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Míguez-Plotino: alma pura

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024, por Cardoso de Castro

  

Son necesarias todas las cosas que resultan de una libre elección y de la suerte; porque, ¿qué otra cosa podría añadirse a éstas? Tomemos por un momento todas las causas: todo lo que existe, sin excepción alguna, se origina de ellas, contando para ello entre las causas exteriores con el movimiento del cielo. Cuando el alma, pues, alterada por las cosas exteriores, actúa de alguna manera, se ve movida con un movimiento ciego, sin que su acción ni su disposición sean entonces voluntarias. Ocurre otro tanto cuando el alma actúa por sí misma, porque no se sujeta en todas partes a sus impulsos rectos y principales. En cambio, cuando toma como guía a la razón pura e impasible, que es lo que propiamente le pertenece, entonces, y sólo entonces, el impulso del alma se vuelve dependiente de nosotros y, por tanto, voluntario; es, en tal momento, nuestra propia obra, que no proviene de otra cosa sino del interior del alma pura, esto es, de un principio primero, director y soberano, y no de un alma extraviada por la ignorancia y vencida por la fuerza de unos deseos que, al acercarse a ella, la llevan consigo y la arrastran, no permitiendo que las acciones, sino en todo caso las pasiones, nos sean atribuibles. ENÉADA: III 1 (3) 9

Pero, si esto es así, ¿cómo existe todavía el mal? ¿Dónde se encuentran la injusticia y el error? ¿Cómo, si todo está bien, pueden realizarse actos injustos y cometerse errores? ¿Y por qué se dan seres desgraciados, si no han cometido faltas ni han sido injustos? ¿Cómo, en estas condiciones, diremos que hay unos hechos de acuerdo con la naturaleza y otros contrarios a ella, cuando todo lo que ocurre está conforme con la naturaleza? ¿Cómo se puede ser impío hacia el ser divino si lo hecho por él es tal como se dice? Concebiríamos entonces a Dios como el autor de un drama cuyo personaje principal le injuria y le llena de reproches. Volvamos de nuevo a la cuestión y afirmemos con más seguridad qué es verdaderamente la razón y por qué ha de ser tal como es. Atrevámonos a ello y quizá la suerte se ponga de nuestra parte: en efecto, la razón de que hablamos no es la inteligencia pura o inteligencia en sí, ni tampoco el alma pura, aunque realmente dependa de ella; es, si acaso, cual una luz resplandeciente salida de ambas, esto es, de la inteligencia y del alma; de la inteligencia, diremos, y del alma que se adapta a ella se origina esta razón, que es como una cierta vida que dispone de una razón secreta. Toda vida, aun la más vil, es un acto; pero este acto no es semejante al del fuego, sino que se presenta como un movimiento del que a veces no tenemos percepción, aunque no se produzca a la ligera. Aquellas cosas en las que él está presente y que, de algún modo, participan de él, se ven dotadas rápidamente de razón, o lo que es lo mismo, reciben una forma, pues ese acto conforme a la razón tiene el poder de informar las cosas según la vida que hay en ella, moviéndolas, además, para que sean capaces de recibir una forma. Se trata, por tanto, de un acto realmente artístico, como el movimiento que realiza el danzante; porque el danzante tiene plena semejanza con esta vida artística, ya que es el arte el que le mueve, en paralelo perfecto con la vida. Quede dicho esto para explicar así cualquier clase de vida. Y añadamos que esta razón proveniente de la inteligencia una y de la vida una, ambas rigurosamente perfectas, no es ella misma una vida ni una inteligencia una, ya que ni es perfecta en todas partes ni se da por entero a las cosas a las que se da. Muy al contrario, oponiendo unas partes a otras las crea incompletas, originando de este modo la lucha y el conflicto entre ellas. Así, es un todo uno, pero no constituye una verdadera unidad; pues se encuentra en guerra consigo misma en sus propias partes, y su unidad y trabazón semejan a las de un drama, que tiene también unidad a pesar de sus múltiples conflictos. El drama, en efecto, reúne todos los conflictos armónicamente, por la minuciosa exposición que realiza el autor; en el universo, en cambio, el conflicto entre las partes separadas proviene de la razón única, de modo que resulta mejor comparar su armonía con la de los contrarios e investigar por qué se dan contrarios en las razones de las cosas. Si hay en la música razones especiales que hacen armónicos los sonidos agudos y graves  , y si estas razones son tendentes a la armonía total, que constituye una razón mayor de la que aquéllos son las partes más pequeñas, lo mismo puede decirse del universo en el que vemos también cosas contrarias: así, lo blanco y lo negro, lo cálido y lo frío, el animal con alas y el animal sin ellas, el que tiene pies y el que no los tiene, el ser razonable y el ser irracional; todos ellos, sin embargo, son las partes de un animal único, al que llamamos universo. Y el universo, añadiremos, está de acuerdo consigo mismo, aunque sus partes se encuentren frecuentemente en conflicto. Ello es debido a que el universo se conduce racionalmente, pero en él su unidad, o la unidad de la razón que contiene, proviene de sus mismos contrarios; esta contrariedad da precisamente su organización al universo y, en cierto modo, le facilita su propio ser. Porque si la razón del universo no fuese múltiple, tampoco seria un todo y ni siquiera una razón; por ser razón, encierra diferencias, de las cuales la mayor es la contrariedad. De modo que si hay realmente seres diferentes, y si es la razón la que los hace así, es claro que los hará lo más diferentes posible y, en ningún caso, menos de lo que puedan ser. Llevando la diferencia al punto más alto, los hará necesariamente contrarios. Y será una razón perfecta, no sólo por hacer los seres diferentes, sino por llevar su diferencia hasta la misma contrariedad. ENÉADA: III 2 (47) 16

De todas estas cosas surge una sola y única providencia. Si empezamos por las cosas inferiores la llamaremos el destino, pero si la vemos desde lo alto, diremos que es sólo providencia. Todas las cosas que se dan en el mundo inteligible son o razón o algo superior a la razón; esto es, inteligencia y alma puras. Todo lo que viene de lo alto es providencia, esto es, todo lo que hay en el alma pura y lodo lo que viene del alma a los animales. En su descenso la razón se divide y ya sus partes no son iguales: de ahí que no produzcan seres iguales, como tampoco en cada animal particular. ENÉADA: III 3 (48) 5

No podemos dudar que de una esencia provenga una hipóstasis y una esencia que, aun siendo inferior, no deja por ello de ser una esencia. Porque el alma divina es también una esencia, originada por el acto que la precede y con una vida proveniente de la esencia de los seres cuando tiende su mirada hacia ella. Esa esencia es lo primero que ve el alma; y la mira como si se tratase de su propio bien, gozando de ella y considerando su contemplación como algo no accesorio. Gracias a ese placer, gracias también a ese esfuerzo dirigido hacia su objeto y no menos a la vehemencia de la contemplación, se origina en el alma algo digno de ella y del objeto que contempla. De esa alma que mira hacia su objeto y de lo que fluye de este mismo objeto, se origina un ojo lleno de lo que ve, cual una visión acompañada de imagen, esto es, Eros, cuya denominación proviene tal vez de lo que él debe a la visión. La pasión correspondiente recibe su nombre de Eros, puesto que la sustancia es anterior a lo que no es sustancia y la palabra "amar" designa una pasión; o lo que es lo mismo, el amor dice referencia a alguna cosa, sin que pueda ser tomado absolutamente. Ese es el amor del alma que está en lo alto; un amor que ve y permanece en el cielo porque es el servidor del alma y de ella nace y proviene, dándose por satisfecho con la contemplación de los dioses. Mas, esta alma, que es la primera en iluminar el cielo, se encuentra separada de la materia, y lo mismo ocurre con Eros — ello, naturalmente, aunque la llamemos alma celeste, pues también decimos que la parte mejor que se da en nosotros está separada de la materia y, sin embargo, permanece ahí —. Allí, pues, donde resida el alma pura, allí se encuentra Eros. Pero conviene que haya también un alma para el universo sensible; esa alma existe subordinada a aquélla y de su deseo nace un nuevo Eros que es como su propia vista. La Afrodita de que hablamos es el alma del mundo, pero no el alma sola y tomada en absoluto, pues de ella nace el Eros que se encuentra en el mundo y que preside los matrimonios. En tanto este amor se aplica al deseo de lo alto, mueve según eso las almas de los jóvenes que, así ordenadas, se vuelven entonces hacia el cielo de acuerdo con su propia disposición para recordar los inteligibles. Porque toda alma tiende hacia el bien, incluso el alma mezclada a la materia y perteneciente a algún cuerpo; esta alma sigue al alma superior y de ella depende. ENÉADA: III 5 (50) 3

¿Qué debemos decir, pues, de Eros y de su nacimiento? Está claro que hay que considerar quién es Penia y quién es Poros, y cómo convienen a Eros estos progenitores. Porque, naturalmente, tendrán que convenir también a los demás demonios, si los demonios, como tales, han de poseer una sola y única naturaleza y esencia, y no tan sólo una comunidad de nombre. Consideremos, por tanto, cómo distinguimos los dioses de los demonios, no cuando afirmamos, como muchas veces hacemos, que dioses y demonios son lo mismo, sino cuando atribuimos a ambos un linaje diferente. Decimos y pensamos que el linaje de los dioses es impasible, en tanto a los demonios les atribuimos pasiones. Así, decimos de éstos que son seres eternos, situados a continuación de los dioses y mirando hacia nosotros, como intermediarios entre los mismos dioses y nuestro linaje. Y nos preguntamos ¿cómo no permanecieron también impasibles? ¿Cómo abdicaron de su naturaleza para caer en algo peor? Otra cosa hemos de considerar: ¿acaso no hay demonios en el mundo inteligible y sólo se dan en el mundo sensible, mientras los dioses quedan limitados al mundo inteligible? ¿O hay dioses en este mundo, el cual no es, en ese caso, el tercer dios de que se habla comúnmente? Pero entonces tampoco los planetas, e incluso la luna, resultan ser un dios. Mejor será decir, sin duda alguna, que no hay demonios en el mundo inteligible, y que el demonio en sí, caso de existir, ha de ser un dios. En cuanto al mundo sensible, los planetas, con inclusión de la luna, son verdaderos dioses, los llamados dioses visibles, que ocupan el segundo lugar después de los dioses inteligibles y siempre de acuerdo con ellos. Están en dependencia de ellos como el brillo respecto de un astro. Pero, ¿qué decir de los demonios? ¿Se origina realmente una forma, que es su demonio, de cada alma que viene al mundo? ¿Y por qué de cada alma que viene al mundo? Ciertamente, porque el alma pura engendra un dios y porque decimos también que su Eros es un dios. ENÉADA: III 5 (50) 6