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Míguez-Plotino: parte del alma

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024, por Cardoso de Castro

  

Y las bestias, ¿cómo están en posesión del animal? Según. Caso de que, como se dice, habiten en ellas almas humanas que hayan pecado, toda la parte del alma que está separada no pasa a ser pertenencia de las bestias, sino que, estando presente, no está presente para ellas, sino que la consciencia no abarca más que la imagen del alma junto con el cuerpo. Su cuerpo es, pues, tal cual es el cualificado por una imagen de alma. Pero si en la bestia no penetró ninguna alma de hombre, se convierte en tal animal de tal especie en virtud de un destello emanado del Alma total. ENÉADA: I 1 (53) 11

En cambio, la naturaleza de los cuerpos, por cuanto participa de materia, será un mal no primario. Porque, eso sí, los cuerpos poseen una forma inauténtica, están privados de vida, se destruyen unos a otros, es desordenado el movimiento que originan, son impedimento para el alma — para la actividad propia del alma — y eluden la sustancia, fluyendo como están constantemente: son un mal de segundo orden. Pero el alma no es mala por sí misma, y tampoco es mala toda ella. — ¿Pues cuál es la mala? La que (Platón) caracteriza diciendo: «una vez que hemos reducido a servidumbre aquella parte del alma en la que el vicio halla su sede natural», dando a entender que es la especie irracional del alma la que es receptora del mal, de sinmedida, de exceso y defecto, de los cuales provienen la intemperancia, la cobardía y los vicios restantes del alma, afecciones involuntarias implantadoras de opiniones falsas y de la creencia de que las cosas que rehuye son malas y las que persigue buenas. ENÉADA: I 8 (51) 4

Vayamos, ahora al ejemplo del huso, que fue considerado por unos, ya desde antiguo, como un huso que trabajan las Parcas, y por Platón como una representación de la esfera celeste; las Parcas y la Necesidad, su madre, eran las encargadas de hacerle girar, fijando en suerte, al nacer el destino de cada uno. Por ella misma todos los seres engendrados alcanzan su propia existencia. En el Timeo, a su vez, el demiurgo nos da el principio del alma, aunque son los dioses que se mueven lo que facilitan las terribles y necesarias pasiones: así, los impulsos del ánimo, los deseos, los placeres y las penas, al igual que la otra parte del alma de la que recibimos esas pasiones Las mismas razones nos enlazan a los astros, de los cuales obtenemos el alma; y en virtud de ello quedamos sometidos a la necesidad una vez llegados a este mundo. ¿De dónde provienen entonces nuestros caracteres y, según los caracteres, las acciones y las pasiones que tienen su origen   en un hábito pasivo? ¿Qué es, pues, lo que queda de nosotros? No queda otra cosa que lo que nosotros somos verdaderamente, esto es, ese ser al que es dado, por la naturaleza, el dominio de las pasiones, Pero, sin embargo, en medio de los males con que somos amenazados por la naturaleza del cuerpo, Dios nos concedió la virtud, que carece de dueño Porque no es en la calma cuando tenemos necesidad de la virtud, sino cuando corremos peligro de caer en el mal, por no estar presente la virtud. De ahí que debamos huir de este mundo y alejarnos de todo aquello que se ha añadido a nosotros mismos. Y no hemos de ser siquiera algo compuesto, un cuerpo animado de alma en el que domina más la naturaleza del cuerpo, quedando sólo en él una simple huella del alma; si es así, la vida común del ser animado es en mayor medida la del cuerpo, y todo cuanto depende de ella es realmente corpóreo. Atribuimos, por tanto, a otra alma que se halla fuera de aquí ese movimiento que nos lleva hacia arriba, hacia lo bello y hacia lo divino donde a nadie es permitido mandar; muy al contrario, es el alma la que se sirve de este impulso para hacerse igual a lo divino y vivir de acuerdo con él en el lugar de su retiro. Al ser abandonado de esta alma corresponde, en cambio, una vida sujeta al destino; los astros no son para él, en este mundo, únicamente signos, sino que él mismo se convierte en una parte, sumisa por completo al universo, del cual es precisamente parte. Cada ser es ciertamente doble esto es, un ser compuesto y que sin embargo, resulta uno mismo; así, todo el universo es un ser compuesto de un cuerpo y de un alma enlazada a este cuerpo, y es también el alma del universo que no se encuentra en el cuerpo, pero que ilumina los propios vestigios de ella existentes en el cuerpo. Son igualmente dobles el sol y todos los demás astros. Como su otra alma es pura no producen nada pernicioso, pero algo engendran en el universo ya que son una parte de él y constituyen cuerpos vivificados por un alma. He aquí que cada uno de estos cuerpos es una parte del universo, que actúa sobre otra; pero su alma verdadera tiende, sin embargo, su mirada hacia el bien supremo. También las demás cosas siguen de cerca este principio y, mejor que a él, a todo lo que priva alrededor de él. Esta acción se ejercita no de otro modo que la del calor proveniente del fuego, que se extiende por todas partes; y es algo así corno la influencia del alma ejercida sobre otra alma con la cual tiene parentesco. ENÉADA: II 3 (52) 9

Las hipóstasis son engendradas por los principios más elevados, que permanecen inmóviles; pero el alma, como ya se ha dicho, se mueve para engendrar la sensación, considerada como hipóstasis, y la potencia vegetativa. El alma que se da en nosotros posee también esta potencia, la cual, sin embargo, no ejerce dominio alguno por ser una parte del alma; no obstante, cuando desciende a las plantas manifiesta en ellas su poder por el hecho de estar sola. ENÉADA: III 4 (15) 1

Conviene pensar que todos los demás demonios son así, e incluso los elementos de que están compuestos. Todo demonio, en el puesto que le ha sido asignado, puede procurarse y desear su bien, resultando por ello, afín a Eros, aunque, como él, no consiga darse satisfacción. Todo demonio desea una forma de bien, por lo que se explica que los seres buenos amen también, por Eros, el bien en absoluto y el bien real, pero no cualquier otro bien; los demás se colocan bajo la dependencia de otros demonios, cada uno en relación con un demonio diferente. Dejan así inactivo al Eros universal y actúan según el demonio que han escogido, de acuerdo con la parte del alma que es en ellos la más activa. Los seres que sólo tienden al mal, por los malos deseos originados en ellos, crean dificultades a los Eros de sus almas, lo mismo que a la recta razón, innata en ellos, por las malas opiniones que les sobrevienen. El amor es hermoso si es natural y acorde con su naturaleza; pero en un alma inferior es de dignidad y de poder inferior, siendo también superior en un alma que asimismo lo sea; siempre, sin embargo, se mantiene en su propia esencia. El amor contra naturaleza, que es el de las almas extraviadas, viene a ser realmente una disposición y no una esencia ni una hipóstasis sustancial; no ha de considerarse engendrado por el alma, sino corno coexistente con su vicio, que produce algo análogo en sus disposiciones pasajeras o duraderas. Parece, pues, que los bienes verdaderos, conformes con la naturaleza del alma, que actúa en los límites de su ser, son en general los bienes sustanciales; los otros bienes, que no provienen de un acto del alma, no son, en cambio, otra cosa que afecciones de ella. Del mismo modo, los pensamientos falsos no dicen relación a las sustancias, en tanto los pensamientos realmente verdaderos, eternos y definidos, exigen a la vez el acto de pensar, un objeto de naturaleza inteligible y la existencia de este mismo objeto, ya se trate del pensamiento en general o de un pensamiento determinado relativo a una forma de la inteligencia y a la inteligencia que hay en cada forma. Para cada una de éstas supondremos una noción y un objeto puros, que no se interfieran con ninguna otra cosa; los aceptaremos, pues, en toda su simplicidad. De ahí el amor que sentimos por las cosas simples: nuestros pensamientos van directamente hacia ellas, de tal modo que si pensamos en algo particular es tan sólo por accidente; vemos, por ejemplo, que un triángulo tiene sus ángulos iguales a dos rectos por la idea que tenemos del triángulo puro. ENÉADA: III 5 (50) 7

Porque si el alma, al igual que los cuerpos, tuviese partes distintas en lugares también diferentes, cuando una de sus partes se viese afectada por algo, esta sensación no alcanzaría a ninguna otra parte; esto es, únicamente aquella parte del alma, la que, por ejemplo, se encuentra en el dedo, y es diferente a las demás y existe por si misma, pasaría por esa prueba. Tendríamos, por tanto, varias almas que gobernarían cada parte de nosotros. Y, a mayor abundamiento, el mundo no tendría una sola alma, sino muchas almas que permanecerían separadas las unas de las otras. En vano hablaríamos de una continuidad de las partes, si no concluyésemos en la unidad absoluta; porque no podemos admitir lo que dicen (los estoicos) engañándose a sí mismos, esto es, que por medio de una distribución las sensaciones llegan a la parte rectora del alma. En primer lugar, hablan sin examen suficiente de la cuestión de una parte rectora del alma, pues ¿cómo repartirán ésta y en dónde situarán una y otra de sus partes? ¿Qué extensión asignarán a cada una de las partes y cuál será su diferencia cualitativa, si forman en realidad una sola masa continúa? ¿Es acaso la parte rectora del alma la única que siente, o también las otras partes tienen sensación? Y si la sensación sobreviene tan sólo a la parte rectora, ¿en qué lugar de ella hemos de establecerla? Si, por el contrario, la sensación se produce en otra parte del alma que, por naturaleza, no debe sentir, esta parte no podrá comunicar su experiencia a la parte rectora y no habrá, en absoluto, sensación alguna. Pero, si se produce en la parte rectora, es claro que se producirá a la vez en una parte de ésta, dando por descontado que las otras partes no percibirán la sensación, porque sería una cosa inútil. O, en otro caso, tendríamos que admitir una multitud, o incluso un número infinito de sensaciones que no guardarían semejanza alguna entre sí. Una parte diría: yo he sido la primera en experimentar; otra (afirmaría): yo he experimentado la sensación de otra; y todas, a excepción de la primera, desconocerán dónde se ha producido la sensación. O bien ocurrirá que todas se hayan engañado, pensando que se ha producido allí donde ellas se encuentran. Por otra parte, si la parte rectora del alma no es la única que siente, sino que cualquiera de sus partes puede hacerlo, ¿por qué habrá de ser aquélla la parte rectora y no realmente todas las demás? ¿Por qué llevaremos la sensación hasta aquella parte? ¿Cómo es posible que de sensaciones múltiples, como por ejemplo las de los ojos y los oídos, se obtenga el conocimiento de un objeto único? Si el alma es una y, además, totalmente indivisible en su misma unidad, si nada tiene que ver con la naturaleza de lo que es múltiple y divisible, un cuerpo ocupado por un alma no podrá ser animado en su totalidad; y así, colocada aquélla en el centro del cuerpo, dejará de extender su acción a toda la masa del ser animado. ENÉADA: IV 2 (4) 2

Dos cosas hay que considerar en la inteligencia universal, y, con mayor motivo, en las inteligencias individuales, donde se da un sujeto que recibe y un objeto que es recibido. Hemos de examinar, naturalmente, cómo nuestra inteligencia recibe los dioses, pero esto tan sólo cuando tratemos de encontrar cómo viene el alma al cuerpo. Ahora habremos de volver una vez más a los que dicen que nuestras almas provienen del alma del universo. No es quizá suficiente prueba, dirán ellos, que nuestras almas alcancen el lugar del alma del universo, o que ésta marche al unísono con ellas, caso de que eso sea posible, porque es lo cierto que las partes han de ser homogéneas con el todo. En su ayuda traen a Platón, el que intenta convencemos de que el universo es un ser animado: "Así como nuestro cuerpo es una parte del universo — dice —, así también nuestra alma es una parte del alma del universo". Pero (Platón) quiere convencernos también — y lo dice y lo muestra con claridad — de que debemos seguir el movimiento circular del universo, ya que nuestro carácter y condición provienen de aquí y, nacidos además en el interior del universo, tomamos de él nuestra alma. Y así como cada parte de nosotros recibe una parte de nuestra alma, así, y por la misma razón, nosotros, que somos partes del todo, recibimos una parte del alma universal. Eso mismo quiere decir la frase de Platón: "Toda alma está al cuidado de lo que es inanimado". De modo que no permite la existencia de ninguna otra alma, fuera del alma del universo, puesto que ésta toma a su cargo la totalidad de lo inanimado. ENÉADA: IV 3 (27) 1

Si el alma universal se ofrece a todos los seres animados en particular, y si cada alma particular es, por tal motivo, una parte de aquélla, una vez dividida, no podría ofrecerse realmente a cada uno de los seres animados. Porque es claro que el alma universal deberá ser la misma en todas partes, una y entera, aunque radicada a la vez en muchos seres. Esto no nos permite hablar, por una parte, de un alma universal y, por otra, de las partes de esa alma, sobre todo si aplicamos a éstas las mismas potencias. Porque el hecho de que a unos órganos se atribuya una función y a otros órganos otra, cual ocurre con los ojos y los oídos, no quiere decir que la parte del alma presente en la visión sea distinta a la parte del alma presente en la audición. Que sean otros los que dividan así. (Para nosotros) se trata de la misma alma, aunque en cada uno de los casos actúe una potencia diferente. En ambas facultades se encuentran verdaderamente todas las demás, proviniendo las diferencias de percepción de las diferencias existentes entre los órganos, ya que la percepción de todas las formas puede ser modificada a discreción. Lo hace manifiesto el que todas las impresiones vengan a parar necesariamente a un solo centro; pues es claro que cada uno de los órganos no puede recibir todas las impresiones, sino que éstas manifiestan diferencias con relación a los órganos que las reciben. Ahora bien, el juicio formulado sobre las distintas impresiones descansa en un principio único que, a la manera de un juez, comprende las razones enunciadas y los actos ejecutados. ENÉADA: IV 3 (27) 3

¿Diremos entonces que el alma está presente en el cuerpo como el fuego lo está en el aire? Aclaremos en qué consiste la presencia del fuego en el aire, pues no se trata de que esté presente en el fuego sino mejor de que lo penetra enteramente, pero sin mezclarse a él. El fuego, en realidad, permanece inmóvil, mientras que el aire esta siempre fluyendo. Cuando el aire abandona la región de la luz, sale de ella sin dejar rastro de sí; pero, mientras está bajo la luz, permanece iluminado por ella. De modo que, verdaderamente, resultaría mejor decir que el aire está en la luz y no que la luz está en el aire. Por lo cual Platón habla rectamente al referirse al universo, ya que no pone el alma en el cuerpo sino el cuerpo en el alma. Y dice en tal sentido que hay una parte del alma en la que se encuentra el cuerpo y otra parte en la que no hay cuerpo alguno; porque el cuerpo no necesita de algunas potencias del alma para subsistir. Lo mismo puede decirse de las otras almas. Porque, en efecto, hemos de afirmar que no hay otras potencias presentes en el cuerpo que las que este realmente necesita, Y están presentes en él sin hallarse establecidas en el todo o en las partes. Así, por ejemplo, la potencia sensitiva está presente en todas las partes que sienten y, asimismo, cada potencia está presente en un determinado órgano según la actividad que ella ejerce. Esto es precisamente lo que yo quiero decir. ENÉADA: IV 3 (27) 22

Pero, ¿en qué se diferencia la sabiduría así descrita de lo que llamamos la naturaleza? La sabiduría es, ciertamente, lo primero, y la naturaleza lo último. La naturaleza es una imagen de la sabiduría y, como última parte del alma, no contiene más que los últimos reflejos que se dan en la razón. Ocurre aquí como en una espesa capa de cera: si se marca una impronta en una de sus caras y ésta llega hasta la otra cara, los rasgos de la impronta, que aparecerán bien marcados en la cara superior, aparecerán en cambio debilitados en la cara inferior. Y es que la naturaleza no conoce, sino que tan sólo produce. Da involuntariamente lo que ella tiene a lo que está por debajo de ella, tanto a la naturaleza corpórea como a la material, lo mismo que un objeto caliente transmite la forma del calor a un objeto que está en contacto con él, aunque su acción sea menor que la de la fuente del calor. Por eso, la naturaleza carece de imaginación y el pensamiento se muestra también superior a la imaginación. De ésta diremos que es intermedia entre la impronta de la naturaleza y el pensamiento. La naturaleza no tiene ni percepción ni inteligencia; la imaginación, por su parte, recibe las impresiones de fuera y da a lo que ella imagina el conocimiento que experimente. El pensamiento engendra por si mismo, y actúa porque proviene de un ser en acto. La inteligencia posee los seres, el alma del universo los acoge eternamente y en esto consiste su vida, que se hace manifieste como un conocimiento intelectual incesante. La naturaleza, a su vez, viene a ser el reflejo del alma sobre la materia. En ella, e incluso antes de ella, encuentran su fin los seres reales, en el borde inferior de la realidad inteligible. Desde aquí ya no contamos más que con imágenes. Pero la naturaleza actúa sobre la materia y sufre con relación al alma. El alma, en cambio, que es anterior a ella y también vecina de ella, actúa y no sufre, en tanto el alma de lo alto no actúa ya ni sobre los cuerpos ni sobre la materia. ENÉADA: IV 4 (28) 13

Lo que llamamos placer y dolor puede ser definido del modo siguiente: el dolor como un conocimiento del retroceso del cuerpo, privado ya de la imagen del alma; el placer como un conocimiento del ser animado de la imagen del alma instalada nuevamente en su cuerpo. He aquí, por ejemplo, que el cuerpo experimenta algo; el alma sensitiva, que se halla próxima a el, conoce la sensación y la da a conocer, a su vez, a la parte del alma en la que concluyen las sensaciones. Pero es el cuerpo el que siente el dolor; y digo que lo siente porque realmente es él quien sufre. Así, cuando se produce un corte en el cuerpo, su masa también se divide. La irritación que con ello se produce no proviene del hecho de que sea una masa, sino una determinada masa. Tal ocurre con la quemadura que se da en el cuerpo; el alma la siente porque recibe inmediatamente su impresión, contigua como está al cuerpo. Toda ella, en efecto, siente la misma impresión que el cuerpo, pero sin que por esto experimente cosa alguna. Lo que el alma hace cuando siente es declarar el lugar de la impresión, allí donde el cuerpo ha recibido el golpe, causa de su sufrimiento. Si fuese el alma la que sufriese, el alma que está toda ella presente en todo el cuerpo, no podría dejar de manifestarlo, sino que sufriría también toda ella y se vería por entero presa del dolor. Pero, sin embargo, no podría decir ni declarar en qué punto se da ese dolor que, para ella, se daría allí donde se da el alma, esto es, en todas partes. Ahora bien, es realmente el dedo el que sufre, y si ocurre lo mismo con el hombre es porque el dedo le pertenece, como suyo que es. Se dice que el hombre siente dolor en su dedo, como se dice que es de color claro porque así lo son sus ojos. Pero el hombre sufre verdaderamente en el punto donde se da el dolor, si es que no se toma como sufrimiento la sensación que acompaña al dolor. Más, evidentemente, lo que quiere indicarse con esto es que no hay sufrimiento que pase inadvertido a la sensación. La sensación, por tanto, no ha de considerarse como sufrimiento, sino como conocimiento del dolor. Pero al ser conocimiento es ya de suyo impasible, para conocer y dar a conocer íntegramente lo que ella percibe. Porque un mensajero que se deja llevar por la emoción, no cumple ciertamente con su cometido, ni es un mensajero en la verdadera acepción de la palabra. ENÉADA: IV 4 (28) 19

Como decíamos anteriormente, del dolor proviene el conocimiento. El alma, que quiere apartar el cuerpo del objeto que produce este dolor, lo aparta en efecto y lo hace huir, en tanto el órgano, que ha sido afectado el primero, aleccionado por esto, trata de escapar y de sustraerse a aquél. Así, aquí nos instruyen la sensación y la parte del alma vecina al cuerpo, esa parte que llamamos naturaleza y que da al cuerpo una huella de sí misma. En la naturaleza se concluye, pues, aquel deseo preciso que había tenido comienzo en el cuerpo; luego, la sensación presenta la imagen del objeto, y el alma, por su parte, o da paso al deseo, como es su deber, o le hace resistencia y se muestra firme, no prestando atención al cuerpo, en el que comenzó el deseo, ni a la naturaleza consecuente con el deseo. Pero, ¿por qué estos dos deseos, y no el deseo de un cuerpo, y de un determinado cuerpo? Hemos de admitir que si la naturaleza es una cosa, el cuerpo vivo es realmente otra. Pero el cuerpo ha salido de la naturaleza, porque la naturaleza misma de un cuerpo es anterior al nacimiento de este cuerpo y es ella la que lo produce, lo modela y lo conforma. De ahí que el deseo no deba comenzar en la naturaleza, sino en el cuerpo vivo, cuando éste experimenta algo y sufre; esto es, "cuando desea estados contrarios a los que ahora sufre, el placer en lugar del sufrimiento y la satisfacción en lugar de la necesidad". Pero la naturaleza, actuando como una madre, adivina los deseos del cuerpo vencido por el dolor, y trata de enderezarlo y de elevarlo hacia ella, buscando todo aquello que puede curarle y ayudándole y uniéndose a sus deseos, que terminan por pasar del cuerpo a ella. De modo que podrá decirse que el cuerpo desea por sí mismo, que en la naturaleza el deseo proviene del cuerpo y existe por él, y que la facultad que da paso al deseo es algo muy diferente a él. ENÉADA: IV 4 (28) 20

Pero bastante se ha dicho sobre esto. Volvamos ahora al asunto de que tratábamos e investiguemos respecto a la parte irascible del alma lo mismo que acerca de las pasiones, esto es, si tanto éstas como las penas y los placeres — y entiéndase bien, las afecciones, no las sensaciones — tienen su principio en un cuerpo animado. Porque ya acerca del principio de la cólera, o incluso acerca de la cólera misma, hemos de preguntarnos si responde a una disposición del cuerpo o sólo de una parte del cuerpo, como el corazón o la bilis, que no radique en un cuerpo inerte. Porque si es alguna otra cosa la que da a estos órganos una huella del alma, la cólera es entonces algo propio de ellos, pero no el producto de la facultad irascible o sensitiva. En cuanto a las pasiones, la potencia vegetativa que se encuentra en todo el cuerpo ofrece también su huella a todo el cuerpo, encontrándose así en todo él tanto el sufrimiento como el placer y el principio del deseo de saciarse. No se ha hablado hasta ahora del deseo sexual, pero demos por supuesto que radica en sus propios órganos, cosa que puede decirse igualmente del principio del deseo, al que se asigna la región del hígado. Y es que la potencia vegetativa, que comunica una huella del alma al hígado y al cuerpo, tiene realmente en aquel órgano su principal acción. Con lo que, si afirmamos que el deseo radica en el hígado, admitimos que se da ahí el principio de su acción. En cuanto a la cólera, ¿qué es en sí misma y qué parte del alma ocupa? ¿Proviene de ella la huella que merodea el corazón o es algo verdaderamente diferente lo que mueve el corazón y el hígado? Acaso no sea la huella de la cólera, sino la cólera misma, lo que se encuentre en el corazón. Por ello convendrá preguntarse primero qué es en realidad la cólera. Porque no sólo nos vemos afectados con lo que sufre nuestro cuerpo, sino que nos irritamos con lo que acontece a nuestros progenitores y, en general, con cualquier otra cosa que nos resulta inconveniente. De ahí que, para irritarse, haya que percibir o conocer alguna cosa. Por ello buscamos el origen de la cólera, no en la potencia vegetativa, sino en otro principio. ENÉADA: IV 4 (28) 28

Dejemos, sin embargo, la dificultad en este punto. Mas si, subsistentes los cuerpos, la luz permanece anudada a ellos y no es cortada en ningún modo, ¿qué impedirá que les siga en todos sus movimientos, y no sólo la luz que les es inmediata, sino incluso la que está en contigüidad con la primera? Porque si no se la ve marchar, tampoco se la ve cuando ella llega. Y, en cuanto al alma, ¿siguen las potencias de segundo orden a las primitivas y, hablando en términos generales, lo que es posterior sigue siempre a lo que es anterior, o bien cada una de las potencias puede subsistir por sí misma, privada de todo enlace con las anteriores? Habría que preguntarse también si, en absoluto, ninguna parte del alma puede ser separada de las otras, sino que todas ellas forman una sola alma, que es a la vez una y múltiple. Pero, entonces, ¿en que se convierte esa huella del alma que es como lo propio del cuerpo? Porque si es un alma, seguirá la suerte de ésta, de la cual no podríamos separarla, y si es la vida del cuerpo, tendríamos que aplicar aquí el mismo razonamiento que a la imagen de la luz. Habrá que indagar también si la vida puede existir sin el alma o si no existe más que por su inmediatez y su acción sobre otra cosa. ENÉADA: IV 4 (28) 29

Si el alma fuese un cuerpo y ella misma hiciese crecer el cuerpo, necesariamente aumentaría ella también. Y es claro que si se le añade un cuerpo semejante, deberá aumentar en la misma proporción que el cuerpo al que ella hace crecer. Ahora bien, la parte que se le añada tendrá que ser o un alma o un cuerpo inanimado. Si es lo primero, ¿de dónde proviene, cómo entra y cómo se añade? Si es lo segundo, ¿cómo llegaría a ser animada y a ponerse de acuerdo con la parte del alma existente con anterioridad? ¿Cómo sería posible la unidad de ambas hasta el punto de que la última participase de las opiniones de la primera, no siendo por tanto como un alma extraña, ignorante de lo que la otra ya conoce? Ocurriría, ciertamente, como con el resto de nuestra masa: esto es, una parte de ella se separaría, otra se integraría, y nada, en resumen, permanecería idéntico. ¿Pero cómo, además, se producirían nuestros recuerdos? ¿Cómo, por ejemplo, reconoceremos a nuestros allegados si no se sirven de la misma alma? Dícese que el alma es un cuerpo. Bien; pero la naturaleza de un cuerpo dividido en varias partes no es la misma en las partes que en el todo. De ahí que, o el alma es una magnitud tal que si disminuye deja de ser un alma, cual ocurre con una cantidad a la que, si se le resta algo, queda convertida en otra cantidad, o es una magnitud que, disminuida en su masa, permanece lo mismo en cuanto a la cualidad. Si es así, resulta diferente en tanto que cuerpo y en tanto que cantidad, pero en lo que respecta a su cualidad, que es algo distinto de su cantidad, puede conservarse idéntica. ¿Qué dirán entonces los que aseguran que el alma es un cuerpo? Habrá que preguntarse en primer lugar: ¿cada una de las partes del alma que se da en un mismo cuerpo es un alma al igual que el todo, sin dejar de ser en modo alguno la parte de la parte? Porque, en ese caso, la magnitud nada añade a su esencia, siendo lo contrario precisamente lo que debiera ocurrir, por tratarse de una cantidad. Por otra parte, el alma se encuentra por entero en muchos lugares, lo que resulta imposible para un cuerpo, que, si se encuentra por entero en muchos sitios, no puede tener sus partes idénticas al todo. Si se arguye que cada una de las partes no es un alma, entonces el alma estará compuesta de partes inanimadas. Y además, si cada alma tiene una magnitud limitada, más allá o más acá de sus límites ya no será realmente un alma. ENÉADA: IV 7 (2) 5

Porque no es posible pensar, si el alma es realmente un cuerpo, de qué clase de cuerpo podría tratarse. Veamos para ello: si la sensación consiste en el uso del cuerpo por parte del alma para la percepción de las cosas sensibles, el pensamiento entonces, no consiste en percibir por medio del cuerpo, ya que en ese caso sería la misma cosa que la sensación. Si pensar consiste en percibir sin el cuerpo, conviene con mayor razón que el ser que piensa no sea un cuerpo. Porque, en fin de cuentas, la sensación se refiere a las cosas sensibles y el pensamiento a las cosas inteligibles. Si no se quiere admitir esto, digamos al menos que hay pensamientos de algunas cosas inteligibles y percepciones de seres inextensos. Pero, ¿cómo lo que posee magnitud puede pensar lo que no la tiene? ¿Cómo lo que es divisible puede pensar lo indivisible? Es claro que sólo por una parte indivisible de sí mismo. Y si ello es así, lo que piensa no puede ser un cuerpo, porque no tiene necesidad de sí mismo como un todo para tocar el objeto; le basta, por el contrario, con hacerlo en un solo punto. ENÉADA: IV 7 (2) 8

Consideremos ahora cómo se habla del alma en el sentido de una entelequia. Pues se dice, que el alma ocupa en el ser compuesto el lugar de la forma con relación a la materia, que constituye el cuerpo animado; pero no es, verdaderamente, forma de cualquier clase de cuerpo, ni del cuerpo como tal, sino de un cuerpo natural y organizado, que posee la vida en potencia . Si, pues, se la hace semejante a aquello con lo que se la compara, vendrá a ser como la forma de una estatua con relación al bronce. Se dividirá, por tanto, según se divida el cuerpo, de tal modo que si se separa una parte del cuerpo, quedará separada con ella una parte del alma. No podrá darse, así, la huída del alma en los sueños, ya que si se trata de una entelequia ha de adherirse al ser del que ella misma es entelequia, con lo cual ni siquiera existirá el sueño. ENÉADA: IV 7 (2) 8

Si el alma es una entelequia no hay contradicción alguna entre la razón y los deseos, puesto que, al no mantener diferencias consigo misma, tendrá que experimentar toda ella una sola y única afección. Tal vez sólo sean posibles en ella las sensaciones, y no en cambio los pensamientos. Por lo cual, estos mismos pensadores llegan a introducir otra alma, la inteligencia, a la que consideran inmortal. Si hemos de usar de este término, conviene que el alma razonable sea una entelequia, pero en otro sentido. En el caso del alma sensitiva, si conserva en sí misma las improntas de objetos sensibles no presentes, las conservará sin la intervención del cuerpo; de otro modo, esas improntas serían como formas e imágenes, pero, de ser así, no podría recibir ya ninguna otra. El alma no es, por tanto, una entelequia que no pueda separarse del cuerpo. Ciertamente, la parte del alma que desea, no los alimentos sólidos y las bebidas, sino otros objetos distintos a los corpóreos, no podría ser una entelequia inseparable del cuerpo. Nos quedaríamos, pues, con el alma vegetativa, de la que podríamos dudar aún si se trata o no de una entelequia inseparable del cuerpo. Pero parece claro que no lo es, pues, en efecto, el principio de toda la planta se encuentra en la raíz, y alrededor de ella y de las partes inferiores aumenta la planta en la mayor parte de los casos. Su alma deja, evidentemente, que las otras partes se reúnan en una sola, con lo cual no es en el todo como una entelequia inseparable. Por otra parte, la planta, antes de crecer, cuenta ya con una pequeña masa. Si, pues, el alma pasa de una planta más grande a otra más pequeña, y de ésta a una planta entera, ¿qué impide que se separe totalmente? Siendo, además, indivisible, ¿cómo podría hacerse divisible, por su carácter de entelequia de un cuerpo divisible? La misma alma pasa, como sabemos, de un animal a otro: ¿cómo, entonces, el alma del primer animal podría convertirse en el alma del siguiente, si se trata de la entelequia de un solo cuerpo? Esta dificultad se aparece clara por el cambio de unos animales en otros. ENÉADA: IV 7 (2) 8

Convendrá pensar, pues, que más allá del ser está el Uno, tal como hemos querido mostrarlo con nuestro razonamiento y en la medida en que es posible hacerlo. A continuación habrá que colocar el Ser y la Inteligencia, y, en tercer lugar la naturaleza del alma, según lo que ya se ha dicho. Dado que estas tres realidades están en la naturaleza de las cosas hemos de pensar que se dan también en nosotros. Y digo que se dan, no en lo que hay de sensible en nosotros - verdaderamente estas realidades están separadas de todo lo sensible -, sino en lo que es exterior a las cosas sensibles, tomado el término exterior como cuando se dice que esas mismas realidades son exteriores al cielo. Así han de entenderse las partes del hombre que Platón considera como "el hombre interior". Nuestra alma es, entonces algo divino, algo de naturaleza diferente y que es tal como el alma universal. El alma que posee la inteligencia es perfecta, aunque deba distinguirse entre la inteligencia que razona y la que proporciona los principios del razonamiento. En cuanto a la facultad de razonar del alma no tiene necesidad de un órgano corpóreo para verificar su operación, ya que conserva su acción en un estado puro al objeto de poder razonar también puramente. Se mantiene, por tanto, separada y libre de todo contacto con el cuerpo, con lo que no deberemos engañarnos si la colocamos en el primer inteligible. Porque no hay motivo para preguntarse dónde hemos de situarla, sino que, por el contrario, la colocaremos fuera de todo lugar. Así, pues, el ser en sí mismo, exterior e inmaterial ha de entenderse como un ser aislado del cuerpo y que nada tiene que ver con su naturaleza. Por ello dice (Platón) al referirse al universo que el demiurgo puso el alma fuera y con ella rodeó el mundo, queriendo designar con esto la parte del alma que permanece en lo inteligible. En cuanto a nosotros, dice que nuestra alma "se yergue por su cabeza hasta las alturas". De ahí que su exhortación para que nos apartemos del cuerpo no se refiera a una separación local - porque esta separación ya ha sido establecida por la naturaleza -, sino que haya de entenderse, como una no inclinación al cuerpo, ni siquiera en imaginación, como ser extraño que es a nosotros. Es ciertamente lo que acontece si se sabe remontar y llevar hasta lo alto esa parte del alma situada en este mundo, a la cual corresponde el cometido de fabricar y modelar el cuerpo, así como el de estar al cuidado de él. ENÉADA: V 1 (10) 5

Pero, si tenemos en nosotros todas estas cosas, ¿cómo es que no las percibimos y nos mantenemos, en cambio, desocupados la mayor parte del tiempo haciendo caso omiso de tales actividades, e incluso en algunos casos desconociéndolas totalmente? Digamos a este respecto que los seres del mundo inteligible ejercen constantemente sus actividades, y lo mismo la Inteligencia que el principio que es anterior a ella, subsistente siempre en sí mismo. En cuanto al alma también aparece animada de un movimiento eterno; pero no percibimos todo lo que ocurre en el alma sino tan sólo lo que llega hasta nosotros a través de la sensación. Porque es claro que cuando una actividad no se transmite al sentido sensible, no atraviesa en realidad el alma entera. No conocemos, pues, verdaderamente, dado que contamos con una facultad sensitiva y no constituimos una parte del alma sino que somos la totalidad de ella. Además, cada una de las partes del alma vive y actúa según su función propia, de lo cual sólo adquirimos conocimiento por medio de la comunicación y de la percepción. Convendrá, por tanto, que volvamos nuestra percepción hacia el interior de nosotros mismos y que nos apliquemos a ella si queremos tener presentes esas acciones. Porque lo mismo que un hombre, cuando se halla a la espera de un sonido que desea escuchar, se aleja de los demás sonidos y tan sólo presta atención al mejor de los que llegan hasta él, así también habremos de dejar a un lado todos los sonidos sensibles, si la necesidad no nos lo impide, para conservar en toda su pureza y bien dispuesto a las voces de lo alto, ese poder de percepción de que dispone el alma. ENÉADA: V 1 (10) 5

Está claro, por tanto, que todas las cosas son y no son el Primero. Lo son, en verdad, porque provienen de El, y no lo son porque éste subsiste en sí mismo y lo que hace es darles la existencia. Todas las cosas son como una larga vida que se extiende en línea recta. En esta línea todos los puntos son diferentes, pero la línea misma no deja por ello de ser continua. Y la diferencia que mantiene cada punto entre sí no implica la consunción del anterior en el siguiente. Pero, ¿no engendra realmente nada esa parte del alma que ha venido a las plantas? Engendra la planta en la que se encuentra. Extremo este que convendrá investigar, pero partiendo de otro principio. ENÉADA: V 2 (11) 5

En cuanto al razonamiento que acaece en el alma verifica su juicio y procede por composición y división, tomando como base para ello imágenes que provienen de la sensación; y si se trata de cosas que derivan de la Inteligencia, contempla sus improntas y actúa sobre ellas del mismo modo. A lo cual añadirá el conocimiento y aún el ajuste armonioso entre las imágenes que son de otra época y las nuevas imágenes acabadas de llegar. Hecho que consideraremos como la reminiscencia que se da en el alma. Pero, ¿se detiene aquí el poder de la inteligencia del alma, o puede ésta volverse hacia sí misma y llegar a conocerse? Pensemos si no habrá que remontar para ello hasta la Inteligencia. Porque sí concedemos el conocimiento de sí misma a esta parte del alma, afirmaremos ya de ella que es inteligencia, con lo cual tendríamos que averiguar en qué se diferencia de la inteligencia de lo alto. Y si no le concedemos ese conocimiento, progresando en nuestro razonamiento tendremos que llegar necesariamente a la inteligencia superior, en cuyo momento deberemos examinar en qué consiste el conocimiento de sí mismo. Si lo damos por existente en la inteligencia de rango inferior tendremos que averiguar cuál es, entonces, la diferencia con respecto al conocimiento de sí mismo. Porque, si no hay diferencia alguna, la inteligencia inferior será ya la inteligencia pura. ENÉADA: V 3 (49) 5

La sensación nos da la visión de un hombre y ofrece su imagen a la razón discursiva. Pero, ¿qué es lo que dice ésta? Nada diría y se limitaría a conocerla si no se preguntase a sí misma lo que esta imagen es, o si, en el caso de que la hubiese encontrado anteriormente, no respondiese con una apelación a la memoria, diciendo, por ejemplo, que es Sócrates  . Sí optase por desenvolver su forma, tendría, entonces, que detallar todo lo que le ofrece su imaginación. Ahora bien, si dice que (Sócrates) es bueno, lo que hace es contestar de acuerdo con sus conocimientos derivados de la sensación. Y esta contestación es congruente, puesto que ella tiene en sí misma el modelo del bien. Pero, ¿cómo lo tiene? Sin duda, porque es semejante al bien y porque se ha fortalecido en la percepción del bien gracias a la iluminación de la Inteligencia. Pues, como se trata de una parte pura del alma, recibe en sí misma las huellas de la Inteligencia. Más, en este caso, ¿cómo no le damos el nombre de Inteligencia, y el de alma a todo lo que comienza a partir de la sensibilidad? Porque conviene que el alma sea razonable y todo esto de que ahora hablamos son operaciones del poder de razonar. Entonces, ¿cómo no ponemos fin a la cuestión, concediendo a esta parte el conocimiento de sí misma? Sin duda porque le hemos otorgado el que atienda a las cosas exteriores y el que se ocupe de ellas, dejando para la Inteligencia el examen de las cosas propias y el de todo lo que se da en ella misma. Sin embargo, podrá argüirse, ¿qué impide que el razonamiento, por alguna otra de sus potencias, examine lo que le es propio? Contestaríamos que, en tal caso, no se busca ya la razón discursiva o el razonamiento, sino que lo que se alcanza es la inteligencia pura. Y bien, ¿pero qué impide que la inteligencia pura se dé en nuestra alma? Nada, diríamos; pero convendría añadir, entonces, que se trata de una parte del alma. Y esto no podríamos decirlo, porque, aunque afirmemos que es algo nuestro, la Inteligencia se diferencia realmente de la razón discursiva y está siempre por encima de ella. No hay inconveniente en afirmar que es algo nuestro, aunque no tengamos que enumerarla entre las partes del alma. Porque es y no es algo nuestro. De ahí que unas veces nos sirvamos de ella y otras, en cambio, dejemos de hacerlo, mientras que siempre hacemos uso de la razón discursiva. Es algo nuestro, pues, cuando nos servimos de ella; no lo es, en cambio, cuando no la usamos. Pero, ¿qué significa servirse de la Inteligencia? ¿Significa, acaso, que nos convertimos en inteligencia y que hablamos como ella o según ella? Porque es claro que no somos la Inteligencia, sino que actuamos conforme a ella por la parte más alta de la razón que recibe su impronta. Sentimos, sin duda, por medio de los sentidos y somos verdaderamente los que sentimos pero, ¿ocurre lo mismo cuando razonamos? En efecto, somos nosotros los que razonamos y los que tenemos en nuestra mente las nociones propias del razonamiento, nociones que se confunden con nosotros mismos. Mas los actos que son propios de la Inteligencia vienen de lo alto y las imágenes de la sensación provienen de un mundo inferior. Y, siendo nosotros la parte principal del alma, nos encontramos también en medio de dos potencias, una inferior y otra superior, esto es, entre la inferior que es la sensación y la superior que es la Inteligencia. Estamos de acuerdo en conceder que la sensación es siempre algo nuestro, porque siempre sentimos; pero surge la duda cuando queremos afirmarlo de la Inteligencia porque no nos servimos siempre de ella, y ella es, además, algo separado. Algo separado en el sentido de que no se inclina hacia nosotros, sino que somos más bien nosotros los que nos inclinamos hacia ella cuando dirigimos nuestra mirada hacía lo alto. La sensación es para nosotros un mensajero, en tanto la Inteligencia es nuestro rey. ENÉADA: V 3 (49) 5

La vida de la Inteligencia es como un acto. Ella es la luz primera, que ilumina primitivamente por sí misma cual una claridad que se vuelve hacia sí o luz que a la vez ilumina y es iluminada, verdadero inteligible en suma, que piensa y pensado, y es visto por sí mismo, sin tener necesidad de a cosa, ya que se basta a sí mismo para ver. Porque, en definitiva, lo que hace es verse a sí mismo. También por sí mismo es conocido de nosotros, pues el conocimiento que nosotros tenemos de él lo obtenemos gracias a él. De otro celo, ¿cómo podríamos hablar de él? Es realmente tal que se percibe claramente a sí mismo, nosotros nos percibimos gracias a él. Según estos razonamientos nuestra alma se eleva hacia él y se manifiesta como su imagen, de tal manera que la vida del alma es una imagen y una semejanza de lo inteligible. Y así cuando piensa, se hace semejante a Dios y a la Inteligencia. Si alguien le pregunta cuál es esta inteligencia plena y perfecta, que se conoce ya desde su principio, se coloca primeramente en la Inteligencia o deja el sitio al acto de la Inteligencia, aunque conservando en sí misma su recuerdo. Muestra, pues, las mismas propiedades que la Inteligencia y, como es su imagen, puede verla de alguna manera, gracias a la exactísima semejanza que presenta con ella esa parte del alma que puede alcanzar la semejanza con la Inteligencia. ENÉADA: V 3 (49) 5