Página inicial > René Guénon > Obras: razón

Obras: razón

sexta-feira 2 de fevereiro de 2024

  

La filosofía, por su carácter discursivo, es algo exclusivamente racional, puesto que este carácter es el que pertenece en propiedad a la razón misma; así pues, el dominio de la filosofía y sus posibilidades no pueden extenderse en ningún caso más allá de lo que la razón es capaz de alcanzar; y todavía no representa más que un cierto uso bastante particular de esta facultad, ya que, aunque no fuera más que por el hecho de la existencia de ciencias independientes, es evidente que hay, en el orden mismo del conocimiento racional, muchas cosas que no dependen de la filosofía. Por lo demás, aquí no se trata en modo alguno de contestar el valor de la razón en su dominio propio y en tanto que no pretenda rebasarle (NA: Hacemos destacar, a este propósito, que «supraracional» no es de ninguna manera sinónimo de «irracional»: lo que está por encima de la razón no es contrario a ella, sino que se le escapa pura y simplemente.); pero este valor no puede ser más que relativo, como lo es igualmente ese dominio; y, por lo demás, la palabra ratio misma ¿no tiene primitivamente el sentido de «relación»? No contestamos tampoco, en ciertos límites, la legitimidad de la dialéctica, aunque los filósofos abusan de ella muy frecuentemente; pero esta dialéctica, en todo caso, no debe ser nunca más que un medio, no un fin en sí misma, y, además puede que este medio no sea aplicable a todo indistintamente; para darse cuenta de eso, sólo es menester salir de los límites de la dialéctica, y eso es lo que no puede hacer la filosofía como tal. 543 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN SIMBOLISMO Y FILOSOFÍA

Así pues, si se quiere, y para poner las cosas de la mejor manera, la filosofía es la «sabiduría humana», o una de sus formas, pero no es en todo caso más que eso, y es por eso por lo que decimos que es muy poca cosa en el fondo; y no es más que eso porque es una especulación completamente racional, y porque la razón es una facultad puramente humana, esa misma por la que se define esencialmente la naturaleza individual humana como tal. Así pues, tanto da decir «sabiduría humana» como «sabiduría mundana», en el sentido en el que el «mundo» se entiende concretamente en el Evangelio (NA: En sánscrito, la palabra laukika, «mundano» (adjetivo derivado de loka, «mundo»), se toma frecuentemente con la misma acepción que en el lenguaje evangélico, es decir, en suma, con el sentido de «profano», y esta concordancia nos parece muy digna de observación.); también podríamos decir, en el mismo sentido, «sabiduría profana»; todas estas expresiones son sinónimas en el fondo, e indican claramente que aquello de lo cual se trata no es la verdadera sabiduría, que como mucho no es más que una sombra de ella bastante vana, e incluso muy frecuentemente «invertida» (NA: Por lo demás, incluso para no considerar más que el sentido propio de las palabras, debería ser evidente que philosophia no es sophia, «sabiduría»; no puede ser normalmente, en relación a ésta, más que una preparación o un encaminamiento; se podría decir así que la filosofía deviene ilegítima desde que no tiene como meta conducir a algo que la rebasa. Por lo demás, es lo que reconocían los escolásticos de la edad media cuando decían: «Philosophia ancilla theologiae»; pero, en eso, su punto de vista era todavía muy restringido, ya que la teología, que no depende más que del dominio exotérico, está extremadamente lejos de poder representar la sabiduría tradicional en su integralidad.). Por lo demás, de hecho, la mayor parte de las filosofías no son siquiera una sombra de la sabiduría, por deformada que se la suponga; no son, sobre todo cuando se trata de las filosofías modernas, donde los menores vestigios de los antiguos conocimientos tradicionales han desaparecido enteramente, más que construcciones desprovistas de toda base sólida, amasijos de hipótesis más o menos fantasiosas, y, en todo caso, simples opiniones individuales sin autoridad y sin alcance real. 551 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN SIMBOLISMO Y FILOSOFÍA

Cuando decimos, al hablar de la «mente» o de la razón, o, lo que equivale todavía casi a lo mismo, del pensamiento bajo su modo humano, que son facultades individuales, no hay que decir que por eso es menester entender, no facultades que serían propias a un individuo a exclusión de los otros, o que serían esencial y radicalmente diferentes en cada individuo ( lo que sería por lo demás la misma cosa en el fondo, ya que no se podría decir entonces verdaderamente que son las mismas facultades, de suerte que no se trataría más que de una asimilación puramente verbal ), sino facultades que pertenecen a los individuos en tanto que tales, y que no tendrían ya ninguna razón de ser si se las quisiera considerar fuera de un cierto estado individual y de las consideraciones particulares que definen la existencia en ese estado. Es en este sentido como la razón, por ejemplo, es propiamente una facultad individual humana, ya que, si es verdad que la razón es en el fondo, en su esencia, común a todos los hombres ( sin lo cual no podría servir evidentemente para definir la naturaleza humana ), y que no difiere de un individuo a otro más que en su aplicación y en sus modalidades secundarias, por eso no pertenece menos a los hombres en tanto que individuos, y solo en tanto que individuos, puesto que es justamente característica de la individualidad humana; y es menester poner atención en que no es sino por una transposición puramente analógica que se puede considerar legítimamente en cierto modo su correspondencia en lo universal. Por consiguiente, e insistimos en ello para descartar toda confusión posible ( confusión que las concepciones «racionalistas» del occidente moderno hacen todavía de las más fáciles ), si se toma la palabra «razón» a la vez en un sentido universal y en un sentido individual, se debe tener siempre cuidado de observar que este doble empleo de un mismo término ( que, en todo rigor, sería por lo demás preferible evitar ) no es más que la indicación de una simple analogía, que expresa la refracción de un principio universal ( que no es otro que Buddhi ) en el orden mental humano ( En el orden cósmico, la refracción correspondiente del mismo principio tiene su expresión en el Manú de la tradición hindú ( Ver Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues, 3a parte, cap. V, y L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. IV ). ). No es sino en virtud de esta analogía, que no es a ningún grado una identificación, como se puede en un cierto sentido, y bajo la reserva precedente, llamar también «razón» a lo que, en lo universal, corresponde, por una transposición conveniente, a la razón humana, o, en otros términos, a aquello de lo cual ésta es la expresión, como traducción y manifestación, en modo individualizado ( Según los filósofos escolásticos, una transposición de este género debe efectuarse cada vez que se pasa de los atributos de los seres creados a los atributos divinos, de tal suerte que no es sino analógicamente como los mismos términos pueden ser aplicados a los unos y a los otros, y simplemente para indicar que en Dios está el principio de todas las cualidades que se encuentran en el hombre o en todo otro ser, con la condición, bien entendido, de que se trate de cualidades realmente positivas, y no de aquellas que, no siendo más que la consecuencia de una privación o de una limitación, no tienen más que una existencia puramente negativa cualesquiera que sean por lo demás las apariencias, y que, por consiguiente, están desprovistas de principio. ). Por lo demás, los principios fundamentales del conocimiento, incluso si se los considera como la expresión de una suerte de «razón universal», entendida en el sentido del Logos platónico y alejandrino, por eso no rebasan menos, más allá de toda medida asignable, el dominio particular de la razón individual, que es exclusivamente una facultad de conocimiento distintivo y discursivo ( El conocimiento discursivo, que se opone al conocimiento intuitivo, es en el fondo sinónimo de conocimiento indirecto y mediato; no es pues más que un conocimiento completamente relativo, y en cierto modo por reflejo o por participación; en razón de su carácter de exterioridad, que deja subsistir la dualidad del sujeto y del objeto, no podría encontrar en sí mismo la garantía de su verdad, sino que debe recibirla de principios que le rebasan y que son del orden del conocimiento intuitivo, es decir, puramente intelectual. ), a la cual se imponen como datos de orden transcendente que condicionan necesariamente toda actividad mental. Eso es evidente, por lo demás, desde que se observa que estos principios no presuponen ninguna existencia particular, sino que, al contrario, son supuestos lógicamente como premisas, al menos implícitas, de toda afirmación verdadera de orden contingente. Puede decirse incluso que, en razón de su universalidad, estos principios, que dominan toda lógica posible, tienen al mismo tiempo, o más bien ante todo, un alcance que se extiende mucho más allá del dominio de la lógica, ya que ésta, al menos en su acepción habitual y filosófica ( Hacemos esta restricción porque la lógica, en las civilizaciones orientales tales como las de la India y de la China, presenta un carácter diferente, que hace de ella un «punto de vista» ( darshana ) de la doctrina total y una verdadera «ciencia tradicional» ( ver Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues, 3a parte, cap. IX ). ), no es y no puede ser más que una aplicación, más o menos consciente por lo demás, de los principios universales a las condiciones particulares del entendimiento humano individualizado ( Ver Le Symbolisme de la Croix  , cap. XVII. ). 1812 EMS LA MENTE, ELEMENTO CARACTERÍSTICO DE LA INDIVIDUALIDAD HUMANA

La filosofía, debido a su carácter discursivo, es algo exclusivamente racional, puesto que éste es el carácter que pertenece propiamente a la razón misma; el dominio de la filosofía y sus posibilidades no puede entonces extenderse en ningún caso más allá de lo que la razón es capaz de alcanzar; y aún así no representa sino cierta utilización muy particular de esta facultad, pues hay, en el orden mismo del conocimiento racional, muchas cosas que no son de la incumbencia de la filosofía. No contestamos, por lo demás, en absoluto el valor de la razón en su dominio; pero este valor no puede ser sino relativo, como igualmente lo es este dominio; y, además, la misma palabra ratio, ¿no tenía primitivamente el sentido de "relación"? No contestamos tampoco la legitimidad de la dialéctica, a pesar de que los filósofos abusan de ella demasiado a menudo; pero esta dialéctica, en todo caso, no debe ser jamás sino un medio y no un fin en sí misma, y, además, puede que este medio no sea aplicable indistintamente a todo; para darse cuenta de esto, solamente es preciso salir de los límites de la dialéctica, y esto es lo que no puede hacer la filosofía como tal. 2144 EMS XIV: SIMBOLISMO Y FILOSOFÍA

Luego la filosofía es, si se quiere, la "sabiduría humana", pero no es más que esto, y he aquí por qué decimos que es bien poca cosa; y no es sino esto ya que se trata de una especulación completamente racional, y que la razón es una facultad puramente humana, incluso con la que se define esencialmente a la naturaleza individual humana como tal. "Sabiduría humana" es tanto como decir "sabiduría mundana", en el sentido en que el "mundo" es especialmente entendido en el Evangelio; podríamos aún, en el mismo sentido, decir también "sabiduría profana"; todas estas expresiones son en el fondo sinónimas, e indican claramente que no se trata de la verdadera sabiduría, de la cual no es mas que una sombra. 2148 EMS XIV: SIMBOLISMO Y FILOSOFÍA

La luz es el símbolo más habitual del conocimiento; luego es natural representar por medio de la luz solar el conocimiento directo, es decir, intuitivo, que es el del intelecto puro, y por la luz lunar el conocimiento reflejo, es decir, discursivo, que es el de la razón. Como la luna no puede dar su luz si no es a su vez iluminada por el sol, así tampoco la razón puede funcionar válidamente, en el orden de realidad que es su dominio propio, sino bajo la garantía de principios que la iluminan y dirigen, y que ella recibe del intelecto superior. Hay a este respecto un equivoco que importa disipar: los filósofos modernos se engañan extrañamente al hablar, como lo hacen, de "principios racionales", como si tales principios pertenecieran de modo propio a la razón, como si fuesen en cierto modo su obra, cuando, al contrario, para gobernarla, es menester que aquellos se impongan necesariamente a ella, y por lo tanto procedan de un orden más alto; es éste un ejemplo del error racionalista, y con ello puede uno darse cuenta de la diferencia esencial existente entre el racionalismo y el verdadero intelectualismo. Basta reflexionar un instante para comprender que un principio, en el verdadero sentido del término, por el hecho mismo de que no puede derivarse o deducirse de otra cosa, no puede ser captado sino de modo inmediato, o sea, de modo intuitivo, y no podría ser objeto de un conocimiento discursivo, como el que caracteriza a la razón; para servirnos aquí de la terminología escolástica, el intelecto puro es habitus principiorum (’hábito’ o ’posesión’- de los principios), mientras que la razón es solamente habitus conclusionum. 2163 EMS XV: CORAZÓN Y CEREBRO

Este conocimiento de orden universal debe de estar más allá de todas las distinciones que condicionan el conocimiento de las cosas individuales, cuyo tipo general y fundamental es el conocimiento del sujeto y del objeto; esto muestra también que el objeto de la metafísica no es nada comparable al objeto especial de cualquier otro género de conocimiento, y que ni siquiera puede ser llamado objeto más que en un sentido puramente analógico, porque estamos obligados, para poder hablar de él, a atribuirle una denominación cualquiera. Del mismo modo, si se quiere hablar del medio del conocimiento metafísico, este medio no podrá ser más que uno con el conocimiento mismo, en el cual el sujeto y el objeto están esencialmente unificados; es decir, que este medio, si se nos permite llamarle así, no puede ser nada tal como el ejercicio de una facultad discursiva como la razón humana individual. Se trata, lo hemos dicho, del orden supraindividual, y, por consiguiente, suprarracional, lo que no quiere decir en modo alguno irracional: la metafísica no podría ser contraria a la razón, sino que está por encima de la razón, que no puede intervenir ahí sino de una manera completamente secundaria, para la formulación y la expresión exterior de esas verdades que rebasan su dominio y su alcance. Las verdades metafísicas no pueden ser concebidas más que por una facultad que ya no es del orden individual, y a la que el carácter inmediato de su operación permite llamar intuitiva, pero, bien entendido, a condición de agregar que no tiene absolutamente nada en común con lo que algunos filósofos contemporáneos llaman intuición, facultad puramente sensitiva y vital que está propiamente por debajo de la razón, y no ya por encima de ella. Así pues, para mayor precisión, es menester decir que la facultad de que hablamos aquí es la intuición intelectual, cuya existencia niega la filosofía moderna porque no la ha comprendido, a menos que haya preferido ignorarla pura y simplemente; también podemos designarla como el intelecto puro, siguiendo en eso el ejemplo de Aristóteles y de sus continuadores escolásticos, para quienes el intelecto, es, en efecto, lo que posee inmediatamente el conocimiento de los principios. Aristóteles declara expresamente (NA: Derniers Analytiques, libro II.) que «el intelecto es más verdadero que la ciencia», es decir, en suma, que la razón que construye la ciencia, pero que «nada es más verdadero que el intelecto», ya que es necesariamente infalible por eso mismo de que su operación es inmediata, y, al no ser realmente distinto de su objeto, no es más que uno con la verdad misma. Tal es el fundamento esencial de la certeza metafísica; y por esto se ve que el error no puede introducirse más que con el uso de la razón, es decir, en la formulación de las verdades concebidas por el intelecto, y eso porque la razón es evidentemente falible a consecuencia de su carácter discursivo y mediato. Por lo demás, puesto que toda expresión es necesariamente imperfecta y limitada, el error es desde entonces inevitable en cuanto a su forma, si no en cuanto al fondo: por rigurosa que se quiera hacer la expresión, lo que deja fuera de ella es siempre mucho más que lo que puede encerrar; pero un tal error puede no tener nada de positivo como tal y no ser en suma más que una menor verdad, que reside sólo en una formulación parcial e incompleta de la verdad total. 3659 IGEDH Caracteres esenciales de la metafísica

En lo que concierne a las subdivisiones de estas categorías, no insistiremos más que sobre las de la primera: son las modalidades y las condiciones generales de las substancias individuales. Se encuentran aquí, en primer lugar, los cinco bhûtas o elementos constitutivos de las cosas corporales, enumerados a partir del que corresponde al último grado de este modo de manifestación, es decir, según el sentido que corresponde propiamente al punto de vista analítico del Vaishêshika: prithwi o la tierra, ap o el agua, têjas o el fuego, vâyu o el aire, âkâsha o el éter; el Sânkhya, al contrario, considera estos elementos en el orden inverso, que es el de su producción o su derivación. Los cinco elementos se manifiestan respectivamente por las cinco cualidades sensibles que se les corresponden y les son inherentes, y que pertenecen a las subdivisiones de la segunda categoría; son determinaciones substanciales, constitutivas de todo lo que pertenece al mundo sensible; así pues, uno se equivocaría mucho si los considerara como más o menos análogos a los «cuerpos simples», por lo demás hipotéticos, de la química moderna, e incluso si los asimilara a «estados físicos», según una interpretación bastante común, pero insuficiente, de las concepciones cosmológicas de los griegos. Después de los elementos, la categoría de dravya comprende kâla, el tiempo, y dish, el espacio; son condiciones fundamentales de la existencia corporal, y agregaremos, sin poder detenernos en ello, que representan respectivamente, en este modo especial que constituye el mundo sensible, la actividad de los dos principios que, en el orden de la manifestación universal, son designados como Shiva y Vishnu. Estas siete subdivisiones se refieren exclusivamente a la existencia corporal; pero, si se considera integralmente un ser individual tal como el ser humano, comprende, además de su modalidad corporal, elementos constitutivos de otro orden, y estos elementos son representados aquí por las dos últimas subdivisiones de la misma categoría, âtmâ y manas. El manas o, para traducir esta palabra por una palabra de raíz idéntica, la «mente», es el conjunto de las facultades psíquicas de orden individual, es decir, de las que pertenecen al individuo como tal, y entre las cuales, en el hombre, la razón es el elemento característico; en cuanto a âtmâ, que se traduciría muy mal por «alma», es propiamente el principio trascendente al que se vincula la individualidad y que le es superior, principio al que debe ser referido aquí el intelecto puro, y que se distingue del manas, o más bien del conjunto compuesto del manas y del organismo corporal, como la personalidad, en el sentido metafísico, se distingue de la individualidad. 3811 IGEDH El Vaishêshika

La expresión de «orgullo intelectual» es manifiestamente contradictoria en sí misma, ya que, si las palabras tienen todavía una significación definida (aunque a veces estamos tentados a dudar que la tengan ya para la mayoría de nuestros contemporáneos), el orgullo no puede ser mas que de orden puramente sentimental. En un cierto sentido, quizás se podría hablar de orgullo en conexión con la razón, porque ésta pertenece al dominio individual tanto como el sentimiento, de suerte que, entre la una y el otro, siempre son posibles reacciones recíprocas; ¿pero cómo podría ser así en el orden de la intelectualidad pura, que es esencialmente supraindividual? Y, desde que es de esoterismo de lo que se trata por hipótesis, es evidente que no es de la razón de lo que se trata aquí, sino más bien del intelecto transcendente, ya sea directamente en el caso de una verdadera realización metafísica e iniciática, ya sea al menos indirectamente, pero no obstante muy realmente también, en el caso de un conocimiento que no es todavía más que simplemente teórico, puesto que, de todas las maneras, aquí se trata de un orden de cosas que la razón es incapaz de alcanzar. Por lo demás, es por eso por lo que los racionalistas se han empeñado siempre tanto en negar su existencia; el esoterismo les molesta tanto como a los exoteristas religiosos más exclusivos, aunque naturalmente por motivos completamente diferentes: pero, de hecho, y motivos aparte, hay ahí un «encuentro» que es bastante curioso. 4055 Iniciación y Realización Espiritual SOBRE EL PRETENDIDO «ORGULLO INTELECTUAL»

Si el centro de la cruz se considera como el punto de partida de los cuatro brazos, representa la Unidad primordial; si por el contrario se lo considera únicamente como su punto de intersección, no representa más que el equilibrio, reflejo de esta Unidad. Desde este segundo punto de vista, está representado cabalísticamente por la letra Shin, que, situándose en el centro del Tetragrama cuyas cuatro letras figuran sobre los cuatro brazos de la cruz, forma el nombre pentagramático, sobre cuya significación no insistiremos aquí, queriendo solamente señalar este hecho de pasada. Las cinco letras del Pentagrama se emplazan en las cinco puntas de la Estrella Flamígera, figura del Quinario, que simboliza más particularmente el Microcosmos o el hombre individual. La razón es la siguiente: si se considera el cuaternario como la Emanación o la manifestación total del Verbo, cada ser emanado, submúltiplo de esta Emanación, se caracterizará igualmente por el número cuatro; se convertirá en un ser individual en la medida en que se distinga de la Unidad o del centro emanador, y acabamos de ver que esta distinción del cuaternario con la Unidad es precisamente la génesis del Quinario. 4652 MISCELÁNEA OBSERVACIONES SOBRE LA PRODUCCION DE LOS NUMEROS

Ahora, disociando las dos tendencias principales de la mentalidad moderna para examinarlas mejor, y abandonando momentáneamente el sentimentalismo que retomaremos más adelante, podemos preguntarnos esto: ¿qué es exactamente esta «ciencia» de la que Occidente está tan infatuado? Un hindú, resumiendo con una extrema concisión lo que piensan de esta «ciencia» todos los orientales que han tenido la ocasión de conocerla, la ha caracterizado muy justamente con estas palabras: «la ciencia occidental es un saber ignorante» (The Miscarriage of Life in the West, por R. Ramanathan, procurador general de Ceilán: Hibbert Journal, VII, 1; citado por Benjamín Kidd, La Science de Puissance, p. 110 (traducción francesa).). La relación de estos dos términos no es una contradicción, y he aquí lo que quiere decir: es, si se quiere, un saber que tiene alguna realidad, puesto que es válido y eficaz en un cierto dominio relativo; pero es un saber irremediablemente limitado, ignorante de lo esencial, un saber que carece de principio, como todo lo que pertenece en propiedad a la civilización occidental moderna. La ciencia, tal como la conciben nuestros contemporáneos, es únicamente el estudio de los fenómenos del mundo sensible, y este estudio se emprende y se conduce de tal manera que, insistimos en ello, no puede estar vinculado a ningún principio de orden superior; ciertamente, al ignorar resueltamente todo lo que la rebasa, se hace así plenamente independiente en su dominio, pero esa independencia de la que se glorifica no está hecha más que de su limitación misma. Más aún, llega hasta negar lo que ignora, porque ese es el único medio de no confesar esta ignorancia; o, si no se atreve a negar formalmente que pueda existir algo que no cae bajo su dominio, niega al menos que eso pueda ser conocido de cualquier otra manera, lo que de hecho equivale a lo mismo, y pretende englobar todo conocimiento posible. Por una toma de partido frecuentemente inconsciente, los «cientificistas» se imaginan como Augusto Comte, que el hombre no se ha propuesto nunca otro objeto de conocimiento que una explicación de los fenómenos naturales; toma de partido inconsciente, decimos, ya que son evidentemente incapaces de comprender que se pueda ir más lejos, y no es eso lo que les reprochamos, sino solamente su pretensión de negar a los demás la posesión o el uso de facultades que les faltan a ellos mismos: se dirían ciegos que niegan, si no la existencia de la luz, al menos la del sentido de la vista, por la única razón de que están privados de él. Afirmar que no sólo hay lo desconocido, sino también lo «incognoscible», según la palabra de Spencer, es hacer de una enfermedad intelectual un límite que no le está permitido traspasar a nadie; he aquí lo que nunca se ha dicho en ninguna parte; y nunca se había visto tampoco a hombres hacer de una afirmación de ignorancia un programa y una profesión de fe, tomarla abiertamente como etiqueta de una pretendida doctrina, bajo el nombre de «agnosticismo». Y éstos, obsérvese bien, no son y no quieren ser escépticos; si lo fueran, habría en su aptitud una cierta lógica que podría hacerla excusable; pero, al contrario, son los creyentes más entusiastas de la «ciencia», y los más fervientes admiradores de la «razón». Es bastante extraño, se dirá, poner la razón por encima de todo, profesar por ella un verdadero culto, y proclamar al mismo tiempo que es esencialmente limitada; eso es algo contradictorio, en efecto, y, si lo constatamos, no nos encargaremos de explicarlo; esta actitud denota una mentalidad que no es la nuestra a ningún grado, y no es incumbencia nuestra justificar las contradicciones que parecen inherentes al «relativismo» bajo todas sus formas. Nós también, nos decimos que la razón es limitada y relativa; pero, muy lejos de hacer de ella toda la inteligencia, no la consideramos más que como una de sus porciones inferiores, y vemos en la inteligencia otras posibilidades que rebasan inmensamente las de la razón. En suma, los modernos, o algunos de entre ellos al menos, consienten en reconocer su ignorancia, y los racionalistas actuales lo hacen quizás más gustosamente que sus predecesores, pero a condición de que nadie tenga el derecho de conocer lo que ellos mismos ignoran; que se pretenda limitar lo que es, o solo limitar radicalmente el conocimiento, es siempre una manifestación del espíritu de negación que es tan característico del mundo moderno. Este espíritu de negación, no es otra cosa que el espíritu sistemático, ya que un sistema es esencialmente una concepción cerrada; y ha llegado a identificarse al espíritu filosófico mismo, sobre todo desde Kant  , que, queriendo encerrar todo conocimiento en lo relativo, se ha atrevido a declarar expresamente que «la filosofía no es un instrumento para entender el conocimiento, sino una disciplina para limitarle» (Kritik der reinen Vernunft, ed. Hartenstein, p. 256.), lo que equivale a decir que la función principal de los filósofos consiste en imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento. Por eso es por lo que la filosofía moderna ha terminado por substituir casi enteramente el conocimiento mismo por la «crítica» o por la «teoría del conocimiento»; es también por lo que, en muchos de sus representantes, no quiere ser más que «filosofía científica», es decir, simple coordinación de los resultados más generales de la ciencia, cuyo dominio es el único que reconoce como accesible a la inteligencia. Filosofía y ciencia, en estas condiciones, ya no tienen que ser distinguidas, y, a decir verdad, desde que el racionalismo existe, no pueden tener más que un solo y mismo objeto, no representan más que un solo orden de conocimiento y están animadas de un mismo espíritu: es lo que llamamos, no el espíritu científico, sino antes el espíritu «cientificista». 5397 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA

La primera forma de este símbolo (fig. 15), llamada también a veces "cruz del Verbo" (La razón es, sin duda, de acuerdo con la significación general del símbolo, que éste se considera como figuración del Verbo que se expresa por los cuatro Evangelios; es de notar que, en esta interpretación, los Evangelios deben considerarse como correspondientes a cuatro puntos de vista (puestos simbólicamente en relación con los "cuadrantes" del espacio), cuya reunión es necesaria para la expresión integral del Verbo, así como las cuatro escuadras que forman la cruz se unen por sus vértices), está constituida por cuatro escuadras con los vértices vueltos hacia el centro; la cruz está formada por esas escuadras mismas o, más exactamente, por el espacio vacío que dejan entre sus lados paralelos, el cual representa en cierto modo las cuatro vías que parten del centro o se dirigen a él, según se las recorra en uno u otro sentido. Ahora bien; esta misma figura, considerada precisamente como la representación de una encrucijada, es la forma primitiva del carácter chino hsing, que designa los cinco elementos: se ven en él las cuatro regiones del espacio, correspondientes a los puntos cardinales y llamadas, efectivamente, "escuadras" (fang) (La escuadra es esencialmente, en la tradición extremo-oriental, el instrumento empleado para "medir la Tierra"; cf. La Grande Triade, caps, XV y XVI. Es fácil notar la relación existente entre esta figura y la del cuadrado dividido en nueve partes (ibid.. cap. XVI); basta, en efecto, para obtener éste, unir los vértices de las escuadras y trazar el perímetro para encuadrar la zona central), en torno de la región central, a la cual corresponde el quinto elemento. Por otra parte, debemos decir que estos elementos, pese a una similitud parcial de nomenclatura (Son el agua al norte, el fuego al sur, la madera al este, el metal al oeste y la tierra en el centro; se ve que hay tres designaciones comunes con los elementos de otras tradiciones, pero que la tierra no tiene la misma correspondencia espacial), no podrían en modo alguno identificarse con los de la tradición hindú y la Antigüedad occidental; así, para evitar toda confusión, valdría más, sin duda, como algunos han propuesto, traducir hsing por ’agentes naturales’, pues son propiamente "fuerzas" que actúan sobre el mundo corpóreo y no elementos constitutivos de esos cuerpos mismos. No por ello deja de ser cierto, como resulta de sus respectivas correspondencias espaciales, que los cinco hsing pueden considerarse como los arkán de este mundo, así como los elementos propiamente dichos lo son también desde otro punto de vista, pero con una diferencia en cuanto a la significación del elemento central. En efecto, mientras que el éter, al no situarse en el plano de base donde se encuentran los otros cuatro elementos, corresponde a la verdadera "piedra angular", la de la sumidad (rukn el-arkàn), la "tierra" de la tradición extremo-oriental debe ser puesta en correspondencia directa con la "piedra fundamental" del centro, de la cual hemos hablado anteriormente. (Por otra parte, debe señalarse a este respecto que el montículo elevado en el centro de una región corresponde efectivarnente al altar o al hogar situado en el punto central de un edificio). 7100 SFCS   El-ARKAN

La luz es el símbolo más habitual del conocimiento; es, pues, natural representar por medio de la luz solar el conocimiento directo, es decir, intuitivo, que es el del intelecto puro, y por la luz lunar el conocimiento reflejo, es decir, discursivo, que es el de la razón. Como la luna no puede dar su luz si no es a su vez iluminada por el sol, así tampoco la razón puede funcionar válidamente, en el orden de realidad que es su dominio propio, sino bajo la garantía de principios que la iluminan y dirigen, y que ella recibe del intelecto superior. Hay a este respecto un equívoco que importa disipar: los filósofos modernos (Para precisar, señalemos que con esta expresión no nos referimos a los que representan la mentalidad moderna, tal como hemos tenido frecuente ocasión de definirla (ver especialmente nuestra comunicación aparecida en el número de junio de 1926 (aquí cap. I); el punto de vista mismo de la filosofía moderna y su manera especial de plantear las cuestiones son incompatibles con la verdadera metafísica) se engañan extrañamente al hablar, como lo hacen, de "principios racionales", como si tales principios pertenecieran de modo propio a la razón, como si fuesen en cierto modo su obra, cuando, al contrario, para gobernarla, es menester que aquéllos se impongan necesariamente a ella, y por lo tanto procedan de un orden más alto; es éste un ejemplo del error racionalista, y con ello puede uno darse cuenta de la diferencia esencial existente entre el racionalismo y el verdadero intelectualismo. Basta reflexionar un instante para comprender que un principio, en el verdadero sentido del término, por el hecho mismo de que no puede derivarse o deducirse de otra cosa, no puede ser captado sino de modo inmediato, o sea, de modo intuitivo, y no podría ser objeto de un conocimiento discursivo, como el que caracteriza a la razón; para servirnos aquí de la terminología escolástica, el intelecto puro es habitus pricipiorum (’hábito (o ’posesión’) de los principios), mientras que la razón es solamente habitus conclusionum. 7314 SFCS CORAZON Y CEREBRO