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Míguez-Plotino: tierra

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024, por Cardoso de Castro

  

Pero ¿cuál de las cosas humanas es tan grande que no haya de ser desdeñada por quien se ha remontado por encima de todas ellas y no depende ya de ninguna de las de acá abajo? ¿Por qué no considera importantes los favores de la fortuna, por grandes que sean - como reinos, imperios sobre ciudades y pueblos, colonizaciones y fundaciones de ciudades, ni aunque las haya fundado él mismo - y ha de tener, en cambio, por cosa importante los derrocamientos de imperios y el arrasamiento de su propia ciudad? Y si los reputara por grandes males o por males en absoluto, haría el ridículo con semejante creencia y dejaría de ser hombre serio si reputara por cosa importante las vigas, las piedras y ¡por Zeus! las muertes de los mortales, cuando la creencia que decimos que debe abrigar sobre la muerte es que es preferible a la vida con el cuerpo. Y si él mismo muriera sacrificado, ¿pensaría que la muerte era un mal para él por haber muerto cabe el altar? Y si no fuera enterrado, al fin y al cabo su cuerpo se pudrirá lo mismo, yazga sobre tierra o bajo tierra. Y si es por no haber sido sepultado suntuosamente, sino anónimamente, sin ser considerado digno de un soberbio mausoleo, ¡qué pequenez de espíritu! Pero si lo llevaran prisionero, «bien a la mano tienes un camino» de salida, si no hay posibilidad de ser feliz. ENÉADA: I 4 (46) 7

Si, pues, uno lograra verlo, ¡qué amores sentiría!, ¡qué anhelos, deseando fundirse con él, ¡qué sacudida tan deleitosa! Porque lo propio de quien no lo ha visto todavía, es el desearlo como Bien; pero lo propio de quien lo ha visto, es el maravillarse por su belleza, el llenarse de un asombro placentero, el sentir una sacudida inofensiva, el amarlo con amor verdadero y con punzantes anhelos, el reírse de los demás amores y el menospreciar las cosas que anteriormente reputara por bellas. Le sucede como a los que toparon con figuras de dioses o démones: que ya no acogerían del mismo modo bellezas de otros cuerpos. «¿Qué pensar si uno contemplara la Belleza en sí autosubsistente y pura, que no está inficionada de carnes ni de cuerpo y no reside ni en la tierra ni en el cielo», para poder ser pura? Porque todas estas bellezas de acá son adventicias, están mezcladas y no son primarias, sino que proceden de aquél. ENÉADA: I 6 (1) 7

Si, pues, uno viera a aquel que surte a todos pero que da permaneciendo en sí mismo y no recibe nada en sí mismo, si perseverara en la contemplación de semejante espectáculo y gustara de él asemejándose a él, ¿de qué otra belleza tendría ya necesidad? Y es que, como ésta misma es la Belleza en sí por excelencia y la primaria, transforma en bellos a sus enamorados y los hace dignos de ser amados. «Y aquí es donde las almas se enfrentan con su lucha suprema y final», y ése es el motivo de todo nuestro esfuerzo por no quedarnos sin tener parte en la contemplación más eximia. El que la consiguió es bienaventurado porque ha contemplado una «visión bienaventurada», pero desdichado aquel que no la consiguió. Porque no es desdichado el que no consiguió colores o cuerpos bellos ni el que no consiguió poderío, ni mandos ni un reino, sino el que no consiguió eso y sólo eso por cuya consecución es menester desechar reinos y mandos sobre la tierra entera, el mar y el cielo, por si, tras abandonar y desdeñar estas cosas y volverse a aquello, lograra uno verlo. ENÉADA: I 6 (1) 7

¿Y qué viaje es ése? ¿Qué huida es ésa? No hay que realizarla a pie: los pies nos llevan siempre de una tierra a otra. Tampoco debes aprestarte un carruaje de caballos o una embarcación, sino que debes prescindir de todos esos medios y no poner la mirada en ellos, antes bien, como cerrando los ojos, debes trocar esta vista por otra y despertar la que todos tienen pero pocos usan. ENÉADA: I 6 (1) 8

Pero hay que examinar también qué quiere decir que «los males no pueden desaparecer», sino que existen «forzosamente», y que no existen «entre los dioses», pero que constantemente «andan rondando la naturaleza mortal y la región de acá». ¿Quiere decir que el cielo sí está «limpio de males», pues que siempre marcha regularmente y se mueve ordenadamente, y que allá no existe ni la injusticia ni ningún otro vicio (no se hacen injusticia unos a otros, sino que se mueven ordenadamente), pero que en la tierra existe la injusticia y el desorden? Porque esto quiere decir «la naturaleza mortal y la región de acá». Pero, por otra parte, la frase «hay que huir de acá» ya no se refiere a las cosas sobre la tierra. Porque la huida - dice - no consiste en marcharse de la tierra, sino, aun estando en la tierra, «en ser justo y piadoso con ayuda de la sabiduría», de suerte que la frase quiere decir que hay que huir del vicio. Así que los males, para Platón, son el vicio y todas las secuelas del vicio. Pero es que, además, cuando el interlocutor observa que los males desaparecerían «si (Sócrates  ) convenciera a los hombres de lo que dice», (Sócrates) responde que «es imposible» que eso suceda, porque los males - arguye - existen «forzosamente», ya que «tiene que existir algo que sea lo contrario del Bien». ENÉADA: I 8 (51) 6

En la realidad de las cosas existe la materia; existe también el alma, y una especie de lugar único para ambas. No son dos lugares aparte, uno para la materia y otro el del alma - por ejemplo, uno en la tierra para la materia y otro en el aire para el alma - , antes bien, para el alma, el estar en un lugar aparte consiste en no estar en la materia, esto es, en no aunarse con la materia, esto es, en que no se forme un compuesto de alma y materia, esto es, en no situarse en la materia como en un sustrato. Y en esto consiste el estar aparte. Ahora bien, las potencias del alma son muchas: el alma tiene un principio, un medio y un fin. Mas la materia, estando presente, «mendiga» y aun importuna, diríamos, y desea pasar adentro. Pero «todo aquel sitio es sagrado», y no hay nada que no tenga parte en el alma. Así que la materia, metiéndose por debajo, se ilumina. Con todo, no puede captar a quien la ilumina (quien la ilumina no la soporta aunque esté presente ), porque no ve debido a su defectuosidad. Pero, mezclándose, ensombrece la iluminación y la luz venida de allá y la deja mortecina, proporcionando al alma la ocasión de encarnarse y la causa de que venga a ella. Porque no habría venido a quien no estuviera presente. ENÉADA: I 8 (51) 14

Dícese que el mundo es eterno y que tuvo y tendrá siempre el mismo cuerpo. Si damos como razón de esto la voluntad de Dios, es posible que no nos engañemos, pero, con todo, no nos procuramos ninguna evidencia. Por otra parte, ofrécese la transformación de los elementos y, en la tierra, los animales son presa de la destrucción. Salvándose de ella tan sólo la especie, cosa que no se entenderá de otro moda en el universo, pues el universo posee también un cuerpo, que siempre se muestra huidizo y fluyente. En medio de este cambio constante, Dios puede conservar un mismo tipo específico, pero lo que salva con ello no es la unidad en cuanto al número, sino la unidad misma en cuanto a la especie. Más, ¿por qué las cosas de este mundo han de poseer sólo la eternidad en cuanto a la especie, en tanto las cosas del cielo la poseen individualmente? ¿Será porque el cielo lo abarca todo que nada hay en él sujeto a cambio y que nada exterior puede asimismo destruirle? ¿Encontraremos aquí la causa de su incorruptibilidad? Es claro que podríamos referirnos a la incorruptibilidad del todo, pero el sol y los astros son únicamente partes de él y no constituyen cada uno un universo. He aquí, pues, que nuestro razonamiento no es una prueba de su existencia eterna, con lo que procederá concederles ésta en cuanto a la especie, lo mismo que hacemos con el fuego y las demás cosas análogas; e igual acontece con el mundo todo. Pues si es cierto que nada exterior le destruye, aunque sus partes se destruyan mutuamente nada impide que en esta destrucción constante conserve la identidad de su especie y, fluyente y todo su sustancia, o recibida de fuera la señal de aquélla, podrá ocurrir con el universo lo mismo que ocurre con el hombre, el caballo y los demás animales; porque es evidente que hay siempre algún hombre o caballo, sin que pueda decirse que sea el mismo. Bajo este supuesto, no se daría en el universo una parte, como el cielo, que existe siempre, y otra, como las cosas de la tierra, realmente perecedera; todo perecería de la misma manera, y la diferencia se mostraría tan sólo en el tiempo, con la salvedad de que las cosas celestes alcanzarían una duración mucho mayor. Si damos por bueno que ésta es la única eternidad posible, tanto en el todo como en las partes, nuestra opinión se hace menos difícil; y es más, toda dificultad desaparecería por completo si pudiésemos llegar a mostrar que, en este caso, resulta suficiente la voluntad divina. Ahora bien, si afirmamos que el universo, sea el que sea, es de suyo eterno, convendrá añadir que la voluntad divina puede realmente producir esto, con lo cual seguirán existiendo las mismas dificultades, ya que unas partes serán eternas individualmente y otras en cambio lo serán en cuanto a su especie. ¿Qué decir, por ejemplo, de las partes del cielo? Porque, como ellas, habrá que considerar también a su conjunto. ENÉADA: II-I (40) 1

Admitamos esta opinión y afirmemos que el cielo y todo lo que hay en él posee una eternidad individual, en tanto que lo que cae bajo la esfera de la luna posee una eternidad en cuanto a la especie. Habrá que mostrar también cómo un ser corporal puede conservar su individualidad e identidad con pleno derecho, aunque sea propio de la naturaleza de cada cuerpo el estar en un flujo continuo. Porque tal es la opinión de los físicos y de Platón, no sólo con respecto a los otros cuerpos sino con relación a los cuerpos del cielo: "¿Cómo, dice (Platón), podrían conservar su permanencia e identidad consigo cosas que son corpóreas y visibles?" Concuerda en esto con la opinión de Heráclito  , que dice que "el sol está en continuo devenir" Lo cual no constituye dificultad para Aristóteles, si se admite su hipótesis del quinto cuerpo. Pero, caso de que se la rechace, y se diga que el cuerpo del cielo está compuesto de las mismas cosas que los animales de la tierra, ¿cómo se concebirá su eternidad individual? Y, con mayor motivo, ¿cómo tendrán que poseerla el sol y las partes del cielo? Todo ser animado está compuesto de un alma y de un cuerpo, y el cielo, si posee la eternidad, ha de poseerla según el alma y el cuerpo juntamente, o bien según una u otro, ya se trate del alma o del cuerpo. El que otorga la incorruptibilidad al cuerpo, no tiene necesidad del alma para afirmar la incorruptibilidad de aquél, ni de que el cuerpo se una eternamente a ella para la constitución del ser animado. Si se dice, en cambio, que el cuerpo es de suyo corruptible, habrá que buscar en el alma la causa dé su incorruptibilidad; pero entonces tendremos que mostrar que la manera de ser del cuerpo no es opuesta a la combinación con el alma ni a la persistencia de tal combinación, así como también que no hay discordancia alguna en las combinaciones de la naturaleza y que la materia es adecuada a la voluntad de cumplimiento del mundo, ENÉADA: II-I (40) 2

¿Cómo, pues, a pesar de su fluidez constante, cooperan a la inmortalidad del mundo la materia y el cuerpo del universo? Porque el cuerpo (fluye), diríamos, pero no hacia fuera; permanece en el universo y no sale en modo alguno de él, no sufriendo igualmente ni aumento ni disminución; por tanto, tampoco envejece. Conviene advertir que la tierra se conserva eternamente en su forma y en su masa, sin que sea abandonada jamás por el aire o la naturaleza del agua, pues ni la transformación de estos elementos es capaz de alterar la naturaleza del ser universal. Y, aun estando en incesante cambio (por la penetración y la salida de las distintas partes del cuerpo), cada uno de nosotros permanece por largo tiempo, en tanto que en él mundo, al que nada viene de fuera, la naturaleza del cuerpo no muestra inconveniente en unirse al alma y formar así un ser idéntico a sí mismo y subsistente para siempre. En cuanto al fuego, es sutil y rápido porque no puede subsistir aquí; e igual ocurre con la tierra, que no puede permanecer en lo alto. Pero no hemos de pensar que, una vez llegado el fuego allí donde deba detenerse y asentado: en su lugar apropiado, no trate de buscar, como los demás elementos, su propia estabilidad en los dos sentidos; no podría sin embargo, dirigirse a lo alto, porque esto es ilógico, y orientarse hacia abajo iría contra su naturaleza. Sólo le resta mostrarse dócil y adaptarse naturalmente a la atracción que ejerce el alma sobre él; y así, para alcanzar la felicidad, habrá de moverse en una región hermosa cual es la del alma. Convendrá confiar en que no caiga, pues el movimiento circular del alma se anticipa a su caída hacia la tierra, reteniéndole con toda su fuerza. Y como, por otra parte, no tiene por sí mismo ninguna propensión a descender, permanece sin ofrecer resistencia. A su vez, las partes de nuestro cuerpo que han recibido la forma, no conservan la disposición adquirida, y el cuerpo, si quiere subsistir, reclama otras partes que vengan de fuera; el cielo, en cambio, nada desprende de si y por tanto no tiene necesidad de alimento alguno. Porque, si el fuego del cielo se extinguiese, otro fuego habría de encenderse: y si el cielo encerrase algo, realmente fluyente, otra cosa, no cabe duda, vendría a reemplazarlo. Pero, en ambos casos, el ser animado universal no permanecería ya como idéntico a sí mismo. ENÉADA: II-I (40) 3

¿A qué es debido que las partes del cielo subsistan y que, en cambio, no permanezcan los elementos y animales de la tierra? He aquí lo que dice Platón: "Unos provienen del Dios supremo, otros de los dioses salidos de éste; no es licito que conozcan su destrucción los seres que provienen de Aquél". O lo que es lo mismo, que a continuación del demiurgo viene el alma del cielo y luego las nuestras; una imagen de esa alma del cielo, que proviene de ella y deja fluir seres superiores, crea también los seres animados de la tierra. Tal imagen imita el alma del cielo, pero carece de poder porque hace uso para su creación de cuerpos realmente inferiores, e, igualmente, porque se halla situada en un lugar Inferior. Las cosas con las que ella trabaja no quieren permanecer inmóviles; así, por ejemplo, los seres animados de la tierra no pueden existir siempre y sus cuerpos no alcanzan a ser dominados a la manera como ocurre con el del cielo; es otra alma, pues, la que ejerce aquí su gobierno de modo inmediato. ENÉADA: II-I (40) 5

Volvamos a la consideración de antes: ¿el cielo contiene solamente fuego o hay algo, además, que fluya de él, por lo cual necesite de alimento? Para Timeo el cuerpo del universo está compuesto primordialmente de tierra y de fuego; de fuego para hacerse visible, y de tierra para aparecer sólido. Concluye de aquí que los astros están compuestos en gran parte de fuego, pero no enteramente, ya que semejan tener solidez. Esto quizá sea verdad, dado que Platón cuenta para ello con una razón positiva. De acuerdo con lo que nos dicen nuestros sentidos, y en especial la vista y el tacto, los astros parecen estar hechos en su mayor parte, si no completamente, de fuego; de acuerdo, en cambio, con la consideración de la razón como lo que es sólido no podría existir sin tierra, semejan estar formados de tierra. Pero, ¿necesitarían todavía de agua y de aire? Absurdo resulta que pueda haber agua en medio de tanto fuego; y en lo que concierne al aire, si realmente lo hubiese, se cambiaría a la naturaleza del fuego. Si (en matemáticas) dos números sólidos que son como extremos tienen necesidad de dos medios, podremos preguntarnos si no ocurre lo mismo en física; porque es claro que se puede mezclar tierra con agua sin necesidad de término intermedio. ¿Se argüirá acaso que "los demás elementos se encuentran ya en la tierra y en el agua"? Tal vez expondríamos con ello alguna razón, pero podría objetarse "que no son adecuados para enlazar las dos cosas". Diremos sin embargo, que el agua y la tierra se encuentran ya enlazadas porque tanto la una como la otra comprenden todos los elementos. Convendrá examinar, con todo, si la tierra no se muestra visible sin el fuego, y si el fuego no es sólido sin la tierra. Si fuese así, ningún elemento tendría esencia propia por si mismo, sino que todos los elementos aparecerían mezclados y cada uno seria llamado por el elemento que domina en él. Decimos, así, qué la tierra carece de consistencia sin humedad, siendo la humedad para ella como una especie de cola. Aun dando esto por supuesto, resultaría absurdo hablar de cada elemento como si fuese una realidad independiente y no concederle una determinada disposición, limitándola a la unión con los demás y no admitiéndola cuando aquél se halla solo. ¿Cómo explicaríamos una naturaleza o una esencia de la tierra si no hay en ella ninguna parte de tierra que sea tierra, caso de que no comprenda en si esa agua que la aglutine? ¿Qué ligazón podría hacer el agua de no existir algo con cierta magnitud que el agua misma se encargaría de unir a otra cosa y de modo continuo? Porque si se da alguna parte de tierra, sea la que sea; es claro que existe y posee su propia naturaleza sin necesidad del agua; pues, de otro modo, el agua no tendría nada que reunir. Y, por añadidura, ¿en qué grado necesita una masa de tierra del aire para existir, quiere decirse de un aire que persistiese en sí mismo antes de verificar su transformación? En cuanto al fuego, no se afirma naturalmente que la tierra necesite de él para existir, sino que por él se hacen visibles la tierra y todo lo demás. Porque es indudable que lo oscuro no es visible, sino al contrario, invisible, al igual que no se escucha el silencio. Pero no se necesita que el fuego se halle presente en la tierra, porque basta con la luz; y así, la nieve y los cuerpos más fríos son realmente brillantes, aun sin haber fuego en ellos. Aunque podría argüirse que el fuego ya ha venido con anterioridad a ellos y los ha dotado de color antes de abandonarlos. ENÉADA: II-I (40) 6

Nos preguntaremos también si es que no existe el agua caso de no contar con algo de tierra. ¿Y cómo podríamos decir que el aire, siendo tan sutil, participa de la tierra? ¿O es que el fuego, si tiene necesidad de la tierra, no posee por sí mismo una extensión continua de tres dimensiones? ¿No ha de corresponderle la solidez, no ya por ser extenso y poseer tres dimensiones, sino por contar con la resistencia, propia en verdad de un cuerpo físico? Sólo la dureza conviene a la tierra; y la consistencia compacta del oro, que es agua, no le pertenece porque se le añade tierra, sino por su característica densidad y solidificación. En cuanto al fuego, ¿no poseerá por si mismo, y en virtud de la presencia del alma, consistencia suficiente para que ésta le manifieste su poder? Es muy cierto que hay entre los demonios seres animados de naturaleza ígnea. Mas, ¿alteramos con ello el principio de que todo ser animado contiene la pluralidad de los elementos? Podrá afirmarse esto de los seres de la tierra, pero es contrario a su naturaleza y a su misma disposición el colocar la tierra a la altura del cielo. Y no parece presumible que los cuerpos terrestres lleven consigo el movimiento circular más rápido, porque la tierra serviría entonces de estorbo al resplandor y al brillo del fuego celeste. ENÉADA: II-I (40) 6

Quizá sea lo más conveniente dar oídos a Platón: según él, si hay en la tierra algún sólido que ofrezca resistencia, es porque la tierra se halla situada en el centro, como un verdadero puente volante; y así, se muestra bien asentada para cuantos caminan sobre ella, en tanto que los animales esparcidos por su superficie adquieren una solidez como la suya. La tierra posee continuidad por sí misma, pero su iluminación la recibe del fuego; tiene además parte de agua para no caer en la aridez, aunque ésta no impediría que sus partes se reuniesen entre si; y tiene igualmente aire para dar ligereza a su masa. Pero la tierra no se mezcla con el fuego de lo alto para la constitución de los astros, sino que cada uno de los elementos que existen en el mundo obtiene algo de la tierra, lo mismo que la tierra disfruta de algunas propiedades del fuego. Esto no quiere decir que para disfrutar de él, cada elemento esté compuesto de dos cosas, de si mismo y de aquello de lo que participa; pues de acuerdo con la relación establecida en el universo, aún siendo lo que es, puede recibir, no tan sólo un elemento, sino algo incluso de este elemento; y así, se incorporará, no el aire, sino la fluidez que es propia del aire, y no el fuego, sino el brillo propio del fuego. Con esta mezcla adquiere todas las propiedades del otro elemento y se produce entonces una unión de dos, unión que no es sólo la de la naturaleza de la tierra con la del fuego, sino la que resulta de la unión del fuego con la solidez y la consistencia de la tierra. Ello es lo que atestigua (Platón) cuando dice: "Dios encendió una luz en el segundo círculo a contar desde la tierra"; se trata del sol, al que llama en otro lugar el más brillante y resplandeciente de los astros. Quiere apartamos de creer que es otra cosa que un ser de fuego, porque no es ninguna de las clases de fuego de que habla en aquel otro lugar, sino esa luz que considera distinta de la llama, portadora tan sólo de un dulce calor. Pero esta luz es naturalmente un cuerpo, luz de la que sale algo a lo que damos su mismo nombre y consideramos también incorpóreo. Es producida, pues, por la luz corpórea, y, como proveniente de ella, brilla como la flor y el resplandor de ese cuerpo, que es el cuerpo en esencia blanco. Tomamos en el peor sentido la expresión de Platón cuando decimos que este cuerpo es terrestre; porque Platón habla aquí de la tierra en el sentido de solidez. Nosotros realmente mentamos la tierra en una sola acepción, cuando Platón reconoce al término una pluralidad de acepciones. ENÉADA: II-I (40) 7

Este fuego que produce la luz más pura se encuentra situado en la región de lo alto y allí asienta la razón de su misma naturaleza. No habrá que pensar que la llama de la tierra se mezcla con los cuerpos del cielo, sino que, llegada a un cierto punto, termina por extinguirse al encontrarse allí con gran cantidad de aire; mas, habiéndose elevado con la tierra, vuelve hacia abajo con ella, pues al no poder continuar su subida hacia el cielo, ha de detenerse por debajo de la luna, hasta hacer mucho más fino el aire que aquí reina; y aun persistiendo cómo llama, su extinción es manifiesta y, al menos, se vuelve más suave. Carece ataraces del brillo que poseía en su estado de ebullición y ya sólo cuenta en realidad con la luz que recibe de lo alto. ENÉADA: II-I (40) 7

Siendo así que esta luz permanece en el cielo, en el lugar que le ha sido asignado, como luz pura que asienta en el lugar más puro, ¿cómo en realidad podría descender de ahí? Es claro que por su naturaleza no podría fluir hacia abajo, ni existe nada en el cielo que pueda forzarla a precipitarse hacia la tierra. Y, por otra parte, todo cuerpo que reúne en sí un alma ya es un cuerpo distinto, que no guarda relación con ese mismo cuerpo privado de ella; eso acontece con el cuerpo del cielo, que no puede compararse con el que sería de encontrarse solo. Admitido que en la vecindad del cielo puede hablarse únicamente del aire o del fuego, ¿qué cometido asignaríamos al aire? Porque, en lo que al fuego se refiere, ningún poder cabría concederle, y ni siquiera le alcanzaría para esta acción. Antes incluso de haber producido nada, se vería alterado por la gran velocidad del cielo, pues es fuego menor y menos vigoroso que el fuego de la tierra. Además, lo que el fuego hace es calentar; pero conviene que lo que se caliente no lo haga por sí mismo, por lo cual si algo es destruido por el fuego, necesariamente habrá de ser calentado de antemano, debiendo llegar a tal estado en contra de su propia naturaleza. ENÉADA: II-I (40) 8

Convendrá decir que esos cuerpos no tienen necesidad alguna de alimento. No guardan analogía con los cuerpos terrestres, ni encierran un alma como la nuestra, ni ocupan el mismo lugar. No se da en el cielo una causa para ese movimiento siempre continuo que hace que los cuerpos compuestos de la tierra necesiten de alimento. Los cambios de estos cuerpos los producen ellos mismos y hemos de atribuirlos a una naturaleza diferente del alma del cielo, que, por su debilidad, no sabe mantenerlos en su ser. Y esa naturaleza lo que procura es imitar a otra que está sobre ella, cuando trata de producir o de engendrar. Pero con todo, y como ya se ha dicho, las cosas del cielo no han de ser consideradas del mismo modo que las cosas inteligibles. ENÉADA: II-I (40) 8

Veamos cómo se produce esto. Hay una potencia última del alma universal que, salida de la tierra, se extiende por todo el universo; y otra, situada más arriba, en el lugar de las esferas, que posee por naturaleza la sensación y es capaz de opinar. La segunda cabalga sobre la primera y le presta su poder para vivificarla. He aquí pues, que la potencia inferior es movida por la potencia superior, que la rodea a la manera de un círculo; e, igualmente, esta última asienta sobre el todo en la medida en que la potencia inferior ha ascendido hasta las esferas. Por consiguiente, diremos de aquélla que rodea a esta en círculo, en tanto la potencia inferior se dirige a la potencia superior y produce con esta conversión una especie de movimiento rotativo en el cuerpo en que se halla implicada. Porque, supuesto que se mueva una parte cualquiera de una esfera, y que se mueva además permaneciendo en el mismo sitio, no cabe duda de que sacudirá la esfera y hará que se produzca en ella ese mismo movimiento. Con respecto a nuestros cuerpos ocurre que el alma se mueve con otro movimiento distinto, cual es el originado en las situaciones alegres o en la visión del bien; el movimiento producido en el cuerpo es entonces un movimiento local. Asimismo, el alma del universo que se ha acercado hasta el bien tiene de él una percepción mucho mejor y produce en el cuerpo aquel movimiento local que, por naturaleza, conviene al cielo. Por su parte, la potencia sensitiva que toma su bien de lo alto y que tiene sus propios goces, persigue este bien que se encuentra en todas partes y se entrega a él dondequiera que lo halle. No de otro modo acontece con el movimiento de la inteligencia, pues ésta se mueve y a la vez permanece inmóvil por el hecho de girar sobre si misma. Y así también, el todo universal que se mueve en círculo permanece a la vez en el mismo lugar ENÉADA: II 2 (14) 3

¿Consideraremos a los astros como seres animados o como seres inanimados? Porque si de verdad son seres inanimados, no podremos atribuirles otra cosa que calor o frío, y eso en el supuesto de que admitamos que hay algunos astros fríos. Es claro que se adaptarán a la naturaleza de nuestros cuerpos y que de los cuerpos de ellos se originará un movimiento que llegue hasta nosotros. Pero esto no supondrá una diferencia grande entre sus cuerpos ni que la influencia de cada uno sea también distinta; al contrario, todas las emanaciones se mezclarán en una sola al llegar a la tierra, que sólo variará en razón de los lugares alcanzados y de su mayor o menor proximidad a los astros en movimiento. Lo mismo ocurre con los astros fríos. Ahora bien, ¿cómo podrían los astros hacernos sabios o ignorantes, o expertos en la gramática, o retóricos, o citaristas o conocedores de otras artes, o incluso ricos o pobres? ¿Cómo podrían producir todas las demás cosas cuya causa no radica en la mezcla de los cuerpos? ¿Cómo, en fin, podrían concedernos un determinado hermano, o padre, o hijo, o mujer o hacer que obtuviésemos éxito y que, por ejemplo, llegásemos a generales o a reyes? Si son seres animados, que obran por su libre designio, ¿qué es lo que han podido sufrir de nosotros para que deseen hacernos daño? ¿No están situados ellos mismos en un lugar divino y no son a la vez seres divinos? No son realmente de la incumbencia de ellos todas esas cosas que vuelven malos a los hombres; ni tampoco el bien o el mal que a nosotros alcance puede procurarles a ellos una buena o una mala vida. ENÉADA: II 3 (52) 2

Dícese de alguno de estos planetas que es frío, pero al encontrarse más alejado de nosotros, se hace más beneficioso, dado que se ve en el frío el principio del mal que nos produce. Convendría entonces que al hallarse en los signos opuestos a nosotros su acción fuese del todo benéfica. Opuestos ambos, a su vez, el planeta frío y el planeta caliente, producen entre ellos efectos terribles; y, sin embargo, parece que debieran moderarse. De uno de los planetas (el planeta frío) dícese que se alegra con el día y se vuelve bueno una vez en posesión del calor; de otro se afirma que goza con la noche, por ser un planeta incandescente. ¿Cómo si no fuese siempre de día para los planetas? ¿O es que no están constantemente en la región de la luz y caen, por el contrario, en la región de la noche, ellos, precisamente, que se hallan muy por encima de la sombra de la tierra? Añádese todavía que la conjunción de la luna llena con el planeta resulta beneficiosa, y perjudicial la de la luna nueva, cosa contraria a lo que ciertamente se pretende; porque al hablar de luna llena para nosotros se supone la oscuridad de su otro hemisferio en relación con ese planeta, que se encuentra por encima de la luna; y al hablar de luna nueva respecto a nosotros se quiere significar plenitud para ese mismo planeta. Y he aquí que debiera producirse lo contrario: porque la luna nueva, para nosotros, aparece con toda su luz para el planeta. Sea lo que sea, ninguna diferencia resulta para la luna misma, que se ofrece siempre con una cara iluminada; pero ya no puede afirmarse otro tanto de ese planeta que, según dicen, recibe su calor. El planeta se calentará si la luna es nueva para nosotros; y su influencia se dejará sentir en él benéficamente si la luna es nueva para nosotros y llena para el planeta. La oscuridad que para nosotros presenta la luna dice relación a la tierra y no puede entristecer a lo que está por encima de ella. Pero el planeta, a su vez, no puede sustituir a la luna en razón de su alejamiento, y nos parece así que la luna nueva es maléfica. Por el contrario, cuando la luna es llena para nosotros, resulta suficiente para todo lo que está debajo, esto es, para la tierra, y ello aunque el planeta se halle alejado. La luna, entonces, ensombrecida como se ofrece para el planeta incandescente, parece beneficiosa para nosotros; se basta a sí misma para esta acción, en tanto el planeta contiene demasiado fuego para producirla. ENÉADA: II 3 (52) 5

Pero hemos de pensar también que cuanto viene a nosotros de los astros no es ya, en el momento en que lo recibimos, lo mismo que era en el momento de su partida. Así como el fuego de la tierra es oscuro, de igual manera la disposición hacia la amistad aparece debilitada en aquel que la recibe, no llegando a producir, por tanto, una amistad completamente bella. El impulso del ánimo que, en la condición de un hombre normal, produciría el carácter viril, en un hombre inmoderado origina la irritación o la indolencia, lo mismo que el deseo del honor, incluso si tiende hacia algo honroso, ha de contentarse con una simple apariencia de lo que pretende. Digamos que de la inteligencia se origina la astucia, que quiere siempre alcanzar a aquélla, aunque vanamente. Las disposiciones recibidas de lo alto no responden, en nosotros a su carácter y se vuelven malas; pero esto no ocurre solamente a su llegada, sino que ya, verdaderamente, no permanecen como en el momento de su partida, mezcladas como están ahora al cuerpo, a la materia, y todas ellas entre si. ENÉADA: II 3 (52) 11

¿Cómo concebir ahora la pobreza y la riqueza, la celebridad y el poder? Porque, si la riqueza proviene de los padres, los astros dan fe de ella, lo mismo que anuncian el buen linaje si éste se debe sólo al nacimiento; ahora bien, si ha de atribuirse a la virtud, entonces el cuerpo pude colaborar a ella, contribuyendo a la vez todas las partes que fortalecen el cuerpo, como por ejemplo, y ante todo, los propios padres, y luego cualesquiera influencias recibidas, sean del cielo, sean de la tierra; aunque la virtud pudo adquirirse igualmente sin la intervención del cuerpo, con lo que la riqueza habrá de atribuirse casi por entero al mérito y a la contribución recompensadora de los dioses. Si los donantes son buenos, la causa de la riqueza habrá de buscarse en la virtud; pero si éstos son malos; y su donación es justa, es claro que habrán actuado, en este caso, según la parte mejor que hay en ellos. Si el que ha adquirido la riqueza es perverso, en su perversidad tendrá origen   la riqueza adquirida; y ella será también su causa; aunque habrán colaborado al enriquecimiento todos los que hayan dado dinero a ese hombre. Si la riqueza proviene del trabajo, como ocurre en el cultivo de la tierra, deberá atribuirse al agricultor, aunque es natural que las circunstancias hayan colaborado con él; si proviene, en cambio, del descubrimiento de un tesoro, algo habrá que conceder al curso general de las cosas, con lo cual es factible su previsión, dado que, todos los hechos, sin excepción, se siguen unos de otros y pueden ser predichos en su totalidad. Si alguien ha perdido mis riquezas y si, por ejemplo, se las han robado, la causa particular de la pérdida será el ladrón y nadie más; pero, en cambio, si esas riquezas las ha perdido en el mar, la cada serán únicamente las circunstancias. ENÉADA: II 3 (52) 14

Pero, ¿qué quieren decir los términos mezclado y no-mezclado, separado y no separado, cuando el alma se encuentra unida al cuerpo? ¿Qué es realmente el ser animado? Trataremos de averiguarlo después, pero siguiendo ya otro camino; porque no coinciden las opiniones sobre este punto. Ahora diremos, si acaso, en qué sentido afirmamos que "el alma gobierna el universo de acuerdo con la razón". ¿Produce el alma directamente cada uno de los seres, por ejemplo el hombre, el caballo, cualquier otro animal o una bestia, y antes de nada el fuego y la tierra? Y luego, al ver que estos seres se encuentran y se destruyen unos a otros: ¿presta ayuda a la relación derivada de ellos y a los hechos que de aquí resultan para un tiempo indefinida? ¿Colabora acaso a la serie de los acontecimientos produciendo de nueva los seres animados que ya había al principio, o deja que éstos actúen por su cuenta? ¿O bien decimos que (el alma) es la causa de estos hechos y que produce consecuencias derivadas de ella? Con la palabra razón damos a entender que cada ser sufre y actúa no por azar, ni por itria cadena casual de acontecimientos, sino de una manera necesaria. ¿Es ésta la acción de las razones (seminales)? ¿O bien existen estas razones, pero sólo para conocer y sin que nada produzcan? Entonces será el alma, poseedora de las sazones seminales, la que conozca los resultados de todas sus acciones, con lo cual en las mismas circunstancias deberán producirse los mismos efectos. El alma aprehende y prevé dichos efectos, obtiene de ellos las consecuencias necesarias y verifica su enlace. Así, reúne los antecedentes con los consiguientes y forma con éstos de nuevo la serie de los antecedentes, como si partiese siempre de le presente; de donde resulta quizá que todo lo que sigue ya siempre a peor, y en este sentido, los hombres de otro tiempo eran distintos de los de ahora porque, en el intermedio, las razones seminales han ido cediendo continuamente a los fenómenos de la materia. El alma observa todo esto y sigue de cerca lo que ella misma hace; ésa es su vida, que le impide apartarse de su obra y descuidar jamás sus propios fines. Tengamos en cuenta que su producción no ha surgido de una vez para que podamos considerarla perfecta; sino que, al contrario, el alma es como un labrador que, luego de haber sembrado y plantado, endereza lo que dañaron los inviernos lluviosos, los fríos continuos o los vientos huracanados. ENÉADA: II 3 (52) 16

No ha de admitirse, con todo, que este mundo encierra una producción mala por el hecho de que hay en él muchas cosas que nos desagradan. Porque le concedemos una dignidad mayor si creemos que es idéntico al mundo inteligible, y no le estimamos, como en realidad es, una imagen de él. ¿Y acaso sería posible una representación más bella? Porque, ¿qué otro fuego que el de aquí podría ofrecernos una imagen mejor del fuego inteligible? ¿Hay, además de la tierra inteligible, otra tierra que supere a la nuestra? ¿Y existe otra esfera más perfecta o más ordenada en su movimiento que toda la extensión del universo inteligible? ¿Se concebiría, además del sol inteligible, otro sol que supere al sol visible? ENÉADA: II 9 (33) 4

Absurdo resulta que estos mismos hombres, que tienen un cuerpo, un alma plena de deseos, de penas y de movimientos coléricos, no menosprecien su propio poder y se crean, en cambio, capaces de alcanzar lo inteligible; y más todavía que, en lo que concierne al sol, su mismo poder se les aparezca menos insensible, y no tan ordenado o alterado como el nuestro; ni siquiera aceptan para el sol la inteligencia, cuando este astro es mejor que nosotros, que acabamos de venir al mundo y nos vemos impedidos por tantas cosas engañosas de dirigimos hacia la verdad. Para los que así razonan, incluso los hombres más viles cuentan con un alma inmortal y divina, en tanto el cielo entero, y todos los astros que se dan en él, carecen de un alma inmortal. Ese cielo, sin embargo, participa de las cosas más hermosas y más puras; y ellos mismos admiran su orden, su buena apariencia y disposición, desdeñando más que nadie la confusión que reina en la tierra. Como si el alma inmortal hubiese escogido adrede el lugar peor y prefiriese ceder el mejor a un alma que es mortal. ENÉADA: II 9 (33) 5

Absurdo es también introducir aquí furtivamente esa otra alma compuesta de elementos. Porque, ¿cómo podría tener vida alguna una simple composición de elementos? Una mezcla de elementos produce tan sólo o el calor o el frío, o lo seco o lo húmedo, o una composición de todas estas cosas. ¿Cómo concebir, además, una cohesión de los cuatro elementos, que surge de ellos y a continuación de ellos? ¿Qué puede decirse ya, si otorgan a esta alma la acción de percibir, la voluntad y otras mil cosas por el estilo? Como no conceden valor a la creación y a esta tierra nuestra, invocan para ellos la existencia de una tierra nueva, a la que se dirigirán una vez salidos de este mundo; ahí se encuentra la razón del mundo. ¿Qué podría haber, sin embargo, en el modelo de un mundo que odian? ¿Y de dónde procede este modelo? Según ellos, este modelo es producido luego que su creador se ha inclinado a las cosas de aquí. Pero si el autor de él tiene tanto interés en producir otro mundo luego del mundo inteligible que ya posee - y qué necesidad tendría de él -, y si creó ese modelo antes del mundo sensible, ¿con qué fin lo hizo? ¿Querría tal vez preservar las almas? Más, si las almas no estaban guardadas, el modelo existía sin razón. Y si lo creó después del mundo sensible, tomando la forma del mundo pero desprovista de la materia, bastaba una sola prueba para esas almas que intentasen conservarse en el modelo. Si estiman, por otra parte, que las almas tomaron la forma del mundo, ¿a qué vienen las novedades de lenguaje? ENÉADA: II 9 (33) 5

Habrá que mostrar a quienes piensan así - y siempre que lo acepten con buenos sentimientos - cuál es la naturaleza de las cosas; de este modo podrán desvanecerse las censuras que formulan tan alegremente contra seres dignos de estima, de los que debiera hablarse adecuadamente y con mucha más propiedad. En realidad, no convendría menospreciar el gobierno del universo, dado que manifiesta, en primer lugar, la grandeza de la naturaleza inteligible. Porque si ha llegado a una vida tal que no tiene la in articulación de la vida de los animales - de los pequeños animales que se producen sin interrupción, noche y día, por la misma sobreabundancia de la vida del universo - , sino que es una vida continua, clara y múltiple, que se extiende por todas partes y manifiesta una extraordinaria sabiduría, ¿cómo no afirmar que se trata de una imagen visible y hermosa de los dioses inteligibles? Si es una imagen, no cabe confundirla con el mundo inteligible, ni está en su naturaleza el serlo; porque, entonces, tampoco sería ya una imagen. Pero es falso afirmar que no guarda semejanza con el original; nada se ha omitido de todo cuanto debe tener una hermosa imagen natural. No es necesario, sin embargo, que esta imagen sea la obra de una mente artística, porque lo inteligible no debe ser la última realidad. Su obra tendrá que cumplirse de dos maneras: de un lado, actuando sobre sí mismo, de otro, actuando sobre algo diferente. Convendrá, pues, que haya algo después de él, ya que si existiese solo nada se encontraría por debajo de sí, lo cual resultaría de todo punto imposible. Una potencia maravillosa corre por él, potencia que le fuerza a actuar. Si de hecho hay otro mundo superior a éste, ¿cuál es en realidad? Porque si ha de haber alguno, y no sabemos de otro mundo que éste, es claro que guardaría la imagen del mundo inteligible. Ahí tenemos la tierra toda, llena de animales diversos e inmortales, que se extiende hasta el cielo; tenemos también los astros, que ya se sitúen en las esferas inferiores, o ya se encuentren en la región más alta, ¿por qué no han de ser dioses, si son llevados con orden y discurren así por el universo? ¿Por qué no habrán de poseer la virtud y qué impide que la posean? No se da en el cielo, seguramente, todo aquello que produce los males de este mundo, ni tampoco la imperfección de un cuerpo que no sólo es molestado sino que es también motivo de perturbación. Si, por otra parte, disponen siempre de tiempo libre, ¿por qué no han de captar y aprehender en su inteligencia al dios que está por encima de todo y a los otros dioses inteligibles? ¿Por qué, además, creemos contar con una sabiduría mejor que la de ellos? ¿Quién que no se hubiese vuelto loco podría sostener esto? Porque si nuestras almas se han visto forzadas por el alma del universo a dirigirse hasta aquí, ¿cómo, en esta situación, podrían considerarse superiores? Entre las almas, la que es superior es la que manda. Si, pues, nuestras almas han venido hasta aquí por su voluntad, ¿por qué censuráis un lugar al que habéis venido por vuestra voluntad, lugar que podéis abandonar si realmente no os agrada? Pero si este mundo es tal que resulta posible, permaneciendo en él, poseer la sabiduría y vivir en él conforme a la vida de los seres inteligibles, ¿cómo no ver en esto una prueba de su dependencia de los seres inteligibles? ENÉADA: II 9 (33) 8

La acción de producir es enteramente una acción natural, pero no semejante a las técnicas artesanas; porque éstas se sitúan después de la naturaleza y del cosmos. Aquí tenemos ahora los productos de cada fuerza natural: no surge primero el fuego, luego otro elemento, y a continuación una especie de dilución de estas cosas, sino que se da un esbozo y un diseño de cada ser vivo, modelado según los ciclos menstruales. ¿Por qué, pues, no ha de recibir allí la materia una impronta del mundo, en la que se encuentren la tierra, el fuego y las demás cosas? Tal vez ocurriría así sí el mundo fuese obra de ellos, que se sirven de un alma más verdadera; pero el demiurgo, al parecer, no ha sabido hacerlo. ENÉADA: II 9 (33) 12

Para prever la magnitud del cielo y, sobre todo, su dimensión, para prever también la dirección oblicua del zodíaco, el movimiento de los (planetas) que se hallan debajo del cielo, la disposición de la tierra, de modo que pueda darse una razón de todo esto, mejor que una imagen seria, desde luego, una potencia que proviniese de los seres superiores. Esto lo reconocen ellos mismos, aunque a regañadientes; porque la iluminación comprobada en las tinieblas les obliga a reconocer las causas verdaderas del mundo. Ya que, ¿por qué razón deberían iluminarse las tinieblas, si no parece del todo necesario? Esta iluminación ha de verificarse con arreglo a la naturaleza o bien contra ella. Pero si se verifica con arreglo a la naturaleza, es que siempre ha tenido lugar; y si se realiza contra ella, es porque se dan en los seres inteligibles cosas que contrarían a la naturaleza, lo cual haría suponer que los males preceden al mundo sensible y que no es el mundo la causa de ellos, sino precisamente la realidad inteligible la causa de los que se producen en este mundo; no sería del mundo, entonces, de donde viene el mal al alma, sino al contrario, del alma misma de donde aquél proviene. Con este razonamiento tendríamos que remontarnos a los principios primeros. Si es para ellos la materia la causa de los males, deberán decirnos igualmente de dónde proviene la materia; porque el alma que se ha inclinado ha visto e iluminado, según afirman, unas tinieblas que ya existían. ¿De dónde viene, pues, la materia? Si dicen que el alma misma la ha producido al inclinarse, es claro que ella no tenía a dónde inclinarse, siendo entonces la causa de la inclinación, no ciertamente las tinieblas sino la naturaleza del alma. O, lo que es lo mismo, habrá que pensar en necesidades que precedan a la materia; de modo que la causa de todo remonta de nuevo a los seres primeros. ENÉADA: II 9 (33) 12

Así, pues, el que formula reproches a la naturaleza del mundo desconoce en realidad lo que hace y hasta dónde alcanza su atrevimiento. Es claro que desconoce también la ordenación regular de las cosas y el paso de las primeras a las segundas, de las segundas a las terceras y así sucesivamente, hasta llegar a las últimas; por consiguiente, no debería censurar a unos seres porque sean inferiores a los primeros, sino transigir buenamente con la naturaleza de todos ellos. Convendría que mirasen a los seres primeros y que abandonasen de una vez su tono jeremiaco respecto a los peligros del alma en las esferas del mundo, pues éstas se les muestran verdaderamente propicias. ¿Cómo, además, podrían arredrar a los que ignoran las razones y son también desconocedores de ese saber instructivo y armonioso de las cosas? ¿Que sus cuerpos son cuerpos ígneos? Tampoco hay lugar a temerlos, ya que este fuego se aparece adecuado al universo y a la tierra. Convendría antes bien mirar a las almas, que es lo que ellos juzgan de más valor. Sin embargo, los cuerpos de las esferas son de una grandeza y de una belleza diferentes, y colaboran y trabajan juntamente con los fenómenos de la naturaleza, que no podrían producirse prescindiendo de las causas primeras; ayudan, pues, a completar el universo y son como inmensas partes de él. ENÉADA: II 9 (33) 13

Mas, tal vez no ocurran las cosas de esta manera; quizá lo gobiernen todo la traslación del cielo y el movimiento de los astros, de acuerdo con las posiciones que adopten entre sí a su paso por el zenit, a su salida, a su puesta y en los momentos de su conjunción. Según esto, pues, los adivinos realizan la predicción de lo que acontecerá en el universo y están en condiciones de decir cuál será la suerte y el pensamiento de cada uno. Se ve perfectamente cómo los animales y las plantas tienden a aumentar, a disminuir y a experimentar todo lo que acontece a los astros, y así unas regiones de la tierra difieren de otras en razón a su disposición respecto al universo y, sobre todo, al sol. Consecuencia de la naturaleza de estas regiones son, no sólo las plantas y los animales, sino también las formas que revisten los hombres, su tamaño, su color, sus deseos, sus ocupaciones y sus costumbres. Señor, pues, de todo, es el movimiento de traslación universal. Pero a esto habría que argüir en primer lugar que esta doctrina atribuye a los astros lo que realmente es propio de nosotros, como por ejemplo nuestras voluntades y nuestras pasiones, nuestros males y nuestros impulsos. Al no concedernos nada, nos abandona en el estado de piedras que experimentan el movimiento, pero no como hombres que obrasen por sí mismos y de acuerdo con su naturaleza. Debe dársenos, sin embargo, lo que es privativamente nuestro; hasta nosotros y a lo que es propio de nosotros habrán de llegar los efectos del universo, pero distingamos, con todo, las cosas que nosotros hacemos de las que sufrimos necesariamente, sin atribuirlas por entero a los astros. De las distintas regiones y de la peculiar diferencia de lo que nos rodea viene hasta nosotros una especie de calor o de enfriamiento en la mezcla, pero, asimismo, otras cosas vienen de nuestros progenitores. Somos, en la mayor parte de los casos, semejantes a nuestros padres por nuestra manera de ser y por las pasiones irracionales del alma. Y, a la vez, hombres que son semejantes por el país de origen, resultan ser diferentes por su carácter y por su espíritu, como si estas dos cosas proviniesen realmente de otro principio. Podríamos hablar aquí convenientemente de la oposición entre la constitución física de los cuerpos y la naturaleza misma de los deseos. Porque, si verdaderamente se predice los acontecimientos de acuerdo con la posición de cada uno de los astros, reconócese sin duda que son producidos por ellos, mas también podría decirse de igual modo que los pájaros y todos los demás seres de que se sirven los adivinos para sus predicciones son los autores reales de esas cosas que anuncian. ENÉADA: III 1 (3) 5

Cada ser nace de conformidad con su naturaleza; así el caballo como nacido de un caballo, el hombre como nacido de un hombre, y cualquier otro ser de acuerdo con el ser del que proviene. Concedamos que el movimiento del cielo está concertado y coopera con los acontecimientos; esta cooperación es, no obstante su importancia, de naturaleza física y sólo afecta a las cualidades del cuerpo, así por ejemplo al calor y al frío y a las mezclas consiguientes que de ahí resultan. Ahora bien, ¿cómo explicar la producción de los caracteres, las ocupaciones y, especialmente, todas esas cosas que no deben quedar sometidas al temperamento físico, como por ejemplo las que son propias del gramático, del geómetra, del experto en el juego de dados o de cualquiera de los inventores? ¿Atribuiríamos a los astros los caracteres viciosos, cuando los astros son realmente dioses? Se dice generalmente que (los astros) nos envían males que ellos mismos experimentan, porque se introducen y precipitan en la tierra. ¡Como si pudiesen hacerse diferentes en el momento en que se ocultan respecto a nosotros, sin tener en cuenta para nada su movimiento eterno por la esfera del cielo y la posición idéntica que conservan en relación con la tierra! No deberá decirse que un astro se vuelve malo o bueno a tenor del astro al que mira y según la posición que adopta; ni tampoco que nos hace bien, si su disposición es buena, o mal, si su disposición es mala. Mejor convendrá decir que el movimiento de traslación de los astros atiende a la conservación del universo e, igualmente, a cualquier otro servicio; y así, mirando hacia los astros como si fuesen letras, todo el que conoce este alfabeto reconoce los hechos del futuro en las figuras de aquellos, interpretando metódicamente su significación por el procedimiento de la analogía. Es como si se dijese: un pájaro que vuela a gran altura, anuncia acciones de carácter elevado. ENÉADA: III 1 (3) 6

Resulta ilógico inculpar aquí a las partes, porque las partes deben ser consideradas en relación con el todo, para comprobar si son armónicas y ajustadas a él. Convendrá examinar el todo, pero sin tener en cuenta para nada cosas realmente pequeñas. Porque no es al mundo a quien se censura cuando se toma por separado alguna parte de él; lo mismo ocurriría si tomásemos del ser animado entero un simple cabello, un dedo o una de las partes más viles, y despreciásemos en cambio esa hermosa visión de conjunto que ofrece el hombre; o, por Zeus, si diésemos de lado a todos los animales y nos fijásemos tan sólo en el mas ruin; o, si se quiere, pasásemos en silencio por la totalidad del linaje humano para no ver más que a Tersites. El mundo en su conjunto es lo que nosotros debemos considerar, y si realmente lo contemplamos con atención, tal vez le escuchemos palabras como éstas: "Fue Dios quien me hizo y, por venir de Él, soy perfecto, encierro todos los animales y me basto a mí mismo. De nadie tengo necesidad, porque contengo todos los seres, plantas, animales y todo lo que puede nacer. Hay, pues, en mí muchos dioses, pueblos demoníacos, almas buenas y hombres felices por su virtud. Pero la tierra no se ha embellecido con plantas y animales de todas clases, ni la potencia del alma ha llegado hasta el mar para que el aire todo, el éter y el cielo queden privados en absoluto de la vida, sino que en ese otro mundo se encuentran todas las almas buenas, las que dan la vida a los astros y a la esfera eterna del cielo que, a imitación de la inteligencia, se mueve con un movimiento circular, perfectamente ordenado y siempre alrededor de un mismo centro, sin buscar nada hacia fuera. Todos los seres que se dan en mí aspiran al bien y cada uno de ellos lo alcanza a medida de su poder. Todo el cielo depende de Él, y no sólo el cielo sino toda mi alma, los dioses que existen en mis partes, todos los animales, las plantas y cualquier ser en apariencia inanimado que yo contenga. Estos seres participan únicamente de la existencia, pero las plantas poseen la vida, y los animales, además, la facultad de percibir; algunos, incluso, cuentan con la razón, y otros tienen la vida universal. No exijamos cosas iguales de seres que son realmente desiguales: esto es, no pidamos al dedo que vea, sino precisamente al ojo; al dedo, en mi opinión, hemos de pedirle que sea un dedo y que cumpla lo que es propio de sí mismo ENÉADA: III 2 (47) 3

Veamos en primer lugar los actos que radican en esas almas que hacen el mal, así como los males que unas almas procuran a otras y en perjuicio de sí mismas. Si no se acusa a la providencia de que ha hecho malas a estas almas, mucho menos podría exigírsele cuenta y razón de tales actos si se admite que "la responsabilidad es de quien ha elegido" . Porque, corno ya se ha dicho, conviene que las almas tengan un movimiento propio y, puesto que no son sólo almas sino que se encuentran mezcladas a cuerpos, no debe sorprender que vivan la vida que les corresponde. Las almas, en realidad, no han venido a los cuerpos porque el mundo exista, sino que ya antes de existir el mundo disponían del ser de éste, le cuidaban y procuraban que existiese, tratando de dirigirle y de conformarle de la manera que sea, bien por adición o donación de algo de sí mismas, bien por descender hacia el mundo, bien por unas y otras cosas. Pero ahora no se trata en realidad de esto y, ocurra lo que ocurra, no deberemos censurar por ello a la providencia. ¿Qué decir, sin embargo, cuando se advierten los males que afectan a quienes son opuestos a ellos, esto es, cuando se ve a los buenos pobres y a los malos dueños de las riquezas y disfrutando en abundancia de todo lo que debería corresponder a sus inferiores, que son hombres, o dominándolos, ya se trate en este caso de pueblos o ciudades? ¿Es que entonces la providencia no extiende su poder hasta la tierra? Otros hechos atestiguan, en verdad, que la razón llega hasta nosotros: así, por ejemplo, los seres vivos y las plantas que participan de la razón, del alma y de la vida. Pero si la razón se extiende hasta la tierra, no por eso la domina. Y siendo como es el Universo un ser animado único, lo mismo ocurriría si dijésemos que la cabeza y la cara del hombre provienen de la naturaleza y de la razón que le dominan, en tanto atribuirnos el resto a otras causas, como el azar o la necesidad, explicando con ello, o con la misma impotencia de la naturaleza, el origen de esas partes más despreciables. Pero la santidad y la piedad nos impiden conceder que estos hechos no sean como es debido e, igualmente, que censuremos al autor de la creación. ENÉADA: III 2 (47) 7

Queda por averiguar, sin embargo, que puedan ser un bien y en qué forma participan en el orden del mundo, o, si acaso, como es que no constituyen un mal. Las partes superiores de todo ser vivo, esto es, la cabeza y la cara, son siempre las más hermosas; las partes medias y las inferiores no se igualan, en cambio, a aquéllas. En el mundo, los hombres se encuentran en las partes media e inferior, en tanto el cielo y los dioses que se dan en él se hallan en la parte superior. Estos dioses y el cielo todo que rodea nuestro planeta abarcan la mayor parte del mundo, pues la tierra no es mas que su centro y uno de los astros del universo. Nos sorprendemos de que exista la injusticia entre los hombres porque pensamos que el hombre es la parte más noble del mundo y el ser más sabio de todos. Mas el lugar de los hombres está entre los dioses y las bestias, y unas veces se inclina a los unos y otras veces a las otras; así unos hombres se hacen semejantes a los dioses, otros a las bestias, y la mayoría se mantienen en medio. Aquellos cuya perversión les acerca a los animales irracionales y feroces arrastran consigo y violentan a los hombres que están en medio, y si éstos, que son mejores, se ven forzados y dominados por los que les son inferiores es porque, en efecto, son ellos también seres inferiores, que no pueden incluirse entre los buenos ni se hallan en verdad preparados para no sufrir tales cosas. ENÉADA: III 2 (47) 8

Si unos muchachos bien conformados en cuanto a su cuerpo, pero inferiores por la falta de educación de sus almas, dominasen en la lucha a otros que no fueron educados ni física ni moralmente y, además, les robasen sus alimentos y les quitasen sus hermosas vestiduras, ¿qué otra cosa podríamos hacer sino reír? ¿No es realmente justo que el legislador acepte que sufran todo esto como un castigo adecuado a su pereza y a su indolencia? Porque si se les habían enseñado ejercicios físicos, y por su pereza y su vida muelle y disoluta los miraron con indiferencia, ¿qué sorprenderá ahora el verles como corderos bien cebados y presa ya segura de los lobos? . Y en cuanto a los que hacen estas cosas, bastante castigo significa para ellos el ser lobos y hombres desgraciados. Hay, además, unas penas que deben sufrir y que no terminan con la muerte, puesto que de las acciones primeras se siguen unas consecuencias conformes con la razón y la naturaleza, esto es, el mal para los malos y el bien para los buenos. La vida, sin embargo, no habrá de ser considerada una palestra aunque aquí tratábamos de un juego de niños. Los muchachos de que hablamos crecen en un clima de ignorancia, unos y otros preocupados por ceñir sus espadas y manejar sus armas, lo cual constituye un espectáculo más hermoso que el de un simple ejercicio gimnástico. Si entre ellos los hay que no disponen de armas, los que estén armados alcanzarán la victoria. No corresponde a Dios, ciertamente, luchar en defensa de los pacíficos, pues la ley impone que ganen en la guerra los hombres esforzados y no los suplicantes. Porque no se consiguen frutos con rogativas sino con el cuidado de la tierra, como tampoco se puede estar fuerte descuidando la salud propia. No convendrá enojarse si los malos obtienen mejores frutos, bien porque sean los únicos que cultivan la tierra o porque la cultiven mejor. Ya que sería, en efecto, ridículo que habiendo acatado la voluntad de estos en todos los actos de la vida, sin tener en cuenta para nada lo que es grato a los dioses, quisiéramos encontrar precisamente nuestra salvación con la ayuda de los dioses, aun sin hacer ninguna de esas cosas que los dioses mismos ordenan para poder ser salvados. ENÉADA: III 2 (47) 8

No es el hombre, en verdad, el mejor de los seres vivos, sino que está situado en un rango intermedio, pero escogido por él. La providencia no permite que se pierda y hace, al contrario, que se eleve el hombre hacia lo alto por todos los medios de que dispone el ser divino para que la virtud resalte más; con esto, el linaje humano no ve destruido su carácter racional y, si no lo mantiene en el más alto grado, participa al menos de la sabiduría, de la inteligencia, del arte y de la justicia en las relaciones que unos hombres sostienen con otros - pues es claro que, cuando se trata injustamente a alguno, se cree en realidad obrar bien y según lo que es justo - . El hombre es, así, una hermosa creación, tan hermosa como es posible. Tiene también, en la trama del universo, una parte mejor que los demás animales que habitan sobre la tierra. ENÉADA: III 2 (47) 9

Nadie, por lo demás, con buen sentido censuraría a la providencia por el hecho de que existan en la tierra animales inferiores al hombre. Son ciertamente el ornamento de ella, y sería cosa de risa que alguien reprochase a los dioses que ofenden a los hombres, en la idea de que éstos no han de hacer otra cosa que pasar la vida en un sueño. Esos animales habrán de existir necesariamente; algunos, incluso, prestan una manifiesta utilidad, en tanto la que otros puedan ofrecer sólo se descubre con el tiempo. Ninguno de ellos, pues, es inútil para el hombre. Ridículo sería hablar de bestias salvajes cuando hay hombres de esta misma condición. ¿Y por qué considerar sorprendente que estas bestias desconfíen de los hombres y se defiendan contra ellos? ENÉADA: III 2 (47) 9

Hemos de considerar, por tanto, como algo propio del espectáculo teatral, todos esos crímenes y todas esas muertes, todas esas tomas y saqueos de ciudades. Todas esas cosas no son, en verdad, más que cambios de escena y de forma, la representación de unos lamentos y de unos gemidos. Porque en la vida de cada cual no es el alma la que se encuentra en el interior, sino su sombra, esto es, el hombre exterior que se lamenta, se queja y realiza todas sus cosas sobre esa escena múltiple que es la tierra entera. Así son los actos del hombre que vive una vida inferior y externa, del hombre que desconoce que sus lágrimas y sus actividades más serias no son otra cosa que juegos infantiles. Sólo por el hombre serio son tomadas también en serio las cosas graves  ; al resto de los hombres es meramente un pasatiempo. Y si estos últimos consideran sus juegos en serio es porque no saben cuál es su papel. Si se experimentan estas cosas en tono de chanza, ha de conocerse también, luego de esquivado el pasatiempo, que habíamos caído en juegos infantiles. Cuando, por ejemplo, Sócrates juega, quien realmente juega es el Sócrates exterior. Conviene, pues, meditar que las lágrimas y los gemidos no constituyen testimonio de males verdaderos; porque es sabido que los niños lloran y se lamentan por males que realmente no lo son. ENÉADA: III 2 (47) 15

¿De dónde proviene entonces que los adivinos anticipen los males y, asimismo, los prevean por el movimiento del cielo, o incluso añadiendo otras prácticas de este tipo? Ello es debido a que todo se enlaza, y también, sin duda, las cosas que son contrarias: la forma, por ejemplo, aparece enlazada a la materia, y en un ser vivo compuesto basta contemplar la forma y la razón para advertir igualmente el sujeto conformado a ella. Porque no vemos de la misma manera al ser animado inteligible que al ser animado compuesto, ya que la razón de éste transparece conformando una materia inferior. Siendo el universo un animal compuesto, si observamos las cosas que nacen en él, veremos a la vez la materia de que está hecho y la providencia que se da en él; porque la providencia se extiende a todo lo producido, esto es, a los seres animados, a sus acciones, a sus disposiciones, en las que la razón aparece mezclada con la necesidad. Vemos, pues, las cosas mezcladas o las que están mezclándose de continuo; y, sin embargo, no podemos distinguir y aislar, de una parte, la providencia y lo que está conforme con ella, y de otra, el sujeto material y lo que éste da a las cosas. Ni siquiera podría hacer esto un hombre sabio y divino; diríase que es un don de Dios. Porque un adivino no es capaz de decir el porqué sino solamente el cómo, y su arte viene a ser una lectura de los signos naturales, que son los que manifiestan el orden sin inclinarse jamás al desorden; podríamos afirmar aún mejor que este arte nos atestigua el movimiento del cielo, diciéndonos las cualidades de cada ser y su número antes de haberlas observado en él. Pues unas y otras, tanto las cosas del cielo como las de la tierra, contribuyen a la vez al orden y a la eternidad del mundo; por analogía, para quien las observa, las unas son signos de las otras. Digamos también que otras prácticas de predicción acuden a la analogía. Porque todas las cosas no deben ser dependientes unas de otras, sino semejarse de alguna manera. De ahí seguramente ese dicho de que "la analogía lo sostiene todo" 32. Así, por analogía, lo peor es a lo peor como lo mejor a lo mejor, al igual que, por ejemplo, un pie es a otro pie como un ojo a otro ojo; en otro sentido y, si se quiere, la virtud es a la justicia como el vicio a la injusticia. Al haber, pues, analogía en el universo, es posible la predicción; y si las cosas del cielo actúan sobre las cosas de la tierra, lo harán como unas partes del animal sobre otras, porque ninguna de ellas engendra a la otra sino que todas son engendradas a la vez. Cada una de esas partes sufre lo que conviene a su naturaleza, ya que una es de una manera y diferente la otra. Así, la razón sigue apareciendo como una. ENÉADA: III 3 (48) 6

Sin embargo, podría hablarse de la unidad como existente en sí misma y no precipitada en el cuerpo. De ella procederían todas las almas, tanto el alma del universo como las demás. En cierto modo, se presentarían reunidas y formando una sola alma, que no correspondería a ningún ser particular. Así, suspendidas por sus extremos y relacionadas entre sí, se lanzarían aquí y allá, cual una luz que, tan pronto se acerca a la tierra, se introduce en nuestras casas, aunque no por ello se divida y pierda algo de su unidad. El alma del universo permanece siempre por encima de nosotros, porque no desciende hacia la tierra ni se muestra solícita por las cosas de aquí abajo; nuestras almas, en cambio, no siempre se encuentran en ese estado, porque están limitadas por una porción del cuerpo en cuyo cuidado han de poner toda su atención. El alma del universo, por su parte inferior, se parece al alma de un gran árbol, que dirige la vida sin fatiga ni ruido alguno; la parte inferior de nuestra alma resulta algo así como los gusanos que nacen en las ramas podridas del árbol, pues eso y no otra cosa es el ser animado en el universo; pero, además de esa alma, hay otra alma semejante a la parte superior del alma del universo y comparable a un agricultor que, preocupado por los gusanos del árbol, dirigiese hacia él todos sus cuidados. Como si se dijese que un hombre que disfruta de buena salud, en unión de los otros hombres en sus mismas condiciones, se aplica a todo aquello que debe hacer o contemplar; en tanto, si se encuentra enfermo, aparece entregado a los cuidados de su cuerpo, atento y predispuesto hacia él. ENÉADA: IV 3 (27) 4

No descienden, pues, con su propia inteligencia, sino que se dirigen hacia la tierra, pero con la cabeza fija por encima del cielo. Si ocurre en realidad que descienden demasiado, ello será debido a que su parte intermedia viene obligada a procurar el cuidado del cuerpo en el que aquéllas se han precipitado. El padre Zeus, en este caso, se compadece de sus trabajos y hace temporales las ligaduras que les atan a ellos, dando a las almas un descanso en el tiempo y liberándolas a la vez de sus cuerpos para que puedan alcanzar la región inteligible, donde permanece ya para siempre el alma del universo sin tener que volverse a las cosas de aquí abajo. Porque el universo dispone verdaderamente de cuanto es posible para bastarse a sí mismo, y así es y será, ya que su ciclo se cumple según razones fijas y, al cabo de un cierto tiempo, vuelve de nuevo al mismo estado conforme a un movimiento periódico. De este modo pone también de acuerdo las cosas de arriba con las de este mundo, ordenándolo todo con sujeción a una razón única. Y todo queda perfectamente regulado, no sólo en lo que atañe al descenso y al ascenso de las almas, sino también en cuanto a las demás cosas. Lo prueba el acuerdo de las almas con el orden del universo, pues éstas no actúan separadamente sino que coordinan sus descensos y manifiestan una armonía con el movimiento circular del mundo. La condición de las almas, sus vidas y sus mismas voluntades, tiene una explicación en las figuras formadas por los planetas, que emiten una sola nota y en las debidas proporciones (mejor lo daríamos a entender con las palabras musical y armonioso). Esto no sería posible, desde luego, si el universo no actuase conforme a los inteligibles y no tuviese pasiones adecuadas a los períodos de las almas, a sus regulaciones y a sus vidas en los distintos géneros de carreras que ellas realizan, bien en el mundo inteligible, bien en el cielo, bien en esos lugares terrestres a los que ellas se vuelven. ENÉADA: IV 3 (27) 12

Las almas, pues, se precipitan fuera del mundo inteligible, descendiendo primero al cielo y tomando en él un cuerpo; luego, en su recorrido por el cielo, se acercan más o menos a los cuerpos de la tierra, a medida de su mayor o menor longitud. Así, unas pasan del cielo a los cuerpos inferiores y otras verifican el tránsito de unos a otros cuerpos porque no tienen el poder de elevarse de la tierra, siempre atraídas hacia ella por su misma pesadez y por el olvido que arrastran tras de sí, carga que verdaderamente las entorpece. Las diferencias existentes entre las almas habrá que atribuirlas a varias causas: o a los cuerpos en que ellas han penetrado, o a las condiciones que les han tocado en suerte, o a sus regímenes de vida, o al carácter particular que ellas traen consigo, incluso, si se quiere, a todas estas razones juntas, o solamente a algunas de ellas. Unas almas, por su parte, se someten enteramente al destino; otras, en cambio, unas veces se someten y otras veces son dueñas de sí mismas; otras almas, en fin, conceden al destino todo cuanto es preciso darle, pero, en lo tocante a sus acciones, son realmente dueñas de sí mismas. Viven, por tanto, según otra ley, que es la ley que abarca a todos los seres y a la cual se entregan sin excepción todas las almas. La ley de que hablamos está formada de las razones seminales, que son las causas de todos los seres, de los movimientos de las almas y de sus leyes, provenientes del mundo inteligible. De ahí que concuerde con ese mundo y que tome de él sus propios principios, tejiendo la trama de todo lo que a él está ligado. En este sentido, mantiene sin modificación alguna todas las cosas que pueden conservarse conforme a su modelo inteligible, y lleva también a todas las demás allí donde lo exige su naturaleza. De modo que podemos decir que en el descenso de las almas ella es la causa, precisamente, de que ocupen una u otra posición. ENÉADA: IV 3 (27) 15

Podría probarse, por el razonamiento que ligue, que las almas, al abandonar la región inteligible, se dirigen primeramente al cielo. Porque si, realmente, el cielo es lo mejor que hay en la región sensible, ello habrá que atribuirlo a su proximidad a los últimos seres inteligibles. Los seres celestes son, en efecto, los primeros que reciben la vida del mundo inteligible, por su favorable disposición a participar en él; en tanto los seres de la tierra son los últimos y participan en menor grado del alma por el carácter de su naturaleza y su distancia al ser incorpóreo. ENÉADA: IV 3 (27) 17

Pero el alma superior debe querer olvidar lo que viene a ella del alma inferior. Porque, siendo como es un alma inteligente, podrá contener por fuerza al alma de naturaleza inferior. Cuanto más intente elevarse hacia lo alto, más olvidará también las cosas de este mundo; salvo que toda su vida, ya aquí en la tierra, se aplique tan sólo a recordar las cosas mejores, pues es igualmente hermoso dar de lado en este mundo a las preocupaciones de los hombres, con lo cual, necesariamente, se prescindirá de sus recuerdos. Así podrá decirse, y con razón, que el alma buena es un alma olvidadiza; porque huye de todo lo que es múltiple, conduce lo múltiple a la unidad y repudia lo indeterminado. Esta alma no se acompaña de los recuerdos de aquí abajo, sino que es ligera y vive consigo misma. Incluso en este mundo, cuando quiere elevarse a lo inteligible, deja por esto todas las demás cosas. Muy pocos recuerdos se lleva consigo a la región de lo alto; algunos más, sin embargo, la acompañará en el cielo. Hércules (en el Hades) podría hablar todavía de su bravura; pero, con todo, la estimaría como algo de poco valor al encontrarse ya en un lugar sagrado y en el mundo inteligible, pues es claro que aquí dispondría de fuerzas superiores, semejantes a las de los sabios en sus luchas. ENÉADA: IV 3 (27) 32

El alma que contempla en toda su pureza la región de los inteligibles no podrá tener en la memoria los acontecimientos de este mundo. Además, si, como parece, todo pensamiento se sitúa fuera del tiempo, dado que los inteligibles mismos se encuentran en la eternidad y no en el tiempo, es imposible que haya memoria alguna en aquella región, no sólo de las cosas ocurridas en la tierra, sino incluso de cualquier otro hecho, sea éste el que sea. Porque para esa alma todo está presente y no necesita verificar ningún recorrido ni pasar de una cosa a otra. ¿Pues qué? ¿No se da entre los inteligibles una división del género en especies y un paso de lo que está abajo a lo universal y, en definitiva, al término superior? Y si suponemos que la inteligencia no procede de este modo, puesto que se encuentra toda ella en acto, ¿por qué no decir lo mismo del alma, una vez en el mundo inteligible? ¿Hay algo que le impida su visión conjunta de todos los inteligibles? ¿Y no es ella como la de un solo objeto visto de una vez? En realidad se trata de un espectáculo en el que se reúnen pensamientos y cosas múltiples, algo verdaderamente variado y objeto también de un pensamiento variado, esto es, de pensamientos múltiples que se producen simultáneamente, al modo como en la percepción de un rostro tenemos las distintas sensaciones de los ojos, de la nariz y de las otras partes. Pero, ¿y cuándo divide un género y lo desenvuelve en sus especies? La división se verifica ya en la inteligencia y constituye para ella como una impronta. Por otra parte, ni lo anterior ni lo posterior que se encuentra en los conceptos se refiere para nada al tiempo; con lo cual tampoco el pensamiento de lo anterior precede en el tiempo al de lo posterior. Hay una ordenación de pensamientos, semejante a la que se da en una planta: también aquí las raíces y la parte superior de las ramas no guardan otra relación de primacía con respecto a las demás partes de la planta que la que pueda haber, según un determinado orden, para quien contempla la planta toda de una vez. Pero cuando el alma mira hacia un solo género, luego hacia algunas de sus especies y por fin hacia todas ellas, ¿cómo podrá aprehenderlas si no es de manera sucesiva? Digamos que la potencia de un género se aparece como una, e igualmente como múltiple, cuando se halla en otra cosa; entonces, sin embargo, todos los términos del género no se recogen en un solo pensamiento. Porque los actos (de esa potencia) tampoco responden a una unidad, sino que existen desde siempre por la potencia misma del género, ofreciéndose a la vez en las cosas más diversas. Porque el ser inteligible no es en verdad como el Uno y puede admitirse en él una naturaleza múltiple que antes no existía. ENÉADA: IV 4 (28) 1

Sólo la inteligencia permanece idéntica a sí misma. En cuanto al alma, situada en los límites del mundo inteligible, afirmaremos que puede cambiar, puesto que puede avanzar más hacia adentro. Si una cosa permanece alrededor de algo, conviene naturalmente que cambie y que no permanezca siempre de la misma manera. O lo que es lo mismo, no se habla de un verdadero cambio al mencionar el paso de los inteligibles a sí mismo, o de sí mismo a los inteligibles. Porque es claro que este mismo ser es todas las cosas, y él y todas las cosas constituyen una unidad. El alma que permanece en la región de los inteligibles experimente cosas diferentes en lo que respecte a si misma y a los objetos que hay en ella. Pero, si vive puramente en este mundo, ella misma tiene que poseer la inmutabilidad, puesto que ha de ser lo que son estos objetos. Incluso cuando se encuentra en la tierra, el alma debe tender necesariamente a la unión con la inteligencia, si de verdad se vuelve hacia ella. Cuando esto ocurre, nada se intercala entre ella y la inteligencia, y el alma se dirige a la inteligencia y armoniza enteramente con ella. Esta unidad no puede ser destruida en modo alguno, pero es la unidad de dos cosas. Es así que el alma no puede cambiar sino que conserva una relación inmutable con la inteligencia y posee a la vez la conciencia de sí misma; de tal modo que ha venido a ser una sola cosa con lo inteligible. ENÉADA: IV 4 (28) 2

Cuando sale del mundo inteligible, el alma ya no puede mantener su unidad. Se aficiona demasiado a sí misma y quiere ser ya algo distinto, como si inclinase su cabeza hacia afuera. He aquí, según parece, que el alma adquiere el recuerdo de sí misma; pero tiene también el recuerdo de los inteligibles, que la impide caer, y el recuerdo de las cosas de la tierra, que la impulsa hacia abajo, o el de las cosas del cielo, que la mantiene en esa región. El alma es, y se vuelve, en general, aquello de lo que tiene recuerdo, y el recuerdo es, a su vez, o un pensamiento o una imagen. Pero, ciertamente, la imaginación no posee su objeto, sino que tiene la visión de él e incluso su misma disposición. Por ello, cuando ve las cosas sensibles, el alma toma la misma dimensión de aquello que ve. Esto es debido a que el alma posee todas las cosas; pero, como las posee en segundo lugar, no se vuelve perfectamente todas esas cosas. Es, realmente, algo que permanece intermedio entre lo sensible y lo inteligible, como mirando hacia una y otra región. ENÉADA: IV 4 (28) 3

Mas, si dichas almas no tienen nada que buscar ni les asalte duda de ninguna clase - pues de nada tienen necesidad, ni han de aprender cosa alguna, ya que ello supondría su anterior ignorancia - , ¿qué razonamientos, o qué silogismos, o incluso qué pensamientos podremos atribuirles? Ni sobre las cosas humanas, ni sobre las cosas de la tierra, tienen que ejercitar estas almas sus pensamientos y sus artes; porque, evidentemente, disponen de otros medios para introducir el orden en el universo. ENÉADA: IV 4 (28) 6

¿Pues qué? ¿No se acuerdan de que han visto a Dios? No, en efecto, porque lo ven siempre, y, en tanto lo ven, no pueden decir en modo alguno que ya lo han visto. Eso estaría justificado si realmente dejasen de verlo. Entonces, ¿qué decir? ¿No se acuerdan de que han dado la vuelta a la tierra ayer y el año pasado? ¿No se acuerdan, por ejemplo, de que vivían ayer, y antes, y no tienen memoria de lo que ha ocurrido desde que viven? No, porque viven siempre, y lo que es siempre, es una y la misma cosa. Aplicar aquí una distinción entre el ayer y el año pasado es corno si se dividiese en varios movimientos el movimiento de un pie, haciendo de este movimiento que es uno varios movimientos distintos y seguidos. Tampoco en el cielo hay otra cosa que un movimiento único. Somos nosotros los que lo dividimos en días por la separación que suponen las noches. Más, ¿cómo distinguir muchos días allí donde sólo hay uno? En la región de lo inteligible no hay que contar para nada con el año último. Ahora bien, es claro que el espacio recorrido no es el mismo, sino que tiene partes diferentes, con las variaciones consiguientes del signo del zodíaco. Pero, ¿por qué no podrá decirse: "ya he sobrepasado este signo y ahora me encuentro en otro"? Nos preguntamos cómo no podrá ver los cambios entre los hombres quien vigila precisamente los asuntos humanos. ¿Cómo no sabe, en realidad, que los hombres se suceden y que ahora son otros, distintos a los de antes? Si así fuese, no hay duda que poseería la memoria. ENÉADA: IV 4 (28) 7

¿Habrá que distinguir también en las plantas unas cualidades que sean en sus cuerpos como el eco de una potencia y, a la vez, la potencia que dirige estas cualidades, potencia que es en nosotros la facultad de desear y en las plantas la potencia vegetativa? ¿O acaso esta potencia se da en la tierra, que tiene ciertamente un alma, y en las plantas proviene de ella? Habría que investigar primero cuál sea el alma de la tierra y si es, por ejemplo, algo que proviene de la esfera del universo, lo único a lo que Platón parece querer animar. ¿Será corno un resplandor de esta alma sobre la tierra? Mas he aquí que Platón dice de nuevo que la tierra es la primera y la más antigua de las divinidades que se encuentran en el cielo, dándole así un alma al igual que a los astros . Pero, ¿cómo podría ser una divinidad, si no tuviese alma? De este modo, la cuestión resulta difícil de resolver y las dificultades aumentan todavía, y no disminuyen, con las afirmaciones de Platón. ENÉADA: IV 4 (28) 22

Hemos de investigar primeramente cómo podremos formarnos una opinión razonable. Que existe en la tierra un alma vegetativa lo prueban sin duda las mismas plantas que nacen de ella. Pero si vemos que muchos animales tienen también su origen en la tierra, ¿por qué no decir que la tierra es un ser animado? Y de un ser así, que constituye una parte no pequeña del universo, ¿por qué no decir igualmente que posee una inteligencia y que es un dios? Si cada uno de los astros es un ser animado, ¿qué impide que lo sea la tierra, que es asimismo una parte del ser animado universal? Pues no hemos de afirmar que está dirigida desde fuera por un alma extraña y que no tiene alma en sí misma, al no poder contar con un alma propia. Más, veamos: ¿por qué un ser ígneo podría tener alma y no en cambio un ser de tierra? Tanto el uno como el otro son verdaderos cuerpos y no hay más músculos, o carne, o sangre, o líquido en el uno que en el otro, pues en realidad la tierra es el cuerpo más vario de todos. Podría argüirse que es el cuerpo que menos se mueve, pero habría que afirmar esto en el sentido de que no cambia de lugar. ¿Y cómo siente? ¿Cómo sienten a la vez los astros? Es claro que la sensación no es propia de la carne, ni en absoluto hay que dar un cuerpo a un alma para que ésta tenga sensación, sino que el alma debe ser dada al cuerpo para que éste pueda ser conservado. Al alma corresponde la facultad de juzgar y es ella la que debe mirar por el cuerpo, partiendo a tal fin de sus afecciones para concluir en la sensación. ¿Qué es, en cambio, lo que experimenta la tierra y cuáles podrían ser sus juicios? Las plantas, en cuanto que pertenecen a la tierra, no tienen sensación alguna. ¿De qué y por qué iba a tener ella sensación? Porque, ciertamente, no nos atreveremos a admitir sensaciones sin sus órganos. Y, además, ¿de qué le serviría la sensación? No, desde luego, para conocer, porque el conocimiento intelectual es suficiente para los seres que no obtienen ninguna utilidad de la sensación. No hay por que, pues, conceder esto. Pero se da en las sensaciones, además de su misma utilidad, un cierto conocimiento rudo, como el del sol, el de los astros, el del cielo y el de la tierra; y nuestras sensaciones, por otra parte, resultan gratas por sí mismas. Mas, dejaré la cuestión para más adelante; ahora hemos de preguntarnos de nuevo si la tierra tiene sensaciones, qué son y cómo se dan en ella. Para esto habrá que considerar en primer lugar las dificultades que antes surgieron, como por ejemplo si pueden existir sensaciones sin órganos y si ellas están dispuestas para nuestra utilidad, aun en el supuesto de que puedan ofrecernos otras ventajas. ENÉADA: IV 4 (28) 22

En tal sentido podremos examinar no sólo las cosas relativas a la tierra, sino también las que se refieren a todos los astros y, en especial, al cielo y al mundo entero. La sensación, según lo que nosotros decíamos, se verifica en seres particulares a los que afecta algún objeto, pero siempre en relación con otros seres particulares. Porque, ¿cómo podría haber sensación en el ser universal si este ser es insensible con relación a sí mismo? Si el órgano que siente debe ser diferente al objeto sentido, y si el universo lo es a la vez todo, es dará que no podrá darse en él un órgano que siente y un objeto sentido, sino que habrá que concederle una sensación de sí mismo, análoga a la que nosotros tenemos de nosotros mismos, pero sin otorgarle por esto la sensación, que es siempre conocimiento de otro ser. Así, cuando nosotros recibimos alguna impresión no habitual de un hecho que ocurre en nuestro cuerpo, tenemos que atribuirla a algo que viene de fuera. ENÉADA: IV 4 (28) 24

Sin embargo, puesto que nosotros percibimos no sólo los objetos exteriores, sino también una parte de nuestro cuerpo con alguna otra de sus partes, ¿qué impide que el universo se sirva de las estrellas fijas para ver los planetas y de éstos para ver la tierra y las cosas que hay en la tierra? Si estos seres no tienen las mismas experiencias que los otros seres, pueden, no obstante, tener sensaciones de otra manera, con lo cual la visión no sólo pertenecerá a las estrellas fijas en sí mismas, sino que la esfera que las encierra podrá ser como un ojo que dé a conocer lo que ve al alma del universo. Y si esta misma esfera no sufre como las demás, ¿por qué no podrá ver al igual que ve un ojo, siendo como ella es una esfera luminosa y animada? "No tiene necesidad de ojos", dice (Platón). Pero si nada le queda por ver fuera de sí misma, algo al menos tendrá que ver en su interior y nada impedirá que se vea a sí misma. Demos por supuesto, en efecto, que la visión no constituya para ella nada esencial y que resulte vano el que se vea a sí misma. Aun así, podría tomarse como una consecuencia necesaria, porque, ¿qué impide que un cuerpo como éste disfrute de la visión? ENÉADA: IV 4 (28) 24

Si esto es así, ¿por qué no hemos de conceder la sensación a la tierra? Y mejor, ¿qué sensaciones? ¿Por qué no hemos de otorgarle, en primer lugar el tacto, para que una de sus partes sienta por otra y se transmita al todo la sensación del fuego y de otras cosas semejantes? Porque si la tierra cuenta con un cuerpo difícil de mover, ello no quiere decir que este cuerpo sea inmóvil. Tendrá, pues, la sensación, si no de las cosas pequeñas, sí al menos de las cosas grandes. Pero, ¿por qué se dará en ella la sensación? Porque sin duda es necesario, en el caso de que tenga un alma, que sus movimientos más importantes no se le oculten. Nada impide, por lo demás, que posea sensaciones, al objeto de disponer lo mejor posible las cosas de los hombres en la medida en que estas cosas dependen de ella. Aunque bien pudiera ocurrir que su buena disposición sea consecuencia de la simpatía universal. Y si da oídos a nuestras súplicas y las aprueba, no lo hará, desde luego, a la manera como lo hacemos nosotros. Puede experimentar, en efecto, otras sensaciones, ya se vea afectada por ella misma o por otras cosas; así, por ejemplo, puede percibir los olores y los gustos para proveer a las necesidades de los animales y a la conservación de sus cuerpos. Pero esto no quiere decir que haya de exigir órganos como los nuestros, pues a todos los animales no corresponden los mismos órganos y algunos, que no tienen orejas, perciben sin embargo los ruidos. Más, ¿cómo atribuirle la visión, si para esto es necesaria la luz? Porque es claro que no vamos a concederle el disfrutar de ojos. A la tierra le atribuimos con razón la potencia vegetativa, por estimar que esta potencia se da en un espíritu y que es, además, en ella algo realmente primitivo. Pero si esto es así, ¿por qué dudar de su transparencia? Siendo un espíritu, es en mayor grado transparente, y si, por otra parte, está iluminado por la esfera celeste, será transparente en acto. De modo que no resulta extraño ni imposible que el alma de la tierra posea la sensación de la vista. Hemos de pensar que no es el alma de un cuerpo baladí, puesto que la tierra misma es algo divino; por lo cual, entera y absolutamente dispondrá siempre de un alma buena. ENÉADA: IV 4 (28) 26

Si, pues, la tierra da a las plantas la potencia de engendrar o de crecer, no hay duda que esta potencia se encuentra en ella y que la de las plantas es una huella de aquélla. Pero, aun así, las plantas no dejarán de parecerse a la carne animada, si poseen en sí mismas la potencia de engendrar. Esta potencia de la tierra da a las plantas lo que ellas tienen de mejor, con lo que las diferencia de un árbol cortado, que no es en realidad una planta, sino tan sólo un trozo de madera. ENÉADA: IV 4 (28) 27

Pero, ¿qué es lo que da el alma de la tierra a su propio cuerpo? Hemos de admitir que un cuerpo terreno, una vez arrancado del suelo, no es ya el mismo que era antes. Vemos cómo las piedras aumentan de tamaño cuando están unidas a la tierra y cómo dejan de crecer cuando se las corta y separa de ella. Cada parte de la tierra conserva una huella de la potencia vegetativa, pero se trata, hemos de pensarlo así, de la potencia vegetativa general, esto es, no de la potencia de tal o cual planta, sino de la potencia de toda la tierra. En cuanto a la facultad de sentir que posea, no se presenta unida al cuerpo, sino más bien como conducida por él. Lo que ocurre también con el resto de su alma y de su mente, a la que los hombres denominan con los nombres de Hestia y de Deméter, sirviéndose de un oráculo de naturaleza divina. ENÉADA: IV 4 (28) 27

Porque está claro, en efecto, que si los dioses atienden nuestras súplicas, no desde luego de manera inmediata sino en un plazo breve y aún a veces dilatado, poseen el recuerdo de las rogativas de los hombres. Es eso lo que ocurre con los beneficios que nos otorgan Demeter y Hestia, salvo que se diga que solo la tierra procura tales beneficios. Dos cosas, pues, hemos de tratar de mostrar: primeramente como situaremos en los astros la función de la memoria, dificultad que, realmente, existe tan solo para nosotros y no para el resto de los mortales, que no tienen inconvenientes en concederles el recuerdo; en segundo lugar, habrá que considerar también esas acciones que parecen inauditas, acciones que la filosofía debe investigar, ofreciendo una lógica defensa frente a las dificultades esgrimidas contra los dioses que se encuentran en el cielo. La acusación, en este sentido, se extiende verdaderamente a todo el universo, si hemos de creer a los que dicen que el cielo todo puede ser hechizado por las artes más audaces de los hombres. Convendrá examinar también todo lo que se dice acerca de los demonios, y especialmente sobre los servicios que nos prestan, si es que esta cuestión no ha quedado ya resuelta en las páginas precedentes. ENÉADA: IV 4 (28) 30

Respecto a las acciones que van del todo a las partes, son para mí los movimientos del mundo sobre si mismo y sobre sus partes porque el movimiento del cielo no sólo se determina a si mismo sino que determina también los demás movimientos parciales, y así, por ejemplo, los astros que se comprenden en él y todas las cosas de la tierra a las que ese movimiento afecta. En cuanto a las acciones y pasiones que van de las partes a las partes, están claras para todo el mundo: considérese las relaciones del sol con los otros astros, la influencia que ejerce sobre ellos, sobre las cosas de la tierra y sobre los seres que están en los otros elementos. Convendría examinar, naturalmente, todos y cada uno de estos puntos. ENÉADA: IV 4 (28) 31

El movimiento circular del cielo significa una verdadera acción que, en primer lugar, se da a sí mismo disposiciones diferentes y, en segundo lugar, las otorga a los astros de su círculo. También, sin duda alguna, actúa sobre las cosas de la tierra, modificando no sólo los cuerpos existentes en ella sino incluso las disposiciones de sus almas; y es evidente, por muchas razones, que cada una de las partes del cielo actúa sobre las cosas de la tierra y, en general, sobre todas las cosas de rango inferior. Dejemos para más adelante si estas últimas actúan sobre las primeras y, por el momento, demos por válidas las teorías admitidas por todos o, al menos, por la mayoría, siempre y cuando se nos aparezcan como razonables. Hemos de indicar ya desde un principio cuál es el modo de acción de los astros, porque esta acción no es sólo la del calor, la del frío o la de cualesquiera otras cualidades a las que consideramos como primeras, sino también la de cuantas derivan de su mezcla. Diremos mejor que el sol no verifica toda su acción por el calor, ni todos los demás astros por medio del frío, porque ¿cómo podría haber frío en el cielo tratándose de un cuerpo ígneo? Tampoco se concebiría la acción de ningún astro por medio de un fuego húmedo, con lo cual no es posible explicar de tal modo las acciones de los astros y muchos de sus hechos quedarán oscuros en su origen. Aun admitiendo que las diferencias de caracteres provengan de las de los temperamentos corpóreos, y éstas a su vez del predominio del calor o del frío en el astro que las produce, ¿cómo podríamos explicar la envidia, los celos o la misma astucia? Y si damos con la explicación, ¿cómo deducir de aquí la buena y la mala suerte, la riqueza y la pobreza, la nobleza de nacimiento o el descubrimiento de un tesoro? Tendríamos realmente a mano innumerables hechos que nos alejan de las cualidades corpóreas que los elementos dan a los cuerpos y a las almas de los seres animados. ENÉADA: IV 4 (28) 31

Si no atribuimos ni a causas corpóreas ni a una libre decisión las influencias del cielo que recaen sobre nosotros, sobre los demás seres animados y, en general, sobre las cosas de la tierra, ¿qué otra causa podríamos invocar? En primer lugar, este universo es un solo ser animado que contiene en sí mismo todos los demás seres animados; en él se encuentra también un alma única, que llega a todas sus partes en cuanto que todos los seres son asimismo partes de él. Pues todo ser es una parte en el conjunto del universo sensible; y lo es, en efecto, en tanto que tiene un cuerpo, ya que, en lo que respecta a su alma, es también una parte en tanto que participa en el alma del universo. Decimos de los seres que participan sólo en esta alma que son partes del universo, pero afirmamos de los que participan en otra alma que no son ya únicamente partes del universo. En este sentido, no dejan de sufrir igualmente las acciones de los otros seres, en cuanto que encierran en sí mismos una parte del universo y reciben de él, además, todo lo que ellos tienen. Este universo es, por consiguiente, un ser que comparte el sufrimiento. Y así como en un animal las partes más alejadas son realmente próximas, como ocurre con las uñas, los cuernos y los dedos, así también son próximas en él las partes que no se tocan; porque, no obstante el intervalo y aunque la parte intermedia no sufra, esas mismas partes sufren la influencia de las que no son próximas. Tenemos el ejemplo de las cosas semejantes y no contiguas, separadas por algún intervalo: es claro que esas partes simpatizan entre sí en virtud de su semejanza, puesto que, aun manteniéndose alejadas, tienen necesariamente una acción a distancia. Siendo como es el universo un ser que culmina en la unidad, ninguna de sus partes puede estar tan alejada que no le sea próxima, dada la tendencia natural a la simpatía que existe entre las partes de un solo ser. Si el sujeto paciente es semejante al agente, la influencia que pueda recibir no le parece extraña; en cambio, cuando no es semejante esa misma pasión le parece extraña y no se muestra dispuesto a sufrirla. No conviene admirarse de que la acción de una cosa sobre otra resulte verdaderamente perjudicial, aun siendo el universo (como decimos) un solo ser animado; porque incluso en nosotros mismos, por la actividad que ejercen nuestros órganos, una parte puede ser dañada por otra, y eso ocurre con la bilis y la cólera de ella resultante, que atormentan y fustigan a las otras partes. También en el universo se da algo análogo a la cólera y a la bilis; así, en las plantas unas partes se oponen a otras hasta el punto de agostar la propia planta. ENÉADA: IV 4 (28) 32

Si el sol y los demás astros miran realmente a las cosas de aquí, hemos de pensar que el mismo sol - para fijarnos exclusivamente en él - mira también a las cosas inteligibles, produciendo a la vez, de la misma manera que calienta las cosas de la tierra, todo eso que a él se atribuye. Y aun después distribuye algo de su alma, en virtud del alma vegetativa múltiple que se encuentra en él. Por su parte, los demás astros transmiten su poder, como si lo irradiasen, pero sin que en ello intervenga su voluntad. Y todos, en conjunto, forman una sola figura, ofreciendo una u otra disposición según la figura adoptada. ENÉADA: IV 4 (28) 35

Todas las figuras tienen ciertamente su poder, y a tantas figuras corresponderán por necesidad tantos efectos, aunque a decir verdad algo del efecto proviene de las mismas cosas que forman las figuras, con lo cual a cosas diferentes corresponderán también efectos diferentes. Incluso en las cosas de aquí advertimos claramente el poder de las figuras, existiendo en nosotros el temor de experimentar daño con la percepción de ciertas figuras, mientras otras son vistas sin perjuicio alguno. Tendríamos razón para preguntarnos: ¿por qué unas figuras perjudican a unos y otras a otros? Sin duda, porque en un caso actúan unas figuras y en otro, otras, y precisamente aquellas que pueden hacerlo para lo que naturalmente están dispuestas. Y así, una figura atrae la mirada de una persona, pero otra, en cambio, no tiene atractivo para ella. Si se dijera que es su belleza la que nos atrae, ¿por qué, entonces, un objeto bello es del gusto de uno, y otro del gusto de otro, si la diferencia de figura no tiene poder alguno? ¿Por qué hemos de afirmar que los colores actúan eficazmente, y no del mismo modo las figuras? Porque, hablando en términos generales, resulta absurdo incluir una cosa entre los seres y no atribuirle poder alguno. El ser es lo que es capaz de actuar o de sufrir. Y así, a unos seres atribuimos la acción, y a otros, en cambio, la acción y la pasión; aunque, a decir verdad, se den en ellos otros poderes que los de su, figuras, porque en la misma tierra existen otros muchos poderes que no se derivan del calor o del frío, y hay, por ejemplo, seres que difieren por su cualidad y se ven atenidos en su forma a razones seminales, los cuales participan en el poder de la naturaleza: tal es el caso de las piedras y de las plantas, que producen muchos efectos maravillosos. ENÉADA: IV 4 (28) 35

Hemos de afirmar que, aun sin la razón, todo ser tiene un cierto poder, modelado y conformado como está en el universo, y participante además en el alma de éste, verdadero ser animado por el cual es contenido y del cual, a su vez, forma parte. Porque es evidente que nada hay en el universo que no sea parte de él, si bien unos seres disfrutan de más poder que otros y las cosas de la tierra, por ejemplo, son inferiores en potencia a las cosas del cielo, que disponen de una naturaleza más visible. En cuanto a la acción de las potencias no hemos de atribuirla a la voluntad de los seres de los que parece provenir - puede darse, en efecto, en seres carentes de voluntad - , ni a una reflexión sobre el don mismo de su poder, aun en el caso de que algo del alma provenga de esas potencias. Porque unos seres animados pueden proceder de otro sin que éste lo haya querido ni se vea disminuido por ello; e incluso sin que llegue a comprenderlo. Aun en el caso de que ese ser contase con voluntad, no sería ésta la que realmente actuase; con mayor razón, si se trata de un ser que no posee la voluntad y tampoco conciencia de sus actos. ENÉADA: IV 4 (28) 37

El que una actividad provenga de un sujeto no hace suponer que termine en otro sujeto. Si éste se presenta, experimentará como tal sujeto una determinada afección. Pero así como la vida es una actividad del alma, que confluye en un cuerpo, si éste se presenta, pero que sigue existiendo aunque el cuerpo no esté a su alcance ¿qué impide que ocurra lo mismo con la luz, si ella es también la actividad de un cuerpo luminoso? Porque no es la oscuridad del aire la que engendra la luz, sino que es su misma mezcla con la tierra la que hace a la luz oscura y verdaderamente impura. Decir que el aire la produce es tanto como afirmar que una cosa es dulce por su mezcla con otra amarga. Si se dice, pues, que la luz es una modificación del aire, habrá que añadir además que esta modificación afecta también al aire, cuya oscuridad sufre una transformación y deja de ser ya oscuridad. El aire, cuando está iluminado, permanece tal cual es sin ser afectado por nada. La afección pertenece tan sólo al objeto en el que se da, bien entendido que el color no es una afección del aire, sino que existe por sí mismo; así, decimos del color que está presente en él. Y con esto se ha tratado bastante de la cuestión. ENÉADA: IV 5 (29) 6

Más, ante todo, deberá considerarse en qué puede descomponerse ese cuerpo al que llamamos alma. Porque, como la vida pertenece necesariamente al alma, si ese cuerpo que es el alma está compuesto de dos o más, o bien cada uno de ellos tiene una vida que le es connatural, o bien - en el caso de que sean dos - uno la posee y el otro no, o incluso no la posee ninguno de ellos. Si la vida pertenece a uno de los dos, ese cuerpo será precisamente el alma. Pero, ¿qué podría ser realmente un cuerpo que tiene la vida por sí mismo? Porque tanto el fuego, como el aire o la tierra son por sí mismos seres inanimados, con lo cual si el alma asienta en alguno de estos seres, la vida de la que cada uno disponga le resultará siempre algo extraño. Ahora bien, no hay otros cuerpos más que los citados, y si para algunos existen otros elementos, no los considerarán como almas, sino como cuerpos, y como cuerpos que carecen de vida. Pero si ninguno de ellos posee la vida, absurdo sería decir que su encuentro la produce. Porque si cada uno de ellos la poseyese, tendríamos ya suficiente con un cuerpo. Además, mucho más difícil sería que una reunión de cuerpos produjese la vida y que seres sin inteligencia engendrasen la inteligencia. Podría argüirse, sin duda, que no se trata aquí de una mezcla de escaso valor. Pero convendría presuponer entonces un ordenador y una causa de esta mezcla, la cual tendría la consideración de alma. Porque es claro que no podría existir ningún cuerpo compuesto, e incluso ningún cuerpo simple, si no existe a la vez el alma universal, siendo como es la razón que se incorpora a la materia la encargada de producir un cuerpo. Y una razón, ya es sabido, no proviene de otra cosa que de un alma. ENÉADA: IV 7 (2) 2

El alma llamada divina gobierna el cielo entero de la primera manera y se halla por encima de él por su parte mejor, enviándole también interiormente la última de sus potencias. No se diga, pues, que Dios ha creado el alma en un lugar inferior, porque el alma no está privada de lo que exige su naturaleza y posee desde siempre y para siempre un poder que no puede ser contrario a su naturaleza, Ese poder le pertenece continuamente y nunca ha tenido un comienzo. Cuando dice (Platón) que las almas de los astros guardan con su cuerpo la misma relación que el alma universal con el mundo - (Platón) coloca los cuerpos de los astros en los movimientos circulares del alma - , conserva para ellos la felicidad que verdaderamente les conviene. Porque hay dos razones que provocan nuestra irritación al hablar de la unión del alma con el cuerpo: una de ellas es la de que sirve de obstáculo para el pensamiento, y otra la de que llena al alma de placeres, de deseos y de temores , todo lo cual no acontece al alma de los astros, que no penetra en el interior de los cuerpos, ni puede atribuirse a ninguno, pues no es ella la que se encuentra en su cuerpo, sino su cuerpo el que se encuentra en ella. Ya que el alma es de tal naturaleza que no tiene necesidad ni esta falta de nada; de modo que tampoco puede estar llena de deseos y de temores. Ninguna cosa del cuerpo puede parecer temible al alma, dado que ninguna ocupación la hace inclinar hacia la tierra y la aparta de su mejor y beatífica contemplación. Muy al contrario, el alma se encuentra siempre cerca de las ideas y ordena el universo con su mismo poder, sin que ella intervenga en él para nada. ENÉADA: IV 8 (6) 2

Toda alma deberá proponerse en primer lugar: ¿cómo es realmente ella misma, que creó todos los animales y les dio un soplo de vida, esos animales (decimos) que alimentan a la tierra y el mar, o cuantos se encuentran en el aire, en el cielo y en los astros divinos? Porque es claro que a ella se debe el sol y la inmensidad del cielo, y es ella también la que puso orden en estos seres, dotándolos de un movimiento de rotación. Pero el alma, sin embargo, dispone de una naturaleza diferente a la de los seres que ordena, mueve y hace vivir. Es necesario, por tanto, que tenga mucho más valor que ellos, ya que estos seres nacen y perecen y cuando el alma les da la vida y les destruye, y ella, en cambio, existe siempre por cuanto no se abandona nunca a si misma. Y en lo relativo al modo de proporcionar la vida al universo y a cada uno de los seres, el alma deberá razonar así: ella, que es un alma, y nada pequeña, por cierto, si es digna de verificar este examen y de liberarse del engaño y la seducción a que se ven sujetas las otras almas, en virtud de su tranquilidad natural, habrá de dirigir su atención a esa gran alma universal. Supondrá que se da el reposo en el cuerpo que la rodea y que no sólo se apacigua su movimiento, sino que el reposo se extiende en su derredor; esto es, que se encuentran en reposo la tierra, el mar, el aire y el mismo cielo, que es superior a los otros elementos. Tendrá que imaginar para este cielo inmóvil un alma que le viene de fuera y que penetra y se vierte en él, inundándole e iluminándole por todas partes; porque lo mismo que los rayos del sol iluminan una nube oscura y la llenan de luz hasta hacer que parezca dorada, así también el alma que penetra en el cuerpo da a éste la vida y la inmortalidad y le despierta de su reposo. Movido el cielo con un movimiento eterno y por un alma que le conduce inteligentemente, se convierte en un animal feliz que obtiene así su dignidad del alma establecida en él. Antes de esto no era realmente más que un cuerpo sin vida, tierra y agua, o mejor una materia oscura y un no-ser, "odiado por los dioses" como alguien dice. ENÉADA: V 1 (10) 5

Conviene, pues, según parece, que contemplemos el alma, y de ella la parte más divina, si queremos saber realmente lo que es la Inteligencia. Lo cual no es posible si no separáis del hombre que vosotros formáis, en primer lugar el cuerpo, a continuación el alma que lo modela, luego la sensación, los deseos, los impulsos del ánimo y todas las demás bagatelas que nos hacen inclinar por completo hacia la vida perecedera. Lo que queda de todo esto es lo que nosotros llamábamos la imagen de la Inteligencia, que conserva la luz de la Inteligencia, lo mismo que después de la esfera por la que se extiende el sol encontramos todo lo que la rodea y lo que recibe de ella su luz. No podríamos aceptar en modo alguno que la luz que rodea el sol exista en sí misma, pues, es claro que ha salido de él y permanece alrededor de él. Y, sin embargo, decimos que de una luz primera proviene otra y así sucesivamente, en cadena ininterrumpida, hasta que la luz llega a nosotros y a la tierra; con lo que toda la luz que rodea el sol es colocada en un sujeto diferente a fin de no mantener vacío de cuerpo el espacio que está más allá del sol. Pero el alma, en cambio, que proviene de la Inteligencia, es como una luz que la rodea y que depende de ella, luz que, ciertamente, no se vincula a sujeto alguno, ni tampoco a un determinado lugar, como ocurre con la Inteligencia. Porque si la luz del sol se encuentra en el aire, el alma por su parte se mantiene pura de todo contacto con el cuerpo, lo que explica que sea vista por ella misma y por las demás almas como algo existente en sí mismo. ENÉADA: V 3 (49) 5

Hay en la naturaleza una razón que constituye el modelo de la belleza que se da en el cuerpo; pero hay en el alma una razón todavía más bella, de la que proviene que se encuentra en la naturaleza. Se aparece con toda claridad en el alma virtuosa, en la que gana siempre en belleza; porque adorna el alma y la llena de luz, como proveniente de una luz superior que es la belleza primera. Al asentar en el alma, le hace deducir cuál es la razón que existe antes de ella, esa razón que ni es adecuada, ni podrá darse en otro ser, sino tan sólo en sí misma. Por lo que ni quiera se trata de una razón, sino más bien del creador le la razón primera, de la belleza que se da en el alma como en una materia, esto es, de la Inteligencia; pero de la Inteligencia que existe desde siempre y no de la inteligencia que ha surgido en el tiempo, porque ésta de que nosotros hablamos no ha podido recibir nada ajeno. ¿Qué imagen podríamos forjarnos de ella, si toda imagen surge de una cosa inferior? Conviene, en cambio, que su imagen la saquemos de la misma inteligencia, pero de modo que no la tomemos como imagen, cual hacemos también cuando tomamos un trozo de oro como muestra de todo el oro y, si lo hemos recogido en estado impuro, procedemos a su limpieza, mostrando así de hecho y de palabra que todo este trozo no es oro sino más bien un cuerpo con un cierto volumen. Lo mismo ocurre aquí cuando partimos de la inteligencia ya purificada que se da en nosotros, o, si se quiere, cuando partimos de los dioses y de la inteligencia que se da en ellos. Porque venerables y hermosos son todos los dioses y su belleza es realmente extraordinaria; pero, ¿qué es lo que hace que sean así? Sin duda, la Inteligencia, y sobre todo esa inteligencia que es más activa que la nuestra, que se hace visible. Pues, no son dioses por la belleza de sus cuerpos, ya que cuando tienen cuerpos, no es a éstos a los que deben la divinidad, sino que lo son por la Inteligencia. Pero es claro que los dioses son bellos; porque no cabe imaginarIos unas veces como sabios y otras como privados de sabiduría, sino siempre como sabios y en la actitud impasible, descansada y pura de su misma inteligencia. Lo saben todo y conocen no sólo las cosas humanas sino también las cosas divinas que a ellos les conciernen y cuanto puede contemplar una Inteligencia. Los dioses que se encuentran en el cielo, como disfrutan del ocio, contemplan eternamente y a lo lejos las cosas que se dan en el cielo inteligible, bastando para esto con que eleven su cabeza sobre la bóveda celeste; los dioses de la región inteligible, esto es, los que tienen aquí su morada, habitan en un cielo que lo es todo, porque todo en esta región es cielo; lo es la tierra, lo es el mar, lo son también los animales, las plantas y los hombres, todo, en fin, es celeste en el cielo inteligible. Los dioses que se dan aquí no desprecian a los hombres ni nada de lo que se encuentra en esta región, porque en ella tienen su morada y recorren, además, todo el cielo inteligible sin privarse del descanso eterno ENÉADA: V 8 (31) 5

Porque es fácil la vida en esa región. La verdad es su madre, su nodriza, su sustancia y su alimento. Los seres que la habitan lo ven realmente todo, no sólo las cosas a las que conviene la generación, sino las cosas que poseen el ser y ellos mismos entre ellas. Porque todo es aquí diáfano y nada hay oscuro o resistente. Todo, por el contrario, es claro para todos, todo, incluso en su intimidad; es la luz para la luz. Cada uno tiene todo en sí mismo y ve todo en los demás, de manera que todo está en todas partes, todo es todo, cada uno es también todo y el resplandor de la luz no conoce límite. Cada uno es grande, porque lo pequeño es igualmente grande. El sol es aquí todos los astros y cada astro es, a su vez, el sol y todos los demás astros. Cada uno tiene algo sobresaliente, aunque haga manifiestas todas las cosas. El movimiento que aquí se da es movimiento puro, puesto que su motor no le confunde su marcha al no ser distinto de él. El reposo, por su ante, tampoco se ve turbado por el movimiento, porque no se mezcla con nada inestable. Y lo bello es absoluto, porque no se contiene en algo que no es bello. Cada uno no avanza sobre un suelo extraño, sino que, en el lugar donde se encuentra, es verdaderamente él mismo; y a la vez, cuando mina hacia lo alto reúne también en sí mismo el lugar donde proviene. El mismo y la región que habita no son, por tanto, dos cosas distintas; porque su sujeto es la Inteligencia y él mismo es inteligencia. Pensad por un momento que este cielo visible, que es luminoso, produce toda la luz que proviene de él. Aquí, ciertamente, de cada parte distinta proviene también una luz distinta, siendo cada una tan sólo una parte; allí, en cambio, es del todo de donde proviene siempre cada cosa, que es a la vez, e igualmente, el todo. Porque si bien es cierto que la imaginamos como una parte, también podremos verla como un todo si la miramos con agudeza. Ocurre con esta visión lo que con la de Linceo, que, según se dice, veía incluso lo que hay en el interior de la tierra; porque la fábula, al fin, quiere insinuarnos enigmáticamente cómo son los ojos en la región inteligible. No hay allí, en efecto, ni cansancio ni plenitud de contemplación que obliguen al reposo; porque tampoco tenemos un vacío que convenga llenar ni un fin que haya que cumplir. No distinguiremos allí un ser de otro ser, y ninguno de ellos se verá insatisfecho con lo que corresponda a otro, porque en esa región los seres no conocen el sufrimiento. ENÉADA: V 8 (31) 5

Concedemos que este universo recibe de otro ser tanto su mismo ser como el resto de sus propiedades. Pero podríamos pensar también que su creador imaginó en sí mismo la tierra, como adecuada en el centro del mundo, luego el agua, que colocaría sobre la tierra, a continuación los demás elementos, en su orden hasta llegar al cielo, y por último todos los animales, con sus formas respectivas para cada uno y en el mismo número que ellos, sin dejar a un lado tanto sus partes internas como sus partes externas, procediendo ya al fin, con todas las cosas así dispuestas, a realizar lo que había imaginado . Tal esfuerzo de reflexión no es, sin embargo, posible; porque, ¿de dónde podrían venirle las imágenes de lo que no ha visto? Aunque las recibiese de otro ser no podría verdaderamente trabajar con ellas como lo hacen ahora nuestros artesanos, que se sirven de las manos y de los instrumentos; pues es claro que las manos y los pies son siempre algo posterior. Hemos de pensar entonces que todos los seres existen primero en otra parte, y que luego, sin necesidad ningún ser intermedio y tan sólo por su vecindad con alguna otra cosa, se aparece inmediatamente una copia y una imagen de aquel ser inteligible, bien de manera espontánea, bien porque el alma se aplique a ello, y nada importa ahora a lo que queremos decir que se trate del alma en general o de una determinada alma. Así, pues, todas las cosas de aquí provienen del mundo inteligible; pero allí, ciertamente, las cosas eran mucho más bellas, porque aquí todo se encuentra mezclado y allí, en cambio, permanece libre de mezcla. Todo aquí, del principio al fin, está retenido por las cosas: la materia, primero, por las formas de los elementos, a las cuales se superponen otras formas, y aun otras nuevas, hasta el punto de que resulta difícil descubrir la materia, oculta como está por tantas y tantas formas. Como ella misma es, pues, la última de las formas, sea lo que sea tendrá que constituir por entero una forma y, naturalmente, una totalidad de formas, porque su modelo es al fin una forma, que produce su objeto sin ruido alguno. Ya que no está de más recordar que todo agente productor es una esencia y una forma, por lo cual la creación se desarrolla sin asomo de fatiga. Y es a la vez creación de todo, porque lo produce todo. No hay para ella obstáculo de ninguna clase y ahora mismo lo domina todo, aunque los seres creados se obstaculicen unos a otros, dado que, para ella, no servirán de impedimento. Subsiste, pues, siempre, porque ella lo es todo. Y a mí me parece que, si nosotros mismos fuésemos modelo, esencia y todas las formas a la vez, incluso forma productora, esto es, sí aquí abajo se encontrase nuestro ser, nuestro arte dominaría sin esfuerzo a la materia; aunque bien es verdad que todo hombre venido a la existencia produce una forma diferente de lo que él es, porque, una vez llegado a la condición de hombre, se deja de ser el todo. Por lo que es preciso cesar de ser hombre, para recorrer el cielo, como dice (Platón), y gobernar todo el universo; pues con el dominio del universo se crea en realidad el universo. ENÉADA: V 8 (31) 5

Todo nuestro razonamiento tiende a demostrar que podemos explicar perfectamente por qué la tierra está en el centro y es esférica y, de igual modo, la disposición misma de la eclíptica. Pero, en el mundo inteligible, no porque las cosas tuviesen que ser así se hicieron deliberadamente así, sino que, porque son como son, están realmente bien. Es como si, en el silogismo causal, la conclusión antecediese a las premisas y no surgiese como resultado de ellas. Ya que aquí nada proviene de una consecuencia o de una reflexión, sino que por el contrario, todo es previo a cualquier consecuencia o a cualquier reflexión, puesto que todo esto viene después, lo mismo el razonamiento, la demostración y la prueba. Como se trata de un principio, está explicado que todo provenga de él. Y se dice con razón que no deben buscarse las causas de un principio así, que es verdaderamente tan perfecto e idéntico al fin. Hasta tal punto que principio y fin son ya todo a la vez y de una manera continua. ENÉADA: V 8 (31) 5

Reflexionemos sobre este mundo sensible, en el que cada una de sus partes permanece tal cual es y sin mezcla alguna, pero coincidentes todas en una unidad en la medida en que esto es posible, de tal modo que la aparición de una cualquiera de ellas, como por ejemplo la esfera exterior del cielo, se ofrece ligada inmediatamente a la imagen del sol y, a la vez, a la de los demás astros, viéndose así la tierra, el mar y todos los animales como en una esfera transparente en la que podrían contemplarse realmente todas las cosas. Tened, pues, en vuestro espíritu la imagen luminosa de una esfera, que contiene en sí misma todas las cosas, esto es, tanto les seres en movimiento como los seres en reposo, tanto los seres que no están en movimiento como los que no están en reposo. Y, con esta imagen en vosotros mismos, prescindid de su masa, e incluso de su extensión y de la materia contenida en la imagen. No imaginéis tampoco otra esfera de masa mucho más pequeña, invocad, si acaso, al dios que ha producido la esfera de la que tenéis la imagen y suplidle que se acerque hasta vosotros. Ya le tenemos aquí, trayendo consigo su mundo junto con todos los dioses que existen en él; porque es único y es a la vez todos los dioses, y cada uno de ellos son todos y todos son uno, pero todos también diferentes por sus potencias, aunque constituyan una unidad en medio de esta misma multiplicidad. Y mejor aún: uno es todos, porque nada tiene que perder cuando nacen ellos. Todos se dan a la vez, y cada uno por separado encuentra en un punto indivisible, al no poseer forma alguna sensible. De otro modo, uno se encontraría aquí, otro allí y cada uno no sería en sí mismo la totalidad de ellos. No contiene partes que sean diferentes entre sí respecto a las otras o a sí mismo, ni su totalidad se desgarra tantas veces cuantas sean las partes que hayan de ser medidas. Es, ciertamente, una potencia total que avanza hasta el infinito y que esta el infinito extiende su poder. Tan grande es que sus partes mismas son infinitas. Porque, ¿podría hablarse de algo a donde no alcance? Pues grande es este mundo y grandes son también las potencias que él encierra a la vez; pero todavía sería mayor y de una magnitud indecible si no tuviese que unirse a una potencia corpórea, por pequeña que ésta sea. Y en verdad que podrían llamarse grandes las potencias del fuego y de los otros cuerpos, ya que, en la ignorancia de la verdadera potencia, nos las imaginamos quemando, destruyendo, consumiendo y sirviendo asimismo al nacimiento de seres vivos. Pero es claro que si ellas destruyen es porque también son destruidas, y si engendran es porque a su vez ellas mismas son engendradas. En el mundo inteligible la potencia sólo posee el ser y la belleza; porque, ¿dónde podría encontrarse lo bello si se le privase del ser? ¿Y dónde estaría el ser si se le privase de la belleza? En el ser que ha perdido la belleza se da igualmente la pérdida del ser. Por ello, el ser es algo deseado, porque es idéntico a lo bello, y lo bello es a su vez amable precisamente porque es ser. ¿A qué viene buscar cuál de ellos es la causa del otro si solo existe una única naturaleza? Aquí, ciertamente, se da un ser engañoso, que tiene la necesidad de una belleza extraña y aparente para llegar a parecer bello e incluso para ser. Y lo es verdaderamente en tanto participa de la belleza de la forma, siendo también más perfecto cuanto más haya tomado de ella; porque la bella (esencia) está entonces más próxima a él. ENÉADA: V 8 (31) 5

Todos los hombres, desde su comienzo, se sirven de los sentidos antes que de la inteligencia, recibiendo, por tanto, primeramente la impresión de las cosas sensibles. Unos se quedan aquí y, ya a lo largo de su vida, creen que las cosas sensibles son las primeras y las últimas; piensan, por ejemplo, que el dolor y el placer que de ellas deriva son el mal y el bien, por lo que estiman como suficiente continuar persiguiendo al uno y mantenerse alejados del otro. Los que de entre ellos reclaman para sí la razón, proponen esto como la sabiduría; se parecen a esos pesados pájaros que, teniendo encima mucha tierra y agobiados por su carga, son incapaces de elevarse hacia lo alto, aunque la naturaleza les haya dotado de alas. Los otros se limitan a elevarse un poco por encima de las cosas inferiores, debido a que la parte superior del alma les lleva de lo agradable a lo hermoso; no obstante, incapaces de mirar hacia lo alto y dado que no tienen otro punto en que fijarse se precipitan con su nombre de virtud en la acción práctica al elegir las cosas de aquí abajo, sobre las que, en un principio, habían querido elevarse. Pero una tercera raza de hombres, divinos por la superioridad de su poder y la agudeza de su visión; estos hombres ven con mirada penetrante el resplandor que proviene de lo alto, elevándose hacia allí sobre las nubes y las sombras de aquí abajo. Allí permanecen, contemplando desde arriba las cosas de este mundo y gozando de esa región verdadera que es la suya propia, como el hombre aquel que luego de una larga peripecia llegó por fin a su patria bien regida. ENÉADA: V 9 (5) 5

Habrá que investigar también si el alma es alguno de los seres simples, o si hay en ella algo que sea como la materia y algo que sea como la forma; e, igualmente, si la inteligencia que se da en ella es como la forma en el bronce o como el artista que produce la forma en el bronce. Transfiriendo estas mismas cosas al universo nos elevaremos entonces a una inteligencia realmente creadora, instituida con el carácter de demiurgo. Diremos, por ejemplo, que el sustrato que recibe las formas es el fuego, el agua, el aire y la tierra, pero que las formas que llegan a él provienen de otro ser, que es el alma. El alma añade, pues, a los cuatro elementos la forma del mundo. Ahora bien, es la Inteligencia la que le proporciona las razones seminales, lo mismo que el arte da a las almas de los artistas las razones necesarias para su acción. Contamos así con una Inteligencia que es la forma del alma y que actúa según la forma; pero hay también una inteligencia que le proporciona la forma, al modo como el escultor la da a la estatua, que contiene en sí misma todo lo que él le ha dado. Lo que (la Inteligencia) ofrece al alma es algo que está cerca de la realidad verdadera; pero lo que el cuerpo recibe es ya una imagen y una imitación. ENÉADA: V 9 (5) 5