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Obras: espiritismo moderno

sexta-feira 2 de fevereiro de 2024

  

Lo que hay de nuevo en el espiritismo, comparado a todo lo que había existido anteriormente, no son los fenómenos, que han sido conocidos siempre, así como ya lo hemos hecho observar a propósito de las «casas encantadas»; por lo demás, sería muy sorprendente que estos fenómenos, si son reales, hayan esperado hasta nuestra época para manifestarse, o que al menos nadie se haya apercibido de ellos hasta ahora. Lo que hay de nuevo, lo que es especialmente moderno, es la interpretación que los espiritistas dan de los fenómenos de que se ocupan, la teoría por la cual pretenden explicarlos; pero es justamente esta teoría la que constituye propiamente el espiritismo, como hemos tenido cuidado de advertirlo desde el comienzo; sin ella, no habría espiritismo, sino otra cosa, otra cosa que podría ser incluso totalmente diferente. Es completamente esencial insistir en esto, primero porque aquellos que están insuficientemente al corriente de estas cuestiones no saben hacer las distinciones necesarias, y después porque las confusiones son mantenidas por los espiritistas mismos, que se complacen en afirmar que su doctrina es vieja como el mundo. Por lo demás, se trata de una actitud singularmente ilógica en gentes que hacen profesión de creer en el progreso; los espiritistas no llegan a hacerse recomendar de una tradición imaginaria, como lo hacen los teosofistas contra quienes hemos formulado en otra parte la misma objeción (NA: El Teosofismo, p. 108, ed. francesa.), pero parecen ver al menos, en la antigüedad que atribuyen falsamente a su creencia (NA: y muchos lo hacen ciertamente de muy buena fe), una razón susceptible de fortificarla en una cierta medida. En el fondo, todas estas gentes están en una contradicción, y si ni siquiera se aperciben de ello, es porque la inteligencia entra muy poco en su convicción; y es por eso por lo que sus teorías, al ser sobre todo de origen   y de esencia sentimentales, no merecen verdaderamente el nombre de doctrina, y, si se aferran a ellas, es casi únicamente porque las encuentran «consolantes» y propias para satisfacer las aspiraciones de una vaga religiosidad.

La creencia misma en el progreso, que desempeña un papel tan importante en el espiritismo, muestra ya que éste es algo esencialmente moderno, puesto que el progreso mismo es también completamente reciente y no se remonta apenas más allá de la segunda mitad del siglo XVIII, época cuyas concepciones, como lo hemos visto, han dejado rastros en la terminología espiritista, del mismo modo que han inspirado todas esas teorías socialistas y humanitarias que, de una manera más inmediata, han proporcionado los elementos doctrinales del espiritismo, entre las cuales es menester hacer observar muy especialmente la idea de la reencarnación. En efecto, esta idea es extremadamente reciente también, a pesar de las aserciones contrarias varias veces repetidas, y que no se basan más que en asimilaciones enteramente erróneas; es igualmente hacia finales del siglo XVIII cuando Lessing la formuló por primera vez, a nuestro conocimiento al menos, y esta constatación lleva nuestra atención hacia la masonería alemana, a la que este autor pertenecía, sin contar con que estuvo verosímilmente en relación con otras sociedades secretas del género de las que hemos hablado precedentemente; sería curioso que lo que suscitó tantas protestas por la parte de los «espiritualistas» americanos haya tenido orígenes emparentados a los de su propio movimiento. Habría lugar a preguntarse si no es por esa vía como la concepción expresada por Lessing pudo transmitirse un poco más tarde a algunos socialistas franceses; pero no podemos asegurar nada a este respecto, ya que no está probado que Fourier y Pierre Leroux hayan tenido realmente conocimiento de ella, y puede haber sucedido, después de todo, que la misma idea les haya venido de una manera independiente, para resolver una cuestión que les preocupaba fuertemente, y que era simplemente la cuestión de la desigualdad de las condiciones sociales. Sea como sea, son ellos los que han sido verdaderamente los promotores de la teoría reencarnacionista, popularizada por el espiritismo que la ha tomado de ellos, y donde otros, a su vez, han venido a buscarla después. Dejamos para la segunda parte de este estudio el examen profundo de esta concepción, que, por grosera que sea, ha adquirido en nuestros días una verdadera importancia en razón del asombroso favor que el espiritismo francés le ha hecho; no solo ha sido adoptada por la mayoría de las escuelas «neoespiritualistas» que han sido creadas ulteriormente, y de las que algunas, como el teosofismo en particular, han llegado hasta hacerla penetrar en los medios, hasta entonces refractarios, del espiritismo anglosajón; sino que también se ven gentes que la aceptan sin estar vinculados de cerca o de lejos a ninguna de estas escuelas, y que ni tan siquiera sospechan que sufren en eso la influencia de algunas corrientes mentales de las que ignoran casi todo, y de las que quizás apenas conocen la existencia. Por el momento, nos limitaremos a decir, reservándonos explicarlo para después, que la reencarnación no tiene absolutamente nada de común con concepciones antiguas como las de la «metempsicosis» y de la «transmigración», a las que los «neoespiritualistas» quieren identificarla abusivamente; y se puede presentir al menos, por lo que hemos dicho al buscar definir el espiritismo, que la explicación de las diferencias capitales que desconocen, se encuentra en lo que se refiere a la constitución del ser humano, tanto para esta cuestión como para la cuestión de la comunicación con los muertos, sobre la cual vamos a detenernos desde ahora más largamente.

Hay un error bastante extendido, que consiste en querer vincular el espiritismo al culto de los muertos, tal como existe más o menos en todas las religiones, y también en diversas doctrinas tradicionales que no tienen ningún carácter religioso; en realidad, este culto, bajo cualquier forma que se presente, no implica de ningún modo una comunicación efectiva con los muertos; todo lo más, en algunos casos, se podría hablar quizás de una suerte de comunicación ideal, pero nunca de esa comunicación por medio materiales cuya afirmación constituye el postulado fundamental del espiritismo. En particular, lo que se llama el «culto de los antepasados», establecido en China conformemente a los ritos confucionistas (NA: que, es menester no olvidarlo, son puramente sociales y no religiosos), no tiene absolutamente nada que ver con prácticas evocatorias cualesquiera; y, sin embargo, éste es uno de los ejemplos a los que han recurrido lo más frecuentemente los partidarios de la antigüedad y de la universalidad del espiritismo, que precisan incluso que las evocaciones se hacen frecuentemente, en los chinos, por procedimientos completamente semejantes a los suyos. He aquí a qué se debe esta confusión: hay en China, efectivamente, gentes que hacen uso de instrumentos bastante análogos a las «mesas giratorias»; pero se trata de prácticas adivinatorias que son del dominio de la magia y que son completamente extrañas a los ritos confucionistas. Por lo demás, aquellos que hacen de la magia una profesión son profundamente despreciados, allí tanto como en la India, y el empleo de estos procedimientos se considera como censurable, al margen de algunos casos determinados de los que no vamos a ocuparnos aquí, y que no tienen más que una similitud completamente exterior con los casos ordinarios; lo esencial, en efecto, no es el fenómeno provocado, sino la finalidad para la que se le provoca, y también la manera en que es producido. Así pues, la primera distinción que hay que hacer está entre la magia y el «culto de los antepasados», y es incluso más que una distinción, puesto que, de hecho tanto como de derecho, es una separación absoluta; pero hay ahí todavía otra cosa: es que la magia no es el espiritismo, del que difiere teóricamente de una punta a otra, y prácticamente en una medida muy amplia. Primero, debemos hacer observar que el mago es todo lo contrario de un médium; desempeña en la producción de los fenómenos un papel esencialmente activo, mientras que el médium es, por definición, un instrumento puramente pasivo; bajo esta relación, el mago tendría más analogía con el magnetizador, y el médium con el «sujeto» de éste; pero es menester agregar que el mago no opera necesariamente por medio de un «sujeto», que eso es incluso muy raro, y que el dominio donde ejerce su acción es mucho más extenso y complejo que el dominio donde opera el magnetizador. En segundo lugar, la magia no implica que las fuerzas que pone en juego sean «espíritus» o algo análogo, y, allí mismo donde presenta fenómenos comparables a los del espiritismo, les da una explicación completamente diferente; por ejemplo, se puede emplear muy bien un procedimiento de adivinación cualquiera sin admitir que las «almas de los muertos» intervengan para nada en las respuestas obtenidas. Por lo demás, lo que acabamos de decir tiene un alcance completamente general: los procedimientos que los espiritistas se felicitan de reencontrar en China existían también en la antigüedad grecorromana; Tertuliano  , por ejemplo, habla de la adivinación que se hacía «por medio de las cabras y de las mesas», y otros autores, como Teócrito y Luciano, hablan también de vasos y de cribas que se hacían girar; pero, en todo eso, es exclusivamente de adivinación de lo que se trata. Por lo demás, incluso si las «almas de los muertos» pueden, en algunos casos, estar mezcladas a prácticas de este género (NA: lo que parece indicar el texto de Tertuliano), o, en otros términos, si la evocación viene, más o menos excepcionalmente, a juntarse a la adivinación pura y simple, es porque las «almas» de que se trata son otra cosa que lo que los espiritistas llaman «espíritus»; son solamente ese «algo» a lo que hacíamos alusión más atrás para explicar algunos fenómenos, pero cuya naturaleza todavía no hemos precisado. Volveremos sobre ello más ampliamente en un instante, y acabaremos de mostrar así que el espiritismo no tiene ningún derecho a recomendarse de la magia, ni siquiera considerada en esa rama especial que concierne a las evocaciones, si es que esto puede considerarse una recomendación; pero, de la China, a propósito de la cual hemos sido conducidos a estas consideraciones, nos es menester pasar ahora a la India, a propósito de la cual se han cometido otros errores del mismo orden que tenemos que reparar igualmente en particular.

A este respecto, hemos encontrado cosas sorprendentes en un libro que, no obstante, tiene una apariencia seria, lo que, por lo demás, es la razón por la que creemos deber mencionarle aquí especialmente: este libro, bastante conocido, es el del Dr. Paul Gibier (NA: Le Spiritisme ou Fakirisme occidental.), que no era un espiritista; el autor quiere tener una actitud científicamente imparcial, y toda la parte experimental parece hecha muy concienzudamente. No obstante, uno puede preguntarse cómo es posible que casi todos aquellos que se han ocupado de estas cosas, pretendiendo incluso atenerse a un punto de vista estrictamente científico y absteniéndose de concluir en favor de la hipótesis espiritista, hayan creído necesario proclamar opiniones anticatólicas que no parecen tener una relación muy directa con lo que se trata; en eso hay algo que es verdaderamente extraño; y el libro del Dr. Gibier contiene, en este género de cosas, pasajes capaces de poner celoso a M. Flammarion mismo, que ama tanto introducir declamaciones de este tipo hasta en sus obras de vulgarización astronómica. Pero no es en eso donde queremos detenernos por el momento; hay otra cosa sobre la que es más importante insistir, porque muchas gentes pueden no darse cuenta de ello: es que este mismo libro contiene, en lo que concierne a la India, verdaderas enormidades. Su proveniencia es fácil de indicar: el autor ha cometido el gravísimo error de dar fe, por una parte, a los relatos fantasiosos de Louis Jacolliot (NA: Le Spiritisme dans le Monde; La Bible   dans l’Inde; Les Fils de Dieu; Christna et le Christ; Histoire des Vierges; La Genèse de l’Humanité, etc.), y, por otra, a los documentos no menos fantasiosos que le habían sido comunicados por una cierta «Sociedad Atmica» que existía entonces en París (NA: era en 1886), y que, por lo demás, apenas sí estaba representada más que por su solo fundador, el ingeniero Tremeschini. No nos detendremos sobre los errores de detalle, como el que consiste en tomar el título de un tratado astronómico por el nombre de un hombre (NA: Sûrya-Siddhânta (NA: ortografiado Souryo-Shiddhanto); ¡se precisa incluso que este astrónomo imaginario habría vivido hace cincuenta y ocho mil años!); no son interesantes más que en el hecho de que muestran ya la poca seriedad de las informaciones utilizadas. Pero hemos hablado de enormidades; no creemos que la palabra sea demasiado fuerte para calificar cosas como ésta: «La doctrina espiritista moderna... se encuentra casi completamente de acuerdo con la religión esotérica actual de los brahmes. ¡Ésta se enseñaba a los iniciados de los grados inferiores en los templos del Himalaya, hace quizás más de cien mil años! La aproximación es por lo menos curiosa, y se puede decir, sin caer en la paradoja, que el espiritismo no es más que el brahmanismo esotérico al aire libre» (NA: Le Spiritisme, p. 76.). Primero, no hay «Brahmanismo esotérico» hablando propiamente, y, como ya nos hemos explicado sobre eso en otra parte (NA: Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues, pp. 152-154.), no vamos a volver sobre ello; pero, si hubiera habido alguno, no podría guardar la menor relación con el espiritismo, porque eso sería contradictorio con los principios mismos del brahmanismo en general, y también porque el espiritismo es una de las doctrinas más groseramente exotéricas que hayan existido jamás. Si se quiere hacer alusión a la teoría de la reencarnación, repetiremos que jamás ha sido enseñada en la India, ni tan siquiera por los budistas, y que pertenece en propiedad a los occidentales modernos; aquellos que pretenden lo contrario no saben de qué hablan (NA: El Dr. Gibier llega hasta traducir avataras por «reencarnaciones» (NA: p. 117), y cree que este término se aplica al alma humana.); pero el error de nuestro autor es todavía más grave y más completo, pues he aquí lo que leemos más adelante: «En los brahmes, la práctica de la evocación de los muertos es la base fundamental de la liturgia de los templos y el fondo de la doctrina religiosa» (NA: Le Spiritisme, p. 117.). Esta aserción es exactamente lo contrario de la verdad: podemos afirmar de la manera más categórica que todos los Brâhmanes sin excepción, bien lejos de hacer de la evocación un elemento fundamental de su doctrina y de sus ritos, la proscriben absolutamente y bajo todas sus formas. Parece que son los «relatos de los viajeros europeos», y probablemente sobre todo los relatos de Jacolliot, los que han enseñado al Dr. Gibier que «las evocaciones de las almas de los antepasados no pueden hacerse más que por los brahmes de los diversos grados» (NA: Ibid, p. 118.); ahora bien, las prácticas de este género, cuando no pueden ser enteramente suprimidas, al menos son abandonadas a los hombres de las clases más inferiores, frecuentemente incluso a los chândâlas, es decir, a hombres sin casta (NA: lo que los europeos llaman parias), y todavía se esfuerza en apartarles de ellas tanto como es posible. Jacolliot es manifiestamente de mala fe como actúa en muchos casos, como cuando travistió Isha Krishna en Jezeus Christna por las necesidades de una tesis anticristiana; pero, además, él mismo y sus congéneres pueden muy bien haber sido a veces mistificados, y, si en el curso de su estancia en la India, les ha ocurrido ser testigos de fenómenos reales, quien fuere se ha guardado ciertamente bien de hacerles conocer su verdadera explicación. Hacemos alusión sobre todo a los fenómenos de los faquires; pero, antes de abordar ese punto, diremos todavía esto: en la India, cuando ocurre que lo que los espiritistas llaman mediumnidad se manifiesta espontáneamente (NA: decimos espontáneamente porque nadie buscaría jamás adquirir o desarrollar esta facultad), eso se considera como una verdadera calamidad para el médium y para su entorno; las gentes del pueblo no vacilan en atribuir al diablo los fenómenos de ese orden, y aquellos mismos que mezclan a los muertos en una cierta medida en esto no consideran más que la intervención de pretâs, es decir, de elementos inferiores que permanecen vinculados al cadáver, elementos rigurosamente idénticos a los «manes  » de los antiguos latinos, y que no representan de ninguna manera al espíritu. Por lo demás, por todas partes los médiums naturales han sido considerados siempre como «posesos» o como «obsesos», según los casos, y no se han ocupado de ellos más que para esforzarse en librarlos y curarlos; únicamente los espiritistas han hecho de esta enfermedad un privilegio, que buscan mantener y cultivar, e incluso provocar artificialmente, y únicamente ellos rodean de una increíble veneración a los desgraciados que son afligidos por ella, en lugar de considerarlos como un objeto de piedad o de repulsión. Basta no tener ningún prejuicio para ver claramente el peligro de esta extraña inversión de las cosas: el médium, cualquiera que sea la naturaleza de las influencias que se ejercen sobre él y por él, debe ser considerado como un verdadero enfermo, como un ser anormal y desequilibrado; desde que el espiritismo, bien lejos de remediar este desequilibrio, tiende con todas sus fuerzas a propagarle, debe ser denunciado como peligroso para la salubridad pública; y, por lo demás, éste no es su único peligro.

Pero volvamos a la India, a propósito de la cual nos queda que tratar una última cuestión, a fin de disipar el equívoco que se expresa en el título mismo que el Dr. Gibier ha dado a su libro: calificar al espiritismo de «faquirismo occidental», es probar simplemente que no se conoce nada, no del espiritismo sobre el que es muy fácil informarse, sino del faquirismo. La palabra faquir, que es árabe y que significa propiamente un «pobre» o un «mendicante», se aplica en la India a una categoría de individuos que son muy poco considerados en general, salvo por los europeos, y a quienes no se mira más que como una suerte de juglares que divierten al gentío con sus piruetas. Al decir esto, no queremos decir que se conteste la realidad de sus poderes especiales; pero esos poderes, cuya adquisición supone un entrenamiento largo y penoso, son de orden inferior y, como tales, juzgados poco deseables; buscarlos, es mostrar que se es incapaz de alcanzar resultados de otro orden, para los que los poderes no pueden ser más que un obstáculo; y, aquí también, encontramos un ejemplo del descrédito que, en Oriente, va aparejado a todo lo que es del dominio de la magia. De hecho, los fenómenos de los faquires son a veces simulados; pero esta simulación misma supone un poder de sugestión colectiva, que se ejerce sobre todos los asistentes, y que apenas es menos sorprendente, a primera vista, que la producción de fenómenos reales; esto no tiene nada en común con la prestidigitación (NA: que se excluye por las condiciones mismas a las que se someten todos los faquires), y es muy diferente del hipnotismo de los occidentales. En cuanto a los fenómenos reales, de los que los otros son una imitación, son, lo hemos dicho, incumbencia de la magia; el faquir, siempre activo y consciente en su producción, es un mago, y, en el otro caso, puede ser asimilado a un magnetizador; así pues, no se parece en nada al médium, e incluso, si un individuo posee la menor dosis de mediumnidad, eso basta para hacerle incapaz de obtener ninguno de los fenómenos del faquirismo de la manera que caracteriza esencialmente a éste, ya que los procedimientos puestos en obra son diametralmente opuestos, y eso incluso para los efectos que presentan alguna semejanza exterior; por lo demás, esta semejanza no existe más que para los más elementales de los fenómenos presentados por los faquires. Por otra parte, ningún faquir ha pretendido jamás que los «espíritus» o las «almas de los muertos» tuvieran la menor parte en la producción de esos fenómenos; o al menos, si los hay que han dicho algo de este género a europeos tales como Jacolliot, ellos mismos no creían absolutamente en nada de eso; como lo mayoría de los orientales, no hacían en eso más que responder en el sentido de la opinión preconcebida que descubrían en sus interlocutores, a quienes no querían hacer conocer la verdadera naturaleza de las fuerzas que manejaban; y por lo demás, a falta de otros motivos para actuar así, debían juzgar que toda explicación verdadera hubiera sido perfectamente inútil, dada la mentalidad de las gentes con quienes trataban. Por poco instruidos que sean algunos faquires, todavía tienen algunas nociones que parecerían «transcendentes» a la generalidad de los occidentales actuales; y, sobre las cosas que son incapaces de explicar, no tienen esas ideas falsas que son todo lo esencial del espiritismo, ya que no tienen ninguna razón para hacer suposiciones que estarían en completo desacuerdo con todas las concepciones tradicionales hindúes. La magia de los faquires no es magia evocatoria, que nadie se atrevería a ejercer públicamente; así pues, los muertos no entran ahí absolutamente para nada; y, por otra parte, la magia evocatoria misma, si se comprende bien lo que es, puede contribuir más bien a desbaratar la hipótesis espiritista que a confirmarla. Hemos creído bueno dar todas estas aclaraciones, a riesgo de que parezcan un poco largas, porque, sobre esta cuestión del faquirismo y sobre las cuestiones que le son conexas, la ignorancia es general en Europa: los ocultistas apenas saben más al respecto que los espiritistas y que los «psiquistas» (NA: Para la interpretación ocultista, ver Le Fakirisme hindou, por Sédir.); por otro lado, algunos escritores católicos que han querido tratar el mismo tema se han limitado a reproducir los errores que han encontrado en los demás (NA: Ver Le Fakirisme, por Charles Godard, quien cita a Jacolliot como una autoridad, cree en el «adepto» Koot-Hoomi, y llega hasta confundir el faquirismo con el yoga y con diversas cosas de un carácter completamente diferente. Este autor era por lo demás un antiguo ocultista, aunque lo haya negado en términos que nos autorizan a sospechar fuertemente de su sinceridad (NA: L’Occultisme contemporain, p. 70); ahora que ha muerto, sin duda no hay ningún inconveniente para nadie en hacer conocer que colaboró largo tiempo en la Initiation bajo el seudónimo de Saturninus; en el Echo du Merveilleux firmaba Timothée.); en cuanto a los sabios «oficiales», se contentan naturalmente con negar lo que no pueden explicar, a menos que, más prudentemente todavía, prefieran pasarlo bajo silencio.

Si las cosas son tales como acabamos de decirlo en las antiguas civilizaciones que se han mantenido hasta nuestros días, como las de China y de la India, hay ya fuertes presunciones para que haya sido lo mismo en las civilizaciones desaparecidas que, según todo lo que se conoce de ellas, se basaban sobre principios tradicionales análogos. Es así, por ejemplo, como los antiguos egipcios consideraban la constitución del ser humano de una manera que apenas si se aleja de las concepciones hindúes y chinas; parece también que haya sido lo mismo para los caldeos; así pues, se hubiera debido sacar de ello consecuencias semejantes, tanto en lo que concierne a los estados póstumos como para explicar especialmente las evocaciones. No vamos a entrar aquí en el detalle, sino solo a dar indicaciones generales; y es menester no detenerse en algunas divergencias aparentes, que no son contradicciones, sino que corresponden solo a una diversidad de puntos de vista; de una tradición a otra, si la forma difiere, el fondo permanece idéntico, y eso es simplemente porque la verdad es una. Esto es tan cierto que pueblos como los griegos y los romanos, que ya habían perdido en gran parte la razón de ser de sus ritos y de sus símbolos, guardaban no obstante todavía algunos datos que concuerdan perfectamente con todo lo que se encuentra más completamente en otras partes, pero que los modernos ya no comprenden; y el esoterismo de sus «misterios» conllevaba probablemente muchas enseñanzas que, en los orientales, se exponen más abiertamente, sin ser nunca vulgarizadas, porque su naturaleza misma se opone a ello; por lo demás, tenemos muchas razones para pensar que los «misterios» mismos tenían un origen completamente oriental. Así pues, al hablar de la magia y de las evocaciones, podemos decir que todos los antiguos las comprendían de la misma manera; se encontrarían por todas partes las mismas ideas, aunque revestidas de expresiones diversas, porque los antiguos, como los orientales de hoy día, sabían a qué atenerse sobre estas cosas. Y en todo lo que nos ha llegado, no se encuentra el menor rastro de nada que se parezca al espiritismo; y para todo lo demás, queremos decir para lo que está enteramente perdido, es demasiado evidente que los espiritistas no pueden invocarlo en su favor, y que, si se puede decir algo de ello, es que razones de coherencia y de analogía conducen a pensar que tampoco encontrarían ahí con qué justificar su pretensiones.

La distinción de la magia y del espiritismo es lo que queremos precisar ahora, a fin de completar lo que ya hemos dicho al respecto; y en primer lugar, para apartar algunos malentendidos, diremos que la magia es propiamente una ciencia experimental, que no tiene nada que ver con concepciones religiosas o pseudoreligiosas; no es así como se comporta el espiritismo, en el que esas últimas son predominantes, y eso incluso cuando se pretende «científico». Si la magia ha sido tratada siempre más o menos como una «ciencia oculta», reservada a un pequeño número, es en razón de los graves   peligros que presenta; no obstante, bajo esta relación, hay una diferencia entre aquél que, rodeándose de todas las precauciones necesarias, provoca conscientemente fenómenos cuyas leyes ha estudiado, y aquél que, ignorándolo todo de esas leyes, se pone a merced de fuerzas desconocidas esperando pasivamente lo que va a producirse; por esto solo se ve toda la ventaja que el mago tiene sobre el espiritista, médium o simple asistente, admitiendo incluso que todas las demás condiciones sean comparables. Al hablar de las precauciones necesarias, pensamos en las reglas precisas y rigurosas a las que están sometidas las operaciones mágicas, y que tienen todas su razón de ser; los espiritistas descuidan hasta las más elementales de esas reglas, o más bien no tienen la menor idea de ellas, y actúan como niños que, inconscientes del peligro, jugaran con las máquinas más terribles, y que desencadenaran así, sin que nada pueda protegerles, fuerzas capaces de fulminarles. No hay que decir que todo eso no es para recomendar la magia, bien al contrario, sino únicamente para mostrar que, si la magia es ya muy peligrosa, el espiritismo lo es mucho más; y lo es de una manera diferente, en el sentido de que lo es en el dominio público, mientras que la magia estuvo siempre reservada a algunos, primero porque se la tenía voluntariamente oculta, precisamente porque se la estimaba temible, y después en razón de los conocimientos que supone y de la complejidad de sus prácticas. Por lo demás, hay que observar que aquellos que tienen un conocimiento completo y profundo de estas cosas se han abstenido siempre rigurosamente de las prácticas mágicas, salvo en algunos casos enteramente excepcionales, en los que operan de una manera totalmente diferente que el mago ordinario; lo más frecuentemente, éste es un «empírico», en una cierta medida al menos, no porque esté desprovisto de todo conocimiento, sino en el sentido de que no siempre sabe las verdaderas razones de todo lo que hace; pero, en todo caso, si tales magos se exponen a ciertos peligros, como han sido siempre poco numerosos (NA: y tanto menos numerosos cuanto que esas prácticas, aparte las que son relativamente inofensivas, están severamente prohibidas, y a muy justo título, por la legislación de todos los pueblos que saben de qué se trata), el peligro es muy limitado, mientras que, con el espiritismo, el peligro es para todos sin excepción. Pero ya se ha dicho bastante de la magia en general; ahora no vamos a considerar más que la magia evocatoria, rama muy restringida, y que es la única con la que el espiritismo puede pretender tener relaciones; a decir verdad, muchos fenómenos que se manifiestan en las sesiones espiritistas no dependen de ese dominio especial, y entonces no hay evocación más que en la intención de los asistentes, no en los resultados obtenidos efectivamente; pero, sobre la naturaleza de las fuerzas que intervienen en ese caso, nos reservaremos nuestras explicaciones para otro capítulo. Para todo lo que entra en esta categoría, incluso si se trata de hechos semejantes, es muy evidente que la interpretación mágica y la interpretación espiritista son totalmente diferentes; en cuanto a las evocaciones, vamos a ver que apenas lo son menos, a pesar de algunas apariencias engañosas.

De todas las prácticas mágicas, las prácticas evocatorias son las que, entre los antiguos, fueron el objeto de las prohibiciones más formales; y no obstante se sabía entonces que lo que podía tratarse de evocar realmente, no eran «espíritus» en el sentido moderno, y que los resultados a los que se podía pretender eran en suma de una importancia mínima; ¿cómo se hubiera juzgado pues al espiritismo, suponiendo, lo que no es el caso, que las afirmaciones de éste respondan a alguna posibilidad? Se sabía bien, decimos, que lo que puede ser evocado no representa el ser real y personal, en adelante fuera de alcance porque ha pasado a otro estado de existencia (NA: volveremos a hablar de esto en la segunda parte de este estudio), sino únicamente esos elementos inferiores que el ser ha dejado en cierto modo detrás de él, en el dominio de la existencia terrestre, después de esa disolución del compuesto humano que llamamos la muerte. Es eso, ya lo hemos dicho, lo que los antiguos latinos llamaban los «mânes»; es también eso a lo que los hebreos daban el nombre de ob, que se emplea siempre en los textos bíblicos cuando se trata de evocaciones, y que algunos toman sin razón por la designación de una entidad demoniaca. En efecto, la concepción hebraica de la constitución del hombre concuerda perfectamente con todas las demás; y, sirviéndonos, para hacernos comprender mejor sobre este punto, de correspondencias tomadas al lenguaje aristotélico, diremos que no solamente el ob no es el «espíritu» o el «alma racional» (NA: neshamah), sino que no es tampoco el «alma sensitiva» (NA: ruahh), ni tampoco el «alma vegetativa» (NA: nephesh). Sin duda, la tradición judaica parece indicar, como una de las razones de la prohibición de evocar el ob (NA: Deuteronomio, XVIII, 11.), que subsiste una cierta relación entre este ob y los principios superiores, y habría que examinar este punto más de cerca teniendo en cuenta la manera bastante particular en que esta tradición considera los estados póstumos del hombre; pero, en todo caso, no es al espíritu a lo que el ob permanece ligado directa e inmediatamente, es al contrario al cuerpo, y por eso es por lo que la lengua rabínica le llama habal de garmin o «soplo de las osamentas» (NA: Y no «cuerpo de la resurrección», como lo ha traducido el ocultista alemán Carl von Leiningen (NA: comunicación hecha a la Sociedad Psicológica de Munich, el 5 de marzo de 1887).); esto es precisamente lo que permite explicar los fenómenos que hemos señalado más atrás. Así pues, lo que se trata no se parece en nada al «periespíritu» de los espiritistas, ni al «cuerpo astral» de los ocultistas, que se suponen que revisten el espíritu mismo del muerto; y por lo demás hay todavía otra diferencia capital, ya que eso no es de ningún modo un cuerpo; es, si se quiere, como una forma sutil, que solo puede tomar una apariencia corporal ilusoria al manifestarse en ciertas condiciones, de donde el nombre de «doble» que le daban entonces los egipcios. Por lo demás, no es verdaderamente más que una apariencia bajo todos los aspectos: separado del espíritu, este elemento no puede ser consciente en el verdadero sentido de esta palabra; pero posee no obstante un remedo de consciencia, imagen virtual, por así decir, de lo que era la consciencia del vivo; y el mago, al revivificar esa apariencia prestándole lo que le falta, da temporariamente a su consciencia refleja una consistencia suficiente como para obtener de ella respuestas cuando la interroga, así como eso tiene lugar concretamente cuando la evocación se hace con una meta adivinatoria, lo que constituye propiamente la «necromancia». Nos excusaremos si estas explicaciones, que serán completadas con lo que diremos a propósito de fuerzas de otro orden, no parecen perfectamente claras; es muy difícil poner estas cosas en lenguaje ordinario, y uno está obligado a contentarse con expresiones que no representan frecuentemente más que aproximaciones o «maneras de hablar»; la falta se debe en buena medida a la filosofía moderna, que, al ignorar totalmente estas cuestiones, no puede proporcionar una terminología adecuada para tratarlas. Ahora bien, también podría producirse, a propósito de la teoría que acabamos de esbozar, un equívoco que importa prevenir: si uno se queda en una visión superficial de las cosas, puede parecer que el elemento póstumo de que se trata sea asimilable a lo que los teosofistas llaman «cascarones», que hacen intervenir efectivamente en la explicación de la mayoría de los fenómenos del espiritismo; pero no es nada de eso, aunque esta última teoría se derive muy probablemente de la otra, pero por una deformación que prueba la incomprehensión de sus autores. En efecto, para los teosofistas, un «cascarón» es un «cadáver astral», es decir, el resto de un cuerpo en vía de descomposición; y, además de que se reputa que este cuerpo no es abandonado por el espíritu sino en un tiempo más o menos largo después de la muerte, en lugar de estar ligado esencialmente al «cuerpo psíquico», la concepción misma de los «cuerpos invisibles» nos aparece groseramente errónea, y es una de aquellas que nos hacen calificar al «neoespiritualismo» de «materialismo transpuesto». Sin duda, la teoría de la «luz astral» de Paracelso  , que es de un alcance mucho más general, que esto de lo que nos ocupamos al presente, contiene al menos una parte de verdad; pero los ocultistas apenas la han comprendido, y tiene muy pocas relaciones con su «cuerpo astral» o con el «plano» al que dan el mismo nombre, concepciones completamente modernas, a pesar de sus pretensiones, y que no concuerdan con ninguna tradición auténtica.

Agregaremos a lo que acabamos de decir algunas reflexiones que, aunque no se refieren directamente a nuestro tema, no nos parecen menos necesarias, porque es menester tener en cuenta la mentalidad especial de los occidentales actuales. Éstos, en efecto, cualesquiera que sean sus convicciones religiosas o filosóficas, son prácticamente «positivistas», en su gran mayoría al menos; parece incluso que no puedan salir de esta actitud sin caer en las extravagancias del «neoespiritualismo», quizás porque no conocen nada más. Eso llega hasta tal punto que muchas gentes muy sinceramente religiosas, pero influenciadas por el medio, al no poder hacer otra cosa que admitir algunas posibilidades en principio, se niegan enérgicamente a aceptar sus consecuencias y llegan a negar de hecho, aunque no de derecho, todo lo que no entra en la idea que se hacen de lo que se ha convenido llamar la «vida ordinaria»; a éstos, las consideraciones que exponemos no les aparecerán sin duda menos extrañas ni menos chocantes que a los «cientificistas» más limitados. Eso nos importaría bastante poco, a decir verdad, si las gentes de este tipo no se creyeran a veces más competentes que nadie en hechos de religión, e incluso calificados para emitir, en el nombre de esa religión, un juicio sobre cosas que rebasan su entendimiento; por eso es por lo que pensamos que es bueno hacerles oír una advertencia, sin ilusionarnos demasiado sobre los efectos que producirá. Así pues, recordaremos que no nos colocamos aquí en el punto de vista religioso, y que las cosas de que hablamos pertenecen a un dominio enteramente distinto del de la religión; por lo demás, si expresamos algunas concepciones, es exclusivamente porque sabemos que son verdaderas, y, por consiguiente, independientemente de toda preocupación extraña a la pura intelectualidad; pero agregaremos que, a pesar de eso, estas concepciones permiten comprender, mejor que muchas otras, ciertos puntos que conciernen a la religión misma. Por ejemplo, preguntaremos esto: ¿cómo se puede justificar el culto católico de las reliquias, o todavía el peregrinaje a las tumbas de los santos, si no se admite que algo que no es material permanece vinculado al cuerpo, de una manera o de otra, después de la muerte? No obstante, no disimularemos que, al unir así las dos cuestiones, presentamos las cosas de una manera demasiado simplificada; en realidad, las fuerzas de que se trata en este caso (NA: y empleamos deliberadamente esta palabra de «fuerzas» en un sentido muy general) no son idénticas a las fuerzas de que nos hemos ocupado precedentemente, aunque haya una cierta relación; estas últimas son de un orden muy superior, porque interviene otra cosa que es como sobreañadida, y cuya puesta en obra no depende ya de ningún modo de la magia, sino más bien de lo que los neoplatónicos llamaban «teurgia»: una distinción que no conviene olvidar tampoco. Para tomar otro ejemplo del mismo orden, el culto de las imágenes y la idea de que algunos lugares gozan de privilegios especiales son completamente ininteligibles si no se admite que hay ahí verdaderos centros de fuerzas (NA: cualesquiera que sea por lo demás la naturaleza de esas fuerzas), y que algunos objetos pueden desempeñar en cierto modo una función de «condensadores»: recordemos simplemente la Biblia y veamos lo que se dice en ella del Arca de la Alianza, así como del templo de Jerusalén, y quizás comprenderemos lo que queremos decir. Tocamos aquí la cuestión de las «influencias espirituales», sobre la que no vamos a insistir, y cuyo desarrollo encontraría por lo demás muchas dificultades; para abordarla, se debe hacer llamada a datos propiamente metafísicos, y del orden más elevado. Citaremos solo un último caso: en algunas escuelas de esoterismo musulmán, el «Maestro» (NA: Sheikh) que fue su fundador, aunque esté muerto desde hace varios siglos, se considera como vivo y actuando siempre por su «influencia espiritual» (NA: barakah); pero eso no hace intervenir a ningún grado su personalidad real, que está, no solo más allá de este mundo, sino también más allá de todos los «paraísos», es decir, de todos los estados superiores que no son todavía más que transitorios. Se puede ver cuán lejos estamos aquí, no solo del espiritismo, sino también de la magia; y, si hemos hablado de ello, es sobre todo para no dejar incompleta la indicación de las distinciones necesarias; la diferencia que separa este último orden de cosas de todos los demás es la más profunda de todas.

Pensamos ahora haber dicho bastante para mostrar que, antes de los tiempos modernos, jamás hubo nada comparable al espiritismo; en cuanto a occidente, hemos considerado sobre todo la Antigüedad, pero todo lo que se refiere a la magia es igualmente válido para la Edad Media. No obstante, si se quisiera encontrar a toda costa algo a lo que se pudiera asimilar el espiritismo hasta un cierto punto, y con la condición de no considerarle más que en sus prácticas (NA: puesto que sus teorías no se encuentran en ninguna otra parte), lo que se encontraría sería simplemente la brujería. En efecto, los brujos son manifiestamente «empíricos», aunque el más ignorante de entre ellos sabe quizás mucho más que los espiritistas en más de un respecto; los brujos no conocen más que las ramas más bajas de la magia, y las fuerzas que ponen en juego, las más inferiores de todas, son esas mismas con las que los espiritistas tratan ordinariamente. En fin, los casos de «posesión» y de «obsesión», en correlación estrecha con las prácticas de la brujería, son las únicas manifestaciones auténticas de la mediumnidad que se hayan constatado antes de la aparición del espiritismo; y, ¿han cambiado tanto las cosas desde entonces que las mismas palabras ya no les son aplicables? No lo creemos; pero verdaderamente, si los espiritistas no pueden recomendarse más que de un parentesco tan sospechoso y tan poco envidiable, les aconsejaríamos más bien renunciar a reivindicar para el movimiento una filiación cualquiera, y tomar su partido por una modernidad que, en buena lógica, no debería ser una molestia para partidarios del progreso. [El Error Espírita]