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Obras: buena voluntad

sexta-feira 2 de fevereiro de 2024

  

Nadie deberá sorprenderse tampoco de que nos extendamos frecuentemente sobre los errores y las confusiones que son cometidos más o menos comúnmente al respecto de la iniciación, ya que, además de la utilidad evidente que hay en disiparlos, es precisamente al constatarlos como hemos sido llevados, en muchos casos, a ver la necesidad de tratar más particularmente tal o cual punto determinado, que sin eso habría podido parecernos claro o al menos no tener necesidad de tantas explicaciones. Lo que es bastante digno de precisión, es que algunos de estos errores no son cometidos sólo por profanos o pseudoiniciados, lo que, en suma, no tendría nada de extraordinario, sino también por miembros de organizaciones auténticamente iniciáticas, y entre los cuales los hay incluso que son considerados como «luminarias» en su medio, lo que es quizás una de las pruebas más contundentes de ese estado actual de degeneración al que hacíamos alusión hace un momento. A este propósito, pensamos poder expresar, sin correr demasiado riesgo de que sea mal interpretado, el deseo de que, entre los representantes de estas organizaciones, se encuentren al menos algunos a quienes las consideraciones que exponemos contribuyan a restituir la consciencia de lo que es verdaderamente la iniciación; por lo demás, a este respecto, no mantenemos esperanzas exageradas, como tampoco para todo lo que concierne más generalmente a las posibilidades de restauración que occidente puede llevar todavía en sí mismo. Sin embargo, hay ciertamente a quienes el conocimiento real les hace más falta que la buena voluntad; pero esta buena voluntad no basta, y toda la cuestión sería saber hasta dónde es susceptible de extenderse su horizonte intelectual, y también si están bien cualificados para pasar de la iniciación virtual a la iniciación efectiva; en todo caso, en cuanto a nós, no podemos hacer nada más que proporcionar algunos datos de los que se aprovecharán quizás aquellos que sean capaces y que estén dispuestos a sacar partido de ellos en la medida en que las circunstancias se lo permitan. Ciertamente, esos no serán nunca muy numerosos, pero, como ya hemos tenido que decirlo frecuentemente, no es el número lo que importa en las cosas de este orden, provisto no obstante, en ese caso especial, que sea al menos, para comenzar, el que requiere la constitución de las organizaciones iniciáticas; hasta aquí, las pocas experiencias que se han intentado, en un sentido más o menos próximo del que aquí se trata, a nuestro conocimiento, no han podido ser impulsadas, por razones diversas, lo suficientemente lejos como para que sea posible juzgar los resultados que hubieran podido ser obtenidos si las circunstancias hubieran sido más favorables. 192 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN PREFACIO

Después, es menester tener en cuenta, como un obstáculo que está lejos de ser despreciable, esa suerte de infatuación que es causada frecuentemente por un pretendido saber, y que, inclusive, en muchas gentes, está tanto más acentuada cuanto más elemental, más inferior y más incompleto es ese saber; por lo demás, incluso sin salir de las contingencias de la «vida ordinaria», los desmanes de la instrucción primaria a este respecto son fácilmente reconocidos por todos aquellos a quienes no ciegan algunas ideas preconcebidas. Es evidente que, de dos ignorantes, el que se da cuenta de que no sabe nada está en una disposición mucho más favorable para la adquisición del conocimiento que el que cree saber algo; las posibilidades intelectuales del primero están intactas, se podría decir, mientras que las del segundo están como «inhibidas» y ya no pueden desarrollarse libremente. Por lo demás, aún admitiendo una buena voluntad igual en los dos individuos considerados, por eso no se evitaría, en todo caso, que uno de ellos tuviera que deshacerse primeramente de las ideas falsas de las que su mente está atestada, mientras que el otro estaría al menos dispensado de este trabajo preliminar y negativo, que representa uno de los sentidos de lo que la iniciación masónica designa simbólicamente como el «despojamiento de los metales». 805 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN CONOCIMIENTO INICIÁTICO Y «CULTURA» PROFANA

Estas pocas reflexiones nos parecen suficientes para caracterizar el estado social del mundo contemporáneo, y para mostrar al mismo tiempo que, en este dominio tanto como en todos los demás, no puede haber más que un solo medio de salir del caos: la restauración de la intelectualidad y, por consiguiente, la reconstitución de una élite, que, actualmente, debe considerarse como inexistente en Occidente, ya que no se puede dar este nombre a algunos elementos aislados y sin cohesión, que no representan en cierto modo más que posibilidades no desarrolladas. En efecto, estos elementos no tienen en general más que tendencias o aspiraciones, que les llevan sin duda a reaccionar contra el espíritu moderno, pero sin que su influencia pueda ejercerse de una manera efectiva; lo que les falta, es el verdadero conocimiento, son los datos tradicionales que no se improvisan, y a los cuales una inteligencia librada a sí misma, sobre todo en circunstancias tan desfavorables a todos los respectos, no puede suplir sino muy imperfectamente y en una medida muy débil. Así pues, no hay más que esfuerzos dispersos y que frecuentemente se extravían, a falta de principios y de dirección doctrinal: se podría decir que el mundo moderno se defiende por su propia dispersión, a la que sus adversarios mismos no llegan a sustraerse. Ello será así mientras éstos se queden sobre el terreno «profano», donde el espíritu moderno tiene una ventaja evidente, puesto que es ese su dominio propio y exclusivo; y, por lo demás, si se quedan ahí, es porque este espíritu tiene todavía sobre ellos, a pesar de todo, una fortísima presa. Por eso es por lo que tantas gentes, animadas no obstante de una buena voluntad incontestable, son incapaces de comprender que es menester necesariamente comenzar por los principios, y se obstinan en malgastar sus fuerzas en tal o cual dominio relativo, social u otro, donde en estas condiciones, no puede llevarse a cabo nada real ni duradero. La élite verdadera, al contrario, no tendría que intervenir directamente en esos dominios ni mezclarse con la acción exterior; dirigiría todo por una influencia inasequible al vulgo, y tanto más profunda cuanto menos aparente fuera. Si se piensa en el poder de las sugestiones de las que hablábamos más atrás, y que sin embargo no suponen ninguna intelectualidad verdadera, se puede sospechar lo que sería, con mayor razón, el poder de una influencia como esa, ejerciéndose de una manera todavía más oculta en razón de su naturaleza misma, y tomando su fuente en la intelectualidad pura, poder que, por lo demás, en lugar de ser disminuido por la división inherente a la multiplicidad y por la debilidad que conlleva todo lo que es mentira o ilusión, sería al contrario intensificado por la concentración en la unidad principial y se identificaría a la fuerza misma de la verdad. 1187 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO VI

Así pues, no se trataba para él de seguir a los autores en cuestión ni de adoptar sus prejuicios sino antes al contrario de combatirlos, de lo cual no podemos sino felicitarle. Solamente que ha querido combatirles sobre su propio terreno y de alguna manera con sus propias armas, y es por eso que se ha hecho, por decirlo así el crítico de los críticos mismos. En efecto también él se sitúa bajo el punto de vista de la pura y simple erudición; pero aunque lo haya hecho voluntariamente, uno puede preguntarse hasta qué punto esta actitud ha sido verdaderamente hábil y ventajosa. M. Vulliaud   se rehusa a ser Kabbalista; y se rehusa con una insistencia que nos ha sorprendido y que no comprendemos muy bien. ¿Sería pues de los del número que se hacen una gloria de ser «profanos» y que hasta ahora no los habíamos encontrado sobre todo más que en los medios «oficiales», y, frente a los cuales M. Vulliaud mismo ha dado pruebas de una justa severidad? Llega inclusive hasta calificarse de «simple aficionado»; en eso queremos creer que se calumnia él mismo. ¿No se priva así de una buena parte de esa autoridad que le sería necesaria frente a autores de los cuales discute las aserciones? Por lo demás, esa toma de partido de considerar una doctrina desde el punto de vista «profano», es decir, «desde el exterior», nos parece excluir toda posibilidad de una comprensión profunda. Y además, inclusive si esta actitud no es sino afectada, por ello no será menos deplorable dado que, aunque habiendo alcanzado por su propia cuenta la dicha comprensión, se obligará así a no hacer nada de la misma y el interés de la parte doctrinal se encontrará por ello fuertemente diminuido. En cuanto a la parte crítica, el autor hará antes figura de polémica que de juicio cualificado, lo que constituirá para él una evidente inferioridad. Por otra parte, dos propósitos para una sola obra, es probablemente demasiado, y, en el caso de M. Vulliaud, es bien lamentable que el segundo de esos propósitos, tales cuales son señalados más atrás, le haga muy frecuentemente olvidar el primero, que era empero y con mucho el más importante. Las discusiones y las críticas, en efecto, se siguen de un cabo al otro de su libro e inclusive en los capítulos cuyo título anunciaría antes un sujeto de orden puramente doctrinal; se saca de su trabajo una cierta impresión de desorden y de confusión. Por otra parte, entre las críticas que hace M. Vulliaud, si las hay que están perfectamente justificadas, por ejemplo las concernientes a Renan y a Frank, y también a algunos ocultistas, y que son las más numerosas, otras hay que son más contestables; así, en particular, las que conciernen a Fabre d’Olivet  , frente por frente de quien M. Vulliaud parece hacerse eco de ciertos odios rabínicos (a menos que no haya heredado del odio de Napoleón mismo para el autor de La Lengua hebraica restituida, pero esta segunda hipótesis es mucho más verosímil). De todas las maneras e inclusive si se trata de las críticas más legítimas, de las que pueden útilmente contribuir a destruir reputaciones usurpadas, ¿no habría sido posible decir las cosas más brevemente, y sobre todo más seriamente y en un tono menos agresivo? La obra hubiera ciertamente ganado con ello, primero porque no habría tenido la apariencia de una obra de polémica, aspecto que presenta muy frecuentemente y que gentes malintencionadas podrían fácilmente utilizar contra el autor y, lo que es más grave, lo esencial habría sido menos sacrificado a consideraciones, que, en suma, no son sino accesorias y de un interés bastante relativo. Hoy todavía otros defectos deplorables: Las imperfecciones de la forma son a veces molestas; no queremos hablar solamente de los errores de impresión, que son en extremo numerosos y cuyas erratas no rectifican sino una ínfima parte, sino de las muy frecuentes incorrecciones que es difícil, inclusive con una fuerte dosis de buena voluntad, poner sobre la cuenta de los tipógrafos. Hay así diferentes lapsus que vienen mal verdaderamente a propósito. Hemos relevado un cierto número de ellos, y éstos, cosa curiosa, se encuentran sobre todo en el segundo volumen, como si éste hubiera sido escrito más apresuradamente. Así, por ejemplo, Frank no ha sido «profesor de filosofía en el Colegio Stanislas» (p. 241), sino en el Colegio de Francia, lo que es muy diferente. Así M. Vulliaud escribe Capelle, y a veces igualmente Capele, hebraizando Lois Cappel, de quien podemos restablecer el nombre exacto con tanta más seguridad cuanto que al escribir este artículo, tenemos a la vista su propia firma. ¿No habría pues M. Vulliaud visto este nombre más que bajo una forma latinizada? Todo esto no es gran cosa, pero, por el contrario, en la página 26, es cuestión de un nombre divino de 26 letras, y se encuentra después que ese mismo nombre tiene 42; este pasaje es verdaderamente incomprensible, y nos preguntamos si no hay ahí alguna omisión. Indicaremos todavía otra negligencia del mismo orden pero que es tanto más grave cuanto que es causa de una verdadera injusticia: Criticando a un redactor de la Enciclopedia británica, M. Vulliaud termina con esta frase: «Nadie podía esperarse una sólida lógica del lado de un autor que en el mismo artículo estima que se han subestimado en demasía las doctrinas Kabbalísticas (absurdly overestimated) y que al mismo tiempo el Zohar   es un farrago of absurdity» (t. II, p. 418). Los términos ingleses han sido citados por M. Vulliaud mismo; ahora bien, over-estimated no quiere decir, «subestimado» (que sería under-estimated), sino antes al contrario «sobre-estimado», que es precisamente lo opuesto, y así, cualesquiera que sean por lo demás los errores contenido en el artículo del autor en cuestión, la contradicción que se le reprocha no se encuentra ahí en realidad de ninguna manera. Con seguridad que estas cosas no son más que detalles, pero cuando uno se muestra tan severo hacia los demás y siempre está presto a cogerles en falta, ¿no debería esforzarse en ser irreprochable? En la transcripción de los términos hebraicos, hay una falta de uniformidad que es verdaderamente disgustante; sabemos bien que ninguna transcripción puede ser perfectamente exacta, pero al menos cuando se ha adoptado una de ellas, cualquiera que sea, sería preferible atenerse a la misma de una manera constante. Además hay términos que parecen haber sido traducidos mucho más apresuradamente, y para los cuales no habría sido difícil encontrar una interpretación satisfactoria; daremos de inmediato un ejemplo de ello bastante preciso. En la página 49 del tomo II está representada una imagen de terafim sobre la cual hay inscrito, entre otros, el término luz; M. Vulliaud ha reproducido los diferentes sentidos del verbo luz dados por Buxtorf haciendo seguir a cada uno de ellos un signo de interrogación pareciéndole de tal modo poco aplicables, pero no ha pensado que existía igualmente un sustantivo luz, el cual significa ordinariamente «almendra» o «núcleo» (y también «almendro», porque designa al mismo tiempo al árbol y a su fruto). Ahora, este mismo sustantivo es, en la lengua rabínica, el nombre de una pequeña parte corporal indestructible a la cual el alma permanecería ligada después de la muerte (y es curioso notar que esta tradición hebraica ha inspirado muy probablemente algunas teorías de Leibnitz); este último sentido es ciertamente el más plausible y está, por otra parte, confirmado para nos, por el lugar mismo que el término luz ocupa sobre la figura. 2539 Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos «LA KABBALA   JUDÍA»

Para terminar este examen del libro de M. Vulliaud, formularemos todavía algunas observaciones al respecto de una cuestión que merece particularmente la atención, y que tiene una cierta relación con las consideraciones que ya hemos tenido la ocasión de exponer, especialmente en nuestro estudio sobre El Rey del Mundo; queremos hablar de la cuestión que concierne a la Shekinah y Metatron. En su sentido más general, la Shekinah es la «presencia real» de la Divinidad; la primera cosa que debemos hacer destacar es que los pasajes de la Escritura en los que es hecha especialmente mención de la misma son sobre todo aquellos en que es cuestión la institución de un centro espiritual: la construcción del Tabernáculo, la edificación de los Templos de Salomón y Zorobabel. Un tal centro, constituido en condiciones regularmente definidas, debía ser, en efecto, el lugar de la manifestación divina, siempre representada como una «luz»; y, aunque M. Vulliaud niega toda relación entre la Kabbala y la Masonería (aún reconociendo empero que el símbolo del «Gran Arquitecto» es una metáfora habitual en los rabinos), la expresión de «lugar muy iluminado y muy regular», que esta última ha conservado, bien parece ser un recuerdo de la antigua ciencia sacerdotal que presidía en la construcción de los templos, y que por lo demás no era particular a los judíos. Es inútil que abordemos aquí la teoría de las «influencias espirituales» (preferimos esta expresión a la de «bendiciones» para traducir el hebreo berakoth, tanto más cuanto que éste es el sentido que ha conservado muy nítidamente en árabe el término Barakah); pero incluso considerando las cosas bajo este solo punto de vista, sería posible explicar la palabra de Elías Levita que M. Vulliaud narra: «Los Maestros de la Kabbala tienen a este sujeto grandes secretos». Ahora la cuestión es tanto mas compleja cuanto que la Shekinah se presenta bajo aspectos múltiples; tiene dos aspectos principales: Interior uno y exterior el otro (t. I, p. 495); pero aquí, M. Vulliaud habría podido explicarse un poco más claramente de lo que lo ha hecho, tanto más cuanto que a despecho de su intención de no tratar más que de la «Kabbala judía», ha señalado precisamente «las relaciones entre las teologías judía y cristiana a propósito de la Shekinah» (p. 493). Ahora bien, justamente, hay en la Tradición cristiana, una frase que designa con el máximo de claridad los dos aspectos de que habla: Gloria in excelsis Deo, et in terra Pax hominibus bonae voluntatis. Los términos Gloria y Pax se refieren respectivamente al aspecto interno, en relación al Principio, y al aspecto exterior, en relación al mundo manifestado; y si se consideran estos dos términos de esta manera, uno puede comprender de inmediato por qué son pronunciados por los Ángeles (Malakim) para anunciar el nacimiento del «Dios con nosotros» o «en nosotros» (Emmanuel). También sería posible, para el primer aspecto, recordar la teoría de los teólogos sobre la «Luz de la gloria» en la cual y por la cual, se cumple la visión beatífica (in excelsis); y para el segundo aspecto diremos todavía que la «Paz» en su sentido esotérico, es indicada por todas partes como el atributo espiritual fundamental de los centros espirituales establecidos en este mundo (terra). Por otra parte el término árabe Sakinah, que es de toda evidencia idéntico al término hebreo, se traduce por «Gran Paz», la cual es el equivalente exacto de la Pax Profunda de los Rosa Cruz, y de esta manera, sería sin duda posible explicar lo que estos entendían por el «Templo del Espíritu Santo». Podríase de la misma manera interpretar de un modo preciso un cierto número de texto evangélicos, tanto más cuanto que «la Tradición secreta concerniente a la Shekinah tendría alguna relación con la luz del Mesías» (p. 503). ¿Es pues sin intención que M. Vulliaud, al dar esta última indicación, dice que se trata de la Tradición «reservada a los que prosiguen el camino que conduce al Pardes», es decir, como lo hemos explicado en otra parte, al Centro espiritual supremo? Esto nos lleva todavía a otra observación; un poco más adelante es cuestión de un «misterio relativo al jubileo» (p. 506), el cual se vincula en un cierto sentido a la idea de «Paz» y a este propósito se cita este texto del Zohar (III, 586): «El río que sale del Edén lleva el nombre de Jobel, como del de Jeremías (XVII, 8): El extenderá sus raíces hacia el río, de donde resulta que la idea central del Jubileo es el retorno de todas las cosas a su estado primitivo». Está claro que se trata aquí del retorno al «estado primordial» considerado por todas las tradiciones y del cual hemos debido ocuparnos en nuestro estudio sobre Dante  ; y, cuando se añade que «el retorno de todas las cosa a su primer estado anunciará la era mesiánica» (p. 507), los que hayan leído este estudio podrán acordarse de lo que hemos dicho allí al respecto de las relaciones entre el «Paraíso terrestre» y la «Jerusalem celeste». Por otra parte de lo que se trata aquí, por todas partes y siempre, en las fases diversas de la manifestación cíclica, es del Pardes, el centro de este mundo, que el simbolismo Tradicional de todos los pueblos compara al corazón, dentro del ser y «residencia divina» (Brahma-pura en la doctrina hindú), como el Tabernáculo que es su imagen y que, por esta razón, es denominado en hebreo mishkam o «habitáculo de Dios» (p. 493), término que tiene la misma raíz que el término Shekinah. Bajo otro punto de vista, la Shekinah es la síntesis de los Sephiroth; ahora bien, en el árbol sephirótico, la «columna de la derecha» es el lado de la Misericordia, y la «columna de la izquierda» es el lado del Rigor; debemos pues reencontrar esos dos aspectos también en la Shekinah. En efecto «si el hombre peca y se aleja de la Shekinah, cae bajo el poder de las potencias (Sârim) que dependen del Rigor» (p. 507), y entonces la Shekinah es llamada «mano de Rigor», lo que recuerda de inmediato el símbolo bien conocido de la «mano de justicia». Pero, al contrario, si el hombre se aproxima a la Shekinah, se libera, y la Shekinah es «la mano derecha» de Dios, es decir, que la «mano de justicia» deviene entonces la «mano bendiciente». Son los misterios de la «Casa de justicia» (Beith-Din) que es todavía otra designación del Centro espiritual supremo; apenas hay necesidad de hacer observar que los dos lados que hemos considerado son los mismos en los que se reparten los elegidos y los condenados en las representaciones cristianas del «Juicio final». Podríase igualmente establecer una aproximación con las dos vías que los Pitagóricos representaban por la letra Y, y que bajo una forma exotérica estaban simbolizadas por el mito de Hércules entre la Virtud y el Vicio; con las dos puertas celeste e infernal, que, entre los latinos, estaban asociadas al simbolismo de Janus; con las dos fases cíclicas ascendente y descendente que, entre los hindúes, se vinculaban semejantemente al simbolismo de Ganesha. En fin, es fácil comprender así lo que significan verdaderamente expresiones como las de «intención recta» y de «buena voluntad» (Pax hominibus bonae voluntatis), y los que conocen los numerosos símbolos a los cuales hemos hecho aquí alusión, verán que no carece de razón que la fiesta de Navidad coincida con el solsticio de invierno), cuando uno tiene cuidado de dar de lado con todas las interpretaciones exteriores, filosóficas y morales, que les han sido dadas desde los estoicos hasta Kant  . 2546 Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos «LA KABBALA JUDÍA»

Así, entre las manifestaciones del pensamiento occidental, unas son simplemente ridículas a los ojos de los orientales, y son todas aquellas que tienen un carácter especialmente moderno; otras son respetables, pero no son apropiadas más que a Occidente exclusivamente, aunque los occidentales de hoy día tengan una tendencia a despreciarlas o a rechazarlas, sin duda porque representan aún algo demasiado elevado para ellos. Por consiguiente, desde cualquier lado que se quiera considerar la cuestión, es completamente imposible que se opere un acercamiento en detrimento de la mentalidad oriental; como ya lo hemos dicho, es Occidente quien debe acercarse a Oriente; pero, para que se acerque efectivamente a Oriente, la buena voluntad misma no sería suficiente, y lo que sería menester sobre todo, es la comprehensión. Ahora bien, hasta aquí, los occidentales que se han esforzado en comprender a Oriente, con más o menos seriedad y sinceridad, no han llegado por lo general más que a los resultados más lamentables, porque han aportado a sus estudios todos los prejuicios de los que su espíritu estaba atestado, tanto más cuanto que eran «especialistas», que habían adquirido previamente algunos hábitos mentales de los que les era imposible deshacerse. Ciertamente, entre los europeos que han vivido en contacto directo con los orientales, hay algunos que han podido comprender y asimilarse algunas cosas, justamente porque, al no ser especialistas, estaban más libres de ideas preconcebidas; pero, por lo general, éstos no han escrito; lo que han aprendido, lo han guardado para ellos, y por lo demás, si les ha ocurrido que han hablado de ello a otros occidentales, la incomprehensión de la que éstos han hecho prueba en semejante caso ha bastado para desanimarles y para llevarles a observar la misma reserva que los orientales. Así pues, Occidente, en su conjunto, nunca ha podido aprovecharse de algunas excepciones individuales; y, en cuanto a los trabajos que se han hecho sobre Oriente y sus doctrinas, frecuentemente valdría más no conocer siquiera su existencia, ya que la ignorancia pura y simple es muy preferible a las ideas falsas. No queremos repetir todo lo que hemos dicho en otra parte sobre las producciones de los orientalistas: sobre todo tienen como efecto, por una parte, extraviar a los occidentales que han recurrido a ellas sin tener en otra parte el medio de rectificar sus errores, y, por otra, contribuir también a dar a los orientales, por la incomprehensión que se exhibe en ellas, la más enojosa idea de la intelectualidad occidental. Bajo este último aspecto, eso no hace más que confirmar la apreciación que los orientales ya han sido llevados a formular sobre todo lo que conocen de Occidente, y acentuar en ellos esa actitud de reserva de que hablábamos hace un momento; pero el primer inconveniente es aún más grave, sobre todo si la iniciativa de un acercamiento debe venir del lado occidental. En efecto, alguien que posee un conocimiento directo de Oriente, al leer la peor traducción o el comentario más fantasioso, puede sacar las parcelas de verdad que subsistan en él a pesar de todo, sin saberlo el autor que no ha hecho más que transcribir sin comprender, y que no ha acertado más que por una suerte de azar (eso ocurre sobre todo en las traducciones inglesas, que se hacen concienzudamente y sin demasiada toma de partido sistemático, pero también sin ninguna preocupación de comprehensión verdadera); frecuentemente puede incluso restablecer el sentido allí donde haya sido desnaturalizado, y, en todo caso, puede consultar impunemente obras de este género, incluso si no saca de ellas ningún provecho; pero ello es completamente diferente para el lector ordinario. Puesto que éste no posee ningún medio de control, no puede tener más que dos actitudes: o bien cree de buena fe que las concepciones orientales son tales como se le presentan, y siente un displacer muy comprehensible, al mismo tiempo que todos sus prejuicios se ven fortificados; o bien se da cuenta de que, en realidad, esas concepciones no pueden ser tan absurdas o tan desprovistas de sentido, siente más o menos confusamente que en eso debe haber otra cosa, pero no sabe lo que eso puede ser, y desesperando de no llegar a saberlo, renuncia a ocuparse de ello y no quiere pensar más en el asunto. Así, el resultado final es siempre un alejamiento, y no un acercamiento; naturalmente, no hablamos más que de las gentes que se interesan en las ideas, ya que es sólo entre éstos donde se encuentran quienes podrían comprender si se les proporcionaran los medios para ello; en lo que concierne a los demás, que no ven en eso más que un asunto de curiosidad y de erudición, no tenemos que preocuparnos de ellos. Por lo demás, la mayoría de los orientalistas no son y no quieren ser más que eruditos; mientras se limitan a trabajos históricos o filológicos, eso no tiene mayor importancia; es evidente que las obras de este género no pueden servir de nada para alcanzar la meta que consideramos aquí, de modo que su único peligro, en suma, es el común a todos los abusos de la erudición, queremos decir, la propagación de esa «miopía intelectual» que limita todo el saber a investigaciones de detalle, y el despilfarro de esfuerzos que podrían emplearse mejor en muchos casos. Pero lo que es mucho más grave a nuestros ojos, es la acción ejercida por aquellos orientalistas que tienen la pretensión de comprender y de interpretar las doctrinas, y que las travisten de la manera más increíble, llegando hasta asegurar a veces que las comprenden mejor que los orientales mismos (como Leibnitz, que se imaginaba que había descubierto el verdadero sentido de los caracteres de Fo-hy), y, sin pensar nunca en recabar el punto de vista de los representantes autorizados de las civilizaciones que quieren estudiar, lo que, no obstante, sería la primera cosa que habría que hacer, en lugar de comportarse como si se tratara de reconstruir civilizaciones desaparecidas. 5463 Oriente y Occidente TENTATIVAS INFRUCTUOSAS

Desde otro punto de vista, la Shekinah es la síntesis de los Sephiroth; ahora bien, en el árbol sephirótico, la «columna de la derecha» es el lado de la Misericordia, y la «columna de la izquierda» es el lado del Rigor (Un simbolismo enteramente comparable es expresado por la figura medieval del «árbol de los vivos y de los muertos», que tiene además una relación muy clara con la idea de «posteridad espiritual»; es menester destacar que el árbol sephirótico es considerado también como identificándose al «Árbol de la Vida».); así pues, debemos reencontrar también estos dos aspectos en la Shekinah, y podemos precisar ya, para vincular esto a lo que precede, que, bajo una cierta relación al menos, el Rigor se identifica a la Justicia y la Misericordia a la Paz (Según el Talmud  , Dios tiene dos sedes, la de la Justicia y la de la Misericordia; estas dos sedes corresponden también al «Trono» y a la «Silla» de la tradición islámica. Por otra parte, esta misma tradición divide los hombres divinos çifâtiyah, es decir, aquellos que expresan atributos de Allah propiamente dichos, en «nombres de majestad» (jalâliyah) y «nombres de belleza» (jamâliyah), lo que responde también a una distinción del mismo orden.). «Si el hombre peca y se aleja de la Shekinah, cae bajo el poder de las potencias (Sârim) que dependen del Rigor (La Kabbale juive, tomo I, p. 507.)», y entonces la Shekinah es llamada «mano de rigor», lo que recuerda inmediatamente el símbolo bien conocido de la «mano de la justicia»; pero, al contrario, «si el hombre se acerca a la Shekinah, se libera», y la Shekinah es la «la mano derecha» de Dios, es decir, que la mano de «justicia» deviene entonces la «mano que bendice» (Según San Agustín y diversos otros Padres de la Iglesia, la mano derecha representa de igual modo la Misericordia o la Bondad, mientras que la mano izquierda, en Dios sobre todo, es el símbolo de la Justicia. La «mano de justicia» es uno de los atributos ordinarios de la realeza; la «mano que bendice» es un signo de la autoridad sacerdotal, y ha sido tomada a veces como símbolo de Cristo — Esta figura de la «mano que bendice» se encuentra sobre algunas monedas celtas, lo mismo que el swastika, a veces de brazos curvados.). Éstos son los misterios de la «Casa de la Justicia» (Beith-Din), lo que es también otra designación del centro espiritual supremo (Este centro, o uno cualquiera de los que están constituidos a su imagen, puede ser descrito simbólicamente a la vez como un templo (aspecto sacerdotal, que corresponde a la Paz) y como un palacio o un tribunal (aspecto real, que corresponde a la Justicia).); y apenas hay necesidad de hacer observar que los dos lados que acabamos de considerar son aquellos en los que se reparten los elegidos y los condenados en las representaciones cristianas del «Juicio final». Se podría establecer igualmente una aproximación con las dos vías que los Pitagóricos figuraban por la letra Y, y que representaba bajo una forma exotérica el mito de Hércules entre la Virtud y el Vicio; con las dos puertas celeste e infernal que, en los Latinos, estaban asociadas al simbolismo de Janus; con las dos fases cíclicas ascendente y descendente (Se trata de las dos mitades del ciclo zodiacal, que se encuentra representado frecuentemente en el pórtico de las iglesias de la edad media con una disposición que le da manifiestamente la misma significación.) que, en los Hindúes, se vinculan igualmente al simbolismo de Ganêsha (Todos los símbolos que enumeramos aquí requerirían ser explicados largamente; lo haremos quizás algún día en otro estudio.). En fin, es fácil comprender por todo esto lo que quieren decir verdaderamente expresiones como las de «intención recta», que volveremos a encontrar después, y de «buena voluntad» («Pax hominibus bonae voluntatis», y aquellos que tienen algún conocimiento de los diversos símbolos a los que acabamos de hacer alusión verán que no carece de fundamento que la fiesta de Navidad coincida con la época del solsticio de invierno), cuando se tiene cuidado de dejar a un lado todas las interpretaciones exteriores, filosóficas y morales, a las que han dado lugar desde los Estoicos hasta Kant. 5827 EL REY DEL MUNDO CAPÍTULO III

Así pues, como ya lo hemos dicho precedentemente, se debe hablar de algo que está ocultado más bien que verdaderamente perdido, puesto que no está perdido para todos y puesto que algunos lo poseen todavía integralmente; y, si ello es así, otros tienen siempre la posibilidad de reencontrarlo, siempre que lo busquen como conviene, es decir, que su intención sea dirigida de tal suerte que, por las vibraciones armónicas que despierte según la ley de las «acciones y reacciones concordantes» (Esta expresión está tomada a la doctrina taoísta; por otra parte, tomamos aquí la palabra «intención» en un sentido que es exactamente el del árabe niyah, que se traduce habitualmente así, y este sentido es por lo demás conforme a la etimología latina (de in-tendere, tender hacia).), pueda ponerles en comunicación espiritual efectiva con el centro supremo (Lo que acabamos de decir permite interpretar en un sentido muy preciso estas palabras del Evangelio: «Buscad y encontraréis; pedid y recibiréis; llamad y se os abrirá». — Aquí uno deberá remitirse naturalmente a las indicaciones que ya hemos dado a propósito de la «intención recta» y de la «buena voluntad»; y con eso se podrá completar sin esfuerzo la explicación de esta fórmula: Pax in terra hominibus bonae voluntatis.). Por lo demás, esta dirección de la intención tiene, en todas las formas tradicionales, su representación simbólica; queremos hablar de la orientación ritual: ésta, en efecto, es propiamente la dirección hacia un centro espiritual, que, cualquiera que éste sea, es siempre una imagen del verdadero «Centro del Mundo» (En el Islam, esta orientación (qiblah) es como la materialización, si se puede expresar así, de la intención (niyah). La orientación de las iglesias cristianas es otro caso particular que se refiere esencialmente a la misma idea.). Pero, a medida que se avanza en el Kali-Yuga, la unión con este centro, cada vez más cerrado y ocultado, deviene más difícil, al mismo tiempo que devienen más raros los centros secundarios que le representan exteriormente (No se trata, bien entendido, más que de una exterioridad relativa, puesto que estos centros secundarios están ellos mismos más o menos estrictamente cerrados desde el comienzo del Kali-Yuga.); y no obstante, cuando acabe este periodo, la tradición deberá ser manifestada de nuevo en su integridad, puesto que el comienzo de cada Manvantara, al coincidir con el fin del precedente, implica necesariamente, para la humanidad terrestre, el retorno al «estado primordial» (Es la manifestación de la Jerusalem celeste, que es, en relación al ciclo que acaba, lo mismo que el Paraíso terrestre en relación al ciclo que comienza, así como lo hemos explicado en El Esoterismo de Dante  .). 5909 EL REY DEL MUNDO CAPÍTULO VIII

La "guerra santa mayor", es la lucha del hombre contra los enemigos que lleva en sí mismo, es decir, contra todos los elementos que, en él, son contrarios al orden y a la unidad. Por lo demás, no se trata de aniquilar esos elementos, que, como todo lo que existe, tienen también su razón de ser y su lugar en el conjunto; se trata más bien, como lo decíamos hace un momento, de "transformarlos" devolviéndolos a la unidad, y reabsorbiéndolos en ella en cierto modo. El hombre debe tender ante todo y constantemente a realizar la unidad en sí mismo, en todo lo que le constituye, según todas las modalidades de su manifestación humana: unidad del pensamiento, unidad de la acción, y también, lo que es quizás lo más difícil, unidad entre el pensamiento y la acción. Por lo demás, importa destacar que, en lo que concierne a la acción, lo que vale esencialmente, es la intención ( niyyah ), ya que es eso sólo lo que depende enteramente del hombre mismo, sin ser afectado o modificado por las contingencias exteriores como lo son siempre los resultados de la acción. La unidad en la intención y la tendencia constante hacia el centro invariable e inmutable ( NA: Ver lo que hemos dicho en otra parte sobre la "intención recta" y la "buena voluntad" ( El Rey del Mundo, cap. III y VIII ). ) se representan simbólicamente por la orientación ritual ( qiblah ), y los centros espirituales terrestres son como las imágenes visibles del verdadero y único centro de toda manifestación, centro que, por lo demás, así como lo hemos explicado, tiene su reflejo directo en todos los mundos, en el punto central de cada uno de ellos, y también en todos los seres, donde este punto central se designa figurativamente como el corazón, en razón de su correspondencia efectiva con éste en el organismo corporal. 6164 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ   VIII