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Obras: Bergson

sexta-feira 2 de fevereiro de 2024

  

Hemos dicho que la confusión que hace ver a algunos misticismo, allí donde no hay el menor trazo de él, tiene su punto de partida en la tendencia a reducirlo todo a los puntos de vista occidentales; es que, en efecto, el misticismo propiamente dicho es algo exclusivamente occidental y, en el fondo, específicamente cristiano. A este propósito, hemos tenido la ocasión de hacer una observación que nos parece lo bastante curiosa como para que la anotemos aquí: en un libro del que ya hemos hablado en otra parte (NA: Les deux sources de la morale et de la religion. - Ver a este propósito: El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXXIII.), el filósofo Bergson  , oponiendo lo que llama la «religión estática» y la «religión dinámica», ve la más alta expresión de esta última en el misticismo, que, por lo demás, no comprende apenas, y que admira sobre todo por lo que podríamos encontrar en él, al contrario, de vago e incluso de defectuoso bajo algunos aspectos; pero lo que puede parecer verdaderamente extraño por parte de un «no cristiano», es que, para él, el «misticismo completo», por poco satisfactoria que sea la idea que se hace de él, por ello no es menos el de los místicos cristianos. En verdad, por una consecuencia necesaria de la poca estima que siente por la «religión estática», olvida demasiado que los místicos en cuestión son cristianos antes incluso de ser místicos, o al menos, para justificar que sean cristianos, coloca indebidamente el misticismo en el origen   mismo del cristianismo; y, para establecer a este respecto una suerte de continuidad entre éste y el judaísmo, llega a transformar en «místicos» a los profetas judíos; evidentemente, del carácter de la misión de los profetas y de la naturaleza de su inspiración, no tiene ni la menor idea (NA: De hecho, no se puede encontrar misticismo judaico propiamente dicho más que en el hassidismo, es decir, en una época muy reciente.). Sea como sea, si el misticismo cristiano, por deformada o disminuida que sea su concepción de él, es así a sus ojos el tipo mismo del misticismo, la razón de ello es, en el fondo, bien fácil de comprender: es que, de hecho y para hablar estrictamente, no existe apenas otro misticismo que ese; e incluso los místicos que se llaman «independientes», y que diríamos gustosamente «aberrantes», no se inspiran en realidad, aunque sea sin saberlo, sino de ideas cristianas desnaturalizadas y más o menos enteramente vacías de su contenido original. Pero eso también, como tantas otras cosas, escapa a nuestro filósofo, que se esfuerza en descubrir, con anterioridad al cristianismo, «esbozos del misticismo futuro», mientras que, en realidad, se trata de cosas totalmente diferentes; hay así, concretamente sobre la India, algunas páginas que dan testimonio de una incomprehensión inaudita. Las hay también sobre los misterios griegos, y aquí la aproximación, fundada sobre el parentesco etimológico que hemos señalado más atrás, se reduce en suma a un torpe juego de palabras; por lo demás, Bergson se ve forzado a confesar él mismo que «la mayoría de los misterios no tuvieron nada de místicos»; pero entonces ¿por qué habla de ellos bajo este vocablo? En cuanto a lo que fueron esos misterios, se hace de ellos la representación más «profana» que pueda darse; y, en verdad, ignorando todo de la iniciación, ¿cómo podría comprender que hubo allí, así como en la India, algo que en primer lugar no era de ningún modo de orden religioso, y que después iba incomparablemente más lejos que su «misticismo», e incluso, es menester decirlo, que el misticismo auténtico, que, por eso mismo de que se queda en el dominio puramente exotérico, tiene forzosamente también sus limitaciones? (NA: M. Alfred Loisy ha querido responder a Bergson y sostener contra él que no hay más que una sola «fuente» de la moral y de la religión; en su calidad de especialista de la «historia de las religiones» prefiere las teorías de Frazer a las de Durkheim, y también la idea de una «evolución» continua a la de una «evolución» por mutaciones bruscas; a nuestros ojos, todo eso vale exactamente igual; pero hay al menos un punto sobre el que debemos darle la razón, y lo debe ciertamente a su educación eclesiástica: gracias a ésta conoce a los místicos mucho mejor que Bergson, y hace observar que nunca han tenido la menor sospecha de algo que se parezca por poco que sea al «impulso vital»; evidentemente, Bergson ha querido hacer de ellos «bergsonianos» ante la letra, lo que no es apenas conforme a la simple verdad histórica; y M. Loisy se sorprende también a justo título de ver a Juana de Arco colocada entre los místicos. - Señalamos de pasada, ya que eso también es útil registrarlo, que su libro se abre con una confesión bien divertida: «El autor del presente opúsculo -declara- no se conoce inclinación particular para las cuestiones de orden puramente especulativo». ¡He aquí al menos una franqueza bastante loable; y puesto que es él mismo quien lo dice, y de manera completamente espontánea, creemos gustosamente en su palabra!). 204 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN: VÍA INICIÁTICA Y VÍA MÍSTICA

Nos es menester recordar todavía, aunque ya lo hayamos indicado, que las ciencias modernas no tienen un carácter de conocimiento desinteresado, y que, incluso para aquellos que creen en su valor especulativo, éste no es apenas más que una máscara bajo la cual se ocultan preocupaciones completamente prácticas, pero que permite guardar la ilusión de una falsa intelectualidad. Descartes   mismo, al constituir su física, pensaba sobre todo en sacar de ella una mecánica, una medicina y una moral; y con la difusión del empirismo anglosajón, se hizo mucho más todavía; por lo demás, lo que constituye el prestigio de la ciencia a los ojos del gran público, son casi únicamente los resultados prácticos que permite realizar, porque, ahí también, se trata de cosas que pueden verse y tocarse. Decíamos que el «pragmatismo» representa la conclusión de toda la filosofía moderna y su último grado de abatimiento; pero hay también, y desde hace mucho más tiempo, al margen de la filosofía, un «pragmatismo» difuso y no sistematizado, que es al otro lo que el materialismo práctico es al materialismo teórico, y que se confunde con lo que el vulgo llama el «buen sentido». Por lo demás, este utilitarismo casi instintivo es inseparable de la tendencia materialista: el «buen sentido» consiste en no rebasar el horizonte terrestre, así como en no ocuparse de todo lo que no tiene interés práctico inmediato; es para el «buen sentido» sobre todo para quien el mundo sensible es el único «real», y para quien no hay conocimiento que no venga por los sentidos; para él también, este conocimiento restringido mismo no vale sino en la medida en la cual permite dar satisfacción a algunas necesidades materiales, y a veces a un cierto sentimentalismo, ya que, es menester decirlo claramente a riesgo de chocar con el «moralismo» contemporáneo, el sentimiento está en realidad muy cerca de la materia. En todo eso, no queda ningún sitio para la inteligencia, sino en tanto que consiente en servir a la realización de fines prácticos, en no ser más que un simple instrumento sometido a las exigencias de la parte inferior y corporal del individuo humano, o, según una singular expresión de Bergson, «un útil para hacer útiles»; lo que constituye el «pragmatismo» bajo todas sus formas, es la indiferencia total al respecto de la verdad. 1201 La Crisis del mundo moderno: CAPÍTULO VII

Todo lo que hemos dicho de los sabios, podemos decirlo también de los filósofos que se ocupan igualmente de psiquismo; son mucho menos numerosos, pero finalmente hay también algunos. Ya hemos tenido la ocasión en otra parte (NA: El Teosofismo, pp. 35 y 130, ed. francesa.) de mencionar incidentalmente el caso de William James  , que, hacia el final de su vida, manifestó tendencias muy pronunciadas hacia el espiritismo; y es necesario insistir en ello, tanto más cuanto que algunos han encontrado «un poco fuerte» que hayamos calificado a ese filósofo de espiritista y sobre todo de «satanista inconsciente». Sobre este punto, advertiremos primero a nuestros contradictores eventuales, de cualquier lado que se encuentren, que tenemos en reserva muchas otras cosas mucho más «fuertes» todavía, lo que no les impide ser rigurosamente verdaderas; y por lo demás, si supieran lo que pensamos de la inmensa mayoría de los filósofos modernos, los admiradores de lo que se ha convenido llamar «grandes hombres», sin duda se espantarían. Sobre lo que llamamos «satanismo inconsciente», nos explicaremos en otra parte; pero, en cuanto al espiritismo de William James, habría sido menester precisar que no se trataba más que del último periodo de su vida (NA: hablamos de «conclusión final»), ya que las ideas de este filósofo han variado prodigiosamente. Ahora bien, hay un hecho aseverado: es que William James había prometido hacer, después de su muerte, todo lo que estuviera en su poder para comunicar con sus amigos o con otros experimentadores; esta promesa, hecha seguramente «en interés de la ciencia», prueba que admitía la posibilidad de la hipótesis espiritista (NA: Esta actitud era también la de un filósofo universitario francés, M. Emile Boirac, que, en una memoria titulada L’Etude scientifique du spiritisme, presentada al «Congrès de psychologie expérimentale» de 1911, declaró que la hipótesis espiritista representaba «una de las explicaciones filosóficas posibles de los hechos psíquicos», y que nadie podía rechazarla «a priori» como «anticientífica»; quizás no es anticientífica ni antifilosófica, pero es ciertamente antimetafísica, lo que es mucho más grave y más decisivo.), cosa grave para un filósofo (NA: o que debería ser grave si la filosofía fuera lo que quiere ser), y tenemos razones para suponer que haya ido todavía más lejos en ese sentido; no hay que decir que una muchedumbre de médiums americanos han registrado «mensajes» firmados por él. Esta historia nos hace recordar la de otro americano no menos ilustre, el inventor Edison, que pretendió recientemente haber descubierto un medio de comunicar con los muertos (NA: Hace ya bastante tiempo que dos espiritistas holandeses MM. Zaalberg van Zelst y Matla, habían construido un «dinamistógrafo», o «aparato destinado a comunicar con el más allá sin médium» (NA: Le Monde Psychique, marzo de 1912).); no sabemos lo que habría ocurrido, ya que se ha hecho el silencio sobre el asunto, pero siempre hemos estado bien tranquilos sobre los resultados; este episodio es instructivo porque muestra todavía que los sabios más incontestables, y los que se podría creer más «positivos», no están al abrigo del contagio espiritista. Pero volvamos a los filósofos: al lado de William James, habíamos nombrado a M. Bergson; en cuanto a éste, nos contentaremos con reproducir, porque es bastante significativa por sí misma, la frase que ya habíamos citado entonces: «sería algo, sería incluso mucho poder establecer sobre el terreno de la experiencia la probabilidad de la supervivencia por un tiempo x» (NA: L’Energie Spirituelle.). Esta declaración es cuanto menos inquietante, y nos prueba que su autor, tan cerca ya de las ideas «neoespiritualistas» por más de un lado, está verdaderamente comprometido en una vía muy peligrosa, lo que lamentamos sobre todo por aquellos que, al acordarle su confianza, se arriesgan a ser arrastrados en su compañía. Decididamente, para precaver contra las peores absurdidades, la filosofía no vale más que la ciencia, puesto que no es capaz, no decimos de probar (NA: sabemos bien que esto sería pedirle demasiado), sino de hacer comprender o solo de hacer presentir, por confusamente que sea, que la hipótesis espiritista no es más que una imposibilidad pura y simple. 1774 El Error Espiritista: ESPIRITISMO Y PSIQUISMO

La actitud que acabamos de definir en último lugar es también la de los filósofos contemporáneos que tienen tendencias más o menos marcadas hacia el espiritismo; la única diferencia es que estos filósofos ponen en condicional lo que los espiritistas afirman categóricamente; en otros términos, los unos se contentan con hablar de la posibilidad de probar experimentalmente la supervivencia, mientras que los otros consideran la prueba como ya hecha. M. Bergson, inmediatamente antes de escribir la frase que hemos reproducido más atrás, y donde considera precisamente esta posibilidad, reconoce que la «inmortalidad misma no podría ser probada experimentalmente»; así pues, su posición es clara a este respecto; y, en lo que concierne a la supervivencia, lleva la prudencia hasta hablar solo de «probabilidad», quizás porque se da cuenta, hasta un cierto punto, de que la experimentación no da verdaderas certezas. Solamente, aunque reduce así el valor de la prueba experimental, encuentra que «sería ya algo», que «sería incluso mucho»; a los ojos de un metafísico, al contrario, e inclusive sin aportar tantas restricciones, eso sería muy poco, por no decir que sería enteramente desdeñable. En efecto, la inmortalidad en el sentido occidental es ya algo completamente relativo, que, como tal, no se refiere al dominio de la metafísica pura; ¿qué decir entonces de una simple supervivencia? Inclusive fuera de toda consideración metafísica, no vemos bien que pueda haber, para el hombre, un interés capital en saber, de manera más o menos probable o incluso cierta, que puede contar con una supervivencia que no es quizás más que «por un tiempo x»; ¿puede esto tener para él mucha más importancia que saber más o menos exactamente lo que durará su vida terrestre, de la cual no le representa así más que una prolongación indeterminada? Se ve cuanto difiere esto del punto de vista propiamente religioso, que contaría como nada una supervivencia que no estuviera asegurada a perpetuidad; y, en la llamada que el espiritismo hace a la experiencia en este orden de cosas, se puede ver, dadas las consecuencias que resultan de ello, una de las razones (NA: y está lejos de ser la única) por las cuales jamás será más que una pseudoreligión. 1827 El Error Espiritista: INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA

Lo que es destacable en el caso de Antonio, no es su carrera de «curandero», que presenta más de una semejanza con la del zuavo Jacob: hubo casi tanta charlatanería en uno como en el otro, y, si obtuvieron algunas curas reales, se debieron muy probablemente a la sugestión, más bien que a facultades especiales; sin duda es por eso por lo que era tan necesario tener la «fe». Lo que es más digno de atención, es que Antonio se haya presentado como fundador de religión, y que haya triunfado a este respecto de una manera verdaderamente extraordinaria, a pesar de la nulidad de sus «enseñanzas», que no son más que una vaga mezcla de teorías espiritistas y de «moralismo» protestante, y que, además, están redactadas frecuentemente en una jerga casi ininteligible. Uno de los trozos más característicos, es una suerte de decálogo que se titula «diez fragmentos en prosa de la enseñanza revelada por Antonio el Curandero»; aunque se pone cuidado en advertirnos que este texto está «en prosa», está dispuesto como los «versos libres» de algunos poetas «decadentes», y se pueden descubrir incluso algunas rimas; vale la pena que sea reproducido (NA: Para evitar los cortes de párrafos, indicamos los cortes del texto por simples trazos.): «Dios habla: - Primer principio: Si me amáis, - no lo enseñaréis a nadie, - puesto que sabéis que yo no resido - más que en el seno del hombre. - Vosotros no podéis testimoniar que existe - una suprema bondad - mientras que me aisláis del prójimo. - Segundo principio: No creáis en el que os habla de mí, - cuya intención sería convertiros. - Si respetáis toda creencia - y al que no tiene ninguna, - sabéis, a pesar de vuestra ignorancia, - más de lo que podría deciros. - Tercer principio: Vosotros no podéis hacer moral a nadie, - sería probar - que no hacéis bien, - porque ella no se enseña por la palabra, - sino por el ejemplo, - y no ver el mal en nada. - Cuarto principio: No digáis jamás que hacéis caridad - a alguien que os parece en la miseria, - sería hacer entender - que yo carezco de miras, que no soy bueno, - que soy un mal padre, - un avaro, que deja tener hambre a su retoño. - Si actuáis hacia vuestro semejante - como un verdadero hermano, - no hacéis caridad más que a vosotros mismos, - debéis saberlo. - Puesto que nada está bien si no es solidario, - no habéis hecho hacia él - más que desempeñar vuestro deber. - Quinto principio: Tratad siempre de amar al que decís - «vuestro enemigo»: - es para enseñaros a conoceros - que yo le coloco en vuestro camino. - Pero ved el mal más bien en vosotros que en él: - será su remedio soberano. - Sexto principio: Cuando queráis conocer la causa - de vuestros sufrimientos, - que padecéis siempre con razón, - la encontraréis en la incompatibilidad de - la inteligencia con la conciencia, - que establece entre ellas los términos de comparación. Vosotros no podéis sentir el menor sufrimiento - que no sea para haceros observar - que la inteligencia es opuesta a la conciencia; - es lo que es menester no ignorar. - Séptimo principio: Tratad de penetraros, - ya que el menor sufrimiento es debido a vuestra - inteligencia que quiere siempre poseer más; - se hace un pedestal de la clemencia, - al querer que todo le esté subordinado. - Octavo principio: No os dejéis dominar por vuestra inteligencia - que no busca más que elevarse siempre - cada vez más; - ella pisotea a la conciencia, - sosteniendo que es la materia la que da las virtudes, - mientras que ella no encierra más que la miseria - de las almas que vosotros decís - «abandonadas», - que han actuado solo para satisfacer - su inteligencia que les ha extraviado. - Noveno principio: Todo lo que os es útil, para el presente - como para el porvenir, - si no dudáis nada, - os será dado por añadidura. - Cultivaos, vosotros os recordaréis el pasado, - tendréis el recuerdo - de que se os ha dicho: "Llamad, yo os abriré. - Yo estoy en el conócete"... - Décimo principio: No penséis hacer siempre un bien - cuando llevéis asistencia a un hermano; - podríais hacer lo contrario, - poner trabas a su progreso. - Sabed que una gran prueba - será vuestra recompensa, - si le humilláis y le imponéis el respeto. - Cuando queráis actuar, - no os apoyéis jamás sobre vuestra creencia, - porque ella puede extraviaros también; - basaos siempre sobre la conciencia - que quiere dirigiros, ella no puede engañaros». Estas pretendidas «revelaciones» se parecen completamente a las «comunicaciones» espiritistas, tanto por el estilo como por el contenido; es ciertamente inútil buscar darles un comentario seguido o una explicación detallada; no es siquiera muy seguro que el «Padre Antonio» se haya comprendido siempre a sí mismo, y su obscuridad es quizás una de las razones de su éxito. Lo que conviene destacar sobre todo, es la oposición que quiere establecer entre la inteligencia y la conciencia (NA: este último término debe tomarse verosímilmente en el sentido moral), y la manera en la que pretende asociar la inteligencia a la materia; en esto habría con qué regocijar a los partidarios de M. Bergson, aunque una tal aproximación sea bastante poco halagadora en el fondo. Sea como sea, se comprende bastante bien que el antonismo haga profesión de despreciar la inteligencia, y que la denuncie incluso como la causa de todos los males: ella representa el demonio en el hombre, como la conciencia representa a Dios; pero, gracias a la evolución, todo acabará por arreglarse: «Por nuestro progreso, encontraremos en el demonio el verdadero Dios, y en la inteligencia la lucidez de la conciencia». En efecto, el mal no existe realmente; lo que existe, es solo la «visión del mal», es decir que es la inteligencia la que crea el mal allí donde lo ve; el único símbolo del culto antonista es una suerte de árbol que se llama «el árbol de la ciencia de la visión del mal». He aquí por qué es menester «no ver el mal en nada», puesto que desde entonces cesa de existir; en particular, uno no debe verle en la conducta de su prójimo, y es así cómo es menester entender la prohibición de «hacer moral a nadie», tomando esta expresión en su sentido completamente popular; es evidente que Antonio no podía impedir predicar la moral, puesto que él mismo apenas hizo otra cosa. Le agregaba preceptos de higiene, lo que estaba por lo demás en su papel de «curandero»; recordamos a este propósito que los antonistas son vegetarianos, como los teosofistas y los miembros de otras diversas sectas de tendencias humanitarias; sin embargo, no pueden ser considerados como «zoófilos», ya que les está severamente prohibido tener animales en sus casas: «Debemos saber que el animal no existe más que en apariencia; no es más que el excremento de nuestra imperfección (NA: sic)... Cuán inmersos en el error estamos apegándonos al animal; es un gran pecado (NA: en el dialecto walon que hablaba habitualmente, Antonio decía «una duda»), porque el animal no es digno de tener su casa donde residen los humanos». La materia misma no existe más que en apariencia, no es más que una ilusión producida por la inteligencia: «Decimos que la materia no existe porque hemos rebasado su imaginación»; ella se identifica así al mal: «Un átomo de materia nos es un sufrimiento»; y Antonio llega hasta declarar: «Si la materia existe, Dios no puede existir». He aquí cómo explica la creación de la tierra: «Ningún otro que la individualidad de Adán ha creado este mundo (NA: sic). Adán ha sido llevado a constituirse una atmósfera y a construir su habitación, el globo, tal como quería tenerle». Citamos todavía algunos aforismos relativos a la inteligencia: «Los conocimientos no son saber, no razonan más que la materia... La inteligencia, considerada por la humanidad como la facultad más envidiable bajo todos los puntos de vista, no es más que la sede de nuestra imperfección... Yo os he revelado que hay en nosotros dos individualidades, el yo conciencia y el yo inteligencia; uno real, el otro aparente... La inteligencia no es otra que el haz de moléculas que llamamos cerebro... A medida que progresamos, demolemos del yo inteligencia para reconstruir sobre el yo conciencia». Todo eso es pasablemente incoherente; la única idea que se desprende de ello, si se puede llamar a eso una idea, podría formularse así: es menester eliminar la inteligencia en provecho de la «conciencia», es decir, de la sentimentalidad. Los ocultistas franceses, en su último periodo, han llegado a una actitud casi semejante; todavía no tenían, en su mayor parte, la excusa de ser iletrados, pero conviene notar que la influencia de otro «curandero» estuvo sin duda ahí para algo. 1963 El Error Espiritista: EL ANTONISMO

La civilización occidental moderna aparece en la historia como una verdadera anomalía: entre todas aquellas que nos son conocidas más o menos completamente, esta civilización es la única que se ha desarrollado en un aspecto puramente material, y este desarrollo monstruoso, cuyo comienzo coincide con lo que se ha convenido llamar el Renacimiento, ha sido acompañado, como debía de serlo fatalmente, de una regresión intelectual correspondiente; no decimos equivalente, ya que se trata de dos órdenes de cosas entre las cuales no podría haber ninguna medida común. Esa regresión ha llegado a tal punto que los occidentales de hoy día ya no saben lo que puede ser la intelectualidad pura, y ya no sospechan siquiera que nada de tal pueda existir; de ahí su desdén, no solo por las civilizaciones orientales, sino inclusive por la edad media europea, cuyo espíritu no se les escapa apenas menos completamente. ¿Cómo hacer comprender el interés de un conocimiento completamente especulativo a gentes para quienes la inteligencia no es más que un medio de actuar sobre la materia y de plegarla a fines prácticos, y para quienes la ciencia, en el sentido restringido en que la entienden, vale sobre todo en la medida en que es susceptible de concluir en aplicaciones industriales? No exageramos nada; no hay más que mirar alrededor de uno para darse cuenta de que tal es enteramente la mentalidad de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y el examen de la filosofía, a partir de Bacon y de Descartes, no podría sino confirmar también estas constataciones. Recordaremos sólo que Descartes ha limitado la inteligencia a la razón, que ha asignado como único papel, a lo que él creía poder llamar metafísica, servir de fundamento a la física, y que esa física misma estaba esencialmente destinada, en su pensamiento, a preparar la constitución de las ciencias aplicadas, a saber, la mecánica, la medicina y la moral, último término del saber humano tal como él lo concebía; las tendencias que Descartes afirmaba así ¿no son ya esas mismas que caracterizan a primera vista todo el desarrollo del mundo moderno? Negar o ignorar todo conocimiento puro y suprarracional, era abrir la vía que debía conducir lógicamente, por una parte, al positivismo   y al agnosticismo, que sacan su provecho de las más estrechas limitaciones de la inteligencia y de su objeto, y, por otra, a todas las teorías sentimentalistas y voluntaristas, que se esfuerzan en buscar en lo infrarracional lo que la razón no puede darles. En efecto, aquellos que, en nuestros días, quieren reaccionar contra el racionalismo, por ello no aceptan menos la identificación de la inteligencia entera únicamente con la razón, y creen que ésta no es más que una facultad completamente práctica, incapaz de salir del dominio de la materia; Bergson ha escrito textualmente esto: «La inteligencia, considerada en lo que parece ser su medio original, es la facultad de fabricar objetos artificiales, en particular útiles para hacer útiles (sic), y de variar indefinidamente su fabricación» (L’Evolution créatrice, p. 151.). Y también: «La inteligencia, incluso cuando ya no opera sobre la materia bruta, sigue los hábitos que ha contraído en esa operación: aplica formas que son las mismas de la materia inorganizada. La inteligencia está hecha para ese género de trabajo. Solo este género de trabajo la satisface plenamente. Y es eso lo que expresa al decir que sólo así llega a la distinción y a la claridad» (Ibid., p. 174.). En estos últimos rasgos, se reconoce sin esfuerzo que no es la inteligencia misma la que está en causa, sino simplemente la concepción cartesiana de la inteligencia, lo que es muy diferente; y, a la superstición de la razón, es decir, la «filosofía nueva», como dicen sus adherentes, la ha sustituido otra, más grosera todavía por algunos lados, a saber, la superstición de la vida. El racionalismo, impotente para elevarse hasta la verdad absoluta, dejaba subsistir al menos la verdad relativa; pero el intuicionismo contemporáneo rebaja esta verdad a no ser más que una representación de la realidad sensible, con todo lo que tiene de inconsistente y de incesantemente cambiante; finalmente, el pragmatismo acaba de hacer desvanecerse la noción misma de verdad al identificarla a la de utilidad, lo que equivale a suprimirla pura y simplemente. Si bien hemos esquematizado un poco las cosas, sin embargo no las hemos desfigurado de ninguna manera, y, cualesquiera que hayan podido ser las fases intermediarias, las tendencias fundamentales son efectivamente las que acabamos de decir; puesto que van hasta el final, los pragmatistas se muestran como los más auténticos representantes del pensamiento occidental moderno: ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones, que son únicamente materiales y sentimentales, y no intelectuales, encuentran toda satisfacción en la industria y en la moral, dos dominios en los que se prescinde muy bien, en efecto, de concebir la verdad? Sin duda, no se ha llegado de un solo golpe a esta extremidad, y muchos europeos protestarán de que no están todavía ahí; pero aquí pensamos sobre todo en los americanos, que están en una fase más «avanzada», si se puede decir, de la misma civilización: tanto mentalmente como geográficamente, la América actual es el «Extremo Occidente»; y, sin duda ninguna, si nada viene a detener el desarrollo de las consecuencias implicadas en el presente estado de cosas, Europa seguirá en la misma dirección. 5706 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO

Otro punto que también es digno de observación: si se investiga cuáles son las ramas del pretendido progreso del que se habla más frecuentemente hoy, aquellas en las que todas las demás parecen confluir en el pensamiento de nuestros contemporáneos, uno se da cuenta de que se reducen a dos, el «progreso material» y el «progreso moral»; son las únicas que Jacques Bainville haya mencionado como comprendidas en la idea corriente de «civilización», y pensamos que es con razón. Sin duda algunos hablan también de «progreso intelectual», pero, para ellos, esta expresión es esencialmente sinónima de «progreso científico», y se aplica sobre todo al desarrollo de las ciencias experimentales y de sus aplicaciones. Por consiguiente, se ve reaparecer aquí esa degradación de la inteligencia que termina identificándola con el más restringido y el más inferior de todos sus usos, a saber, la acción sobre la materia en vista únicamente de la utilidad práctica; el supuesto «progreso intelectual» no es así, en definitiva, más que el «progreso material» mismo, y, si la inteligencia no fuera más que eso, sería menester aceptar la definición que Bergson da de ella. Ciertamente, la mayoría de los occidentales actuales no conciben que la inteligencia sea otra cosa; para ellos se reduce, no ya a la razón en el sentido cartesiano, sino a la parte más ínfima de esa razón, a sus operaciones más elementales, a lo que permanece siempre en estrecha relación con este mundo sensible del que han hecho el campo único y exclusivo de toda su actividad. Para aquellos que saben que hay otra cosa y que persisten en dar a las palabras su verdadera significación, no es de «progreso intelectual» de lo que puede tratarse en nuestra época, sino al contrario de decadencia, o mejor todavía de decadencia intelectual; y, porque hay vías de desarrollo que son incompatibles, ese es precisamente el pago del «progreso material», el único cuya existencia es un hecho real en el curso de los últimos siglos: progreso científico si se quiere, pero en una acepción extremadamente limitada, y progreso industrial aún mucho más que científico. Desarrollo material e intelectualidad pura van verdaderamente en sentido inverso; quien se hunde en uno se aleja necesariamente del otro; pero, por lo demás, obsérvese bien que aquí decimos intelectualidad, no racionalidad, ya que el dominio de la razón no es más que intermediario, en cierto modo, entre el de los sentidos y el del intelecto superior: si la razón recibe un reflejo de este último, aunque le niegue y se crea la facultad más alta del ser humano, es siempre de los datos sensibles de donde se sacan las nociones que elabora. Queremos decir que lo general, objeto propio de la razón, y por consiguiente de la ciencia que es la obra de ésta, aunque no es del orden sensible, procede no obstante de lo individual, que es percibido por los sentidos; se puede decir que está más allá de lo sensible, pero no por encima; transcendente no es más que lo universal, objeto del intelecto puro, a cuyo respecto lo general mismo entra pura y simplemente en lo individual. Ésta es la distinción fundamental del conocimiento metafísico y del conocimiento científico, tal como la hemos expuesto más ampliamente en otra parte (Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 2a parte, cap. V.); y, si la recordamos aquí, es porque la ausencia total del primero y el desarrollo desordenado del segundo constituyen las características más sobresalientes de la civilización occidental en su estado actual. 5711 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO

En lo que concierne a la concepción del «progreso moral», representa el otro elemento predominante de la mentalidad moderna, queremos decir la sentimentalidad; y la presencia de este elemento no nos hace modificar el juicio que hemos formulado al decir que la civilización occidental es completamente material. Sabemos bien que algunos quieren oponer el dominio del sentimiento al de la materia, hacer del desarrollo de uno una suerte de contrapeso a la invasión del otro, y tomar por ideal un equilibrio tan estable como sea posible entre estos dos elementos complementarios. Tal es quizás, en el fondo, el pensamiento de los intuicionistas que, al asociar indisolublemente la inteligencia a la materia, intentan liberarse de ésta con la ayuda de un instinto bastante mal definido; tal es, más ciertamente aún, el pensamiento de los pragmatistas, para quienes la noción de utilidad, destinada a reemplazar la noción de verdad, se presenta a la vez bajo el aspecto material y bajo el aspecto moral; y aquí vemos también hasta qué punto el pragmatismo expresa las tendencias especiales del mundo moderno, y sobre todo del mundo anglosajón que es su fracción más típica. De hecho, materialidad y sentimentalidad, muy lejos de oponerse, no pueden ir apenas la una sin la otra, y juntas las dos adquieren su desarrollo más extremo; tenemos la prueba de ello en América, donde, como ya hemos tenido ocasión de hacerlo observar en nuestros estudios sobre el teosofismo y el espiritismo, las peores extravagancias «pseudomísticas» nacen y se extienden con una increíble facilidad, al mismo tiempo que el industrialismo y la pasión por los «negocios» se llevan hasta un grado que confina la locura; cuando las cosas han llegado a eso, ya no es un equilibrio lo que se establece entre las dos tendencias, son dos desequilibrios que se suman uno al otro y, en lugar de compensarse, se agravan mutuamente. La razón de este fenómeno es fácil de comprender: allí donde la intelectualidad está reducida al mínimo, es muy natural que la sentimentalidad asuma la primacía; y, por lo demás, ésta, en sí misma, está muy cerca del orden material: en todo el dominio psicológico, no hay nada que sea más estrechamente dependiente del organismo, y, a pesar de Bergson, es el sentimiento, y no la inteligencia, la que se nos aparece como ligada a la materia. Vemos muy bien lo que pueden responder a eso los intuicionistas: la inteligencia, tal como la conciben, está ligada a la materia inorgánica (puesto que es siempre el mecanicismo cartesiano y sus derivados lo que tienen en vista); el sentimiento, lo está a la materia viva, que les parece que ocupa un grado más elevado en la escala de las existencias. Pero, inorgánica o viva, es siempre materia, y en eso no se trata nunca más que de las cosas sensibles; a la mentalidad moderna, y a los filósofos que la representan, les es decididamente imposible librarse de esta limitación. En rigor, si nos atenemos a que haya ahí una dualidad de tendencias, será menester vincular una a la materia y la otra a la vida, y esta distinción puede servir efectivamente para clasificar, de una manera bastante satisfactoria, las grandes supersticiones de nuestra época; pero, lo repetimos, todo eso es del mismo orden y no puede disociarse realmente; estas cosas están situadas sobre un mismo plano, y no superpuestas jerárquicamente. Así, el «moralismo» de nuestros contemporáneos no es más que el complemento necesario de su materialismo práctico (Decimos materialismo práctico para designar una tendencia, y para distinguirla del materialismo filosófico, que es una teoría, de la que esta tendencia no es forzosamente dependiente.); y sería perfectamente ilusorio querer exaltar uno en detrimento del otro, puesto que, siendo necesariamente solidarios, ambos se desarrollan simultáneamente y en el mismo sentido, que es el de lo que se ha convenido llamar la «civilización». 5712 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO

De todas las supersticiones predicadas por aquellos mismos que hacen profesión de declamar a todo propósito contra la «superstición», la de la «ciencia» y la «razón» es la única que, a primera vista, no parece reposar sobre una base sentimental; pero hay a veces un racionalismo que no es más que sentimentalismo disfrazado, como lo prueba muy bien la pasión que le aportan sus partidarios, el odio del que dan testimonio contra todo lo que es contrario a sus tendencias o rebase su comprehensión. Por lo demás, en todo caso, puesto que el racionalismo corresponde a una disminución de la intelectualidad, es natural que en su desarrollo vaya a la par con el del sentimentalismo, así como lo hemos explicado en el capítulo precedente; solamente, cada una de estas dos tendencias puede ser representada más especialmente por algunas individualidades o por algunas corrientes de pensamiento, y, en razón de las expresiones más o menos exclusivas y sistemáticas que son llevadas a revestir, puede incluso haber entre ellas conflictos aparentes que disimulan su solidaridad profunda a los ojos de los observadores superficiales. El racionalismo moderno comienza en suma con Descartes (aunque había tenido algunos precursores en el siglo XVI), y se puede seguir su rastro a través de toda la filosofía moderna, no menos que en el dominio propiamente científico; la reacción actual del intuicionismo y del pragmatismo contra este racionalismo nos proporciona el ejemplo de uno de esos conflictos, y hemos visto no obstante que Bergson aceptaba perfectamente la definición cartesiana de la inteligencia; no es la naturaleza de ésta la que se cuestiona, sino sólo su supremacía. En el siglo XVIII, hubo también antagonismo entre el racionalismo de los enciclopedistas y el sentimentalismo de Rousseau  ; y no obstante uno y otro sirvieron igualmente a la preparación del movimiento revolucionario, lo que muestra que entraban bien en la unidad negativa del espíritu antitradicional. Si relacionamos este ejemplo con el precedente, no es porque prestemos a Bergson ningún trasfondo político; pero no podemos evitar pensar en la utilización de sus ideas en algunos medios sindicalistas, sobre todo en Inglaterra, mientras que, en otros medios del mismo género, el espíritu «cientificista» es más honrado que nunca. En el fondo, parece que una de las grandes habilidades de los «dirigentes» de la mentalidad moderna consiste en favorecer alternativa o simultáneamente una u otra de las dos tendencias en cuestión según la oportunidad, estableciendo entre ellas una suerte de dosificación, por un juego de equilibrio que responde a preocupaciones ciertamente más políticas que intelectuales; por lo demás, esta habilidad puede no ser siempre querida, y por nuestra parte no tratamos de poner en duda la sinceridad de ningún sabio, historiador o filósofo; pero éstos no son frecuentemente más que «dirigentes» aparentes, y pueden ser ellos mismos dirigidos o influenciados sin darse cuenta de ello en lo más mínimo. Además, el uso que se hace de sus ideas no responde siempre a sus propias intenciones, y sería un error hacerles directamente responsables o reprocharles no haber previsto algunas consecuencias más o menos lejanas de ellas; pero basta que esas ideas sean conformes a una u otra de las dos tendencias de que hablamos para que sean utilizables en el sentido que acabamos de decir; y, dado el estado de anarquía intelectual en el que está hundido el Occidente, todo pasa como si se tratara de sacar del desorden mismo, y de todo lo que se agita en el caos, todo el partido posible para la realización de un plan rigurosamente determinado. No queremos insistir más en esto, pero nos es muy difícil no volver a ello de vez en cuando, ya que no podemos admitir que una raza entera sea pura y simplemente sacudida por una suerte de locura que dura desde hace varios siglos, y es menester que, a pesar de todo, haya algo que dé una significación a la civilización moderna; no creemos en el azar, y estamos convencidos de que todo lo que existe debe tener una causa; aquellos que son de otra opinión son libres de dejar a un lado este orden de consideraciones. 5721 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA

Ya hemos dicho que el sentimiento está extremadamente cerca del mundo material; no es por nada que el lenguaje une estrechamente lo sensible y lo sentimental, y, aunque es menester no llegar a confundirlos, no son más que dos modalidades de un solo y mismo orden de cosas. El espíritu moderno está vuelto casi únicamente hacia lo exterior, hacia el dominio sensible; el sentimiento le parece interior, y, bajo este aspecto, frecuentemente quiere oponerle a la sensación; pero eso es muy relativo, y la verdad es que la «introspección» del psicólogo no aprehende, ella misma, otra cosa que fenómenos, es decir, modificaciones exteriores y superficiales del ser; no es verdaderamente interior y profunda más que la parte superior de la inteligencia. Esto parecerá sorprendente a aquellos que, como los intuicionistas contemporáneos, no conocen de la inteligencia más que la parte inferior, representada por las facultades sensibles y por la razón, que, en tanto que se aplica a los objetos sensibles, la creen más exterior que el sentimiento; pero, al respecto del intelectualismo transcendente de los orientales, el racionalismo y el intuicionismo se encuentran sobre un mismo plano y se detienen igualmente en lo exterior del ser, a pesar de las ilusiones por las que una u otra de estas concepciones creen aprehender algo de su naturaleza íntima. En el fondo, en todo eso no se trata nunca de ir más allá de las cosas sensibles; la diferencia no recae más que sobre los procedimientos a poner en obra para alcanzar esas cosas, sobre la manera en que conviene considerarlas, sobre cuál de sus diversos aspectos importa poner en evidencia: podríamos decir que unos prefieren insistir sobre el lado «materia», y otros sobre el lado «vida». En efecto, éstas son las limitaciones de las que el pensamiento occidental no puede liberarse: los griegos eran incapaces de liberarse de la forma; los modernos parecen incapaces sobre todo de desprenderse de la materia, y, cuando intentan hacerlo, no pueden en todo caso salir del dominio de la vida. Todo eso, la vida tanto como la materia y más aún la forma, no son más que condiciones de existencia especiales del mundo sensible; así pues, todo eso está sobre un mismo plano, como lo decíamos hace un momento. El Occidente moderno, salvo casos excepcionales, toma el mundo sensible como único objeto de conocimiento; que se dedique preferentemente a una o a otra de las condiciones de este mundo, que le estudie bajo tal o cual punto de vista, recorriéndole en cualquier sentido, el dominio donde se ejerce su actividad mental por eso no deja de ser siempre el mismo; si este dominio parece extenderse más o menos, eso no va nunca muy lejos, cuando no es puramente ilusorio. Por lo demás, junto al mundo sensible, hay diversos prolongamientos que pertenecen todavía al mismo grado de la existencia universal; según se considere tal o cual condición, entre las que definen este mundo, se podrá alcanzar a veces uno u otro de esos prolongamientos, pero por ello no se estará menos encerrado en un dominio especial y determinado. Cuando Bergson dice que la inteligencia tiene a la materia como su objeto natural, comete el error de llamar inteligencia a aquello de lo que quiere hablar, y lo hace porque lo que es verdaderamente intelectual le es desconocido; pero tiene razón en el fondo si apunta solamente, bajo esta denominación errónea, a la parte más inferior de la inteligencia, o más precisamente al uso que se hace de ella comúnmente en el Occidente actual. En cuanto a él, es a la vida a la que se apega esencialmente: se sabe bien el papel que juega el «impulso vital» en sus teorías, y el sentido que da a lo que llama la percepción de la «duración pura»; pero la vida, cualquiera que sea el «valor» que se le atribuya, por eso no está menos indisolublemente ligada a la materia, y es siempre el mismo mundo, el que se considera aquí según una concepción «organicista» o «vitalista», y en otras partes según una concepción «mecanicista». Solamente, cuando se da la preponderancia al elemento vital sobre el elemento material en la constitución de este mundo, es natural que el sentimiento tome la delantera sobre la supuesta inteligencia; los intuicionistas con su «torsión de espíritu», los pragmatistas con su «experiencia interior», hacen llamada simplemente a las potencias obscuras del instinto y del sentimiento, que toman por el fondo mismo del ser, y, cuando van hasta el final de su pensamiento o más bien de su tendencia, llegan, como Willian James, a proclamar finalmente la supremacía del «subconsciente», por la más increíble subversión del orden natural que la historia de las ideas haya tenido que registrar nunca. 5741 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA VIDA

La vida, considerada en sí misma, es siempre cambio, modificación incesante; así pues, es comprehensible que ejerza una tal fascinación sobre el espíritu de la civilización moderna, en la que el cambio es también el carácter más sobresaliente, el que aparece a primera vista, incluso si uno se queda en un examen completamente superficial. Cuando uno se encuentra así encerrado en la vida y en las concepciones que se refieren a ella directamente, no se puede conocer nada de lo que escapa al cambio, nada del orden transcendente e inmutable que es el de los principios universales; así pues, ya no podría haber ningún conocimiento metafísico posible, y somos llevados siempre a esta constatación, como consecuencia ineluctable de cada una de las características del Occidente actual. Decimos aquí cambio más bien que movimiento, porque el primero de estos dos términos es más extenso que el segundo: el movimiento no es más que la modalidad física o, mejor, mecánica del cambio, y hay concepciones que consideran otras modalidades irreductibles a ésta, a las que reservan incluso el carácter más propiamente «vital», a exclusión del movimiento entendido en el sentido ordinario, es decir, como un simple cambio de situación. Aquí también, sería menester no exagerar algunas oposiciones, que no son tales más que desde un punto de vista más o menos limitado: así, una teoría mecanicista es, por definición, una teoría que pretende explicarlo todo por la materia y el movimiento; pero, dando a la idea de vida toda la extensión de la que es susceptible, se podría hacer entrar en ella el movimiento mismo, y uno se daría cuenta entonces de que las teorías supuestamente opuestas o antagonistas son, en el fondo, mucho más equivalentes de lo que quieren admitir sus partidarios respectivos (Es lo que ya hemos hecho observar, en otra ocasión, en lo que concierne a las dos variedades del «monismo», una espiritualista y la otra materialista. ); por una parte y por otra, no hay apenas más que un poco más o menos de estrechez de miras. Sea como sea, una concepción que se presenta como una «filosofía de la vida» es necesariamente, por eso mismo, una «filosofía del devenir»; queremos decir que está encerrada en el devenir y no puede salir de él (puesto que devenir y cambio son sinónimos), lo que la lleva a colocar toda realidad en ese devenir, a negar que haya algo fuera o más allá de él, puesto que el espíritu sistemático está hecho de tal manera que se imagina que incluye en sus fórmulas la totalidad del Universo; eso es también una negación formal de la metafísica. Tal es, concretamente, el evolucionismo bajo todas sus formas, desde las concepciones más mecanicistas, comprendido el grosero «transformismo», hasta teorías del género de las de Bergson; nada que no sea el devenir podría encontrar sitio ahí, y, todavía, a decir verdad, no se considera de él más que una porción más o menos restringida. La evolución, no es en suma más que el cambio, una ilusión más que se refiere al sentido y a la cualidad de ese cambio; evolución y progreso son una sola y misma cosa, complicaciones al margen, pero hoy día se prefiere frecuentemente la primera de estas dos palabras porque se la encuentra de un matiz más «científico»; el evolucionismo es como un producto de estas dos grandes supersticiones modernas, la de la ciencia y la de la vida, y lo que constituye su éxito, es precisamente que el racionalismo y el sentimentalismo encuentran en él, uno y otro, su satisfacción; las proporciones variables en las que se combinan estas dos tendencias cuentan mucho en la diversidad de las formas que reviste esta teoría. Los evolucionistas ponen el cambio por todas partes, y hasta en Dios mismo cuando le admiten: es así que Bergson se representa a Dios como «un centro de donde brotarían los mundos, y que no es una cosa, sino una continuidad de brote»; y agrega expresamente: «Dios, definido así, no ha hecho nada; es vida incesante, acción, libertad» (L’Evolution créatrice, p. 270,). Así pues, son efectivamente estas ideas de vida y de acción las que constituyen, en nuestros contemporáneos, una verdadera obsesión, ideas que se transfieren aquí a un dominio que querría ser especulativo; de hecho, es la supresión de la especulación en provecho de la acción la que invade y absorbe todo. Esta concepción de un Dios en devenir, que no es más que inmanente y no transcendente, y también (lo que equivale a lo mismo) la de una verdad que se hace, que no es más que una suerte de límite ideal, sin nada actualmente realizado, no son excepciones en el pensamiento moderno; los pragmatistas, que han adoptado la idea de un Dios limitado por motivos sobre todo «moralistas», no son sus primeros inventores, pues aquello que se dice que evoluciona debe ser concebido forzosamente como limitado. El pragmatismo, por su denominación misma, se presenta ante todo como «filosofía de la acción»; su postulado más o menos confesado es que el hombre no tiene otras necesidades que las de orden práctico, necesidades a la vez materiales y sentimentales; por consiguiente, es la abolición de la intelectualidad; pero, si es así, ¿por qué querer entonces hacer teorías? Eso se comprende bastante mal; y, como el escepticismo, del que no difiere más que en el aspecto de la acción, el pragmatismo, si quisiera ser consecuente consigo mismo, debería limitarse a una simple actitud mental, que no puede siquiera intentar justificar lógicamente sin darse un desmentido; pero sin duda es muy difícil mantenerse estrictamente en una tal reserva. El hombre, por caído que esté intelectualmente, no puede impedirse al menos razonar, aunque no sea más que para negar la razón; por lo demás, los pragmatistas no la niegan como los escépticos, pero quieren reducirla a un uso puramente práctico; al venir después de aquellos que han querido reducir toda la inteligencia a la razón, pero sin negar a ésta un uso teórico, es un grado más en el descenso. Hay incluso un punto sobre el que la negación de los pragmatistas va más lejos que la de los puros escépticos; éstos últimos no niegan que la verdad exista fuera de nosotros, sino sólo que podamos alcanzarla; los pragmatistas, a imitación de algunos sofistas griegos (que al menos no se tomaban probablemente en serio), llegan hasta suprimir la verdad misma. 5742 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA VIDA

El autor de la carta que acabamos de citar, que ha muerto hace algunos años, era el hermano mayor de otro Mac-Gregor, representante en Francia de la Order of the Golden Dawn in the Outer y miembro también de la Sociedad Teosófica. En 1899 y 1903 tuvieron en París cierta resonancia las tentativas de restauración del culto de Isis por M. y Mme Mac-Gregor, bajo el patronazgo del escritor ocultista Jules Bois, tentativas bastante fantasiosas, por lo demás, pero que tuvieron en su tiempo un cierto éxito como curiosidad. Agregamos que Mme Mac-Gregor, la «Gran Sacerdotisa Anari», es la hermana de M. Bergson; por lo demás, no señalamos este hecho más que a título de reseña accesoria, sin querer deducir de él ninguna consecuencia, aunque, por otro lado, haya incontestablemente más de un punto de semejanza entre las tendencias del teosofismo y las de la filosofía bergsoniana. Algunos han llegado más lejos: es así como, en un artículo que se refiere a una controversia sobre el bergsonismo, M. Georges Pécoul escribe que: «Las teorías de la Sociedad Teosófica son tan extrañamente semejantes a la de M. Bergson que uno se puede preguntar si no derivan todas de una fuente común, y si los MM. Bergson, Olcott, Leadbeater y las Mmes Blavatsky y Annie Besant no han asistido todos a la escuela del mismo Mahâtmâ, Koot Hoomi o... algún Otro»; y agrega: «Señalo el problema a los investigadores; su solución quizás podría aportar un suplemento de luz sobre el origen muy misterioso de algunos movimientos del pensamiento moderno y sobre la naturaleza de las "influencias" que sufren, frecuentemente inconscientemente, el conjunto de aquellos que son, ellos mismos, agentes de influencias intelectuales y espirituales». Sobre estas «influencias», somos bastante de la opinión de M. Pécoul, y pensamos incluso que su papel es tan considerable como generalmente insospechado; por lo demás, las afinidades del bergsonismo con los movimientos «neoespiritualistas» no nos han parecido nunca dudosas, y no nos asombraría de ninguna manera ver a M. Bergson, según el ejemplo de Williams James, acabar finalmente en el espiritismo. En cuanto a esto, tenemos ya un indicio particularmente elocuente en una frase de la Energie Spirituelle, el último libro de M. Bergson, donde éste, aunque reconoce que «la inmortalidad misma no puede ser probada experimentalmente», declara que «sería ya algo, sería incluso mucho poder establecer en el terreno de la experiencia la probabilidad de la supervivencia por un tiempo x»; ¿no es eso exactamente lo que pretenden hacer los espiritistas? Hasta oído decir incluso, hace algunos años, que M. Bergson se interesaba de una manera activa en «experimentaciones» de ese género, en compañía de varios sabios reputados, entre los cuales se nos citó al profesor d’Arsonval y a Mme Curie; queremos creer que su intención era estudiar estas cosas tan «científicamente» como es posible, pero ¡cuántos otros hombres de ciencia, tales como William Crookes y Lombroso, después de haber comenzado así, han sido «convertidos» a la doctrina espiritista! Nunca se insistirá bastante en decir cuan peligrosas son estas cosas; ciertamente, no son la ciencia ni la filosofía las que pueden proporcionar una garantía suficiente para permitir que se las toque impunemente. 7758 El Teosofismo: III - LA SOCIEDAD TEOSÓFICA Y EL ROSICRUCIANISMO

No obstante, hubo en París una continuación del «Parlamento de las Religiones» de Chicago; tuvo lugar en 1913, bajo el nombre de «Congreso del Progreso religioso», y bajo la presidencia de M. Boutroux, cuyas ideas filosóficas tienen también algún parentesco con las tendencias «neoespiritualistas», aunque de una manera mucho menos marcada que las de M. Bergson. Este Congreso fue casi enteramente protestante, y sobre todo «protestante liberal»; pero la influencia germánica logró preponderar allí sobre la influencia anglosajona; los teosofistas fieles a la dirección de Mme Besant no fueron invitados, mientras que se escuchó a M. Edouard Schuré, representante de la organización disidente del Dr Rudolf Steiner, de quien tendremos que hablar a continuación. 7913 El Teosofismo: XVII - EN EL PARLAMENTO DE LAS RELIGIONES

Sobre diversas cuestiones, Anna Kingsford tiene concepciones que le son particulares: así, por ejemplo, considera la naturaleza del hombre como cuaternaria, y atribuye una importancia especialísima al número trece, en el que ve «el número de la mujer» y el «símbolo de la perfección»; pero, sobre la mayoría de los puntos importantes, cualesquiera que sean las apariencias, está de acuerdo en el fondo con las enseñanzas teosofistas. Admite concretamente la «evolución espiritual», el «karma» y la reencarnación; a propósito de ésta, llega a pretender incluso que «la doctrina de la progresión y de la migración de las almas constituía el fundamento de todas las religiones antiguas», y que «uno de los objetos especiales de los misterios antiguos era hacer capaz al iniciado de recobrar la memoria de sus encarnaciones anteriores». Estas reseñas y muchas otras del mismo valor, parecen deberse a la misma «fuente de información» que el conjunto de la doctrina, es decir, al ejercicio de la intuición, «por la que el espíritu se vuelve hacia su centro» y «alcanza a la región interior y permanente de nuestra naturaleza», mientras que «el intelecto es dirigido hacia el exterior para obtener el conocimiento de los fenómenos». En verdad, aquí se creería estar escuchando a M. Bergson mismo; no sabemos si éste conoció a Anna Kingsford, pero, en todo caso, ella puede ser colocada, bajo algunos aspectos, entre los precursores del intuicionismo contemporáneo. Lo que también merece señalarse en ella, son las relaciones del intuicionismo y del feminismo, y, por lo demás, no creemos que éste sea un caso aislado; entre el movimiento feminista y otras diversas corrientes de la mentalidad actual, hay relaciones cuyo estudio no estaría desprovisto de interés. Por lo demás, tendremos que volver a hablar del feminismo a propósito del papel masónico de Mme Besant. 7920 El Teosofismo: XVIII - EL CRISTIANISMO ESOTÉRICO

5.- Carlo Suarès  . Krishnamurti. (Editions Adyar), Paris). -Es una exposición de las fases más diversas por las cuales ha pasado Krishnamurti desde los comienzos de su "misión"; exposición entusiasta, pero sin embargo fiel, pues está hecha en su mayor parte por medio de los textos mismos, de manera que se puede considerar como una recopilación de "documentos", sin compartir en absoluto las apreciaciones del autor. Krishnamurti ha tenido al menos, en su vida, un gesto muy simpático, cuando para firmar su independencia pronunció la disolución de la "Orden de la Estrella"; y, para escapar así a la influencia de us "educadores", le hizo falta igualmente una bastante buena fuerza de carácter; pero, aparte esta consideración totalmente "personal", ¿qué representa él justamente, y qué pretende aportar? Sería muy difícil decirlo, en presencia de una "enseñanza" que no lo es, que es algo totalmente negativo, más vaga y huidiza aún que la inaprehensible filosofía de Bergson, con la cual tiene, por lo demás, alguna semejanza por su exaltación de la "vida". Se podrá sin duda decirnos que Krishnamurti es incapaz de expresar con palabras el estado al cual ha llegado, y queremos admitirlo; pero que no vaya hasta asegurar que tal estado es verdaderamente la "Liberación", en el sentido hindú de la palabra, lo que es excesivo, y además inconciliable con semejante vinculación a la "vida". Si fuera sí, ello se sentiría a través de las fórmulas más imperfectas y más inadecuadas, y dejaría algo distinto que una penosa impresión de inconsistencia, de vacío, y, digamos la palabra, de nada. 8076 El Teosofismo: RESEÑAS DE LIBROS - Febrero de 1930