma disposición el colocar la tierra a la altura del cielo. Y no parece presumible que los cuerpos terrestres lleven consigo el movimiento circular más rápido, porque la tierra serviría entonces de estorbo al resplandor y al brillo del fuego celeste. ENÉADA: II-I (40) 6

¿Por qué se mueve (el cielo) con un movimiento circular? Porque imita a la inteligencia. ¿Y a quién corresponde este movimiento, al alma o al cuerpo? ¿Por qué? ¿Acaso porque el alma está en sí misma y porque procura con todo celo el acercarse a sí misma? ¿O porque está en si misma, pero no continuamente? ¿Consideramos que al moverse mueve consigo al cuerpo? Pero entonces convendría que alguna vez dejase de transportarlo, cesando en ese movimiento; y así, debiera hacer que las esferas permaneciesen inmóviles y no que girasen siempre en círculo. El alma misma se mantiene inmóvil o, si se mueve, no lo hace con un movimiento local. ¿Cómo, pues, llega, a producir el movimiento local si ella se mueve con otra clase de movimiento? Tal vez porque el movimiento circular no es un movimiento local. Pero si sólo es un movimiento local por accidente, entonces, ¿de qué clase de movimiento se trata? Tratase sin duda, de un movimiento que vuelve sobre sí mismo, de un movimiento de conciencia, reflexivo y vital, que no sale de si ni busca asiento en otro lugar por la sencilla razón de que debe abarcarlo todo. Porque la parte principal del ser animado universal abarca todas las cosas y les da un sello unidad; si realmente permaneciese inmóvil, no abarcaría todas las cosas como lo hace un ser vivo; y de tener un cuerpo, no podría mantener todo cuanto hay en este cuerpo, porque es claro que la vida de un cuerpo radica en el movimiento. Así, pues, si el movimiento que le atribuimos es un movimiento local, el cielo se moverá con el movimiento que le corresponda y no ya sólo como se mueve un alma; lo hará, mejor, a la manera como se mueven un cuerpo animado y un ser dotado de vida. De modo que el movimiento circular viene a ser una composición del movimiento del cuerpo y del movimiento del alma; el primero se realiza por naturaleza en línea recta, aunque con la resistencia que le opone el alma. De estos dos movimientos, esto es, del cuerpo que se mueve y del alma que tiende a permanecer inmóvil, toma su origen   el movimiento circular. Si se adujese que el movimiento circular es propio del cuerpo, cabría preguntarse: ¿y cómo entonces todos los cuerpos, e incluso el luego, se mueven en línea recta? Diremos que se mueve en línea recta hasta donde está dispuesto que deba moverse, porque, una vez llegado a su lugar, parece natural que se detenga y que ese movimiento concluya ahí donde debe concluir. Pero, ¿y por qué una vez llegado a ese lugar no se detiene (el fuego) en él? ¿Tal vez porque corresponda a la naturaleza del fuego el mantenerse siempre en movimiento? Pues, indudablemente, si no cumpliese un movimiento circular, se disiparía en un movimiento en línea recta; por lo cual, parece convenirle mejor el movimiento circular. Pero este movimiento habrá que atribuirlo a la providencia y se dará en el fuego como procedente de la providencia; y así, una vez llegado al cielo, el Fuego debe moverse por sí mismo con un movimiento circular, o, en otro caso, tendremos que afirmar que se mueve en línea recta, pero que al no encontrar lugar a dónde dirigirse, se ve precisado a curvarse y a deslizarse sobre la esfera hasta el lugar que realmente pueda. Porque nada encontraremos después del cielo, ya que él constituye la región última. El fuego, pues, se mueve en la región que le es propia y tiene en sí mismo el lugar adecuado, pero no desde luego para permanecer (ahí) inmóvil, una vez llegado a ese lugar, sino para continuar moviéndose. ENÉADA: II 2 (14) 1

Todos los cuerpos de los seres animados que provienen de lo alto son cálidos, en mayor o menor medida; ninguno de ellos es, desde luego, frío. El lugar donde se encuentran sirve claramente de prueba. El planeta llamado Júpiter cuenta solamente con un fuego moderado; y lo mismo ocurre con el que nombran Lucífero Por esta semejanza que presentan, los dos planetas parecen de acuerdo; y se reúnen así con el planeta denominado ardiente (Marte), permaneciendo en cambió extraños a Saturno, por su lejanía. En cuanto a Mercurio, resulta indiferente, y semejante, según parece, a todos los demás planetas. Todos ellos componen una sinfonía universal; de tal modo qué su relación recíproca es realmente lo que conviene al todo. Y así se comprueba cómo en cada animal las partes se disponen para el conjunto. Ocurre, por ejemplo, con la bilis, que aparece conformada al todo y, singularmente, con la parte que le está próxima; conviene que despierte nuestros afectos, pero, a la vez, que tanto el todo como las partes vecinas cierren el Y paso a su desmesura. Otro tanto parece convenir al conjunto del ser vivo, que dispondrá, además de la pasión buena, de una inclinación al placer. Las otras partes vendrán a ser los ojos de su alma, todas ellas condescendientes con la parte irracional. Así diremos que el ser animado es uno y que se da en él una armonía única. ¿Cómo, pues, no ver aquí signos evidentes, por analogía (de la armonía del universo)? ENÉADA: II 3 (52) 5

Pero, si los astros, son los encargados de revelar el futuro y, como decirnos, no son otra cosa, entre muchas, que signos anunciadores del porvenir, ¿a quién hemos de atribuir lo que acontece? ¿Cómo se produce el orden de los hechos? Porque es claro que no podrían ser anunciados si no respondiesen a un orden. En nuestra opinión los astros son letras escritas constantemente en el cielo, o quizá mejor letras ya escritas y que se mueven; entre otras cosas, expresan una verdadera significación. Y ocurre así (en el universo) lo que vemos en el ser animado, donde se puede conocer una parte deduciéndola de otra. En el hombre, por ejemplo, se llega al conocimiento del carácter mirando a los ojos o a otra parte cualquiera de su cuerpo; y esto nos lleva a descubrir los peligros que le acechan y la posibilidad de preservarse de ellos. Partes son ésas del hombre, y parte somos nosotros también del universo; otros seres tienen asimismo sus partes. ENÉADA: II 3 (52) 7

Todo está lleno de signos y el sabio conoce una cosa por los indicios que recibe de otra. Para todos está claro el conocimiento de lo que es habitual; así se comprende que, en el vuelo de los pájaros o en otros animales encontremos un fundamento para nuestras predicciones. Porque conviene que todas las cosas dependan unas de otras, y, como se ha dicho, hay un acuerdo total, no sólo en el individuo tomado particularmente, sino con mucha más razón y primordialmente el universo, hasta el punto de que la unidad de principio hace unas las diversas partes del ser animado y produce la unidad de una pluralidad. Pues así como en cada ser particular sus partes tienen una acción privativa, así también en el todo del universo cada ser tiene su función propia y con mucho mayor motivo en este caso porque no se trata sólo de partes sino de todos de gran dimensión. Cada uno de los seres procede de un mismo principio, pero hace la obra que le compete, colaborando a la vez con los demás; porque ninguno de los seres aparece separado del conjunto, sino que actúa sobre los demás y sufre también la acción de los otros. Todos los seres van al encuentro, entristeciéndose o alegrándose con ello. Pero, sin embargo, no proceden por azar ni de manera casual, ya que cada ser proviene de otro y produce a su vez un tercero siguiendo los dictados de la naturaleza. ENÉADA: II 3 (52) 7

Vayamos, ahora al ejemplo del huso, que fue considerado por unos, ya desde antiguo, como un huso que trabajan las Parcas, y por Platón como una representación de la esfera celeste; las Parcas y la Necesidad, su madre, eran las encargadas de hacerle girar, fijando en suerte, al nacer el destino de cada uno. Por ella misma todos los seres engendrados alcanzan su propia existencia. En el Timeo, a su vez, el demiurgo nos da el principio del alma, aunque son los dioses que se mueven lo que facilitan las terribles y necesarias pasiones: así, los impulsos del ánimo, los deseos, los placeres y las penas, al igual que la otra parte del alma de la que recibimos esas pasiones Las mismas razones nos enlazan a los astros, de los cuales obtenemos el alma; y en virtud de ello quedamos sometidos a la necesidad una vez llegados a este mundo. ¿De dónde provienen entonces nuestros caracteres y, según los caracteres, las acciones y las pasiones que tienen su origen en un hábito pasivo? ¿Qué es, pues, lo que queda de nosotros? No queda otra cosa que lo que nosotros somos verdaderamente, esto es, ese ser al que es dado, por la naturaleza, el dominio de las pasiones, Pero, sin embargo, en medio de los males con que somos amenazados por la naturaleza del cuerpo, Dios nos concedió la virtud, que carece de dueño Porque no es en la calma cuando tenemos necesidad de la virtud, sino cuando corremos peligro de caer en el mal, por no estar presente la virtud. De ahí que debamos huir de este mundo y alejarnos de todo aquello que se ha añadido a nosotros mismos. Y no hemos de ser siquiera algo compuesto, un cuerpo animado de alma en el que domina más la naturaleza del cuerpo, quedando sólo en él una simple huella del alma; si es así, la vida común del ser animado es en mayor medida la del cuerpo, y todo cuanto depende de ella es realmente corpóreo. Atribuimos, por tanto, a otra alma que se halla fuera de aquí ese movimiento que nos lleva hacia arriba, hacia lo bello y hacia lo divino donde a nadie es permitido mandar; muy al contrario, es el alma la que se sirve de este impulso para hacerse igual a lo divino y vivir de acuerdo con él en el lugar de su retiro. Al ser abandonado de esta alma corresponde, en cambio, una vida sujeta al destino; los astros no son para él, en este mundo, únicamente signos, sino que él mismo se convierte en una parte, sumisa por completo al universo, del cual es precisamente parte. Cada ser es ciertamente doble esto es, un ser compuesto y que sin embargo, resulta uno mismo; así, todo el universo es un ser compuesto de un cuerpo y de un alma enlazada a este cuerpo, y es también el alma del universo que no se encuentra en el cuerpo, pero que ilumina los propios vestigios de ella existentes en el cuerpo. Son igualmente dobles el sol y todos los demás astros. Como su otra alma es pura no producen nada pernicioso, pero algo engendran en el universo ya que son una parte de él y constituyen cuerpos vivificados por un alma. He aquí que cada uno de estos cuerpos es una parte del universo, que actúa sobre otra; pero su alma verdadera tiende, sin embargo, su mirada hacia el bien supremo. También las demás cosas siguen de cerca este principio y, mejor que a él, a todo lo que priva alrededor de él. Esta acción se ejercita no de otro modo que la del calor proveniente del fuego, que se extiende por todas partes; y es algo así corno la influencia del alma ejercida sobre otra alma con la cual tiene parentesco. ENÉADA: II 3 (52) 9

Conviene que ahora tomemos tu consideración y distingamos estos dos casos, a saber, el hecho de que unas cosas derivan del movimiento del cielo y otras no, diciendo ademas, de manera general, de dónde proviene cada cosa. Nuestro principio es el siguiente: el alma gobierna el universo de acuerdo con la razón y puede ser comparada al principio que, en cada ser animado, modela las partes de este y las ordena con ese todo del que ellas son parte. En el todo se da la totalidad de las partes, pero en cada parte no se da, en cambio, más que ella misma. Las cosas de fuera son aquí unas veces contrarias y otras favorables a la voluntad de la naturaleza; en tanto en el universo todos los seres, sin excepción alguna, están ordenados al conjunto por ser precisamente sus partes; de ese todo tienen su naturaleza y con él colaboran por su inclinación característica hacia la vida universal. ENÉADA: II 3 (52) 13

Pero, ¿qué quieren decir los términos mezclado y no-mezclado, separado y no separado, cuando el alma se encuentra unida al cuerpo? ¿Qué es realmente el ser animado? Trataremos de averiguarlo después, pero siguiendo ya otro camino; porque no coinciden las opiniones sobre este punto. Ahora diremos, si acaso, en qué sentido afirmamos que "el alma gobierna el universo de acuerdo con la razón". ¿Produce el alma directamente cada uno de los seres, por ejemplo el hombre, el caballo, cualquier otro animal o una bestia, y antes de nada el fuego y la tierra? Y luego, al ver que estos seres se encuentran y se destruyen unos a otros: ¿presta ayuda a la relación derivada de ellos y a los hechos que de aquí resultan para un tiempo indefinida? ¿Colabora acaso a la serie de los acontecimientos produciendo de nueva los seres animados que ya había al principio, o deja que éstos actúen por su cuenta? ¿O bien decimos que (el alma) es la causa de estos hechos y que produce consecuencias derivadas de ella? Con la palabra razón damos a entender que cada ser sufre y actúa no por azar, ni por itria cadena casual de acontecimientos, sino de una manera necesaria. ¿Es ésta la acción de las razones (seminales)? ¿O bien existen estas razones, pero sólo para conocer y sin que nada produzcan? Entonces será el alma, poseedora de las sazones seminales, la que conozca los resultados de todas sus acciones, con lo cual en las mismas circunstancias deberán producirse los mismos efectos. El alma aprehende y prevé dichos efectos, obtiene de ellos las consecuencias necesarias y verifica su enlace. Así, reúne los antecedentes con los consiguientes y forma con éstos de nuevo la serie de los antecedentes, como si partiese siempre de le presente; de donde resulta quizá que todo lo que sigue ya siempre a peor, y en este sentido, los hombres de otro tiempo eran distintos de los de ahora porque, en el intermedio, las razones seminales han ido cediendo continuamente a los fenómenos de la materia. El alma observa todo esto y sigue de cerca lo que ella misma hace; ésa es su vida, que le impide apartarse de su obra y descuidar jamás sus propios fines. Tengamos en cuenta que su producción no ha surgido de una vez para que podamos considerarla perfecta; sino que, al contrario, el alma es como un labrador que, luego de haber sembrado y plantado, endereza lo que dañaron los inviernos lluviosos, los fríos continuos o los vientos huracanados. ENÉADA: II 3 (52) 16

¿Podremos llamar pensamientos a estas razones que se dan en el alma? Pero, ¿cómo actuar verdaderamente conforme al pensamiento? Porque la razón seminal que obra en la materia es algo que actúa naturalmente; y no se trata de un pensamiento, ni de una visión, sino de una potencia que modifica la materia. Tampoco conoce, sino que obra a la manera como un sello o como una figura que se refleja en el agua; aunque como el círculo, la potencia vegetativa y generadora recibe de otra parte su poder. Y siendo así, la parte principal del alma debe alterar entonces el alma material y generadora. Pero, ¿la modifica luego de haber reflexionado? Porque si reflexiona, tendrá un punto de referencia; habrá de referirse a algo distinto de ella o a lo que ya se da en ella. En este caso, naturalmente, no tendría necesidad de reflexionar; porque ya no es ella la que produce la modificación, sino la potencia que encierra en sí misma las razones. Esta potencia es, en el alma, la más capacitada para actuar. Pero actúa de acuerdo con las ideas, y, para darlas, ha de recibirlas de la inteligencia. He aquí, pues que la inteligencia las da al alma del universo, y el que viene después de la inteligencia las da a su vez al alma que viene después de ella, a la que ofrece brillo y forma; y esta última, como ordenada por aquélla, produce ya las cosas. Sin embargo, esta producción se verifica unas veces libremente y otras (caso peor) con notoria dificultad; pero teniendo, como efectivamente tiene, la capacidad de producir y hallándose cargada de razones - de razones que no son las primeras - (el alma) producirá según lo que ella misma ha recibido, y nacerá de ella como es evidente algo que resulta siempre peor: un ser animado, pero de lo más imperfecto, que sobrelleva difícilmente su propia vida, porque es ya un ser inferior, de natural descontentadizo y violento, como hecho de una materia también inferior. Consideraremos esta materia como el sedimento amargo dejado por los seres superiores; sedimento que se extiende y se incorpora al universo. ENÉADA: II 3 (52) 17

Se afirma por algunos: ¿qué podremos aprehender de los seres que no posea magnitud? Entiéndase que se trata aquí de algo no idéntico a la cantidad; el ser y la cantidad no son una y la misma cosa, pues existen muchas otras maneras de ser ajenas a la cantidad. En general, toda naturaleza incorpórea debe ser considerada como desprovista de cantidad; y no hay, duda alguna deque la materia es incorpórea. La misma cantidad no se confunde con el ser que la posee, pues éste participa de aquélla; de modo que parece así manifiesto que la cantidad es una forma. Es claro que un objeto se vuelve blanco por la presencia de la blancura, pero lo que produce en el ser animado tanto la blancura como los más diversos colores no es realmente un color variado, sino, si se quiere, una razón variada, Igual acontece con ese principio que produce una determinada cantidad: no es el mismo esta cantidad, sino la propia cantidad en sí, o la cantidad (en abstracto), o la razón de la cantidad. ¿Qué hace la cantidad que se adhiere a la materia? ¿Desenvuelve la materia para adecuarla a la magnitud? En modo alguno; porque la materia no estaba encerrada en un pequeño espacio. (El principio de que hablamos) le da una magnitud que antes no poseía, y le ofrece también una cualidad que antes no era suya. ENÉADA: II 4 (12) 9

¿Qué diremos entonces del alma? Porque se trata de un ser animado en potencia cuando no está unida al cuerpo como debe estarlo; musical en potencia, al igual que todas demás cosas que se originan en ella y que no ha poseído siempre. De modo que lo que está en potencia se da en los seres inteligibles. Y esas cosas no se encuentran en potencia, sino que el alma es la potencia productora de todas ellas ENÉADA: II 5 (25) 3

Resulta ilógico inculpar aquí a las partes, porque las partes deben ser consideradas en relación con el todo, para comprobar si son armónicas y ajustadas a él. Convendrá examinar el todo, pero sin tener en cuenta para nada cosas realmente pequeñas. Porque no es al mundo a quien se censura cuando se toma por separado alguna parte de él; lo mismo ocurriría si tomásemos del ser animado entero un simple cabello, un dedo o una de las partes más viles, y despreciásemos en cambio esa hermosa visión de conjunto que ofrece el hombre; o, por Zeus, si diésemos de lado a todos los animales y nos fijásemos tan sólo en el mas ruin; o, si se quiere, pasásemos en silencio por la totalidad del linaje humano para no ver más que a Tersites. El mundo en su conjunto es lo que nosotros debemos considerar, y si realmente lo contemplamos con atención, tal vez le escuchemos palabras como éstas: "Fue Dios quien me hizo y, por venir de Él, soy perfecto, encierro todos los animales y me basto a mí mismo. De nadie tengo necesidad, porque contengo todos los seres, plantas, animales y todo lo que puede nacer. Hay, pues, en mí muchos dioses, pueblos demoníacos, almas buenas y hombres felices por su virtud. Pero la tierra no se ha embellecido con plantas y animales de todas clases, ni la potencia del alma ha llegado hasta el mar para que el aire todo, el éter y el cielo queden privados en absoluto de la vida, sino que en ese otro mundo se encuentran todas las almas buenas, las que dan la vida a los astros y a la esfera eterna del cielo que, a imitación de la inteligencia, se mueve con un movimiento circular, perfectamente ordenado y siempre alrededor de un mismo centro, sin buscar nada hacia fuera. Todos los seres que se dan en mí aspiran al bien y cada uno de ellos lo alcanza a medida de su poder. Todo el cielo depende de Él, y no sólo el cielo sino toda mi alma, los dioses que existen en mis partes, todos los animales, las plantas y cualquier ser en apariencia inanimado que yo contenga. Estos seres participan únicamente de la existencia, pero las plantas poseen la vida, y los animales, además, la facultad de percibir; algunos, incluso, cuentan con la razón, y otros tienen la vida universal. No exijamos cosas iguales de seres que son realmente desiguales: esto es, no pidamos al dedo que vea, sino precisamente al ojo; al dedo, en mi opinión, hemos de pedirle que sea un dedo y que cumpla lo que es propio de sí mismo ENÉADA: III 2 (47) 3

Veamos en primer lugar los actos que radican en esas almas que hacen el mal, así como los males que unas almas procuran a otras y en perjuicio de sí mismas. Si no se acusa a la providencia de que ha hecho malas a estas almas, mucho menos podría exigírsele cuenta y razón de tales actos si se admite que "la responsabilidad es de quien ha elegido" . Porque, corno ya se ha dicho, conviene que las almas tengan un movimiento propio y, puesto que no son sólo almas sino que se encuentran mezcladas a cuerpos, no debe sorprender que vivan la vida que les corresponde. Las almas, en realidad, no han venido a los cuerpos porque el mundo exista, sino que ya antes de existir el mundo disponían del ser de éste, le cuidaban y procuraban que existiese, tratando de dirigirle y de conformarle de la manera que sea, bien por adición o donación de algo de sí mismas, bien por descender hacia el mundo, bien por unas y otras cosas. Pero ahora no se trata en realidad de esto y, ocurra lo que ocurra, no deberemos censurar por ello a la providencia. ¿Qué decir, sin embargo, cuando se advierten los males que afectan a quienes son opuestos a ellos, esto es, cuando se ve a los buenos pobres y a los malos dueños de las riquezas y disfrutando en abundancia de todo lo que debería corresponder a sus inferiores, que son hombres, o dominándolos, ya se trate en este caso de pueblos o ciudades? ¿Es que entonces la providencia no extiende su poder hasta la tierra? Otros hechos atestiguan, en verdad, que la razón llega hasta nosotros: así, por ejemplo, los seres vivos y las plantas que participan de la razón, del alma y de la vida. Pero si la razón se extiende hasta la tierra, no por eso la domina. Y siendo como es el Universo un ser animado único, lo mismo ocurriría si dijésemos que la cabeza y la cara del hombre provienen de la naturaleza y de la razón que le dominan, en tanto atribuirnos el resto a otras causas, como el azar o la necesidad, explicando con ello, o con la misma impotencia de la naturaleza, el origen de esas partes más despreciables. Pero la santidad y la piedad nos impiden conceder que estos hechos no sean como es debido e, igualmente, que censuremos al autor de la creación. ENÉADA: III 2 (47) 7

¿De dónde proviene entonces que los adivinos anticipen los males y, asimismo, los prevean por el movimiento del cielo, o incluso añadiendo otras prácticas de este tipo? Ello es debido a que todo se enlaza, y también, sin duda, las cosas que son contrarias: la forma, por ejemplo, aparece enlazada a la materia, y en un ser vivo compuesto basta contemplar la forma y la razón para advertir igualmente el sujeto conformado a ella. Porque no vemos de la misma manera al ser animado inteligible que al ser animado compuesto, ya que la razón de éste transparece conformando una materia inferior. Siendo el universo un animal compuesto, si observamos las cosas que nacen en él, veremos a la vez la materia de que está hecho y la providencia que se da en él; porque la providencia se extiende a todo lo producido, esto es, a los seres animados, a sus acciones, a sus disposiciones, en las que la razón aparece mezclada con la necesidad. Vemos, pues, las cosas mezcladas o las que están mezclándose de continuo; y, sin embargo, no podemos distinguir y aislar, de una parte, la providencia y lo que está conforme con ella, y de otra, el sujeto material y lo que éste da a las cosas. Ni siquiera podría hacer esto un hombre sabio y divino; diríase que es un don de Dios. Porque un adivino no es capaz de decir el porqué sino solamente el cómo, y su arte viene a ser una lectura de los signos naturales, que son los que manifiestan el orden sin inclinarse jamás al desorden; podríamos afirmar aún mejor que este arte nos atestigua el movimiento del cielo, diciéndonos las cualidades de cada ser y su número antes de haberlas observado en él. Pues unas y otras, tanto las cosas del cielo como las de la tierra, contribuyen a la vez al orden y a la eternidad del mundo; por analogía, para quien las observa, las unas son signos de las otras. Digamos también que otras prácticas de predicción acuden a la analogía. Porque todas las cosas no deben ser dependientes unas de otras, sino semejarse de alguna manera. De ahí seguramente ese dicho de que "la analogía lo sostiene todo" 32. Así, por analogía, lo peor es a lo peor como lo mejor a lo mejor, al igual que, por ejemplo, un pie es a otro pie como un ojo a otro ojo; en otro sentido y, si se quiere, la virtud es a la justicia como el vicio a la injusticia. Al haber, pues, analogía en el universo, es posible la predicción; y si las cosas del cielo actúan sobre las cosas de la tierra, lo harán como unas partes del animal sobre otras, porque ninguna de ellas engendra a la otra sino que todas son engendradas a la vez. Cada una de esas partes sufre lo que conviene a su naturaleza, ya que una es de una manera y diferente la otra. Así, la razón sigue apareciendo como una. ENÉADA: III 3 (48) 6

Porque si el alma, al igual que los cuerpos, tuviese partes distintas en lugares también diferentes, cuando una de sus partes se viese afectada por algo, esta sensación no alcanzaría a ninguna otra parte; esto es, únicamente aquella parte del alma, la que, por ejemplo, se encuentra en el dedo, y es diferente a las demás y existe por si misma, pasaría por esa prueba. Tendríamos, por tanto, varias almas que gobernarían cada parte de nosotros. Y, a mayor abundamiento, el mundo no tendría una sola alma, sino muchas almas que permanecerían separadas las unas de las otras. En vano hablaríamos de una continuidad de las partes, si no concluyésemos en la unidad absoluta; porque no podemos admitir lo que dicen (los estoicos) engañándose a sí mismos, esto es, que por medio de una distribución las sensaciones llegan a la parte rectora del alma. En primer lugar, hablan sin examen suficiente de la cuestión de una parte rectora del alma, pues ¿cómo repartirán ésta y en dónde situarán una y otra de sus partes? ¿Qué extensión asignarán a cada una de las partes y cuál será su diferencia cualitativa, si forman en realidad una sola masa continúa? ¿Es acaso la parte rectora del alma la única que siente, o también las otras partes tienen sensación? Y si la sensación sobreviene tan sólo a la parte rectora, ¿en qué lugar de ella hemos de establecerla? Si, por el contrario, la sensación se produce en otra parte del alma que, por naturaleza, no debe sentir, esta parte no podrá comunicar su experiencia a la parte rectora y no habrá, en absoluto, sensación alguna. Pero, si se produce en la parte rectora, es claro que se producirá a la vez en una parte de ésta, dando por descontado que las otras partes no percibirán la sensación, porque sería una cosa inútil. O, en otro caso, tendríamos que admitir una multitud, o incluso un número infinito de sensaciones que no guardarían semejanza alguna entre sí. Una parte diría: yo he sido la primera en experimentar; otra (afirmaría): yo he experimentado la sensación de otra; y todas, a excepción de la primera, desconocerán dónde se ha producido la sensación. O bien ocurrirá que todas se hayan engañado, pensando que se ha producido allí donde ellas se encuentran. Por otra parte, si la parte rectora del alma no es la única que siente, sino que cualquiera de sus partes puede hacerlo, ¿por qué habrá de ser aquélla la parte rectora y no realmente todas las demás? ¿Por qué llevaremos la sensación hasta aquella parte? ¿Cómo es posible que de sensaciones múltiples, como por ejemplo las de los ojos y los oídos, se obtenga el conocimiento de un objeto único? Si el alma es una y, además, totalmente indivisible en su misma unidad, si nada tiene que ver con la naturaleza de lo que es múltiple y divisible, un cuerpo ocupado por un alma no podrá ser animado en su totalidad; y así, colocada aquélla en el centro del cuerpo, dejará de extender su acción a toda la masa del ser animado. ENÉADA: IV 2 (4) 2

Dos cosas hay que considerar en la inteligencia universal, y, con mayor motivo, en las inteligencias individuales, donde se da un sujeto que recibe y un objeto que es recibido. Hemos de examinar, naturalmente, cómo nuestra inteligencia recibe los dioses, pero esto tan sólo cuando tratemos de encontrar cómo viene el alma al cuerpo. Ahora habremos de volver una vez más a los que dicen que nuestras almas provienen del alma del universo. No es quizá suficiente prueba, dirán ellos, que nuestras almas alcancen el lugar del alma del universo, o que ésta marche al unísono con ellas, caso de que eso sea posible, porque es lo cierto que las partes han de ser homogéneas con el todo. En su ayuda traen a Platón, el que intenta convencemos de que el universo es un ser animado: "Así como nuestro cuerpo es una parte del universo - dice - , así también nuestra alma es una parte del alma del universo". Pero (Platón) quiere convencernos también - y lo dice y lo muestra con claridad - de que debemos seguir el movimiento circular del universo, ya que nuestro carácter y condición provienen de aquí y, nacidos además en el interior del universo, tomamos de él nuestra alma. Y así como cada parte de nosotros recibe una parte de nuestra alma, así, y por la misma razón, nosotros, que somos partes del todo, recibimos una parte del alma universal. Eso mismo quiere decir la frase de Platón: "Toda alma está al cuidado de lo que es inanimado". De modo que no permite la existencia de ninguna otra alma, fuera del alma del universo, puesto que ésta toma a su cargo la totalidad de lo inanimado. ENÉADA: IV 3 (27) 1

Con respecto a esto hemos de responder lo siguiente: admiten (quienes así hablan) que las almas individuales son homogéneas con las del universo, mostrando que alcanzan los mismos objetos y que son de su mismo linaje, lo que equivale a negar que sean partes de él. Mejor podríamos decir que la misma alma es un alma única y, a la vez, cada una de las almas. En este caso, la hacemos depender de un principio que, sin referirse a ningún otro ser, ni al mundo ni a ninguna otra cosa, (produce) lo que hay de animado en el mundo y en cualquier otro ser. Justamente, debe afirmarse que la totalidad del alma no es el alma de algo determinado, siendo como es una sustancia, sino que estas almas de algo que es determinado lo son precisamente por accidente. ENÉADA: IV 3 (27) 2

¿Podremos decir que las almas son partes del alma universal, a la manera como se dice que el alma del ser animado que se encuentra en el dedo es una parte de la totalidad del alma que se encuentra en aquél? Razonando así llegamos a una de estas conclusiones: o bien a admitir que no hay ninguna alma fuera del cuerpo, o bien a afirmar que ninguna alma se da en un cuerpo, de tal modo que la llamada alma del universo se encuentra también fuera del mundo. Esto es lo que habrá que examinar y para ello seguiremos ahora con la misma comparación. ENÉADA: IV 3 (27) 3

Sin embargo, podría hablarse de la unidad como existente en sí misma y no precipitada en el cuerpo. De ella procederían todas las almas, tanto el alma del universo como las demás. En cierto modo, se presentarían reunidas y formando una sola alma, que no correspondería a ningún ser particular. Así, suspendidas por sus extremos y relacionadas entre sí, se lanzarían aquí y allá, cual una luz que, tan pronto se acerca a la tierra, se introduce en nuestras casas, aunque no por ello se divida y pierda algo de su unidad. El alma del universo permanece siempre por encima de nosotros, porque no desciende hacia la tierra ni se muestra solícita por las cosas de aquí abajo; nuestras almas, en cambio, no siempre se encuentran en ese estado, porque están limitadas por una porción del cuerpo en cuyo cuidado han de poner toda su atención. El alma del universo, por su parte inferior, se parece al alma de un gran árbol, que dirige la vida sin fatiga ni ruido alguno; la parte inferior de nuestra alma resulta algo así como los gusanos que nacen en las ramas podridas del árbol, pues eso y no otra cosa es el ser animado en el universo; pero, además de esa alma, hay otra alma semejante a la parte superior del alma del universo y comparable a un agricultor que, preocupado por los gusanos del árbol, dirigiese hacia él todos sus cuidados. Como si se dijese que un hombre que disfruta de buena salud, en unión de los otros hombres en sus mismas condiciones, se aplica a todo aquello que debe hacer o contemplar; en tanto, si se encuentra enfermo, aparece entregado a los cuidados de su cuerpo, atento y predispuesto hacia él. ENÉADA: IV 3 (27) 4

Pero bastante se ha dicho a este respecto. Ahora nos queda por considerar la sospecha manifestada en el Filebo   de que las otras almas son partes del alma del universo. Esta opinión platónica no tiene el sentido que algunos quieren darle, sino que significa, en la medida en que era útil para Platón, que el cielo es un ser animado. Lo cual prueba afirmando que resulta absurdo un cielo inanimado, ya que nosotros, que disponemos de una parte del cuerpo del universo, contamos también con un alma, ¿Cómo, pues, podría contar con un alma una parte del universo, si el todo precisamente no la tiene? Más claramente expone su pensamiento en el Timeo; aquí, una vez nacida el alma del universo (el demiurgo) fabrica las demás almas tomando la mezcla de la misma vasija; esto es, las hace semejantes a aquélla, dándoles tan sólo la diferencia de segundo o tercer rango. Pero aún parece más justo lo que se dice en el Fedro  : "Toda alma está al cuidado de lo que es inanimado". Porque, ¿qué otra cosa gobierna, modela y ordena la naturaleza corpórea sino el alma? Y no es verdad que una sola pueda hacerlo y las otras no. El alma perfecta, dice (Platón), el alma del universo que vuela por las alturas, produce sin sumergirse en el mundo, pero como si cabalgase sobre él: "así gobierna toda alma perfecta". Cuando habla (Platón) del alma "que ha perdido las alas" la hace diferente al alma del universo. Si dice que sigue el movimiento circular del universo, que recibe su alimento e influencia, no prueba con ello que nuestras almas sean parte de aquélla. Porque el alma está dispuesta para que se modelen en ella muchas cosas provenientes de la naturaleza de los lugares, de las aguas y del aire; en ella dejan su impronta las mansiones de las distintas ciudades y las uniones a los distintos cuerpos. Decíamos que al estar nosotros en el universo contamos con algo de su alma; incluso aceptamos el influjo de la revolución circular, pero oponemos a todo esto otra alma, la cual se manifiesta diferente por su mismo grado de oposición. Aún nos resta el hecho de que nacemos en el interior del universo, mas a esta cuestión respondemos que el niño tiene un alma distinta a la de la madre, no siendo, pues, la de ella la que penetra en su cuerpo. ENÉADA: IV 3 (27) 7

Cuando un ser animado se corrompe y de él se originan muchos otros seres, el alma de aquél no se encuentra ya en el cuerpo, porque el cuerpo carece de disposición para recibirla; de otro modo, no habría conocido la muerte. Si las partes del cuerpo bien dispuestas por la corrupción para producir otros seres tienen realmente un alma, es que no hay ningún ser del que el alma universal este ausente; pero un ser podrá recibirla y otro, en cambio, no. Los seres animados así nacidos no aumentan el número de las almas, sino que dependen del alma única, que permanece también en su unidad. Lo mismo acontece en nosotros cuando nos vemos mutilados en algunas partes de nuestro cuerpo; ciertamente, otras partes sustituirán a aquéllas, pero el alma que desaparezca de las primeras se unirá necesariamente a las segundas en tanto un alma única subsista en nuestro cuerpo. En el universo subsiste siempre un alma única; sin embargo, algunas de las cosas que hay en él cuentan con un alma, y otras, por el contrario, la rechazan, sin que esto afecte para nada al alma misma, que permanece tal cual es. ENÉADA: IV 3 (27) 8

El mundo, que es como una mansión bella y variada, no está separado de su creador ni puede prescindir de la comunicación con él, sino que, muy al contrario, todo entero y en todas partes ha de ser digno de sus cuidados, con los cuales recibirá provecho en su ser y en su belleza, en la medida en que pueda participar en ellos. Con todo, nada perjudicial resultará para el ser que está sobre él, porque este ser que le dirige continúa permaneciendo en lo alto. En estas condiciones se encuentra el universo animado: dispone de un alma que no es suya, pero que está hecha para él. Esa alma realmente le domina, sin que él pueda a su vez dominarla; y, además, le posee, sin que él pueda poseerla a ella. Este mundo asienta en el alma que le sostiene y nada hay en él que no participe en esta alma; es como una red tendida en las aguas, que vive en ellas y no puede, sin embargo, hacerlas suyas. Pero, cuando la mar se extiende, también la red se extiende con ella en la medida que le es posible, ya que cada una de sus partes se encuentra precisamente allí donde debe estar. Del mismo modo, el alma es tan grande por naturaleza que puede abarcar en sí misma a toda la sustancia corpórea. Así, dondequiera que el cuerpo se encuentre, allí se encuentra ella; y si se diese el caso de no existir un cuerpo, en nada afectaría esto a la magnitud del alma, que seguiría siendo lo que es. El universo tiene también tal extensión que se encuentra allí donde se encuentre el alma; sus límites alcanzan precisamente hasta el lugar donde le preserve el alma. La sombra de ésta avanza, pues, tanto como la razón que proviene de ella. Y la razón, a su vez, produce una magnitud comparable a la que su forma quiso producir ENÉADA: IV 3 (27) 9

Es así que todas las almas iluminan el cielo y le dan su propia multiplicidad y lo primero que surge de ellas; todas las demás cosas resultan a su vez iluminadas por lo que viene después. Algunas almas descienden todavía más abajo para ejercer su acción iluminativa, pero este avance no constituye para ellas lo mejor. En tal sentido, podríamos imaginamos un centro y, a su alrededor, un círculo que desprende rayos de luz; sobre estos dos tendríamos que imaginar otro, que sería como una luz surgida de la luz. Fuera de éstos cabría pensar en un nuevo círculo sin luz, carente, por decirlo así, de luz propia, pero que tiene necesidad de una luz extraña. Hagámonos a la idea de que se trata de una rueca, o mejor de una esfera que recibe su luz del tercer círculo, por su proximidad a él, y en tanto éste la ilumine. He aquí, pues, que la gran luz lo ilumina todo y, a la vez, permanece inmóvil; de ella proviene razonablemente la luz que ilumina todas las cosas; pero las demás luces también iluminan como ella, aunque unas permanezcan inmóviles y otras sean atraídas por el brillante reflejo de las cosas. Estas, a su vez, exigen el mayor cuidado de parte de las almas, pues así como en un navío azotado por la tormenta el piloto que lo dirige se aplica por entero a la dirección de éste, con menosprecio y olvido de sí mismo, hasta el punto de verse envuelto en el naufragio, así también las almas se inclinan a veces más de lo necesario y (no se preocupan) de sus propios asuntos. Ocurre ciertamente que son retenidas por sus cuerpos y encadenadas por lazos mágicos, quedando así por completo al cuidado de la naturaleza corpórea. Es claro que si todo ser animado tuviese, como el universo, un cuerpo perfecto y suficiente, inaccesible al sufrimiento, el alma que se dice está presente en él no se encontraría entonces a su lado y, aunque le diese la vida, permanecería toda entera en lo alto. ENÉADA: IV 3 (27) 17

Tampoco el alma se encuentra en el cuerpo como en un sujeto; porque lo que se da en un sujeto es un fenómeno que afecta a este sujeto, como por ejemplo el color y la figura, siendo así que el alma permanece separada del cuerpo. No se nos da, pues, lo mismo que una parte en un todo, porque ya es sabido que el alma no es una parte del cuerpo. Si se dijese que el alma constituye una parte de ese todo que es el ser animado, subsistiría la misma dificultad y nos preguntaríamos: ¿cómo se da en el todo? No se encuentra verdaderamente como el vino en el ánfora, ni es como el ánfora o cualquier otro objeto, considerados en sí mismos. ENÉADA: IV 3 (27) 20

¿Cómo, pues, se afirma por todos que el alma se encuentra en el cuerpo? Porque el alma no es realmente visible y el cuerpo, en cambio, lo es. Cuando vemos el cuerpo, nos damos cuenta que es algo animado porque se mueve y porque siente; decimos, por consiguiente, que tiene un alma, y diríamos también, según esto, que el alma se encuentra en el cuerpo. Ahora bien, si el alma se hiciese visible y sensible y nosotros la viésemos toda llena de vida, llegando por igual hasta los extremos mismos del cuerpo, no podríamos decir que el alma se da en el cuerpo; tendríamos que decir mejor que el cuerpo se da en el alma, que es el ser principal, como el contenido en el continente y como lo que fluye en lo que por naturaleza no es fluyente. ENÉADA: IV 3 (27) 20

¿Pues qué? ¿Cómo podríamos contestar al que, sin atreverse a afirmar nada, nos formulase las cuestiones siguientes? ¿De qué manera está presente el alma en el cuerpo? ¿Se encuentra toda ella del mismo modo, o unas de sus partes se encuentran de una manera y otras de otra? Ninguna de las cosas hasta ahora examinadas expresa justamente la relación del alma con el cuerpo. No obstante, se dice que el alma está en el cuerpo lo mismo que el piloto en la nave. Con lo cual se indica suficientemente que el alma se separa del cuerpo, aunque no quede establecido con claridad el modo de unión que nosotros buscamos. Como pasajero, el alma me encuentra en el cuerpo por accidente, pero ¿y como piloto? Porque el piloto no se halla en todo el navío, como el alma se halla en el cuerpo. Tal vez convenga decir que el alma se encuentra en el cuerpo como el arte en los instrumentos, cual ocurre con el arte del piloto que podríamos localizarlo en el timón si este timón estuviese animado y poseyese un arte interior que lo moviese. Ahora que una diferencia puede establecerse aquí, y es que el arte permanece extraño al instrumento. Consideramos, pues, el alma sobre el modelo de un piloto cuya alma dirigiese su timón; el alma, en efecto, se encuentra en el cuerpo como en su instrumento natural y lo mueve a medida de su voluntad. Pero, ¿avanzamos así más en nuestra búsqueda? Seguimos dudando realmente cómo se encuentra el alma en su instrumento y, aunque su modo de unión sea diferente a los anteriores, ansiamos todavía descubrir la verdad o aproximarnos lo más posible a ella. ENÉADA: IV 3 (27) 21

Todo cuerpo animado e iluminado por un alma participa de esta alma de una cierta manera. El alma le da el poder conveniente para que cada órgano cumpla su función; de esta forma, decimos que en los ojos está la facultad de ver, en los oídos la de escuchar, en la lengua la de gustar y en todo el cuerpo la de tocar. Ahora bien, como el tacto cuenta como instrumentos con los primeros nervios, que son los que dan su movimiento e impulso al ser animado, y como, además, los nervios tienen su punto de arranque en el cerebro, se ha colocado aquí el principio de la sensación y de los deseos, e incluso el de todo ser animado; pues ha quedado establecido que donde están los principios de los órganos está también la potencia que los rige. Aunque mejor sería hablar del punto inicial de la actividad de esta potencia, porque de él y del movimiento del órgano correspondiente recibe su punto de apoyo la potencia del artesano que es adecuada a ese órgano; y debiéramos decir con más propiedad, no su potencia, porque la potencia se encuentra en todo el instrumento, sino la acción misma de esta potencia, cuyo punto inicial es el del órgano. ENÉADA: IV 3 (27) 23

Tanto la sensación como el deseo, radicados en el alma, e igualmente la facultad imaginativa, tienen por encima de sí a la razón, la cual, por su parte inferior, es vecina de las partes superiores de estas facultades. Los antiguos colocaban la razón en la parte extrema del ser animado, esto es, en la cabeza, pero sin radicarla por ello en el cerebro, sino en la facultad sensitiva, que es la que le permite asentar en el cerebro. Conviene conceder al cuerpo las dos primeras facultades, pero a la parte del cuerpo que puede recibir mejor su acción. La razón, sin embargo, aun no teniendo nada en común con el cuerpo, debe entrar en relación con esas dos facultades, que son realmente una forma del alma y pueden recibir además impresiones de la razón. Así, la facultad sensitiva es una facultad de juicio, y la imaginación una potencia intelectual; el deseo y la tendencia están sometidos, a su vez, a la imaginación y a la razón. Si se dice que la razón se encuentra localizada en la cabeza no es por otra cosa sino porque las facultades que disfrutan de ella están precisamente ahí. Pero ya se ha indicado cómo ocurre esto con la facultad sensitiva. ENÉADA: IV 3 (27) 23

Con todo, tal vez hablemos con demasiada displicencia de estas cosas y sin que podamos verificar exactamente lo que decimos. Cabría quizá preguntarse a este respecto si la memoria y la reminiscencia pertenecen al alma ya citada, o bien a otra alma más oscura, o incluso al compuesto de alma y de cuerpo. Más, ya se trate de una o de otra cosa, o, por ejemplo, del ser animado, ¿cómo reciben el recuerdo? Convendrá que tomemos la cuestión desde el principio y que averigüemos lo que, en nosotros mismos, posee la memoria. Si es el alma la que recuerda, cuál de sus facultades o de sus partes es la que lo hace; y si es el ser animado - para algunos es él precisamente el que experimenta la sensación - , de que modo lo realiza. Aún podríamos indagar a que damos el nombre de ser animado y si conviene considerar la misma cosa tanto a quien percibe la sensación como a quien verifica los pensamientos. ¿O hay, en realidad, una realidad distinta para cada caso? ENÉADA: IV 3 (27) 25

Habrá que pensar, pues, la sensación como obra común del alma y del cuerpo, aunque ello no quiera decir que la memoria pertenezca necesariamente al compuesto de alma y de cuerpo. Porque es claro que el alma ha recibido la huella que su memoria conserva o rechaza, salvo que se atribuya al compuesto el acto mismo de recordar, en cuyo caso nuestras propias condiciones corpóreas nos darían, a buen seguro, una excelente u olvidadiza memoria. Dígase, no obstante, lo que se quiera, pues ya sea o no el cuerpo un obstáculo para el Y en cuanto a los conocimientos adquiridos por nosotros, ¿cómo admitir que sea el compuesto el que los recuerda y no justamente el alma? Si el ser animado es un compuesto de dos cosas y algo realmente diferente de una y de otra, parece en verdad absurdo que no sea ni un cuerpo ni un alma. Porque el ser animado no necesita que sus componentes se modifiquen o se mezclen hasta el punto de que el alma se encuentre en él tan sólo en estado potencial. Pero, aun siendo así, no por ello deja el recuerdo de pertenecer al alma, lo mismo que, cuando se mezcla el vino con la miel, la dulzura que se advierte en la mezcla proviene únicamente de la miel. ENÉADA: IV 3 (27) 26

Si, pues, los astros se mueven para cumplir el fin que les es propio y no para atravesar los lugares que ellos atraviesan; si su acción, además, no consiste en observar los lugares por donde pasan, ni aun en pasar por ellos, el tránsito a que ahora nos referimos es completamente accidental, dirigiéndose, en cambio, el pensamiento de los astros hacia cosas más importantes para ellos; con lo que los espacios recorridos, que son siempre los mismos, y el tiempo empleado en éstos, no entra para nada en su cuenta, incluso si los espacios y los tiempos pueden ser divididos. Se sigue de aquí que no es necesario que tengan el recuerdo de esos espacios y de esos tiempos, ya que disponen siempre de la misma vida y efectúan su movimiento local alrededor de un mismo centro, no ya como si se tratase de un movimiento local sino más bien de un movimiento vital; esto es, cual el movimiento de un ser animado y único que sólo actúa con relación a sí mismo y permanece inmóvil con respecto a lo que le es externo, manteniéndose a la vez en movimiento por la vida eterna que se da en él. Ciertamente, si quisiésemos comparar el movimiento de los astros al que realiza un coro veríamos que, aunque el coro se detenga en un determinado momento, la danza sólo queda concluida si ha sido ya ejecutada desde el principio hasta el fin. Pero supongamos que el coro danza siempre; entonces su danza se concluye a cada instante, y no hay tiempo ni lugar en el que pueda decirse que está terminada. De modo que no tendrá ningún deseo, ni podrá a la vez medir su danza en el tiempo y en el espacio, o, lo que es lo mismo, perderá la memoria de todo esto. ENÉADA: IV 4 (28) 8

En cuanto a la dirección de un ser animado, puede procederse ya desde fuera y a través de sus partes, ya también desde su mismo principio interior. El médico, por ejemplo, comienza desde fuera y sigue parte por parte, tanteando y deliberando con mucha frecuencia; pero la naturaleza, que comienza por el principio, no tiene necesidad de deliberar. Conviene, verdaderamente que el principio que dirige el universo cumpla su cometido, no a la manera de un médico, sino como lo hace la naturaleza. Este principio, sin embargo, es mucho más simple que la naturaleza, aunque abarque a todos los seres, como partes que son de un ser animado único. Porque es claro que una sola naturaleza domina a todas las demás, las cuales la siguen en virtud de la dependencia y subordinación que con ella mantienen, al modo como lo hacen naturalmente las ramas que pertenecen a un árbol. ¿Qué es el razonamiento, o la acción calculadora, o la memoria, cuando una sabiduría, que está siempre presente y es, además, activa, domina y gobierna en todo tiempo del mismo modo? Puesto que engendra cosas variadas y diferentes, no hay que pensar que la causa activa la acompañe paso a paso. Cuanta más variedad tienen las cosas, con mayor razón permanece invariable la causa que las produce. En cada uno de los seres animados se producen naturalmente muchas cosas y no de manera simultánea; así, en una época le nacen los cuernos o la barba, y luego le sobrevienen la madurez de los senos, la flor de la edad y la capacidad misma de engendrar otros seres. Hay así una sucesión de razones seminales, que no implica nunca la destrucción de las anteriores. Y es prueba de ello el hecho de que la razón seminal del padre reaparece por entero en ese ser que él engendra. Con lo cual resulta lógico que admitamos una sabiduría única, que es en absoluto la sabiduría permanente del universo. Pero esta sabiduría es tan múltiple y variada como simple; es la sabiduría del más grande de los seres vivos y de un mundo que no cambia con la multiplicidad. No es otra cosa que una razón única, que comprende a la vez todos los seres. Porque si no fuese todas las cosas, no sería ya la sabiduría del universo, sino la de sus partes últimas. ENÉADA: IV 4 (28) 11

Hemos de averiguar ahora si el cuerpo que vive gracias a la presencia del alma tiene realmente algo de particular, o lo que tiene es solamente la naturaleza, única cosa que mantendría relación con él. Digamos, por lo pronto, que si hay en un cuerpo un alma y una naturaleza, el cuerpo mismo no es ya como un cuerpo inanimado, ni se parece tampoco al aire resplandeciente, sino que es como el aire caldeado por el calor. El cuerpo del ser animado y el de la planta tienen en sí como una sombra del alma y, por sus mismas características, experimentan dolores y placeres, los cuales llegan hasta nosotros y son también conocidos por nosotros, sin que verdaderamente nos afecten. ENÉADA: IV 4 (28) 18

Lo que llamamos placer y dolor puede ser definido del modo siguiente: el dolor como un conocimiento del retroceso del cuerpo, privado ya de la imagen del alma; el placer como un conocimiento del ser animado de la imagen del alma instalada nuevamente en su cuerpo. He aquí, por ejemplo, que el cuerpo experimenta algo; el alma sensitiva, que se halla próxima a el, conoce la sensación y la da a conocer, a su vez, a la parte del alma en la que concluyen las sensaciones. Pero es el cuerpo el que siente el dolor; y digo que lo siente porque realmente es él quien sufre. Así, cuando se produce un corte en el cuerpo, su masa también se divide. La irritación que con ello se produce no proviene del hecho de que sea una masa, sino una determinada masa. Tal ocurre con la quemadura que se da en el cuerpo; el alma la siente porque recibe inmediatamente su impresión, contigua como está al cuerpo. Toda ella, en efecto, siente la misma impresión que el cuerpo, pero sin que por esto experimente cosa alguna. Lo que el alma hace cuando siente es declarar el lugar de la impresión, allí donde el cuerpo ha recibido el golpe, causa de su sufrimiento. Si fuese el alma la que sufriese, el alma que está toda ella presente en todo el cuerpo, no podría dejar de manifestarlo, sino que sufriría también toda ella y se vería por entero presa del dolor. Pero, sin embargo, no podría decir ni declarar en qué punto se da ese dolor que, para ella, se daría allí donde se da el alma, esto es, en todas partes. Ahora bien, es realmente el dedo el que sufre, y si ocurre lo mismo con el hombre es porque el dedo le pertenece, como suyo que es. Se dice que el hombre siente dolor en su dedo, como se dice que es de color claro porque así lo son sus ojos. Pero el hombre sufre verdaderamente en el punto donde se da el dolor, si es que no se toma como sufrimiento la sensación que acompaña al dolor. Más, evidentemente, lo que quiere indicarse con esto es que no hay sufrimiento que pase inadvertido a la sensación. La sensación, por tanto, no ha de considerarse como sufrimiento, sino como conocimiento del dolor. Pero al ser conocimiento es ya de suyo impasible, para conocer y dar a conocer íntegramente lo que ella percibe. Porque un mensajero que se deja llevar por la emoción, no cumple ciertamente con su cometido, ni es un mensajero en la verdadera acepción de la palabra. ENÉADA: IV 4 (28) 19

Hemos de investigar primeramente cómo podremos formarnos una opinión razonable. Que existe en la tierra un alma vegetativa lo prueban sin duda las mismas plantas que nacen de ella. Pero si vemos que muchos animales tienen también su origen en la tierra, ¿por qué no decir que la tierra es un ser animado? Y de un ser así, que constituye una parte no pequeña del universo, ¿por qué no decir igualmente que posee una inteligencia y que es un dios? Si cada uno de los astros es un ser animado, ¿qué impide que lo sea la tierra, que es asimismo una parte del ser animado universal? Pues no hemos de afirmar que está dirigida desde fuera por un alma extraña y que no tiene alma en sí misma, al no poder contar con un alma propia. Más, veamos: ¿por qué un ser ígneo podría tener alma y no en cambio un ser de tierra? Tanto el uno como el otro son verdaderos cuerpos y no hay más músculos, o carne, o sangre, o líquido en el uno que en el otro, pues en realidad la tierra es el cuerpo más vario de todos. Podría argüirse que es el cuerpo que menos se mueve, pero habría que afirmar esto en el sentido de que no cambia de lugar. ¿Y cómo siente? ¿Cómo sienten a la vez los astros? Es claro que la sensación no es propia de la carne, ni en absoluto hay que dar un cuerpo a un alma para que ésta tenga sensación, sino que el alma debe ser dada al cuerpo para que éste pueda ser conservado. Al alma corresponde la facultad de juzgar y es ella la que debe mirar por el cuerpo, partiendo a tal fin de sus afecciones para concluir en la sensación. ¿Qué es, en cambio, lo que experimenta la tierra y cuáles podrían ser sus juicios? Las plantas, en cuanto que pertenecen a la tierra, no tienen sensación alguna. ¿De qué y por qué iba a tener ella sensación? Porque, ciertamente, no nos atreveremos a admitir sensaciones sin sus órganos. Y, además, ¿de qué le serviría la sensación? No, desde luego, para conocer, porque el conocimiento intelectual es suficiente para los seres que no obtienen ninguna utilidad de la sensación. No hay por que, pues, conceder esto. Pero se da en las sensaciones, además de su misma utilidad, un cierto conocimiento rudo, como el del sol, el de los astros, el del cielo y el de la tierra; y nuestras sensaciones, por otra parte, resultan gratas por sí mismas. Mas, dejaré la cuestión para más adelante; ahora hemos de preguntarnos de nuevo si la tierra tiene sensaciones, qué son y cómo se dan en ella. Para esto habrá que considerar en primer lugar las dificultades que antes surgieron, como por ejemplo si pueden existir sensaciones sin órganos y si ellas están dispuestas para nuestra utilidad, aun en el supuesto de que puedan ofrecernos otras ventajas. ENÉADA: IV 4 (28) 22

Conviene aceptar que la sensación es la percepción de lo sensible por el alma o por el ser animado cuando el alma aprehende las cualidades de los cuerpos e imprime en sí misma las formas de éstos. El alma, naturalmente, debe percibir las cosas por sí sola, o bien juntamente con otra cosa. Si sola, ¿cómo podría hacerlo? Ciertamente, percibiría lo que se da en sí misma y es bien sabido que ella es tan sólo un pensamiento. Y si percibe otras cosas, ha debido poseerlas primero, ya por hacerse semejante a ellas, ya por unirse a algún ser que con ella tiene semejanza. Pero no es posible que se haga semejante si realmente permanece en sí misma, porque, ¿cómo un punto podría hacerse semejante a una línea? Tampoco, naturalmente, la línea que está en el pensamiento podría ser semejante a la línea sensible, ni, por supuesto, el fuego o el hombre pensados al fuego o al hombre sensibles. Aun con mayor razón la naturaleza productora del hombre ha de ser diferente al hombre que engendra, ya que, si llega a aprehender a solas al hombre sensible, alcanzará únicamente su modelo inteligible, escapándosele en cambio el hombre sensible al no poseer ella nada con que pueda aprehenderlo. ENÉADA: IV 4 (28) 23

Pero bastante se ha dicho sobre esto. Volvamos ahora al asunto de que tratábamos e investiguemos respecto a la parte irascible del alma lo mismo que acerca de las pasiones, esto es, si tanto éstas como las penas y los placeres - y entiéndase bien, las afecciones, no las sensaciones - tienen su principio en un cuerpo animado. Porque ya acerca del principio de la cólera, o incluso acerca de la cólera misma, hemos de preguntarnos si responde a una disposición del cuerpo o sólo de una parte del cuerpo, como el corazón o la bilis, que no radique en un cuerpo inerte. Porque si es alguna otra cosa la que da a estos órganos una huella del alma, la cólera es entonces algo propio de ellos, pero no el producto de la facultad irascible o sensitiva. En cuanto a las pasiones, la potencia vegetativa que se encuentra en todo el cuerpo ofrece también su huella a todo el cuerpo, encontrándose así en todo él tanto el sufrimiento como el placer y el principio del deseo de saciarse. No se ha hablado hasta ahora del deseo sexual, pero demos por supuesto que radica en sus propios órganos, cosa que puede decirse igualmente del principio del deseo, al que se asigna la región del hígado. Y es que la potencia vegetativa, que comunica una huella del alma al hígado y al cuerpo, tiene realmente en aquel órgano su principal acción. Con lo que, si afirmamos que el deseo radica en el hígado, admitimos que se da ahí el principio de su acción. En cuanto a la cólera, ¿qué es en sí misma y qué parte del alma ocupa? ¿Proviene de ella la huella que merodea el corazón o es algo verdaderamente diferente lo que mueve el corazón y el hígado? Acaso no sea la huella de la cólera, sino la cólera misma, lo que se encuentre en el corazón. Por ello convendrá preguntarse primero qué es en realidad la cólera. Porque no sólo nos vemos afectados con lo que sufre nuestro cuerpo, sino que nos irritamos con lo que acontece a nuestros progenitores y, en general, con cualquier otra cosa que nos resulta inconveniente. De ahí que, para irritarse, haya que percibir o conocer alguna cosa. Por ello buscamos el origen de la cólera, no en la potencia vegetativa, sino en otro principio. ENÉADA: IV 4 (28) 28

Si no atribuimos ni a causas corpóreas ni a una libre decisión las influencias del cielo que recaen sobre nosotros, sobre los demás seres animados y, en general, sobre las cosas de la tierra, ¿qué otra causa podríamos invocar? En primer lugar, este universo es un solo ser animado que contiene en sí mismo todos los demás seres animados; en él se encuentra también un alma única, que llega a todas sus partes en cuanto que todos los seres son asimismo partes de él. Pues todo ser es una parte en el conjunto del universo sensible; y lo es, en efecto, en tanto que tiene un cuerpo, ya que, en lo que respecta a su alma, es también una parte en tanto que participa en el alma del universo. Decimos de los seres que participan sólo en esta alma que son partes del universo, pero afirmamos de los que participan en otra alma que no son ya únicamente partes del universo. En este sentido, no dejan de sufrir igualmente las acciones de los otros seres, en cuanto que encierran en sí mismos una parte del universo y reciben de él, además, todo lo que ellos tienen. Este universo es, por consiguiente, un ser que comparte el sufrimiento. Y así como en un animal las partes más alejadas son realmente próximas, como ocurre con las uñas, los cuernos y los dedos, así también son próximas en él las partes que no se tocan; porque, no obstante el intervalo y aunque la parte intermedia no sufra, esas mismas partes sufren la influencia de las que no son próximas. Tenemos el ejemplo de las cosas semejantes y no contiguas, separadas por algún intervalo: es claro que esas partes simpatizan entre sí en virtud de su semejanza, puesto que, aun manteniéndose alejadas, tienen necesariamente una acción a distancia. Siendo como es el universo un ser que culmina en la unidad, ninguna de sus partes puede estar tan alejada que no le sea próxima, dada la tendencia natural a la simpatía que existe entre las partes de un solo ser. Si el sujeto paciente es semejante al agente, la influencia que pueda recibir no le parece extraña; en cambio, cuando no es semejante esa misma pasión le parece extraña y no se muestra dispuesto a sufrirla. No conviene admirarse de que la acción de una cosa sobre otra resulte verdaderamente perjudicial, aun siendo el universo (como decimos) un solo ser animado; porque incluso en nosotros mismos, por la actividad que ejercen nuestros órganos, una parte puede ser dañada por otra, y eso ocurre con la bilis y la cólera de ella resultante, que atormentan y fustigan a las otras partes. También en el universo se da algo análogo a la cólera y a la bilis; así, en las plantas unas partes se oponen a otras hasta el punto de agostar la propia planta. ENÉADA: IV 4 (28) 32

Pero este universo no es un solo ser animado, ya que en él pueden contemplarse varios seres. En tanto que ser uno, cada parte es conservada por la totalidad; en tanto que ser múltiple, cada parte, en concurrencia con las otras, es perjudicada frecuentemente por sus mismas diferencias. Porque es claro que mirando a su utilidad daña a las otras partes, verificando su nutrición gracias a las semejanzas y diferencias que mantiene con las demás partes y al esfuerzo natural que ella misma realiza. Así, pues, toma para sí lo que realmente es propio de otra parte y destruye a la vez todo cuanto es contrario a su naturaleza, por la favorable disposición hacia sí misma. Al realizar su acción ayuda a los seres que pueden aprovecharse de ella, pero destruye, o al menos daña, a aquellos otros seres que no pueden soportar su ímpetu, como se comprueba fácilmente en las plantas resecadas por el paso del fuego, o en los pequeños animales arrastrados o pisoteados por la carrera de los grandes. La génesis y la destrucción de todo esto, los cambios que, para bien o para mal, se originan con tal motivo, conforman la vida del ser animado universal, vida que continúa sin impedimento y con arreglo a la naturaleza. De modo que no es posible que cada ser viva como si existiese él solo, ya que, siendo una parte, no puede mirar únicamente hacia sí mismo sino que ha de hacerlo hacia el todo del que él forma precisamente parte. Y como cada parte es, a su vez, diferente, no puede poseer siempre condiciones propias de vida, que habrán de encontrarse en cambio en la vida única universal. Nada, pues, debe permanecer, si el universo es algo permanente y ha de encontrar su permanencia en la realización del movimiento. ENÉADA: IV 4 (28) 32

De la misma manera que la revolución del cielo no se da al azar, sino que es conducida por la razón del ser animado, así también es necesario que se dé una armonía entre los sujetos agentes y los pacientes e, igualmente, un cierto orden en la disposición de las partes. De tal modo que para cada actitud de la revolución del universo hay una determinada disposición de las cosas que dependen de ella. Es como si se tratase de una misma danza interpretada por múltiples danzantes, pues también en las danzas que nosotros presenciamos cada movimiento del coro está sincronizado con otros cambios extraños a él, como por ejemplo el sonido de las flautas y las voces de los cantores, o cualesquiera otros instrumentos que con el coro tienen relación; pero, ¿a qué hablar ya de cosas tan evidentes? No podría decirse lo mismo, sin embargo, del papel individual de cada danzante, que debe adaptarse necesariamente a cada una de las figuras del coro: así, formará un todo con la danza y sus miembros se plegarán a ella, y mientras unos tendrán que flexionar, otros, por el contrario, quedarán libres; esto es, unos trabajarán fatigosamente y otros se tomaran un respiro a tenor de la diferencia de cada figura. La voluntad del danzante está realmente dominada por otra cosa y su cuerpo sufre con el paso de la danza, a la que, sin embargo, obedece por entero y de manera sincrónica. De modo que un hombre con experiencia de la danza podría anticiparnos cómo a tal esquema se corresponde una elevación de un miembro, o una inflexión de otro, o a un encubrimiento de uno, la humillación o abatimiento de otro. Ninguna otra elección cabe realizar al danzante, el cual, al incorporar a la danza todo su cuerpo, ha de dar necesariamente una determinada posición a las partes que colaboran en ella. A los movimientos del danzante hemos de comparar precisamente los que tienen lugar en el cielo, porque las cosas del cielo producen o anuncian todas las demás cosas, y mejor aún, el mundo entero, que vive con su vida universal, pone en movimiento las partes más importantes y las hace transformarse de continuo, hasta tal punto que las relaciones de estas partes entre sí y la que mantienen con el todo traen consigo las consiguientes modificaciones, como ocurre en el movimiento del animal. Y así, un estado determinado de cosas se corresponde con una determinada situación, posición y figura. No, ciertamente, porque en ello influyan los seres que forman la figura, sino por la actividad misma del agente que se la da, el cual no actúa sobre algo diferente a sí mismo, sino que es ya él mismo todas las cosas que existen. Trátese en un caso de las figuras, o en otro de las modificaciones que necesariamente las acompañan, siempre podrá decirse que se dan en el animal universal, dotado de un determinado movimiento. Su constitución y su composición son por naturaleza lo que son, mientras las pasiones y las acciones que hace recaer sobre sí mismo han de atribuirse a la necesidad. ENÉADA: IV 4 (28) 33

Si quisiésemos recordar nuestros supuestos, éstos quedarían así: el mundo como un ser animado único, por lo cual ha de estar necesariamente en simpatía consigo mismo; el curso de su vida, si es conforme a la razón, ha de ser también armónico consigo mismo; por otra parte, nada en su vida quedará fiado al azar, sino que se encuadrará en una armonía y un orden únicos; sus esquemas se ajustarán asimismo a la razón, de tal modo que cada una de las partes que intervienen en la danza se interpreten numéricamente. Dos cosas hemos de poner aquí de acuerdo: la actividad misma del universo, con las figuras que se forman en él, y las partes que resultan de estas figuras, con todo lo que de ellas se deriva. De este modo podrá explicarse la vida del universo. Sus potencias contribuirán a ella, en la medida que deben su existencia a la acción de un agente racional. Estas figuras son como las razones, los intervalos, las disposiciones simétricas y las formas mismas, conforme a razón, del ser animado universal; los seres así separados y que componen estas figuras son como otros miembros del mismo animal. Pero éste, a su vez, cuenta con potencias independientes de su voluntad, aunque sean justamente partes suyas, puesto que lo que proviene de la voluntad queda fuera de estas partes y no contribuye ciertamente a la naturaleza del animal. La voluntad de un animal único tiene necesariamente que ser una; pero si ese animal tiene potencias múltiples, nada impedirá que cada una de ellas tienda a un fin distinto. Sin embargo, todas las voluntades contenidas en el animal universal se dirigirán siempre a una misma cosa, como fin exclusivo de la voluntad única del universo. Existirá el deseo de una parte hacia otra, porque alguna de ellas querrá apropiarse de la otra si de ésta tiene necesidad: así, la cólera hacia otro será motivada por la aflicción, en tanto el crecimiento se hará también a expensas de otro ser y la generación, por su parte, nos traerá siempre algo distinto. Pero el universo, que produce en los seres todas estas cosas, busca él mismo el Bien y, aún mejor, lo contempla. Eso mismo hace también la voluntad recta, situada sobre las pasiones, colaborando en tal sentido con la voluntad universal. De este modo, los que trabajan a sueldo de otro realizan muchas cosas ordenadas por sus dueños, pero, no obstante, el deseo del bien les conduce al mismo fin que a ellos. ENÉADA: IV 4 (28) 35

Este universo encierra la mayor variedad y se dan en él las más diversas e ilimitadas potencias. Si nos referimos al hombre, vemos que cada ojo tiene su poder e, igualmente, cada hueso el suyo: uno es el poder de los huesos del dedo, otro el de los del pie, y no hay ninguna parte que no tenga el suyo propio, diferente del de otra parte, aunque nosotros lo desconozcamos por no haberlo aprendido. Otro tanto ocurre, y aun con mayor razón, en el universo; con mayor razón, decimos, porque los poderes de que disfrutamos son huellas (de los poderes) del universo. Hay en éste, en efecto, una innumerable y maravillosa diversidad de potencias, y lo mismo acontece en los astros del cielo. Porque no es el universo como una casa sin alma, grande y amplísima, conformada con materiales fáciles de enumerar, como piedras y troncos de madera y, si se quiere, todavía algunos más. Conviene, por el contrario, que forme un mundo ordenado, algo así como un ser despierto en el que todo viva a su modo, y sin que nada pueda darse que no se dé a la vez en él. Así se resuelve la dificultad acerca de cómo puede haber algo sin alma en un ser verdaderamente animado. Porque la razón nos dice que todo vive a su modo en el universo, y nosotros afirmamos, por nuestra parte, que nada vive si no recibe del universo un movimiento que afecte a nuestros sentidos. Todo, sin embargo, tiene su vida, pero una vida que a veces se nos oculta. El ser, cuya vida nosotros percibimos, es un compuesto de otros seres cuya percepción se nos escapa, pero cuyos poderes maravillosos contribuyen a la vida del todo. El hombre, realmente, no podría ser movido de tal manera si su movimiento fuese el resultado de poderes sin alma. Y el universo, a su vez, no viviría como vive, si cada uno de los seres que hay en él no tuviese su vida propia, aun sin la presencia de la voluntad. Porque el universo mismo no necesita en modo alguno de la voluntad, como ser que precede a los seres de este género. Ello explica que muchos seres obedezcan a poderes de esta clase. ENÉADA: IV 4 (28) 36

Hemos de afirmar que, aun sin la razón, todo ser tiene un cierto poder, modelado y conformado como está en el universo, y participante además en el alma de éste, verdadero ser animado por el cual es contenido y del cual, a su vez, forma parte. Porque es evidente que nada hay en el universo que no sea parte de él, si bien unos seres disfrutan de más poder que otros y las cosas de la tierra, por ejemplo, son inferiores en potencia a las cosas del cielo, que disponen de una naturaleza más visible. En cuanto a la acción de las potencias no hemos de atribuirla a la voluntad de los seres de los que parece provenir - puede darse, en efecto, en seres carentes de voluntad - , ni a una reflexión sobre el don mismo de su poder, aun en el caso de que algo del alma provenga de esas potencias. Porque unos seres animados pueden proceder de otro sin que éste lo haya querido ni se vea disminuido por ello; e incluso sin que llegue a comprenderlo. Aun en el caso de que ese ser contase con voluntad, no sería ésta la que realmente actuase; con mayor razón, si se trata de un ser que no posee la voluntad y tampoco conciencia de sus actos. ENÉADA: IV 4 (28) 37

Todo lo que es provechoso a la vida o proporciona alguna utilidad debe ser considerado como una donación, que va precisamente de las partes mayores a las más pequeñas. Cuando se dice que (los astros) tienen una influencia perniciosa en la generación de los animales, es porque el sujeto no ha podido recibir el bien que le fue dado. Porque un ser animado no nace simplemente: nace para un fin y en un determinado lugar, y conviene que sufra la influencia adecuada a su naturaleza. Las mezclas, además hacen también mucho, dado que cada (astro) ofrece algo beneficioso para la vida. Aunque podría ocurrir, en algún caso, que lo que es naturalmente ventajoso, no lo fuese en la realidad, ya que el orden del universo no da siempre a los seres lo que cada uno de ellos quiere. Nosotros mismos añadimos muchas cosas a los dones que se nos otorgan. ENÉADA: IV 4 (28) 38

En consecuencia, los astros no tienen necesidad de memoria - con tal objeto hemos tratado de todas estas cuestiones - , ni de las sensaciones provenientes de los seres. No se da en ellos, como piensan algunos, una aquiesencia a nuestras súplicas, porque, con nuestras súplicas o sin ellas, siempre recibimos de los astros alguna influencia, como partes que ellos son, al igual que nosotros mismos, de un solo y único universo. En éste se ejercen, ciertamente, muchos poderes independientes de la voluntad, sean o no ayudados por el arte. Y es que se trata (como decimos) de un ser animado único, cuyas partes se favorecen o perjudican en razón a su naturaleza. El arte de los médicos y el de los magos tiende a que una parte ofrezca a la otra alguno de sus poderes privativos. El universo, a su vez, da también algo a sus partes, algo que es realmente de él - o que resulta de la atracción de una de estas partes y, por tanto, de su misma naturaleza; porque, en definitiva, nadie que dirija sus súplicas a lo alto puede sentirse ajeno al universo. ENÉADA: IV 4 (28) 42

En cuanto a los que admiten que la mirada emana de los ojos, no podrían concluir en absoluto que exista un cuerpo intermedio, de no sentir el temor de que el rayo visual no caiga. Pero es claro que se trata aquí de un rayo de luz, y la luz se propaga en línea recta. En cuanto a los que toman como causa una determinada resistencia, tienen verdadera necesidad de un medio. Los que se inclinan por las imágenes, afirmando que éstas atraviesan el vacío, inquieren la existencia de un espacio para que las imágenes no se vean detenidas. De modo que, como el obstáculo se reduce al mínimo cuando no existe un medio, no ponen en duda nuestra hipótesis. Y los que afirman, en fin, que la visión es un acto de simpatía, dirán realmente que se ve menos cuando existe un cierto medio, porque este medio impide, embaraza y hace más oscura la simpatía. Para el caso de que el medio fuese afín a los seres, el resultado que obtendríamos es que la simpatía pierde consistencia al ser paciente el medio mismo. Porque si un cuerpo denso se ve presa del fuego y quema realmente, sus partes profundas sufrirán menos que sus partes superficiales con la acción del fuego. Si, pues, las partes de un ser animado único simpatizan entre sí, ¿se sentirán menos afectadas de existir entre ellas un medio? Se sentirán, sin duda, menos afectadas, y la impresión que reciban estará atemperada a lo que quiera la naturaleza, ya que el medio impide que esa impresión sea excesiva, salvo, claro es, que la influencia dada sea tal que el medio no resulte afectado enteramente. ENÉADA: IV 5 (29) 2

Si existe, por tanto, una relación de simpatía entre las partes del ser animado único y si, a la vez, nosotros mismos compartimos esa simpatía, es porque, ciertamente, nos encontramos en un universo único y formamos también parte de él; de modo que, ¿cómo no admitir una continuidad cuando tenemos la sensación de un objeto lejano? Debe existir, en efecto, un medio continuo, porque el ser animado universal tiene que ser continuo. Pero este medio sólo debe ser afectado por accidente, ya que en otro caso todo debería ser afectado por todo. Ahora bien, si una cosa concreta es afectada por otra cosa, también muy concreta, no es de todo punto necesario que exista el medio. Habrá que preguntarse por qué se habla de un medio necesario para la visión. Pues parece claro que lo que atraviesa el aire no lo hace siempre sufrir, sino que se limita a dividirlo. Cuando una piedra cae, por ejemplo, ¿qué otra cosa ocurre al aire sino que no le opone resistencia? No es lógico atribuir la caída de la piedra, completamente natural, a la reacción del aire que tiende a reemplazarla, ya que de la misma manera explicaríamos el movimiento ascendente del fuego, lo cual es absurdo. Porque la procedencia del fuego sobre la fuerza que ejerce el aire se justifica por la rapidez de su movimiento y si se dice que la velocidad de su empuje aumenta con la velocidad del movimiento, entonces el movimiento del fuego se produciría accidentalmente y no habría razón para que se dirigiese a lo alto. Por otra parte, los árboles crecen hacia arriba sin recibir ningún impulso, y nosotros mismos al movernos cortamos el aire, pero no por eso nos detiene su empuje, que se limita únicamente a llenar los vacíos sucesivos que hemos dejado. Por tanto, si el aire resulta dividido por cuerpos en movimiento sin ser afectado por ello, ¿qué impide admitir que las formas visuales pasen a través de él sin que siquiera le dividan? Si es cierto que esas formas no le atraviesan como lo hace la corriente de un río, ¿por qué necesariamente tiene que ser afectado, y nosotros por su intermedio luego de la impresión recibida por él? Si la sensación viniese precedida de una modificación del aire, nosotros no veríamos el objeto al dirigir a él nuestra mirada, sino que sentiríamos tan sólo el aire que se halla a nuestro alcance, como ocurre en la sensación de calor; porque aquí no experimentamos realmente el fuego lejano, sino el aire caliente que está próximo a nosotros. La sensación de que ahora hablamos se produce por contacto, pero no así la que tiene lugar por la vista. De ahí que un objeto no se haga visible colocándolo sobre los ojos, sino que es necesario iluminar el medio, porque el aire, por sí mismo, es oscuro. Si no fuese oscuro, tal vez no habría necesidad de iluminarlo, pero la oscuridad constituye un obstáculo para la visión y debe ser dominada por la luz. No vemos en realidad un objeto muy próximo a nuestros ojos porque trae consigo la sombra del aire y la suya propia. ENÉADA: IV 5 (29) 2

Una prueba decisiva de que la forma de los objetos no es transmitida a la vista por intermedio del aire, afectado gradualmente, nos la da el hecho de que, por la noche y en la oscuridad, vemos el fuego, los astros y las formas de éstos. No podrá decirse, verdaderamente, que las formas originadas por ellos han entrado en contacto con nosotros a través de la oscuridad, porque en este caso no habría oscuridad, al iluminar el fuego sus formas. Por otra parte, aun en la más profunda oscuridad, ya ocultos los astros y sin que provenga de ellos luz alguna, vemos el fuego de los faros y el de las torres que se muestran en las naves. Si se afirmase que este fuego atraviesa el aire, contrariamente a lo que testimonian nuestros sentidos, sería entonces necesario que tuviésemos la visión de una forma oscura en el aire, pero no la del fuego mismo, que es lo que claramente se percibe. Si vemos, por tanto, lo que está más allá de un medio oscuro, veremos todavía mejor cuando no se da este medio. Y si se objetase a esto que no hay realmente visión cuando no hay un medio, tendríamos que contestar que no es esencial aquí la falta de un medio, sino en mayor grado que se haga desaparecer la simpatía del animal universal consigo mismo y la que existe entre todas sus partes, que habrán de constituir una unidad. Pues parece que la sensación existe, porque este animal - esto es, el todo - simpatiza consigo mismo. De otro modo, ¿cómo un objeto podría sufrir la influencia de otro, y sobre todo de un objeto alejado? Tendríamos que examinar también, para el caso de que existiese otro mundo y otro ser animado no tributario del nuestro, si un ojo, situado en la convexidad del cielo, podría contemplarlo a una distancia conveniente, o bien si ese mundo no existiría para él . Pero dejemos la cuestión para más adelante. ENÉADA: IV 5 (29) 3

Dejaremos para más adelante el examen de la primera cuestión, esto es, si puede existir la luz sin el aire. Pasaremos, por tanto, a la segunda. Si suponemos antes de nada que la luz contigua al ojo es algo animado, algo por lo que circula y se extiende el alma, como quiera que se da en el interior del ojo, no hay ya necesidad, en cuanto a la percepción visual, de una luz intermedia, sino que la vista se hace semejante al tacto, y la misma facultad de ver, amparada en la luz exterior, percibe real y verdaderamente sin que el medio resulte afectado. Y así pasa al objeto el movimiento de la visión. ENÉADA: IV 5 (29) 4

Digamos, en fin, que si el aire produce el sonido al golpear un cuerpo, no lo produce realmente como tal aire. Porque, para producir un sonido, el aire debería mantenerse estable como un cuerpo sólido, permaneciendo también como algo sólido antes de difundirse. Basta, por consiguiente, con el choque de dos cuerpos, pues la misma conmoción que esto produce hiere nuestros sentidos y origina el sonido. Lo prueban igualmente los sonidos que se producen en el interior de los animales, que no son debidos al aire, sino que son originados por el choque mutuo de unas partes con otras. Así, por ejemplo, cuando se pliegan las articulaciones, los huesos frotan unos con otros y se les oye rechinar sin que medie entre ellos el aire. Estas son las dificultades relativas al oído, semejantes a las que conciernen a la vista. Al igual que se decía entonces, la impresión del oído supone también una cierta simpatía en el ser animado. ENÉADA: IV 5 (29) 5

Si existiese un ojo exterior al cielo y que mirase desde él sin obstáculo alguno que se lo impidiese, ¿podría contemplar todo aquello que no simpatiza consigo, siendo así que la simpatía se justifica por la misma naturaleza del animal universal? Si la simpatía descansa en el hecho de que quienes sienten y lo que ellos sienten pertenecen a un ser animado único, no podrá haber sensación si el cuerpo no forma parte de este universo, parte exterior ciertamente. En este caso sería, tal vez, algo sentido. Pero si, no siendo una parte de él, se aparece como un cuerpo coloreado y dotado de otras cualidades, esto es, como un cuerpo igual a los de aquí, ¿sería también algo sentido? Esto no es posible, desde luego, si nuestra hipótesis es correcta. Salvo que se intente destruir la hipótesis con esta misma consecuencia, aduciendo para ello que es absurdo admitir que un ojo no alcanza a ver el color que se le presenta, cosa que se extiende también a los demás sentidos en relación con las cosas sensibles a ellos presentes. Pero entonces preguntaríamos: ¿de dónde proviene este absurdo? Porque actuamos y sufrimos en este mundo como integrantes y participantes de un universo único. Tratemos de encontrar, pues, otras razones y quedará esto demostrado si las pruebas son suficientes, porque, de otro modo, habrá que acudir a nuevas pruebas. ENÉADA: IV 5 (29) 8

Lo que sin duda resulta evidente es que todo animal simpatiza consigo mismo. Basta para ello que sea realmente un animal, en el que sus partes tendrán que simpatizar entre sí como partes que son de un animal único. Pero podría argumentarse también con la semejanza de las partes, con lo cual la percepción y la sensación tendrían lugar en el animal por su semejanza con lo que percibe, ya que el órgano ha de guardar semejanza con el objeto percibido. La sensación, en este caso, sería una percepción por medio de órganos semejantes a las cosas percibidas. Y, entonces, si el ser animado se da cuenta de los objetos, no porque estén en él, sino por la semejanza que mantienen con las cosas que hay en él, este ser percibirá como tal ser animado que es; pero, a su vez, las cosas percibidas tendrán este carácter, no porque estén en el animal, sino por ser semejantes a las cosas que hay en él. Mas, las cosas percibidas por nosotros no son semejantes a nuestros órganos sino en la medida en que el alma del universo las ha hecho semejantes, por razón de su misma conveniencia. De modo que, si admitimos un alma completamente diferente, que actuase en una región distinta a la nuestra, las cosas semejantes a las de aquí que se supone creadas por ella no serán nada para nuestra alma. Este absurdo descubre como causa verdadera la contradicción que se encierra en la hipótesis. Porque se habla aquí de algo que es y no es un alma. Y se dice de las mismas cosas que son y no son del mismo género, y a la vez semejantes y desemejantes. De modo que dicha hipótesis no merece tal nombre por las contradicciones que en sí misma encierra. Pues da por supuesto que existe un alma en esa región distinta y llega a la consecuencia de que el universo es y no es un todo, que es algo diferente y no diferente, que la nada no es realmente la nada y que ese mismo universo de que hablamos está y no está concluido. Habrá por tanto que prescindir de esta hipótesis y no tratar de buscar sus implicaciones, puesto que esta claro que la hipótesis se destruye a sí misma. ENÉADA: IV 5 (29) 8

Consideremos ahora cómo se habla del alma en el sentido de una entelequia. Pues se dice, que el alma ocupa en el ser compuesto el lugar de la forma con relación a la materia, que constituye el cuerpo animado; pero no es, verdaderamente, forma de cualquier clase de cuerpo, ni del cuerpo como tal, sino de un cuerpo natural y organizado, que posee la vida en potencia . Si, pues, se la hace semejante a aquello con lo que se la compara, vendrá a ser como la forma de una estatua con relación al bronce. Se dividirá, por tanto, según se divida el cuerpo, de tal modo que si se separa una parte del cuerpo, quedará separada con ella una parte del alma. No podrá darse, así, la huída del alma en los sueños, ya que si se trata de una entelequia ha de adherirse al ser del que ella misma es entelequia, con lo cual ni siquiera existirá el sueño. ENÉADA: IV 7 (2) 8

Pero existe otra naturaleza que, por sí misma, posee el ser y constituye el ser verdadero, que ni nace ni perece. Pues si pereciese, todas las cosas desaparecerían con ella y, finalmente, ya no podrían renacer. Porque es ese ser el que les procura su conservación, y no sólo a ellas sino también a este mundo, conservado y ordenado por un alma. Como principio del movimiento, que lo proporciona a las demás cosas, ha de moverse por sí misma. Y, si da la vida al cuerpo animado, la tendrá también por sí misma y no podrá perderla nunca, aunque (como decimos) la posea por sí misma. Pues no todos los seres vivos tienen una vida que les venga de fuera, ya que en ese caso prolongaríamos la serie hasta el infinito. Se hace necesaria, por tanto, una cierta naturaleza primera dotada de vida, que sea a la vez imperecedera y eterna, como tal principio de vida que es para todas las demás cosas. De ahí que debamos concederle todo elemento divino y bienaventurado que obtenga la vida y el ser de sí mismo, esto es, que sea el primer ser y el primer viviente, incapaz de cambio en su esencia y de todo posible nacimiento o destrucción. Porque, ¿de dónde iba a nacer y en qué iba a consumirse? Si queremos mostrar verdaderamente este atributo del ser, no hemos de concebirlo unas veces como ser y otras como no-ser, al igual que lo blanco, si es en sí mismo un color, no puede ser unas veces blanco y otras no-blanco. Si lo blanco fuese el ser, además de la cualidad de blanco tendría siempre la de constituir un ser. Pero sólo tiene la cualidad de blanco, siendo así que lo que posee el ser por sí mismo y de manera primitiva habrá de ser siempre un ser. Este ser, que es por tanto primitivo y eterno, no podrá estar muerto, como la piedra o el leño, sino que vivirá y gozará de una vida pura, en tanto subsista solo y por sí mismo. Si se mezcla a algo inferior, encuentra un obstáculo para lo mejor, pero no por ello ve destruida su naturaleza, ya que puede recobrar su antigua condición y remontar así hacia aquélla. ENÉADA: IV 7 (2) 9

El poder y la naturaleza del alma se harán todavía más claros y más evidentes si la imaginamos envolviendo y conduciendo el cielo a medida de su voluntad. Porque se entrega a él en toda su extensión, y todos sus intervalos, grandes y pequeños, se ven animados por ella. Tratándose de cuerpos, éstos no podrán encontrarse juntos, y uno ha de estar aquí y otro ha de estar allá, pero siempre separados entre sí por más que se hallen en lugares contrarios. Con el alma, en cambio, no acontece lo mismo, porque el alma, se divide para animar con cada una de sus partes cada del cuerpo, sino que, a la inversa, todas las partes obtienen su vida por la totalidad del alma, la cual se encuentra presente dondequiera que sea, en semejanza, por su unidad y su omnipresencia, con el padre que le dio el ser. El cielo, que es múltiple y cuenta con diversas partes, adquiere unidad por el poder de esta alma, que hace que este mundo se convierta en un dios. Y otro tanto ocurre con el sol, en su condición de ser animado, e igualmente con los demás astros, e incluso con nosotros, si somos partícipes algo divino: "porque los cadáveres deben ser más rechazados que la basura misma". No obstante, la causa por la que los dioses son realmente dioses es necesariamente anterior a ellos. Y nuestra alma se ofrece semejante al alma de los dioses hasta el punto de que, cuando se la considera en estado de pureza y sin el añadido que ella recibe, se la estima de igual valor que el alma del mundo y de mucho más valor que todos los seres corpóreos. Porque todos ellos son terrestres, ya que si fuesen fuego, ¿qué es lo que podría inflamarlos? Lo mismo diríamos de los compuestos de estos dos elementos, aún en el caso de añadirles el agua y el aire. Siendo así que lo que perseguimos es el ser animado, ¿por qué olvidamos de nosotros mismos y buscar un ser que no somos nosotros? Sí amas el alma que se da en otro, ámate con mayor razón a ti mismo. ENÉADA: V 1 (10) 5

¿Qué son, entonces, en esa Inteligencia una, las cosas que nosotros separamos al pensarlas? Conviene que las presentemos inmóviles, como si contemplásemos en la unidad de una ciencia todo lo que esta ciencia contiene. Este mundo visible es un ser animado que contiene en sí mismo todos los seres animados, pero que obtiene su ser y todo lo que él es de otro mundo que, a su vez, hay que referir a la Inteligencia. Es necesario, pues, que la Inteligencia contenga en sí misma el modelo del mundo y que sea ella también un mundo inteligible, ese mundo al que llama Platón en el Timeo el Animal en sí. Porque, una vez dada una razón seminal animada y la materia que recibe esta razón, necesariamente se producirá un ser animado. Y, del mismo modo, una vez dada la naturaleza intelectual que contiene en sí todas las potencias, si nada lo impide y ningún ser se interpone entre ella y el ser que puede recibirla, necesariamente ese ser quedará ordenado y la naturaleza actuará de ordenadora. Verdaderamente nuestro mundo ordenado contiene las formas ya divididas, esto es, en un lugar un hombre y en otro el sol; allí, en cambio, lo que está en la unidad es todo. ENÉADA: V 9 (5) 5