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Guénon Linguistica

quarta-feira 27 de dezembro de 2023, por Cardoso de Castro

  

Guénon — Introdução Geral ao Estudo das Doutrinas Hindus — Dificuldades lingüísticas

CAPÍTULO VI — Dificultades lingüísticas
La dificultad más grave, para la interpretación correcta de las doctrinas orientales, es la que proviene, como ya lo hemos indicado y como entendemos exponerlo sobre todo en lo que seguirá, de la diferencia esencial que existe entre los modos del pensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Esta diferencia se traduce naturalmente por una diferencia correspondiente en las lenguas que están destinadas a expresar respectivamente estos modos, de donde una segunda dificultad, que deriva de las primeras, cuando se trata de traducir algunas ideas a las lenguas de Occidente, que carecen de términos apropiados, y que, sobre todo, son muy poco metafísicas. Por lo demás, eso no es en suma más que una agravación de las dificultades inherentes a toda traducción, y que se encuentran incluso, a un grado menor, para pasar de una lengua a otra que es muy vecina de ella tanto filológica como geográficamente; en este último caso todavía, los términos que se consideran como correspondientes, y que tienen frecuentemente el mismo origen   o la misma derivación, están a veces muy lejos, a pesar de eso, de ofrecer para el sentido un equivalente exacto. Eso se comprende fácilmente, ya que es evidente que cada lengua debe de estar particularmente adaptada a la mentalidad del pueblo que hace uso de ella, y cada pueblo tiene su mentalidad propia, más o menos ampliamente diferente de la de los demás; esta diversidad de las mentalidades étnicas es únicamente mucho menor cuando se consideran pueblos pertenecientes a una misma raza o que se vinculan a una misma civilización. En este caso, los caracteres mentales comunes son ciertamente los más fundamentales, pero los caracteres secundarios que se superponen a ellos pueden dar lugar a variaciones que son aún muy apreciables; y uno podría preguntarse incluso si, entre los individuos que hablan una misma lengua, en los límites de una nación que comprende elementos étnicos diversos, el sentido de las palabras de esta lengua no se matiza más o menos de una región a otra, tanto más cuanto que la unificación nacional y lingüística es frecuentemente reciente y un poco artificial: no habría nada de qué sorprendente, por ejemplo, en que la lengua común herede en cada provincia, tanto para el fondo como para la forma, algunas particularidades del antiguo dialecto al que ha venido a superponerse y al que ha reemplazado más o menos completamente. Sea como sea, las diferencias de las que hablamos son naturalmente mucho más sensibles de un pueblo a otro: si puede haber varias maneras de hablar una lengua, es decir, en el fondo, de pensar sirviéndose de esta lengua, hay ciertamente una manera de pensar especial que se expresa normalmente en cada lengua distinta; y la diferencia alcanza en cierto modo su máximo para lenguas muy diferentes entre sí a todos los respectos, o inclusive para lenguas emparentadas filológicamente, pero adaptadas a mentalidades y a civilizaciones muy diversas, ya que las aproximaciones filológicas permiten con mucha menos seguridad que las aproximaciones mentales el establecimiento de equivalencias verdaderas. Es por estas razones por lo que, como lo decíamos desde el comienzo, la traducción más literal no es siempre la más exacta desde el punto de vista de las ideas, muy lejos de eso, y es también por lo que el conocimiento puramente gramatical de una lengua es completamente insuficiente para dar la comprehensión de ella.

Cuando hablamos del alejamiento de los pueblos y, por consiguiente, de sus lenguas, es menester destacar que éste puede ser un alejamiento tanto en el tiempo como en el espacio, de suerte que lo que acabamos de decir se aplica igualmente a la comprehensión de las lenguas antiguas. Es más, para un mismo pueblo, si ocurre que su mentalidad sufre en el curso de su existencia notables modificaciones, no sólo términos nuevos que vienen a sustituir en su lengua a términos antiguos, sino que también el sentido de los términos que se mantienen varía correlativamente a los cambios mentales, hasta el punto de que, en una lengua que ha permanecido casi idéntica en su forma exterior, las mismas palabras llegan a no responder ya en realidad a las mismas concepciones, y que sería menester entonces, para restablecer su sentido, una verdadera traducción, que reemplace palabras que están no obstante todavía en uso por otras palabras completamente diferentes; la comparación de la lengua francesa del siglo XVII y la de nuestros días proporciona numerosos ejemplos de ello. Debemos agregar que eso es verdad sobre todo para los pueblos occidentales, cuya mentalidad, así como lo indicábamos precedentemente, es extremadamente inestable y cambiante; y, por lo demás, hay todavía una razón decisiva para que un tal inconveniente no se presente en Oriente, o al menos para que se reduzca allí a su estricto mínimo: es que en Oriente hay una demarcación muy clara establecida entre las lenguas vulgares, que varían forzosamente en una cierta medida para responder a las necesidades del uso corriente, y las lenguas que sirven para la exposición de las doctrinas, lenguas que están fijadas inmutablemente, y a las que su destino pone al abrigo de todas las variaciones contingentes, lo que, por lo demás, disminuye aún más la importancia de las consideraciones cronológicas. Hasta un cierto punto, se habría podido encontrar algo análogo en Europa en la época donde el latín se empleaba generalmente para la enseñanza y para los intercambios intelectuales; una lengua que sirve para un tal uso no puede ser llamada propiamente una lengua muerta, sino que es una lengua fijada, y es precisamente eso lo que constituye su gran ventaja, sin hablar de su comodidad para las relaciones internacionales, donde las «lenguas auxiliares» artificiales que preconizan los modernos fracasarán siempre fatalmente. Si podemos hablar de una fijeza inmutable, sobre todo en Oriente, y para la exposición de doctrinas cuya esencia es puramente metafísica, es porque, en efecto, estas doctrinas no «evolucionan» en el sentido occidental de esta palabra, lo que hace perfectamente inaplicable para ellas el empleo de todo «método histórico»; por extraño y por incomprehensible incluso que eso pueda parecer a los occidentales modernos, que querrían creer a toda costa en el «progreso» en todos los dominios, no obstante es así, y, a falta de reconocerlo, uno se condena a no comprender nunca nada del Oriente. Las doctrinas metafísicas no tienen que cambiar en su fondo y ni siquiera perfeccionarse; sólo pueden desarrollarse bajo algunos puntos de vista, al recibir expresiones que son más particularmente apropiadas a cada uno de estos puntos de vista, pero que se mantienen siempre en un espíritu rigurosamente tradicional. Si ocurre por excepción que no sea así, y que llegue a producirse una desviación intelectual en un medio más o menos restringido, esa desviación, si es verdaderamente grave, no tarda en tener como consecuencia el abandono de la lengua tradicional en el medio en cuestión, donde es reemplazada por un idioma de origen vulgar, pero que adquiere a su vez una cierta fijeza relativa, porque la doctrina disidente tiende espontáneamente a colocarse como tradición independiente, aunque, evidentemente, desprovista de toda autoridad regular. El oriental, incluso salido de las vías normales de su intelectualidad, no puede vivir sin una tradición o algo que ocupe su lugar, e intentaremos hacer comprender después todo lo que es para él la tradición bajo sus diversos aspectos; por lo demás, esa es una de las causas profundas de su desprecio hacia el occidental, que se presenta muy frecuentemente a él como un ser desprovisto de todo lazo tradicional.

Para tomar ahora bajo otro punto de vista, y como en su principio mismo, las dificultades que queremos señalar especialmente en el presente capítulo, podemos decir que toda expresión de un pensamiento cualquiera es imperfecta en sí misma, porque limita y restringe las concepciones para encerrarlas en una forma definida que no puede serle nunca completamente adecuada, puesto que la concepción contiene siempre algo más que su expresión, e incluso inmensamente más cuando se trata de concepciones metafísicas, que deben dejar siempre la parte de lo inexpresable, porque es su esencia misma abrirse sobre posibilidades ilimitadas. El paso de una lengua a otra, forzosamente menos bien adaptada que la primera, no hace en suma más que agravar esta imperfección original e inevitable; pero, cuando se ha llegado a aprehender en cierto modo la concepción misma a través de su expresión primitiva, identificándose tanto como sea posible a la mentalidad de aquel o de aquellos que la han pensado, está claro que siempre se puede remediar en una amplia medida este inconveniente, dando una interpretación que, para ser inteligible, deberá ser un comentario mucho más que una traducción literal pura y simple. Así pues, toda la diferencia real reside, en el fondo, en la identificación mental que se requiere para llegar a este resultado; muy ciertamente, hay quienes son completamente inaptos para ello, y se ve cuanto rebasa eso el alcance de los trabajos de simple erudición. Esa es la única manera de estudiar las doctrinas que pueda ser verdaderamente provechosa; para comprenderlas, es menester, por así decir, estudiarlas «desde dentro», mientras que los orientalistas se han limitado a considerarlas «desde fuera».

El género de trabajo de que se trata aquí es relativamente más fácil para las doctrinas que se han trasmitido regularmente hasta nuestra época, y que tienen todavía interpretes autorizados, que para aquellas cuya expresión escrita o figurada es la única que nos ha llegado, sin estar acompañada de la tradición oral desde mucho tiempo extinguida. Es muy penoso que los orientalistas se hayan obstinado en desdeñar, con un partidismo quizás involuntario por una parte, pero por eso mismo más invencible, esta ventaja que se les ofrecía, sobre todo a aquellos que se proponen estudiar civilizaciones que subsisten todavía, a exclusión de aquellos cuyas investigaciones recaen sobre civilizaciones desaparecidas. No obstante, como ya lo indicábamos más atrás, estos últimos mismos, los egiptólogos y los asiriólogos por ejemplo, podrían ciertamente evitarse muchas equivocaciones si tuvieran un conocimiento más extenso de la mentalidad humana y de las diversas modalidades de las que es susceptible; pero un tal conocimiento no sería posible precisamente sino por el estudio verdadero de las doctrinas orientales, que prestaría así, indirectamente al menos, inmensos servicios a todas las ramas del estudio de la antigüedad. Únicamente, incluso para este objeto que esta lejos de ser el más importante a nuestros ojos, sería menester no encerrarse en una erudición que no tiene por sí misma más que un interés muy mediocre, pero que es sin duda el único dominio donde pueda ejercerse sin demasiados inconvenientes la actividad de aquellos que no quieren o no pueden salir de los estrechos límites de la mentalidad occidental moderna. Esa, lo repetimos todavía una vez más, es la razón esencial que hace los trabajos de los orientalistas absolutamente insuficientes para permitir la comprensión de una idea cualquiera, y al mismo tiempo completamente inútiles, cundo no incluso perjudiciales en algunos casos, para un acercamiento intelectual entre Oriente y Occidente.