Página inicial > René Guénon > Obras: antonismo

Obras: antonismo

sexta-feira 2 de fevereiro de 2024

  

Louis Antoine nació en 1846 en la provincia de Lieja, de una familia de mineros; fue primero minero él mismo, después se hizo obrero metalúrgico; después de una estancia de algunos años en Alemania y en Polonia, volvió de nuevo a Bélgica y se instaló en Jemeppe-sur-Meuse. Al perder a su único hijo, Antonio y su mujer se pusieron a hacer espiritismo; pronto, el antiguo minero, aunque casi iletrado, se encontró a la cabeza de un agrupamiento llamado de los «Viñadores del Señor», en el que funcionaba una verdadera oficina de comunicación con los muertos (NA: veremos que esta institución no es única en su género); editó también una suerte de catecismo espiritista, hecho por lo demás enteramente de apropiaciones tomadas a las obras de Allan Kardec. Un poco más tarde, Antonio agregaba a su empresa, cuyo carácter no parece haber sido absolutamente desinteresado, un gabinete de consultas «para el alivio de todas las enfermedades y aflicciones morales y físicas», colocado bajo la dirección de un «espíritu» que se hacía llamar el Dr. Carita. Al cabo de algún tiempo después, se descubrió facultades de «curandero» que le permitían suprimir toda evocación y «operar» directamente por sí mismo; este cambio fue seguido de cerca por una desavenencia con los espiritistas, cuyos motivos no están muy claros. Es de este cisma de donde iba a salir el antonismo; en el Congreso de Namur, en noviembre de 1913, M. Fraikin, presidente de la «Federación Espiritista Belga», declaró textualmente: «El antonismo, por razones poco confesables, se niega a marchar ya con nosotros»; está permitido suponer que esas «razones poco confesables» eran sobre todo de orden comercial, si se puede decir, y que Antonio encontraba más ventajoso actuar enteramente a su guisa, fuera de todo control más o menos molesto. Para los enfermos que no podían venir a visitarle a Jemeppe, Antonio fabricaba un medicamento que designaba bajo el nombre de «licor Coune» y al cual atribuía el poder de curar indistintamente todas las afecciones; eso le valió un proceso por ejercicio ilegal de la medicina, y fue condenado a una ligera multa; reemplazó entonces su licor por el agua magnetizada, que no podía ser calificada de medicamento, y después por el papel magnetizado, más fácil de transportar. Sin embargo, los pacientes que acudían a Jemeppe devinieron tan numerosos que fue menester renunciar a tratarlos individualmente por pases o inclusive por una simple imposición de las manos, e instituir la práctica de las «operaciones» colectivas. Es en este momento cuando Antonio, que no había hablado hasta entonces más que de «fluidos», hizo intervenir la «fe», como un factor esencial, en las curaciones que cumplía, y cuando comenzó a enseñar que la imaginación es la única causa de todos los males físicos; como consecuencia, prohibió a sus discípulos (NA: ya que se presentó desde entonces como fundador de secta) recurrir a los cuidados de un médico. En el libro que ha titulado Revelación, supone que un discípulo le dirige esta pregunta: «Alguien que había tenido el pensamiento de consultar a un médico viene a su casa diciendo: “Si no mejoro después de esta visita, iré a casa de tal médico”. Usted constata sus intenciones y le aconseja que siga su pensamiento. ¿Por qué actúa usted así? Yo he visto enfermos que, después de haber ejecutado este consejo, han debido volver a usted». Antonio responde en estos términos: «Algunos enfermos, en efecto, pueden haber tenido el pensamiento de ir a casa del médico antes de consultarme. Si yo siento que tienen más confianza en el médico, es mi deber enviarles a él. Si no encuentran allí la curación, es porque su pensamiento de venir a mi casa, ha puesto un obstáculo en el trabajo del médico, como el de ir a casa del médico ha podido oponer un obstáculo en el mío. Otros enfermos preguntan también si tal remedio no podría ayudarles. Este pensamiento falsifica en un abrir y cerrar de ojos toda mi operación: es la prueba de que no tienen la fe suficiente, la certeza de que, sin medicamentos, yo puedo darlos lo que reclaman... El médico no puede dar más que el resultado de sus estudios, y éstos tienen como base la materia. Así pues, la causa permanece, y el mal reaparecerá, porque todo lo que es materia no podría curar sino temporalmente». En otros pasajes, se lee todavía: «Es por la fe en el curandero como el enfermo encuentra su curación. El doctor puede creer en la eficacia de las drogas, mientras que éstas no sirven de nada para el que tiene la fe... La fe es el único y universal remedio, penetra a quien se quiere proteger, aunque esté alejado a miles de leguas». Todas las «operaciones» (NA: es el término consagrado) se terminan por esta fórmula: «Las personas que tienen la fe son curadas o aliviadas». Todo eso recuerda mucho las teorías de la «Christian Science», fundada en América, desde 1866, por Mme Baker Eddy; los antonistas, como los «Christian Scientists», han tenido a veces problemas con la justicia por haber dejado morir enfermos sin hacer nada para cuidarlos; en Jemeppe mismo, la municipalidad negó en varias ocasiones permisos para enterrar. Los fracasos no descorazonaron a los antonistas y no impidieron a la secta prosperar y extenderse, no solo en Bélgica, sino también en el Norte de Francia. El «Padre Antonio» murió en 1912, dejando su sucesión a su viuda, que se llamaba la «Madre», y a uno de sus discípulos, el «Hermano» Deregnaucourt (NA: que ya ha muerto también); ambos vinieron a París, hacia el final de 1913, para inaugurar un templo antonista, y después fueron a inaugurar otro en Mónaco. En el momento de estallar la guerra, el «culto antonista» estaba a punto de ser reconocido legalmente en Bélgica, lo que debía tener por efecto poner los tratamientos de sus ministros a cargo del estado; la petición que había sido depositada a este efecto estaba apoyada muy especialmente por el partido socialista y por dos de los jefes de la masonería belga, los senadores Charles Magnette y Goblet de Alviella. Es curioso notar los apoyos que, motivados sobre todo por razones políticas, ha encontrado el antonismo, cuyos adherentes se reclutan casi exclusivamente en los medios obreros; por lo demás, hemos citado en otra parte (NA: El Teosofismo, pp. 259-260, ed. francesa.) una prueba de la simpatía que le testimonian los teosofistas, mientras que los espiritistas «ortodoxos» parecen encontrar ahí más bien un elemento de perturbación y de división. Agregamos todavía que, durante la guerra, se contaron cosas singulares sobre la manera en que los alemanes respetaron los templos antonistas; naturalmente, los miembros de la secta atribuyeron estos hechos a la protección póstuma del «Padre», tanto más cuanto que éste había declarado solemnemente: «La muerte, es la vida; no puede alejarme de vosotros, no me impedirá aproximarme a todos aquellos que tienen confianza en mí, al contrario». Lo que es destacable en el caso de Antonio, no es su carrera de «curandero», que presenta más de una semejanza con la del zuavo Jacob: hubo casi tanta charlatanería en uno como en el otro, y, si obtuvieron algunas curas reales, se debieron muy probablemente a la sugestión, más bien que a facultades especiales; sin duda es por eso por lo que era tan necesario tener la «fe». Lo que es más digno de atención, es que Antonio se haya presentado como fundador de religión, y que haya triunfado a este respecto de una manera verdaderamente extraordinaria, a pesar de la nulidad de sus «enseñanzas», que no son más que una vaga mezcla de teorías espiritistas y de «moralismo» protestante, y que, además, están redactadas frecuentemente en una jerga casi ininteligible. Uno de los trozos más característicos, es una suerte de decálogo que se titula «diez fragmentos en prosa de la enseñanza revelada por Antonio el Curandero»; aunque se pone cuidado en advertirnos que este texto está «en prosa», está dispuesto como los «versos libres» de algunos poetas «decadentes», y se pueden descubrir incluso algunas rimas; vale la pena que sea reproducido (NA: Para evitar los cortes de párrafos, indicamos los cortes del texto por simples trazos.): «Dios habla: — Primer principio: Si me amáis, — no lo enseñaréis a nadie, — puesto que sabéis que yo no resido — más que en el seno del hombre. — Vosotros no podéis testimoniar que existe — una suprema bondad — mientras que me aisláis del prójimo. — Segundo principio: No creáis en el que os habla de mí, — cuya intención sería convertiros. — Si respetáis toda creencia — y al que no tiene ninguna, — sabéis, a pesar de vuestra ignorancia, — más de lo que podría deciros. — Tercer principio: Vosotros no podéis hacer moral a nadie, — sería probar — que no hacéis bien, — porque ella no se enseña por la palabra, — sino por el ejemplo, — y no ver el mal en nada. — Cuarto principio: No digáis jamás que hacéis caridad — a alguien que os parece en la miseria, — sería hacer entender — que yo carezco de miras, que no soy bueno, — que soy un mal padre, — un avaro, que deja tener hambre a su retoño. — Si actuáis hacia vuestro semejante — como un verdadero hermano, — no hacéis caridad más que a vosotros mismos, — debéis saberlo. — Puesto que nada está bien si no es solidario, — no habéis hecho hacia él — más que desempeñar vuestro deber. — Quinto principio: Tratad siempre de amar al que decís — «vuestro enemigo»: — es para enseñaros a conoceros — que yo le coloco en vuestro camino. — Pero ved el mal más bien en vosotros que en él: — será su remedio soberano. — Sexto principio: Cuando queráis conocer la causa — de vuestros sufrimientos, — que padecéis siempre con razón, — la encontraréis en la incompatibilidad de — la inteligencia con la conciencia, — que establece entre ellas los términos de comparación. Vosotros no podéis sentir el menor sufrimiento — que no sea para haceros observar — que la inteligencia es opuesta a la conciencia; — es lo que es menester no ignorar. — Séptimo principio: Tratad de penetraros, — ya que el menor sufrimiento es debido a vuestra — inteligencia que quiere siempre poseer más; — se hace un pedestal de la clemencia, — al querer que todo le esté subordinado. — Octavo principio: No os dejéis dominar por vuestra inteligencia — que no busca más que elevarse siempre — cada vez más; — ella pisotea a la conciencia, — sosteniendo que es la materia la que da las virtudes, — mientras que ella no encierra más que la miseria — de las almas que vosotros decís — «abandonadas», — que han actuado solo para satisfacer — su inteligencia que les ha extraviado. — Noveno principio: Todo lo que os es útil, para el presente — como para el porvenir, — si no dudáis nada, — os será dado por añadidura. — Cultivaos, vosotros os recordaréis el pasado, — tendréis el recuerdo — de que se os ha dicho: “Llamad, yo os abriré. — Yo estoy en el conócete”... — Décimo principio: No penséis hacer siempre un bien — cuando llevéis asistencia a un hermano; — podríais hacer lo contrario, — poner trabas a su progreso. — Sabed que una gran prueba — será vuestra recompensa, — si le humilláis y le imponéis el respeto. — Cuando queráis actuar, — no os apoyéis jamás sobre vuestra creencia, — porque ella puede extraviaros también; — basaos siempre sobre la conciencia — que quiere dirigiros, ella no puede engañaros». Estas pretendidas «revelaciones» se parecen completamente a las «comunicaciones» espiritistas, tanto por el estilo como por el contenido; es ciertamente inútil buscar darles un comentario seguido o una explicación detallada; no es siquiera muy seguro que el «Padre Antonio» se haya comprendido siempre a sí mismo, y su obscuridad es quizás una de las razones de su éxito. Lo que conviene destacar sobre todo, es la oposición que quiere establecer entre la inteligencia y la conciencia (NA: este último término debe tomarse verosímilmente en el sentido moral), y la manera en la que pretende asociar la inteligencia a la materia; en esto habría con qué regocijar a los partidarios de M. Bergson  , aunque una tal aproximación sea bastante poco halagadora en el fondo. Sea como sea, se comprende bastante bien que el antonismo haga profesión de despreciar la inteligencia, y que la denuncie incluso como la causa de todos los males: ella representa el demonio en el hombre, como la conciencia representa a Dios; pero, gracias a la evolución, todo acabará por arreglarse: «Por nuestro progreso, encontraremos en el demonio el verdadero Dios, y en la inteligencia la lucidez de la conciencia». En efecto, el mal no existe realmente; lo que existe, es solo la «visión del mal», es decir que es la inteligencia la que crea el mal allí donde lo ve; el único símbolo del culto antonista es una suerte de árbol que se llama «el árbol de la ciencia de la visión del mal». He aquí por qué es menester «no ver el mal en nada», puesto que desde entonces cesa de existir; en particular, uno no debe verle en la conducta de su prójimo, y es así cómo es menester entender la prohibición de «hacer moral a nadie», tomando esta expresión en su sentido completamente popular; es evidente que Antonio no podía impedir predicar la moral, puesto que él mismo apenas hizo otra cosa. Le agregaba preceptos de higiene, lo que estaba por lo demás en su papel de «curandero»; recordamos a este propósito que los antonistas son vegetarianos, como los teosofistas y los miembros de otras diversas sectas de tendencias humanitarias; sin embargo, no pueden ser considerados como «zoófilos», ya que les está severamente prohibido tener animales en sus casas: «Debemos saber que el animal no existe más que en apariencia; no es más que el excremento de nuestra imperfección (NA: sic)... Cuán inmersos en el error estamos apegándonos al animal; es un gran pecado (NA: en el dialecto walon que hablaba habitualmente, Antonio decía «una duda»), porque el animal no es digno de tener su casa donde residen los humanos». La materia misma no existe más que en apariencia, no es más que una ilusión producida por la inteligencia: «Decimos que la materia no existe porque hemos rebasado su imaginación»; ella se identifica así al mal: «Un átomo de materia nos es un sufrimiento»; y Antonio llega hasta declarar: «Si la materia existe, Dios no puede existir». He aquí cómo explica la creación de la tierra: «Ningún otro que la individualidad de Adán ha creado este mundo (NA: sic). Adán ha sido llevado a constituirse una atmósfera y a construir su habitación, el globo, tal como quería tenerle». Citamos todavía algunos aforismos relativos a la inteligencia: «Los conocimientos no son saber, no razonan más que la materia... La inteligencia, considerada por la humanidad como la facultad más envidiable bajo todos los puntos de vista, no es más que la sede de nuestra imperfección... Yo os he revelado que hay en nosotros dos individualidades, el yo conciencia y el yo inteligencia; uno real, el otro aparente... La inteligencia no es otra que el haz de moléculas que llamamos cerebro... A medida que progresamos, demolemos del yo inteligencia para reconstruir sobre el yo conciencia». Todo eso es pasablemente incoherente; la única idea que se desprende de ello, si se puede llamar a eso una idea, podría formularse así: es menester eliminar la inteligencia en provecho de la «conciencia», es decir, de la sentimentalidad. Los ocultistas franceses, en su último periodo, han llegado a una actitud casi semejante; todavía no tenían, en su mayor parte, la excusa de ser iletrados, pero conviene notar que la influencia de otro «curandero» estuvo sin duda ahí para algo. Para ser consecuente consigo mismo, Antonio habría debido atenerse al enunciado de preceptos morales del género de éstos, que están inscritos en sus templos: «Un solo remedio puede curar a la humanidad: la fe. Es de la fe de donde nace el amor: es el amor el que nos muestra en nuestros enemigos a Dios mismo. No amar a los enemigos, es no amar a Dios, ya que es el amor que tenemos por nuestros enemigos el que nos hace dignos de servirle; es solo el amor el que nos hace amar verdaderamente, porque es puro y de verdad». Está aquí, parece, lo esencial de la moral antonista; para lo demás, parece más bien elástica: «Sois libres, actuad como bien os parezca, el que hace bien encontrará bien. En efecto, juzgamos desde un tal punto de nuestro libre albedrio, que Dios nos deja hacer de él lo que queramos». Pero Antonio ha creído deber formular también algunas teorías de un orden diferente, y es ahí sobre todo donde alcanza el colmo del ridículo; he aquí un ejemplo de ello, sacado de un folleto titulado La Aureola de la Conciencia: «Os voy a decir cómo debemos comprender las leyes divinas y de qué manera ellas pueden actuar sobre nosotros. Vosotros sabéis que se reconoce que la vida está por todas partes; si el vacío existiera, la nada tendría también su razón de ser. Una cosa que puedo afirmar también, es que el amor existe también por todas partes, y del mismo modo que hay amor, hay inteligencia y conciencia. Amor, inteligencia y conciencia reunidos constituyen una unidad, el gran misterio, Dios. Para haceros comprender lo que son las leyes, debo volver de nuevo a lo que ya os he repetido concerniente a los fluidos: existen tantos como pensamientos; tenemos la facultad de manejarlos y de establecer sus leyes, por el pensamiento, según nuestro deseo de actuar. Aquellas que imponemos a nuestros semejantes nos imponen del mismo modo. Tales son las leyes de interior, llamadas ordinariamente leyes de Dios. En cuanto a las leyes de exterior, dichas leyes de la naturaleza, son el instinto de la vida que se manifiesta en la materia, se reviste de todos los matices, toma formas numerosas, incalculables, según la naturaleza del germen de los fluidos ambientes. Es así para todas las cosas, todas tienen su instinto, los astros mismos que planean en el espacio infinito se dirigen por el contacto de los fluidos y describen instintivamente su órbita. Si Dios hubiera establecido leyes para ir a él, ellas serían una traba a nuestro libre albedrio; ya fuesen relativas o ya fuesen absolutas, serían obligatorias, puesto que no podríamos dispensarnos de ellas para llegar a la meta. Pero Dios deja a cada uno la facultad de establecer sus leyes, según la necesidad; es todavía una prueba de su amor. Toda ley no debe tener más que la conciencia por base. Así pues, no decimos “leyes de Dios”, sino más bien “leyes de la consciencia”. Esta revelación brota de los principios mismos del amor, de ese amor que desborda por todas partes, que se encuentra tanto en el centro de los astros como en el fondo de los océanos, de ese amor cuyo perfume se manifiesta por todas partes, que alimenta a todos los reinos de la naturaleza y que mantienen el equilibrio y la armonía en todo el Universo». A esta cuestión: «¿De dónde viene la vida?», Antonio responde a continuación: «La vida es eterna, está por todas partes. Los fluidos existen también en el infinito y por toda eternidad. Nos bañamos en la vida y en los fluidos como el pez en el agua. Los fluidos se encadenan y son cada vez más etéreos; se distinguen por el amor; por todas partes donde éste existe, hay vida, ya que sin la vida el amor ya no tiene su razón de ser. Basta que dos fluidos estén en contacto por un cierto grado de calor solar, para que sus dos gérmenes de vida se dispongan a entrar en relación. Es así cómo la vida se crea una individualidad y deviene actuante». Si se hubiera pedido al autor de estas elucubraciones se explicara de una manera un poco más inteligible, sin duda habría respondido con esta frase que repetía a todo propósito: «Vosotros no veis más que el efecto, buscad la causa». No olvidamos agregar que Antonio había conservado cuidadosamente, del espiritismo kardecista por el que había comenzado, no solo esta teoría de los «fluidos» que acabamos verle expresar a su manera, sino también, la idea del progreso, y la de la reencarnación: «El alma imperfecta permanece encarnada hasta que haya rebasado su imperfección... Antes de abandonar el cuerpo que se muere, el alma se ha preparado otro para reencarnarse... Nuestros seres queridos supuestamente desaparecidos no lo están más que en apariencia, no dejamos un instante de verlos y de hablar con ellos. La vida corporal no es más que una ilusión». A los ojos de los antonistas, lo que más importa en la «enseñanza» de su «Padre», es el lado «moralista»; todo lo demás no es más que accesorio. Tenemos la prueba de ello en una hoja de propaganda que lleva este título: «Revelación por el Padre Antonio, el gran curandero de la Humanidad, para el que tiene la fe», y que transcribimos textualmente: «La Enseñanza del Padre tiene por base el amor, revela la ley moral, la conciencia de la humanidad; recuerda al hombre los deberes que tienen que desempeñar hacia sus semejantes; aunque esté atrasado incluso hasta no poder comprenderla, podrá, al contacto de aquellos que la extienden, penetrarse del amor que se desprende de ellos; éste le inspirará mejores intenciones y hará germinar en él sentimientos más nobles. La religión, dice el Padre, es la expresión del amor bebido en el seno de Dios, que nos hace amar a todo el mundo indistintamente. No perdemos jamás de vista la ley moral, ya que es por ella como presentimos la necesidad de mejorarnos. Nosotros no hemos llegado todos al mismo grado de desarrollo intelectual y moral, y Dios coloca siempre a los débiles en nuestro camino para darnos la ocasión de aproximarnos a Él. Se encuentran entre nosotros seres que están desprovistos de toda facultad y que tienen necesidad de nuestro apoyo; el deber nos impone venir en su ayuda en la medida en que creemos en un Dios bueno y misericordioso. Su desarrollo no les permite practicar una religión cuya enseñanza está por encima del alcance de su comprehensión, pero nuestra manera de actuar a su respecto les recordará el respeto que le es debido y les conducirá a buscar el medio más ventajoso para su progreso. Si queremos atraerlos a nosotros por una moral que reposa sobre leyes inaccesibles a su entendimiento, los perturbaremos, los desmoralizaremos, y la menor instrucción sobre ésta les será insoportable; acabarán por no comprender ya nada; dudando así de la religión, entonces recurrirán al materialismo. He aquí la razón por la cual nuestra humanidad pierde todos los días la verdadera creencia en Dios en favor de la materia. El Padre ha revelado que antaño era tan raro encontrar un materialista como hoy día un verdadero creyente (NA: No había verdaderamente necesidad de una «revelación» para eso; pero los antonistas ignoran naturalmente que el materialismo no data más que del siglo XVIII.). Mientras ignoremos la ley moral, por la cual nos dirigimos, la transgrediremos. La Enseñanza del Padre razona esta ley moral, inspiradora de todos los corazones dedicados a regenerar a la Humanidad; no interesa solo a aquellos que tienen fe en Dios, sino a todos los hombres indistintamente, creyentes y no creyentes, en cualquier escalón al cual se pertenezca. No creáis que el Padre pide el establecimiento de una religión que restringe a sus adeptos en un círculo, los obliga a practicar su doctrina, a observar un cierto rito, a respetar cierta forma, a seguir una opinión cualquiera, a dejar su religión para venir a Él. No, la cosa no es así: nosotros instruimos a quienes se dirigen a nosotros en lo que hemos comprendido de la Enseñanza del Padre y los exhortamos a la práctica sincera de la religión en la que tienen fe, a fin de que puedan adquirir los elementos morales en relación con su comprehensión. Sabemos que la creencia no puede estar basada sino en el amor; pero debemos esforzarnos siempre en amar y no en hacernos amar, ya que esto es la mayor de las plagas. Cuando estemos penetrados de la Enseñanza del Padre, ya no habrá disensión entre las religiones porque no habrá más indiferencia, nos amaremos todos porque habremos comprendido al fin la ley del progreso, tendremos las mismas consideraciones para todas las religiones e incluso para la increencia, persuadidos de que nadie podría hacernos el menor mal y de que, si queremos ser útiles a nuestros semejantes, debemos demostrarles que nosotros profesamos una buena religión que respeta la suya y que quiere su bien. Entonces estaremos convencidos de que el amor nace de la fe que es la verdad; pero no la poseeremos sino cuando no pretendamos tenerla». Y este documento se termina por esta frase impresa en gruesos caracteres: «La Enseñanza del Padre, es la Enseñanza de Cristo revelado a esta época por la fe». Es también por esta asimilación increíble como acababa el artículo, sacado de un órgano teosofista, que hemos citado en otra parte: «El Padre no pretende más que renovar la enseñanza de Jesús de Nazaret, demasiado materializada en nuestra época por las religiones que se reclaman a este gran Ser» (NA: Le Théosophe, 1 de diciembre de 1913.). Esta pretensión es de una audacia que únicamente la inconsciencia puede excusar; dado el estado de espíritu que pone de manifiesto en los antonistas, no hay lugar a extrañarse de que hayan llegado a una verdadera deificación de su fundador, y eso incluso en vida; no exageramos nada, y tenemos el testimonio de ello en este extracto de una de sus publicaciones: «¿Hacer de M. Antonio un gran señor, no sería más bien rebajarle? Admitiréis, supongo, que nosotros, sus adeptos, que estamos al corriente de su trabajo, tengamos a su respecto otros pensamientos. Vosotros interpretáis demasiado intelectualmente, es decir, demasiado materialmente, nuestra manera de ver, y, al juzgar así sin conocimiento de causa, no podéis comprender el sentimiento que nos anima. Pero quienquiera que tiene fe en nuestro buen Padre aprecia lo que Él es en su justo valor porque le considera moralmente. Nosotros podemos pedir-Le todo lo que queremos, Él nos lo da con desinterés. No obstante, nos es lícito actuar a nuestra guisa, sin recurrir en modo alguno a Él, ya que Él tiene el mayor respeto por el libre albedrio; jamás nos impone nada. Si tenemos que pedir-Le consejo, es porque estamos convencidos de que Él sabe todo aquello de lo que tenemos necesidad, y que nosotros lo ignoramos. ¿No sería pues infinitamente preferible darse cuenta de su poder antes de querer desacreditar nuestra manera de actuar a su respecto? Como un buen padre, Él vigila sobre nosotros. Cuando debilitados por la enfermedad, vamos a Él, llenos de confianza, Él nos alivia, nos cura. Que caemos aniquilados bajo el golpe de las más terribles penas morales, Él nos levanta y nos conduce a la esperanza en nuestros corazones doloridos. Que la pérdida de un ser querido deja en nuestras almas un vacío inmenso, su amor lo llena y nos llama de nuevo al deber. Él posee el bálsamo por excelencia, el amor verdadero que allana toda diferencia, que rebasa todo obstáculo, que cura toda llaga, y Él le prodiga a toda la humanidad, ya que es más bien médico del alma que del cuerpo. No, nosotros no queremos hacer de Antonio el Curandero un gran señor, hacemos de Él nuestro salvador. Él es más bien nuestro Dios, porque Él no quiere ser más que nuestro servidor». He aquí suficiente sobre un tema tan totalmente desprovisto de interés en sí mismo; pero lo que es terrible, es la facilidad con la cual estas insensateces se extienden en nuestra época: en algunos años, el antonismo ha juntado adherentes por millares. En el fondo, la razón de este éxito, como el de todas las cosas similares, es que corresponden a algunas de las tendencias que son lo propio del espíritu moderno; pero son precisamente estas tendencias las que son inquietantes, porque son la negación misma de toda intelectualidad, y nadie puede disimularse que ganan terreno actualmente. El caso del antonismo, lo hemos dicho, es enteramente típico; entre las múltiples sectas pseudoreligiosas que se han formado desde hace alrededor de medio siglo, las hay análogas, pero ésta presenta la particularidad de haber tomado nacimiento en Europa, mientras que la mayoría de las demás, de aquellas al menos que han triunfado, son originarias de América. Por lo demás, las hay que, como la «Christian Science», han llegado a implantarse en Europa, e incluso en Francia en estos últimos años (NA: El Teosofismo, p. 259, ed. francesa.); se trata todavía de un síntoma de la agravación del desequilibrio mental cuyo punto de partida marca en cierto modo la aparición del espiritismo; y, aunque estas sectas no se derivan directamente del espiritismo como el antonismo, las tendencias que se manifiestan en ellas son ciertamente las mismas en una amplia medida.