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Paracelso Ressurreição

domingo 31 de dezembro de 2023, por Cardoso de Castro

  

Paracelso   — Ressurreição
Excertos de C. del Tilo Temas cristianos

De la resurrección de los cuerpos
Nuestra resurrección es semejante al nacimiento de Sansón. Nacido de una mujer estéril, Sansón no vino al mundo según el orden natural. Sucede lo mismo con nosotros: de nuestro cuerpo de Adán, estéril, nacerá un cuerpo nuevo, el cuerpo de la resurrección y ello por el poder de Dios. Este cuerpo nuevo será maravilloso como lo fue Sansón.

Ello sucede porque el cuerpo que poseemos actualmente no sirve para la gloria. Ved, se deshace y estalla en el fuego. Al contrario, el cuerpo futuro, el cuerpo glorioso, nacido del poder de Dios, tiene que ser un cuerpo que dure, que persista. En consecuencia, solo resucitarán los hijos de Dios y no los hijos de los hombres, como pensaban los judíos, quienes, por esta razón, cuidaban tanto de sus cuerpos. Este cuerpo no irá al cielo, al igual que no van al cielo las piedras de la tierra; pero, es tan difícil creer que los niños puedan nacer de las piedras, como difícil es pensar que de nuestro cuerpo pueda nacer otro cuerpo. Y, no obstante, de nuestro cuerpo de Adán, pero no con él, surgirá el cuerpo glorioso; y nuestro cuerpo permanecerá en la tierra materna.

La resurrección es como la simiente: el cuerpo permanece en la tierra, allí se pudre y descompone; no será glorificado. Será glorioso lo que nacerá de ella: las rosas, el cuerpo celeste. Igualmente, el árbol nace de la semilla, procede de ella; sin embargo, el árbol no es la semilla. Este proceso toma su tiempo, así como toma tiempo nuestro cuerpo, que en la tierra, deberá esperar el día del Señor.

¿Para qué está destinada la semilla? No para que permanezca como semilla, sino para que de ella proceda la planta cuya esencia contiene. Ya que la semilla, en tanto que semilla, no es nada. Sin embargo, quien de la semilla sabe hacer nacer el fruto, éste también sabe hacer surgir el fruto de nuestro cuerpo.

Por ello, no debemos decir: resucitaremos con el cuerpo que tenemos. Somos una simiente; una simiente de Dios, si no nuestro cuerpo no sería una simiente. Pero actualmente somos una simiente, y el cuerpo nuevo que procederá de ella, será el fruto. Será entonces cuando el cuerpo antiguo vea en el cuerpo nuevo a su Salvador. He aquí la naturaleza de nuestra esperanza en esta morada terrestre.

Adán fue sumido en un profundo sueño, a fin de que no viera cómo era extraída de él Eva, su compañera. Igualmente seremos sumidos en un sueño profundo hasta el día del juicio final. No conocemos el día ni sabemos cómo se hará nuestra resurrección. No sirve de nada buscar la comprensión de estos fines últimos, ya que nuestros razonamientos no son sino locuras ante Dios. Sin embargo, ello no debe hacernos desestimar la filosofía, ya que Dios quiere que apreciemos y descubramos estas cosas a partir del orden de la naturaleza, en la medida en que nos convenga; no obstante, ello no es más que una sombra respecto a la realidad.

El hombre tiene que resucitar con vistas al juicio, sea trigo o neguilla. Resucitará para la gloria o para la condenación. Los que son como trigo vivirán, los que son como la neguilla, aunque resucitados, se les reconocerá como muertos. Ya que Dios es el Dios de los vivientes, es decir, de sus hijos, de aquellos que han nacido de Él. Y son hijos de Dios los que cumplen su voluntad y le sirven en calidad de criaturas nuevas; y que, llevando en sí mismos la simiente destinada a la podredumbre, no viven según la ley de esta última.

La simiente no lleva en sí misma aquello que procederá de ella, lo que nacerá. Es más bien un don, una gracia que está depositada en ella. Observad la rosa o la lavanda; Dios ha colocado en la vieja simiente una virtud a fin de que, al descomponerse, nazca de ella una cosa nueva. Si lo hace por una semilla natural, con más razón lo hará por un hombre.

El viejo Adán sólo es una simiente ante Dios. Si se alimenta, si bebe mucho, esto no lo acerca en absoluto a la gloria. Si el viejo Adán permanece tal como es, si no posee en él la gracia, está condenado haga lo que haga. Así pues, no nos apeguemos demasiado a nuestro cuerpo, en todo caso, no más de lo que conviene a una simiente que tratamos de conservar en buen estado hasta el día de la siembra.

¿Debería ser conservado este cuerpo ¿Querríais que fuéramos al cielo con nuestro cuerpo de Adán, con nuestro cuerpo y sus miserias? ¡Sería un curioso Paraíso! Si el Paraíso sólo debiera ser el lugar de nuestros cuerpos renovados, sería una fuente de juventud, no un Paraíso. Sería una farsa. El Paraíso verdadero ha sido adquirido para nosotros mediante la muerte de Cristo; no es una fuente de juventud, sino una glorificación, una transfiguración. Deberíamos meditar más sobre la resurrección del Hijo de Dios, ya que nuestra resurrección es de la misma naturaleza: resucitaremos por él y en él.

La rosa, el lirio, el alhelí, el anthericum, se nutren y se sacian de lo que viene de la tierra. Pero al mismo tiempo se nutren de lo que viene de lo alto: del rocío, de la lluvia. ¿No es éste su pan del cielo? Sin embargo, la manera como se nutren de él no es visible para nosotros. Es lo mismo respecto al hombre: la rosa en nosotros, nuestro cuerpo celeste, también se nutre de lo que viene de arriba, de la mano de Cristo. Y así como la rosa se nutre del rocío y de la lluvia, igualmente la nueva criatura se nutre del rocío que viene de arriba, ya que el hombre es más que la rosa.

La naturaleza es rica en misterios, y la filosofía, la luz natural, nos permiten reconocerlos; sin embargo, la filosofía jamás ha tratado de profundizar en la otra criatura; se contenta con conocer las cosas de este mundo.

Sin embargo, el filósofo verdadero debe pensar en el cielo y la tierra, ya que no sólo de pan vive el hombre, sino también de la palabra que nos viene de la boca de Dios. Si el hombre vive de ella, igualmente la naturaleza vive de ella. En efecto, ¿quién puede comprender cómo se nutre una planta, cómo cura? Es inútil decir que posee tal o tal virtud. Es Dios quien ha puesto en ella la fuerza que cura, donde ha querido, cuando ha querido.

Si, conforme al Símbolo de los Apóstoles, queremos creer en la resurrección de la carne, debemos comprenderla a partir de otro cuerpo, y no a partir del primero, del cuerpo de Adán, ya que éste volverá al fango para la muerte eterna. El cuerpo sensible es como la sal insípida frente a la sal verdadera; nada en él es digno de gloria, es como la neguilla respecto al trigo.

No es oro todo lo que reluce, sino solamente el metal purificado de sus escorias que ha sufrido la prueba del aguafuerte y del antimonio. Es la prueba del oro natural; sin embargo hacen falta muchas más cuando se trata del hombre, de la nueva criatura. No es que el barro sea transmutado y cambiado en metal precioso, y así ennoblecido, sino que el barro será separado de la perla como por accidente. Es la perla la que alcanzará la glorificación, no es que de impura se haya convertido en pura, sino que simplemente se encontraba habitando en lo impuro, como las estrellas en las tinieblas. Sin embargo, el nuevo cuerpo brillará todavía más que las estrellas.

Cuando seamos así glorificados, subiremos al cielo para sentarnos a la mesa que el Padre que está en el cielo nos ha preparado y compartir el ágape con su Hijo. Por eso existe una diferencia entre la resurrección y la ascensión a los cielos. La resurrección consiste en la separación del cuerpo mortal y la entrada en posesión del cuerpo inmortal. Los bienaventurados alcanzarán el seno de Abraham, los réprobos el Purgatorio, hasta el advenimiento del día del juicio. Entonces los bienaventurados entrarán en el reino de Dios y serán libres; mientras que el Purgatorio será suprimido y aquellos que permanecían allí irán al Infierno. El sueño del que habla la Escritura consiste en la espera en un lugar que no sabemos donde se sitúa.

Cristo es un ejemplo para nosotros; que el hombre resucite el tercer día, el primero, o mucho más tarde, no lo sabemos ni lo podemos saber; sin embargo, la resurrección de Cristo nos enseña que no sólo se trata de un acontecimiento único, sino que nos concierne a todos. En efecto, si hubiéramos tenido que ir al cielo con nuestro cuerpo de Adán, entonces Cristo no habría necesitado encarnarse. Pero Cristo nos ha mostrado como opera el Espíritu; sólo va al cielo lo que es del cielo. Y nadie puede alcanzar la paz eterna si no ha nacido de Dios.

Por eso, no debemos poner nuestra esperanza en el cuerpo mortal, pues, aunque nos impusiéramos privaciones, no tendríamos ninguna recompensa ¡cómo si se tratara de hacer tales cálculos! Estas mortificaciones proceden más bien de la melancolía, que es cosa humana y terrestre. Cristo ha dicho: «Me alaban con los labios», es decir, actúan a partir de la melancolía. Los sanguíneos, se hacen escuchar mediante los cantos y los órganos, sin embargo, sus oficios están lejos de Dios. Los biliosos querrían derramar su sangre y los flemáticos, ser prebendados. Pero si todo esto tuviera valor, los paganos y los turcos se convertirían, ellos también, en bienaventurados. La obra de Dios entonces sería inútil; y nuestra fe también.

Sin embargo, sólo permanecerá el cuerpo espiritual. Es a partir de él que debemos ayunar y rezar, y adiestrarnos en la virtud, y no a partir de la demasiado humana melancolía. Por eso conviene marcar la diferencia entre los dos cuerpos. Nuestro cuerpo espiritual se separará del cuerpo de Adán como el fruto se separa del árbol.