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Obras: satanismo

sexta-feira 2 de fevereiro de 2024

  

Se ha convenido que no se puede hablar del diablo sin provocar, por parte de todos los que se jactan de ser más o menos «modernos», es decir, por la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, sonrisas desdeñosas o encogimientos de hombros más despectivos todavía; y hay gentes que, aunque tienen algunas convicciones religiosas, no son los últimos en tomar una semejante actitud, quizás por simple temor de pasar por «atrasados», quizás también de una manera más sincera. Esos, en efecto, están bien obligados a admitir en principio la existencia del demonio, pero estarían muy embarazados si tuvieran que constatar su acción efectiva; eso trastocaría enormemente el círculo restringido de ideas hechas en el que tienen costumbre de moverse. Se trata de un ejemplo de ese «positivismo   práctico» al que hemos hecho alusión precedentemente: las concepciones religiosas son una cosa, la «vida ordinaria» otra, y, entre las dos, se tiene buen cuidado de establecer un tabique tan estanco como sea posible; tanto da pues decir que uno se comportará de hecho como un verdadero increyente, en la lógica al menos; ¿pero cómo hacer de otro modo, en una sociedad tan «ilustrada» y tan «tolerante» como la nuestra, sin hacerse tratar por lo menos de «alucinado»? Sin duda, una cierta prudencia es frecuentemente necesaria, pero prudencia no quiere decir negación «a priori» y sin discernimiento; no obstante, en descargo de algunos medios católicos, se debe decir que el recuerdo de algunas mistificaciones muy famosas, como las de Leo Taxil, no es ajeno a esta negación: uno se ha arrojado de un exceso en el exceso contrario; si todavía es una astucia del diablo hacerse negar, es menester convenir que no lo ha hecho demasiado mal. Si no abordamos esta cuestión del satanismo sin alguna repugnancia, no es por razones del género de las que acabamos de indicar, ya que un ridículo de ese tipo, si es que lo es, nos toca muy poco, y tomamos, bastante claramente, posición contra el espíritu moderno bajo todas sus formas como para no tener que hacer uso de algunos miramientos; pero apenas se puede tratar este tema sin tener que remover cosas que se querría mejor dejar en la sombra; no obstante, es menester resignarse a hacerlo en una cierta medida, ya que un silencio total a este respecto correría el riesgo de ser muy mal comprendido.

No pensamos que los satanistas conscientes, es decir, los verdaderos adoradores del diablo, hayan sido jamás muy numerosos; se cita en efecto la secta de los Yézidis, pero ese es un caso excepcional, y todavía no es seguro que sea correctamente interpretado; por toda otra parte, apenas se encontrarían más que aislados, que son brujos de la más baja categoría, ya que sería menester no creer que todos los brujos o los «magos negros» más o menos caracterizados responden igualmente a esta definición, y puede haber, entre ellos, quienes no creen de ninguna manera en la existencia del diablo. Por otro lado, hay también la cuestión de los luciferinos: los ha habido, muy ciertamente, fuera de los relatos fantásticos de Leo Taxil y de su colaborador el Dr. Hacks, y quizás los hay todavía, en América o en otras partes; si han constituido organizaciones, eso podría parecer ir contra lo que acabamos de decir; pero no hay nada de eso, ya que, si estas gentes invocan a Lucifer y le rinden un culto, es porque no le consideran como el diablo, es decir, es porque es verdaderamente a sus ojos el «portaluz» (NA: Mme Blavatsky, que dio este nombre de Lucifer a una revista que fundó en Inglaterra hacia el final de su vida, afectaba tomarle igualmente en este sentido etimológico de «portaluz», o, como ella decía, de «portador de la llama de la verdad»; pero ella no veía ahí más que un puro símbolo, mientras que, para los luciferinos, es un ser real.), e inclusive hemos oído decir que llegaban hasta nombrarle «La Gran Inteligencia Creadora». Sin duda, son satanistas de hecho, pero, por extraño que eso pueda parecer a aquellos que no van al fondo de las cosas, no son más que satanistas inconscientes, puesto que se equivocan sobre la naturaleza de la entidad a la que dirigen su culto; y en lo que concierne al satanismo inconsciente, a diversos grados, está lejos de ser raro. A propósito de los luciferinos, tenemos que señalar un singular error: hemos oído afirmar que los primeros espiritistas americanos reconocían estar en relación con el diablo, al cual daban el nombre de Lucifer; en realidad, los luciferinos no pueden ser de ninguna manera espiritistas, puesto que el espiritismo consiste esencialmente en creerse en comunicación con humanos «desencarnados», y puesto que generalmente niega incluso la intervención de otros seres que esos en la producción de los fenómenos. Incluso si ha ocurrido que algunos luciferinos emplean procedimientos análogos a los del espiritismo, tampoco son espiritistas por eso; la cosa es posible, aunque el uso de procedimientos propiamente mágicos sea más verosímil en general. Si algunos espiritistas, por su lado, reciben un «mensaje» firmado por Lucifer o por Satán, no vacilan un solo instante en cargarle a la cuenta de algún «espiritista bromista», puesto que hacen profesión de no creer en el demonio, y puesto que aportan incluso a esta negación un verdadero apasionamiento; al hablarles del diablo, uno se arriesga no solo a despertar en ellos desdén, sino más bien furor, lo que es por lo demás un signo bastante malo. Lo que los luciferinos tienen en común con los espiritistas, es que son bastante limitados intelectualmente, y parecidamente cerrados a toda verdad de orden metafísico; pero están limitados de una manera diferente, y hay incompatibilidad entre las dos teorías; eso no quiere decir, naturalmente, que las mismas fuerzas no puedan estar en juego en los dos casos, sino que la idea que se hacen al respecto por una parte y por otra es completamente diferente.

Es inútil reproducir las innumerables denegaciones de los espiritistas, así como de los ocultistas y de los teosofistas, relativamente a las existencia del diablo; se llenaría con ellas fácilmente todo un volumen, que sería por lo demás muy poco variado y sin gran interés. Allan Kardec, ya lo hemos visto, enseña que los «malos espíritus» se mejoran progresivamente; para él, ángeles y demonios son igualmente seres humanos, pero que se encuentran en las dos extremidades de la «escala espiritista»; y agrega que Satán no es más que «la personificación del mal bajo una forma alegórica» (NA: Le Livre des Esprits, pp. 54-56. -Sobre Satán y el infierno, cf. Léon Denis, Christianisme et Spiritisme, pp. 103-108; Dans l’Invisible, pp. 395-405.). Los ocultistas, por su lado, hacen llamada a un simbolismo que apenas comprenden y que acomodan a su fantasía; además, asimilan generalmente los demonios a «elementales» más bien que a «desencarnados»; admiten al menos seres que no pertenecen a la especie humana, y eso es ya algo. Pero he aquí una opinión que se sale un poco de lo ordinario, no en cuanto al fondo, sino por la apariencia de erudición de la que se envuelve: es la de M. Charles Lancelin, de quien ya hemos hablado; resume en estos términos «el resultado de sus investigaciones» sobre la cuestión de la existencia del diablo, a la que ha consagrado por lo demás dos obras especiales (NA: Histoire mythique de Shatan y Le Ternaire magique de Shatan.): «El diablo no es más que un fantasma y un símbolo del mal. El judaísmo primitivo le ha ignorado; por lo demás, el Jehovah tiránico y sanguinario de los judíos no tenía necesidad de ese repelente. La leyenda de la caída de los ángeles se encuentra en el Libro de Henoch, reconocido apócrifo desde hace mucho tiempo y escrito mucho más tarde. Durante la gran cautividad de Babilonia, el judaísmo recibe de las religiones orientales la impresión de divinidades malas, pero esta idea permanece entonces popular, sin penetrar en los dogmas. Y Lucifer es todavía entonces la estrella de la mañana, y Satán un ángel, una criatura de Dios. Más tarde, si Cristo habla del Malo y del demonio, es por pura acomodación a las ideas populares de su tiempo; pero para él, el diablo no existe... En el cristianismo, el Jehovah vindicativo de los judíos deviene un Padre de bondad: desde entonces, las otras divinidades son, junto a él, divinidades del mal. Al desarrollarse, el cristianismo entra en contacto con el helenismo y recibe de él la concepción de Plutón y de las Furias, y sobre todo del Tártaro, que él acomoda a sus propias ideas haciendo entrar en ellas confusamente todas las divinidades malas del paganismo grecorromano y de las diversas religiones con las cuales se encontró. Pero es en la Edad Media donde nació verdaderamente el diablo. En este periodo de trastornos incesantes, sin ley, sin freno, el clero, para contener a los poderosos, fue llevado a hacer del diablo el gendarme de la sociedad; retomó la idea del Malo y de las divinidades del mal, fundió el todo en la personalidad del diablo e hizo de él el espanto de los reyes y de los pueblos. Pero esta idea, de la que el clero era el representante, le daba un poder incontestado; rápidamente también cayó él mismo en su propia trampa, y desde entonces existió el diablo; con el correr de los tiempos modernos, su personalidad se afirmó, y en el siglo XVII reinaba como señor. Voltaire y los enciclopedistas comenzaron la reacción; la idea del demonio declinó, y hoy día muchos sacerdotes ilustrados la consideran como un simple símbolo» (NA: Le Monde Psychique, febrero de 1912.). No hay que decir que esos sacerdotes «ilustrados» son simplemente modernistas, y que el espíritu que les anima es extrañamente parecido al que se afirma en estas líneas; esta manera más que fantástica de escribir la historia es bastante curiosa, pero, en resumidas cuentas, vale tanto como la de los representantes oficiales de la pretendida «ciencia de las religiones»: se inspira visiblemente en los mismos métodos «críticos», y los resultados no difieren sensiblemente; es menester ser bien ingenuo para tomar en serio a estas gentes que hacen decir a los textos todo lo que ellos quieren, y que siempre encuentran medio de interpretarlos conformemente a sus propios prejuicios.

Pero volvamos a lo que llamamos el satanismo inconsciente, y, para evitar todo error, digamos primeramente que un satanismo de este género puede ser puramente mental y teórico, sin implicar ninguna tentativa de entrar en relación con entidades cualesquiera, cuya existencia, en muchos casos, ni siquiera se considera. Es en este sentido como se puede, por ejemplo, considerar como satánica, en una cierta medida, toda teoría que desfigura notablemente la idea de la Divinidad; y sería menester aquí colocar en primer rango las concepciones de un Dios que evoluciona y las de un Dios limitado; por lo demás, las unas no son más que un caso particular de las otras, ya que, para suponer que un ser puede evolucionar, es menester evidentemente concebirle como limitado; decimos un ser, ya que Dios, en estas condiciones, no es el Ser universal, sino un ser particular e individual, y eso no se da apenas sin un cierto «pluralismo» donde el Ser, en el sentido metafísico, no podría encontrar lugar. Más o menos abiertamente, todo «inmanentismo» somete a la Divinidad al devenir; eso puede no ser visible en las formas más antiguas, como el panteísmo de Spinoza  , y quizás esta consecuencia es incluso contraria a las intenciones de éste (NA: no hay sistema filosófico que no contenga, al menos en germen, alguna contradicción interna); pero, en todo caso, está muy claro a partir de Hegel, es decir, en suma, desde que el evolucionismo ha hecho su aparición, y, en nuestros días, las concepciones de los modernistas son particularmente significativas bajo esta relación. En cuanto a la idea de un Dios limitado, tiene también, en la época actual, muchos partidarios declarados, ya sea en sectas como esas de las que hablamos al final del capítulo precedente (NA: los mormones llegan hasta sostener que Dios es un ser corporal, a quien asignan como residencia un lugar definido, un planeta imaginario llamado «Colob»), o ya sea en algunas corrientes del pensamiento filosófico, desde el «personalismo» de Renouvier hasta las concepciones de William James  , que el novelista Wells se esfuerza en popularizar (NA: Dieu, l’Invisible Roi.). Renouvier negaba el Infinito metafísico porque le confundía con el pseudoinfinito matemático; para James, la cosa es diferente, y su teoría tiene su punto de partida en un «moralismo» muy anglosajón: es más ventajoso, desde el punto de vista sentimental, representarse a Dios a la manera de un individuo, que tiene cualidades (NA: en el sentido moral) comparables a las nuestras; así pues, es esta concepción antropomórfica la que debe tenerse por verdadera, según la actitud «pragmatista» que consiste esencialmente en substituir la verdad por la utilidad (NA: moral o material); y por lo demás James, conformemente a las tendencias del espíritu protestante, confunde la religión con la simple religiosidad, es decir, que no ve en ella nada más que el elemento sentimental. Pero hay otra cosa más grave todavía en el caso de James, y es sobre todo lo que nos hace pronunciar a su propósito esta palabra de «satanismo inconsciente», que, parece, ha indignado tan vivamente a algunos de sus admiradores, particularmente en medios protestantes cuya mentalidad está enteramente dispuesta a recibir semejantes concepciones (NA: Se nos ha reprochado también, por el mismo lado, lo que se ha creído poder llamar un «prejuicio antiprotestante»; nuestra actitud a este respecto es en realidad todo lo contrario de un prejuicio, puesto que hemos llegado a ella de una manera perfectamente reflexionada, y como conclusión de varias consideraciones que hemos indicado ya en diversos pasajes de nuestra Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes.): es su teoría de la «experiencia religiosa», que le hace ver en el «subconsciente» el medio para que el hombre se ponga en comunicación efectiva con lo Divino; de ahí a aprobar las prácticas del espiritismo, a conferirles un carácter eminentemente religioso, y a considerar a los médiums como los instrumentos por excelencia de esta comunicación, se convendrá en ello, no había más que un paso. Entre elementos bastante diversos, el «subconsciente» contiene incontestablemente todo lo que, en la individualidad humana, constituye los rastros o los vestigios de los estados inferiores del ser, y aquello con lo que pone al hombre en comunicación, es ciertamente todo lo que, en nuestro mundo, representa a esos mismos estados inferiores. Así, pretender que eso es una comunicación con lo Divino, es verdaderamente colocar a Dios en los estados inferiores del ser, in inferis en el sentido literal de esta expresión (NA: Lo opuesto es in excelsis, en los estados superiores del ser, que son representados por los cielos, del mismo modo que la tierra representa el estado humano.); así pues, se trata de una doctrina propiamente «infernal», una inversión del orden universal, y eso es precisamente lo que llamamos «satanismo»; pero, como está claro que no es querido expresamente y que los que emiten o aceptan tales teorías no se dan cuenta de su enormidad, no es más que satanismo inconsciente.

Por lo demás, el satanismo, incluso consciente, se caracteriza siempre por una inversión del orden normal: toma a contrapie las doctrinas ortodoxas, invierte expresamente algunos símbolos o algunas fórmulas; en muchos casos, las prácticas de los brujos no son sino prácticas religiosas cumplidas al revés. Habría que decir cosas bien curiosas sobre la inversión de los símbolos; no podemos tratar esta cuestión ahora, pero tenemos que indicar que ese es un signo que engaña raramente; solamente, según que la inversión sea intencional o no, el satanismo puede ser consciente o inconsciente (NA: Algunos han querido ver símbolos invertidos en la figura de la «cepa de viña dibujada por los espíritus» que Allan Kardec ha colocado, bajo orden suya, en la portada del Livre des Esprits; la disposición de los detalles es en efecto lo bastante extraña como para dar lugar a una tal suposición, pero no es de una nitidez suficiente como para que hagamos estado de ello, y no señalamos esto más que a título puramente documental.). Así, en la secta «carmeliana» fundada antaño por Vintras, el uso de una cruz invertida es un signo que aparece a primera vista como eminentemente sospechoso; es verdad que este signo se interpretaba como indicando que el reino del «Cristo doloroso» debía hacer sitio en adelante al del «Cristo glorioso»; así pues, es muy posible que Vintras mismo no haya sido más que un satanista perfectamente inconsciente, a pesar de todos los fenómenos que se cumplían alrededor de él y que dependen claramente de la «mística diabólica»; pero quizás no se podría decir otro tanto de alguno de sus discípulos y de sus sucesores más o menos legítimos; por lo demás, esta cuestión requeriría un estudio especial, que contribuiría a aclarar singularmente una muchedumbre de manifestaciones «preternaturales» constatadas durante todo el curso del siglo XIX. Sea como sea, hay ciertamente más que un matiz entre «pseudoreligión» y «contrareligión» (NA: En la brujería, la «contrareligión» intencional viene a superponerse a la magia, pero siempre debe ser distinguida de ésta, que, aunque es del orden más inferior, no tiene este carácter por sí misma; no hay ninguna relación directa entre el dominio de la magia y el de la religión.), y es menester guardarse contra algunas asimilaciones injustificadas; pero, de la una a la otra, puede haber muchos grados por donde el paso se efectúa casi insensiblemente y sin que uno se aperciba de ello: ese es uno de los peligros especiales que son inherentes a toda intrusión, incluso involuntaria, en el dominio propiamente religioso; cuando uno se introduce en una pendiente como esa, apenas es posible saber con certeza dónde se detendrá, y es muy difícil recuperarse antes de que sea demasiado tarde.

Nuestra explicación relativa al carácter satánico de algunas concepciones, que no pasan habitualmente por tales, hace llamada todavía a un complemento que estimamos indispensable, porque muchas gentes no saben hacer la distinción entre dominios que, sin embargo, están esencial y profundamente separados. En lo que hemos dicho, hay naturalmente una alusión a la teoría metafísica de los estados múltiples del ser, y lo que justifica el lenguaje que hemos empleado, es esto: todo lo que se dice teológicamente de los ángeles y de los demonios se puede decir también metafísicamente de los estados superiores e inferiores del ser. Eso es al menos muy destacable, y hay en ello una «clave», como dirían los ocultistas; pero los arcanos que abre esta llave no son para uso. Se trata de un ejemplo de lo que hemos dicho en otra parte (NA: Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, pp. 112-115, ed. francesa.), de que toda verdad teológica puede ser transpuesta en términos metafísicos, pero sin que la recíproca sea verdad, ya que hay verdades metafísicas que no son susceptibles de ser traducidas en términos teológicos. Por otra parte, jamás se trata más que de una correspondencia, y no de una identidad ni de una equivalencia; la diferencia de lenguaje marca una diferencia real de punto de vista, y, desde que las cosas no se consideran bajo el mismo aspecto, ya no dependen del mismo dominio; la universalidad, que caracteriza únicamente a la metafísica, no se encuentra de ninguna manera en la teología. Lo que la metafísica tiene que considerar propiamente, son las posibilidades del ser, y de todo ser, en todos los estados; bien entendido, en los estados superiores e inferiores, así como en el estado actual, puede haber seres no humanos, o, más exactamente, seres en las posibilidades en las que no entra la individualidad específicamente humana; pero eso, que parece ser lo que interesa más particularmente al teólogo, no importa igualmente al metafísico, a quien le basta admitir que ello debe ser así, desde que eso es efectivamente posible, y porque ninguna limitación arbitraria es compatible con la metafísica. Por lo demás, si hay una manifestación cuyo principio está en un cierto estado, importa poco que esta manifestación deba ser referida a tal ser más bien que a tal otro, entre aquellos que se sitúan en ese estado, e inclusive, a decir verdad, puede ocurrir que no haya lugar a referirla a ningún ser determinado; es únicamente el estado lo que conviene considerar, en la medida en que percibimos, en este otro estado donde estamos, algo que es en suma como un reflejo o un vestigio, según se trate de un estado superior o inferior al nuestro. Importa insistir sobre este punto, de que una tal manifestación, de cualquier naturaleza que sea, no traduce nunca más que indirectamente lo que pertenece a otro estado; por eso es por lo que decimos que ella tiene allí su principio más bien que su causa inmediata. Estas precisiones permiten comprender lo que hemos dicho a propósito de las «influencias errantes», algunas de las cuales pueden tenerse verdaderamente como «satánicas» o «demoniacas», ya sea que se las considere por lo demás como fuerzas puras y simples o como el medio de acción de algunos seres propiamente dichos (NA: Diversos ocultistas pretenden que lo que se nos aparece como fuerzas, son en realidad seres individuales, más o menos comparables a los seres humanos; en muchos casos, esta concepción antropomórfica es todo lo contrario de la verdad.): ambas pueden ser verdaderas según los casos, y debemos dejar el campo abierto a todas las posibilidades; por lo demás, eso no cambia nada en la naturaleza intrínseca de las influencias en cuestión. Se debe ver por esto hasta qué punto entendemos permanecer fuera de toda discusión de orden teológico; nos abstenemos expresamente de colocarnos bajo ese punto de vista, lo que no quiere decir que no reconozcamos plenamente su legitimidad; y, aunque empleamos algunos términos tomados al lenguaje teológico, no hacemos en suma sino adoptar, basándonos sobre correspondencias reales, los medios de expresión que son propios para hacernos comprender más fácilmente, lo que es en efecto nuestro derecho. Dicho esto para poner las cosas a punto y para prevenir tanto como sea posible las confusiones de las gentes ignorantes o mal intencionadas, por eso no es menos verdad que los teólogos podrán, si lo juzgan a propósito, sacar partido, bajo su punto de vista, de las consideraciones que exponemos aquí; en lo que concierne a los demás, si hay quien tiene miedo de las palabras, no tendrá más que llamar de otra manera a lo que, en cuanto a nos, continuaremos llamando diablo o demonio, porque no vemos en ello ningún inconveniente serio, y también porque seremos probablemente mejor comprendido de esta manera que si introducimos una terminología más o menos inusitada, que no sería más que una complicación perfectamente inútil.

El diablo no es solo terrible, es frecuentemente grotesco; que cada quien tome eso como lo entienda, según la idea que se haga de ello; aquellos que podrían estar tentados de extrañarse o incluso de escandalizarse por una tal afirmación que se remitan a los detalles estrafalarios que se encuentran inevitablemente en todo asunto de brujería, y que hagan después una aproximación con todas esas manifestaciones ineptas que los espiritistas tienen la inconsciencia de atribuir a los «desencarnados». He aquí una muestra tomada entre mil: «Se lee una plegaria a los espíritus, y todo el mundo coloca sus manos sobre la mesa o sobre el velador más próximo, después se hace la obscuridad... La mesa oscila un poco, y Mathurin, por este hecho, anuncia su presencia... De repente, un rasponazo violento, como si una garra de acero arañara la mesa bajo nuestras manos, nos hace estremecer a todos. En adelante han comenzado los fenómenos. Golpes violentos son sacudidos sobre el piso junto a la ventana, en un reducto inaccesible para nosotros, después un dedo materializado arrasca fuertemente mi antebrazo; una mano helada viene sucesivamente a tocar mis dos manos. Esta mano deviene caliente; palmotea mi mano derecha e intenta quitarme el anillo, pero no llega a ello... Me quita el manguito y le arroja sobre las rodillas de la persona que está en frente de mí; ya no le recuperaría más que al final de la sesión. Mi muñeca está cogida entre el pulgar y el índice de la mano invisible; mi chaqueta es tirada por abajo, se juega en varias ocasiones al tambor con los dedos sobre mi muslo derecho. Un dedo se introduce bajo mi mano derecha que reposa enteramente sobre la mesa, y encuentra medio, yo no sé cómo, de arañarme la palma de la mano... A cada uno de estos atrevimientos, Mathurin, que parece encantado de sí mismo, viene a ejecutar sobre la mesa, contra nuestras manos, una serie de giros. En varias ocasiones pide canto; explica incluso, por golpes sacudidos, los trozos que prefiere; se le cantan... Un vaso de agua, azúcar, una jarra de agua, un vaso, un botellón de ron, una cucharilla, han sido colocados, antes de la sesión, sobre la mesa del comedor, cerca de la ventana. Oímos de maravilla a la entidad aproximarse a ella, poner agua, después ron en el vaso, y abrir el azucarero. Antes de poner azúcar en el ponche en preparación, la entidad toma de él dos trozos produciendo curiosas chispas, y viene a frotarlos en medio de nosotros. Luego retorna al ponche después de haber arrojado sobre la mesa los trozos frotados, y coge el azucarero para poner azúcar en el vaso. Oímos girar la cuchara, y golpes sacudidos anuncian que se me va a ofrecer a beber. Para aumentar la dificultad, giro la cabeza, de suerte que Mathurin, si busca mi boca, no encontrará más que mi oreja. Pero no he contado con mi huésped: el vaso viene a buscar mi boca donde se encuentra sin una vacilación, y el ponche me es enviado de una manera más bien brusca pero impecable, ya que no se pierde de él ni una sola gota... Tales son los hechos que, desde hace casi quince años, se reproducen todos los sábados con algunas variaciones...» (NA: Le Fraterniste, 26 de diciembre de 1913 (NA: artículo de M. Eugène Philippe, abogado de la corte de apelación de París, vicepresidente de la Sociedad francesa de estudios de los fenómenos psíquicos). -El relato de una sesión casi semejante, con los mismos médiums (NA: Mme y Mlle Vallée) y la misma «entidad» (NA: que ahí es calificado incluso de «guía espiritual»), ha sido dada en L’Initiation, octubre de 1911.). Sería difícil imaginar algo más pueril; para creer que los muertos vuelven para librarse a estas necedades de mal gusto, es menester ciertamente algo más que ingenuidad; ¿y qué pensar de esta «plegaria a los espíritus» por la que comienza una tal sesión? Este carácter grotesco es evidentemente la marca de algo de un orden muy inferior; aunque su fuente está en el ser humano (NA: y comprendemos en este caso las «entidades» formadas artificialmente y más o menos persistentes), eso proviene ciertamente de las regiones más bajas del «subconsciente»; y, en un grado más o menos acentuado, todo el espiritismo, englobando en él prácticas y teorías, está marcado por este carácter. No hacemos excepción para lo que hay de más «elevado», al decir de los espiritistas, en las «comunicaciones» que reciben: las que tienen pretensiones de expresar ideas, son absurdas, o ininteligibles, o de una banalidad que únicamente gentes completamente incultas pueden no ver; en cuanto al resto, es de la sentimentalidad más ridícula. Ciertamente, no hay necesidad de hacer intervenir especialmente el diablo para explicar semejantes producciones, que están enteramente a la altura de la «subconsciencia» humana; si consintiera en mezclarse a ello, con toda seguridad no tendría que hacer mucho esfuerzo para hacerlo mucho mejor que eso. Se dice incluso que el diablo, cuando quiere, es muy buen teólogo; es verdad, sin embargo, que no puede impedirse dejar escapar siempre alguna necedad, que es como su firma; pero agregaremos que no hay más que un dominio que le está rigurosamente prohibido, y es el de la metafísica pura; éste no es el lugar para indicar las razones, aunque los que hayan comprendido las explicaciones precedentes puedan adivinar una parte de ellas sin demasiada dificultad. Pero volvamos a las divagaciones de la «subconsciencia»: basta que ésta tenga en ella elementos «demoniacos», en el sentido que hemos dicho, y que sea capaz de poner al hombre en relación involuntaria con influencias que, incluso si no son más que simples fuerzas inconscientes por sí mismas, por eso no son menos «demoniacas» también; eso basta, decimos, para que el mismo carácter se exprese en algunas de las «comunicaciones» de que se trata. Estas «comunicaciones» no son forzosamente las que, como las hay frecuentemente, se distinguen por la grosería de su lenguaje; puede ocurrir que sean también, a veces, aquellas ante las cuales los espiritistas caen presas de admiración: bajo esta relación, hay marcas que son bastante difíciles de distinguir a primera vista: en esto, también, puede ser una simple firma, por así decir, constituida por el tono mismo del conjunto, o por alguna fórmula especial, por una cierta fraseología; y hay términos y fórmulas de éstas, en efecto, que se encuentran un poco por todas partes, que rebasan la atmósfera de tal o de cual grupo particular, y que parecen ser impuestos por alguna voluntad que ejerce una acción más general. Constatamos simplemente, sin querer sacar de ello una conclusión precisa; preferimos dejar disertar sobre eso, con la ilusión de que eso confirma su tesis, a los partidarios de la «tercera mística», de esa «mística humana» que imaginó el protestante mal convertido que era Goerres (NA: queremos decir que su sentimentalidad había permanecido protestante y «racionalista» por algunos lados); para nos, si tuviéramos que plantear la cuestión sobre el terreno teológico, no se plantearía de esta manera, desde que se trata de elementos que son propiamente «infrahumanos», y por tanto representativos de otros estados, incluso si están incluidos en el ser humano; pero, todavía una vez más, ese no es de ninguna manera nuestro asunto.

Las cosas a las que acabamos de hacer alusión se encuentran sobre todo en las «comunicaciones» que tienen un carácter especialmente moral, lo que, por lo demás, es el caso del mayor número; muchas gentes no dejarán de indignarse de que se haga intervenir en eso al diablo, por indirectamente que sea, y de que se piense que el diablo puede predicar la moral; eso es incluso un argumento que los espiritistas hacen valer frecuentemente contra aquellos de sus adversarios que sostienen la teoría «demoniaca». He aquí, por ejemplo, en qué términos se ha expresado sobre este punto un espiritista que es al mismo tiempo un pastor protestante, y cuyas palabras, en razón de esta doble cualidad, merecen alguna atención: «Se dice en las iglesias: pero esos espíritus que se manifiestan, son demonios, y es peligroso ponerse en relación con el diablo. Al diablo, yo no he tenido el honor de conocerle (NA: sic); pero, en fin, supongamos que existe: lo que yo sé de él, es que tiene una reputación bien establecida, la de ser muy inteligente, muy malo, y al mismo tiempo no ser un personaje esencialmente bueno y caritativo. Ahora bien, si las comunicaciones nos vienen del diablo, ¿cómo es que, muy frecuentemente, tienen un carácter tan elevado, tan hermoso, tan sublime que podrían figurar muy ventajosamente en las catedrales y en la predicación de los oradores religiosos más elocuentes? ¿Cómo es que este diablo, que es tan malhechor y tan inteligente, se aplica en tantas circunstancias a proporcionar a aquellos que comunican con él las directrices más consoladoras y más moralizantes? Así pues, yo no puedo creer que estoy en comunicación con el diablo» (NA: Discurso del pastor Alfred Bénézech en el Congreso espiritista de Ginebra, en 1913.). Este argumento no nos hace ninguna impresión, primero porque, si el diablo puede ser teólogo cuando encuentra ventaja en ello, también puede, y «a fortiori», ser moralista, lo que no requiere tanta inteligencia; se podría admitir incluso, con alguna apariencia de razón, que eso es un disfraz que toma para engañar a los hombres y hacerles aceptar doctrinas falsas. Después, esas cosas «consoladoras» y «moralizantes» son precisamente, a nuestros ojos, del orden más inferior, y es menester estar ciego por algunos prejuicios para encontrarlas «elevadas» y «sublimes»; poner la moral por encima de todo, como lo hacen los protestantes y los espiritistas, es todavía invertir el orden normal de las cosas; eso mismo es pues «diabólico», lo que no quiere decir que todos los que piensan así estén por eso en comunicación efectiva con el diablo.

A este propósito, hay que hacer todavía otra precisión: es que los medios donde se siente la necesidad de predicar la moral en toda circunstancia son frecuentemente los más inmorales en la práctica; explíquese eso como se quiera, pero es un hecho; para nos, la simple explicación, es que todo lo que toca a ese dominio pone en juego inevitablemente lo que hay de más bajo en la naturaleza humana; no es por nada que las nociones morales del bien y del mal son inseparables una de la otra y no pueden existir sino por su oposición. Pero que los admiradores de la moral, si no tienen los ojos cerrados por una toma de partido demasiado incurable, quieran mirar bien al menos si no habría, en los medios espiritistas, muchas de las cosas que podrían alimentar esa indignación que manifiestan tan fácilmente; al decir de las gentes que han frecuentado esos medios, hay ahí fondos muy indecorosos. Respondiendo a ataques aparecidos en diversos órganos espiritistas (1 Concretamente en la Revue Spirite del 17 de septiembre de 1887.), F. K. Gaboriau  , entonces director del Lotus (NA: y que debía abandonar la Sociedad Teosófica un poco más tarde), escribía esto: «Las obras espiritistas enseñan y provocan fatalmente la pasividad, es decir, la ceguera, el debilitamiento moral y físico de los pobres seres cuyo sistema nervioso y psíquico se manosea y se muele en sesiones donde todas las pasiones malas y groseras toman cuerpo... Habríamos podido por venganza, si la venganza fuera admitida en teosofía, publicar una serie de artículos sobre el espiritismo, haciendo desfilar en el Lotus todas las historias grotescas u horribles que conocemos (NA: y que no se olvide que nosotros, los fenomenalistas, hemos sido casi todos de la casa), mostrar a todos los médiums célebres cogidos con las manos en la masa (NA: lo que no les quita más que la santidad y no la autenticidad), analizar cruelmente las publicaciones de los Bérels (NA: Se trata de un médium llamado Jules-Edouard Bérel, que se titulaba modestamente «el secretario de Dios», y que acababa de hacer aparecer un enorme volumen lleno de las peores extravagancias. - Otro caso patológico análogo, aunque fuera del espiritismo propiamente dicho, es el de un cierto M. Paul Auvard, que ha escrito, «bajo el dictado de Dios», un libro titulado Le Saint Dictamen, en el que hay de todo excepto cosas sensatas.), que son legión, decir, explicándolo, todo lo que hay en el libro de Hucher, La Spirite, volver sobre la historia de los fondos del espiritismo, copiar de las revistas espiritistas americanas anuncios espiritistas de casas de prostitución, contar en detalle los horrores de todo género que han pasado y que pasan todavía en las sesiones obscuras con materializaciones, en América, en Inglaterra, en la India y en Francia, en una palabra, hacer quizás una obra de saneamiento útil. Pero preferimos callarnos y no llevar la turbación a espíritus ya suficientemente perturbados» (NA: Le Lotus, octubre de 1887.). He aquí, a pesar de esa reserva, un testimonio muy claro y que no se puede dudar: es el de un «neoespiritualista», y que, al haber pasado por el espiritismo, estaba bien informado. Tenemos otros del mismo género, y más recientes, como el de M. Jolliver-Castelot, un ocultista que se ha ocupado sobre todo de alquimia  , pero también de psiquismo, y que por lo demás se ha separado hace mucho tiempo de la escuela papusiana a la que había pertenecido primeramente. Era en el momento en que se hacía un cierto ruido, en la prensa, alrededor de los fraudes incontestables que habían sido descubiertos en las experiencias de materialización que Mme Juliette Alexandre-Bisson, la viuda del célebre vaudevillista, y el Dr. von Schrenck-Notzing proseguían con un médium a quien no se designaba más que por la denominación misteriosa de Eva C...; M. Jollivet-Castelot levantó contra él la cólera de los espiritistas al hacer conocer, en una carta que fue publicada por La Mañana, que esta Eva C... o Carriere, que también se había hecho llamar Rosa Dupont, no era en definitiva sino Marthe Béraud, a quien había ya mistificado el Dr. Richet en la villa Carmen de Argel (NA: y es también con la misma persona con quien otros sabios oficiales quieren hoy experimentar en un laboratorio de la Sorbonne) (NA: Estas experiencias, terminadas después de que se escribió esto, han dado un resultado enteramente negativo; es menester creer que esta vez se habían tomado precauciones más eficaces.). M. Chevreuil, en particular, cubrió de injurias a M. Jollivet-Castelot (NA: Le Fraterniste, 9 de enero, 1 y 6 de febrero de 1914.), que, llevado al extremo, develó bastante brutalmente las costumbres inconfesables de algunos medios espiritistas, «el sadismo que se mezcla al fraude, a la credulidad, a la necedad insondable, en muchos médiums... y experimentadores»; empleó incluso términos demasiado crudos para que los reproduzcamos, y citaremos solamente estas líneas: «Es cierto que la fuente es frecuentemente impura. Esos médiums desnudos, esos exámenes de pequeños “escondrijos”, esos palpamientos minuciosos de los fantasmas materializados, traducen más bien el erotismo que un milagro del espiritismo y del psiquismo. ¡Tengo la idea de que si los espíritus volvieran, se mostrarían de una manera diferente!» (NA: Les Nouveaux Horizons de la Science et de la Pensée, febrero de 1914, p. 87.). Sobre esto, M. Chevreuil exclamaba: «No quiero pronunciar ya el nombre del autor que, Psiquizado por el Odio (NA: sic), acaba de ahogarse en la basura; su nombre ya no existe para nosotros» (NA: Le Fraterniste, 13 de febrero de 1914.). Pero esta indignación, más bien cómica, no podía ocupar el lugar de una refutación; las acusaciones permanecen enteras, y hay lugar a creer que son fundadas. Durante este tiempo, se discutía, entre los espiritistas, sobre la cuestión de saber si los niños deben ser admitidos a las sesiones: parece que, en el «Fraternista», son excluidos de las reuniones donde se hacen experiencias, pero que, en revancha, se han instituido «cursos de bondad» (NA: sic) a su intención (NA: Le Fraterniste, 12 de diciembre de 1913.); por otra parte, en una conferencia hecha ante la «Sociedad francesa de estudios de los fenómenos psíquicos», M. Paul Bodier declaraba claramente que «nada sería quizás más dañino que hacer asistir a los niños a las sesiones experimentales que se hacen un poco por todas partes», y que «el espiritismo experimental no debe ser abordado sino en la adolescencia» (NA: Revue Spirite, marzo de 1914, p. 178.). Los espiritistas un poco razonables temen pues la influencia nefasta que sus prácticas no podrían dejar de ejercer sobre el espíritu de los niños; ¿pero no constituye esta confesión una verdadera condena de esas prácticas, cuyo efecto sobre los adultos apenas es menos deplorable? Los espiritistas, en efecto, insisten siempre para que el estudio de los fenómenos, así como también la teoría por la que los explican, se ponga al alcance de todos indistintamente; nada es más contrario a su pensamiento que considerarlo como reservado a una cierta élite, que podría estar mejor preparada contra sus peligros. Por otro lado, la exclusión de los niños, que puede sorprender a aquellos que conocen las tendencias propagandistas del espiritismo, se explica bien cuando se piensa en todas esas cosas más que dudosas que pasan en algunas sesiones, y sobre las cuales acabamos de aportar testimonios innegables.

Otra cuestión que arrojaría una luz extraña sobre las costumbres de algunos medios espiritistas y ocultistas, y que por lo demás se relaciona más directamente con la del satanismo, es la cuestión del incubato y sucubato, a la que hemos hecho alusión al hablar de un encuesta donde se la había hecho intervenir, de una manera más bien inesperada, a propósito del «sexo de los espíritus». Al publicar la respuesta de M. Ernests Bosc sobre este punto, la redacción del Fraternista agregaba en nota: «M. Legrand, del Instituto n 4 de Amiens (NA: es la designación de una agrupación «fraternista»), nos citaba, a comienzos de este marzo corriente (1914), el caso de una joven virgen de dieciocho años que, desde la edad de doce años, sufrió todas las noches la pasión de un íncubo. Se le han hecho confidencias circunstanciadas y detalladas, que llenan de estupor» (NA: Le Fraterniste, 13 de marzo de 1914.). Desafortunadamente, no se nos dice si, contrariamente a la regla, esta joven había frecuentado las sesiones espiritistas; en todo caso, se encontraba evidentemente en un medio favorable a tales manifestaciones; en cuanto a nos, no decidiremos si eso no es más que trastorno y alucinación, o si es menester ver en ello otra cosa. Pero este caso no es aislado: M. Ernest Bosc, aunque afirma con razón que en eso no se trata de «desencarnados», aseguraba que «algunas viudas, así como muchachas jóvenes, le habían hecho confidencias absolutamente perturbadoras», a él también; solamente, agregaba con prudencia: «Pero no podríamos hablar de ello aquí, ya que esto constituye un verdadero secreto esotérico no comunicable». Esta última aserción es simplemente monstruosa: los secretos verdaderamente incomunicables, aquellos que merecen llamarse «misterios» en el sentido propio de esta palabra, son de una naturaleza completamente diferente, y no son tales sino porque toda palabra es impotente para expresarlos; y el verdadero esoterismo no tiene absolutamente nada que ver con esas cosas indecorosas (NA: Sería menester hablar también de algunos casos de «vampirismo», que dependen de la brujería más baja; incluso si en todo eso no interviene ninguna fuerza extrahumana, apenas vale más por ello.). Hay otros ocultistas que, a este respecto, están lejos de ser tan reservados como M. Bosc, puesto que conocemos a uno de ellos que ha llegado hasta publicar, bajo forma de folleto, un «método práctico para el incubato y el sucubato», donde no se trata, es verdad, más que de autosugestión pura y simple; no insistimos más, pero, si hubiera contradictores posibles que pretendieran reclamarnos precisiones, les prevenimos caritativamente que podrían tener que arrepentirse de ello; sabemos mucho sobre algunos personajes que se las dan de «grandes maestros» de tales o cuales organizaciones pseudoiniciáticas, y que harían mucho mejor permaneciendo en la sombra. Los temas de este orden no son de aquellos sobre los que uno se extiende de buena gana, pero no podemos dispensarnos de constatar que hay gentes que sienten la necesidad enfermiza de mezclar esas cosas a estudios ocultistas y supuestos místicos; es bueno decirlo, aunque no sea más que para hacer conocer la mentalidad de esas gentes. Naturalmente, es menester no generalizar, pero estos casos son muy numerosos en los medios «neoespiritualistas» para que eso sea puramente accidental; se trata pues de un peligro que hay que señalar, y parece verdaderamente que esos medios sean aptos para producir todos los géneros de trastorno; y, aunque no hubiera ahí más que eso, ¿se encontrará que el epíteto   de «satánico», tomado en un sentido figurado si se quiere, sea demasiado fuerte para caracterizar algo tan malsano?

Hay todavía otro asunto, particularmente grave, del que es necesario decir algunas palabras: en 1912, el caballero Le Clément de Saint-Marcq, entonces presidente de la «Federation Spirite Belge» y del «Bureau international du Spiritisme», publicó, bajo pretexto de «estudio histórico», un innoble folleto titulado L’Eucharistie, que dedicó a Emmanuel Vauchez, antiguo colaborador de Jean Macé en la «Ligue française de L’Enseignement». En una carta que fue insertada en la portada de este folleto, Emmanuel Vauchez afirmaba, «de parte de espíritus superiores», que «Jesús no está del todo orgulloso del papel que los clérigos le hacen jugar»; se puede juzgar por esto la mentalidad especial de estas gentes que, al mismo tiempo que espiritistas eminentes, son dirigentes de asociaciones de libre pensamiento. El panfleto fue distribuido gratuitamente, a título de propaganda, en miles de ejemplares; el autor atribuía al clero católico, e incluso a todos los cleros, prácticas cuya naturaleza es imposible precisar, y que no pretendía censurar, pero en las que veía un secreto de la más alta importancia bajo el punto de vista religioso e incluso político; eso puede parecer completamente inverosímil, pero es así. El escándalo fue enorme en Bélgica (NA: Ha habido en ese país otras cosas verdaderamente extraordinarias en este género, como las historias del Black Flag por ejemplo; esas no se refieren al espiritismo, pero hay entre todas estas sectas más ramificaciones de las que se piensa.); muchos espiritistas se indignaron, y numerosos grupos abandonaron la Federación; se reclamó la dimisión del presidente, pero el comité declaró que se solidarizaba con él. En 1913, M. Le Clément de Saint-Marcq emprendió en los diferentes centros una gira de conferencias en el curso de las cuales debía explicar todo su pensamiento, pero que no hicieron más que envenenar las cosas; la cuestión fue sometida al Congreso espiritista internacional de Ginebra, que condenó formalmente el folleto y a su autor (NA: Discurso pronunciado en el Congreso nacional espiritista belga de Namur por M. Fraikin, presidente, el 23 de noviembre de 1913.). Así pues, éste debió dimitir, y, con los que le siguieron en su retirada, formó una nueva secta llamada «Sincerismo», cuyo programa formuló en estos términos: «La verdadera moral es el arte de apaciguar los conflictos: paz religiosa, por la divulgación de los misterios y la atenuación del carácter dogmático de la enseñanza de las iglesias; paz internacional, por la unión federal de todas las naciones civilizadas del mundo en una monarquía electiva; paz industrial, por la participación en la dirección de las empresas entre el capital, el trabajo y los poderes públicos; paz social, por la renuncia al lujo y la aplicación del excedente de las rentas a las obras de beneficencia; paz individual, por la protección de la maternidad y la represión de toda manifestación de un sentimiento de envidia» (NA: Le Fraterniste, 28 de noviembre de 1913.). El folleto sobre La Eucaristía ya había hecho ver suficientemente en qué sentido era menester entender la «divulgación de los misterios»; en cuanto al último artículo del programa, estaba concebido en términos voluntariamente equívocos, pero que se pueden comprender sin esfuerzo pensando en las teorías de los partidarios de la «unión libre». Es en el «fraternismo» donde M. Le Clément de Saint-Marcq encontró sus más ardientes defensores; sin atreverse no obstante a llegar hasta aprobar sus ideas, uno de los jefes de esta secta, M. Paul Pillault, defendió la irresponsabilidad y encontró esta excusa: «Debo declarar que siendo psicosista, yo no creo en la responsabilidad de M. Le Clément de Saint-Marcq, instrumento muy accesible a las diversas psicosas como todo otro ser humano. Influenciado, debió escribir ese folleto y publicarle; es en otra parte que en la zona tangible y visible donde es menester buscar la causa, donde es menester encontrar la acción productiva del contenido del folleto incriminado» (NA: Le Fraterniste, 12 de diciembre de 1913.). Es menester decir que el «fraternismo», que no es en el fondo más que un espiritismo de tendencias muy fuertemente protestantes, da a su doctrina especial el nombre de «psicosía» o «filosofía psicósica»: Las «psicosas» son las «influencias invisibles» (NA: se emplea también la palabra bárbara de «influencismo»), las hay buenas y malas, y todas las sesiones comienzan por una invocación a la «Buena Psicosa» (NA: Reseña del primer Congreso de los Fraternales, tenido en Lille el 25 de diciembre de 1913: Le Fraterniste, 9 de enero de 1914. -Cf. ibid., 21 de noviembre de 1913.); esta teoría se lleva tan lejos que llega, de hecho, a suprimir casi completamente el libre albedrío del hombre. Es cierto que la libertad de un ser individual es algo relativo y limitado, como lo es este ser mismo, pero, no obstante, es menester no exagerar; admitimos de muy buena gana, en una cierta medida, y especialmente en casos como éste del que se trata, la acción de influencias que pueden ser de muchos tipos, y que, por lo demás, no son lo que piensan los espiritistas; pero, en fin, M. Le Clément de Saint-Marcq no es médium, que sepamos, para no haber jugado ahí más que un papel de instrumento puramente pasivo e inconsciente. Por lo demás, lo hemos visto, no todo el mundo, incluso entre los espiritistas, le excusó tan fácilmente; por su lado, los teosofistas belgas, es menester decirlo en honor suyo, estuvieron entre los primeros en hacer oír vehementes protestas; desafortunadamente, esta actitud no era completamente desinteresada, ya que eso pasaba en la época de los escandalosos procesos de Madras (NA: Ver El Teosofismo, pp. 207-211, ed. francesa.), y M. Le Clément de Saint-Marcq había juzgado bueno invocar, como viniendo en apoyo de su tesis, las teorías que se le reprochaban a M. Leadbeater; así pues, era urgente repudiar una solidaridad tan comprometedora. Por el contrario, otro teosofista, M. Theodor Reuss, Gran Maestre de la «Orden de los Templarios Orientales», escribió a M. Le Clément de Saint-Marcq estas líneas significativas (NA: reproducimos escrupulosamente su jerga): «Le envío dos folletos: Oriflammes (NA: La Oriflamme, pequeña revista redactada en alemán, es el órgano oficial de los diversos agrupamientos de masonería «irregular» dirigidos por M. Theodor Reuss, y de los cuales hemos hablado al hacer la historia del teosofismo (NA: pp. 39 y 243-244, ed. francesa).), en los cuales encontrará que la Orden de los Templarios Orientales tiene el mismo conocimiento como se encuentra en el folleto Eucharistie». En la Oriflamme, encontramos efectivamente esto, que fue publicado en 1912, y que aclara la cuestión: «Nuestra orden posee la clave que abre todos los misterios masónicos y herméticos: es la doctrina de la magia sexual, y esta doctrina explica, sin dejar nada obscuro, todos los enigmas de la naturaleza, toda la simbólica masónica, todos los misterios religiosos». Debemos decir, a este propósito, que M. Le Clément de Saint-Marcq es un alto dignatario de la masonería belga; y uno de sus compatriotas, M. Herman Bouleuger, escribía en un órgano católico: «¿Se ha conmovido la masonería hasta el presente de poseer en su seno a un exegeta tan extraordinario? Yo no sé. Pero como declara que su doctrina es también el secreto de la secta (NA: y a fe mía, si yo no conociera sus procedimientos de documentación, podría creer que está muy bien colocado para saberlo), su presencia en ella es terriblemente comprometedora, sobre todo para aquellos de sus miembros que se han elevado públicamente en contra de tales aberraciones» (NA: Le Catholique, diciembre de 1913.). Apenas es útil decir que no hay absolutamente nada de fundado en las pretensiones de M. Le Clément de Saint-Marcq y Theodor Reuss; es verdaderamente lamentable que algunos escritores católicos hayan creído deber admitir una tesis análoga a la suya, ya sea en lo que concierne a la masonería, ya sea al respecto de los misterios antiguos, sin apercibirse de que así no podían más que debilitar su posición (NA: del mismo modo que cuando aceptan la identificación fantasiosa de la magia y del espiritismo); era menester no ver en eso más que las divagaciones de algunos espíritus enfermos, y quizás más o menos «psicosados», como dicen los «fraternistas» u «obsesos», como nos diríamos más simplemente. Acaba de hacerse alusión a los «procedimientos de documentación» de M. Le Clément de Saint-Marcq; esos procedimientos, donde brilla la más insigne mala fe, le valieron un cierto número de desmentidos por parte de aquellos a quienes había puesto en causa imprudentemente. Es así como se había prevalido de la adhesión de «un sacerdote católico todavía en ejercicio», citando una frase que entresacaba de su contexto para darle una acepción completamente diferente de la que implicaba, y llamaba a eso «una confirmación formidable» (NA: Le Catholique, octubre de 1913.); el sacerdote en cuestión, que era el abad J. A. Petit, del que hemos hablado precedentemente, se apresuró a rectificar, y lo hizo en estos términos: «La frase es ésta: “Vuestra tesis reposa sobre una verdad primordial que habéis sido el primero, a mi conocimiento, en señalar al gran público”. Así presentada, la frase parecía aprobar la tesis sostenida por M. le chevalier de Saint-Marcq. Importa esencialmente que desaparezca todo equívoco. ¿Cuál es esa verdad primordial? Los católicos pretenden que, en la Eucaristía, está el cuerpo mismo de Cristo, nacido de la Virgen María y crucificado, que está presente bajo las apariencias del pan y del vino. M. le chevalier de Saint-Marcq dice: No, y en mi opinión tiene razón. Cristo no podía pretender poner ahí su cuerpo, crucificado sobre todo, puesto que la institución del sacramento ha precedido a la crucifixión. Cristo está presente en la Eucaristía por el principio vital que se ha encarnado en la Virgen: es lo que M. le chevalier de Saint-Marcq ha sido el primero, a mi conocimiento, en señalar al gran público, y lo que yo llamo “una verdad primordial”. Sobre este punto, estamos de acuerdo; pero ahí se limita la coincidencia de nuestras ideas. M. le chevalier de Saint-Marcq hace intervenir un elemento humano, y yo un elemento espiritual con todo el alcance que San Pablo   atribuye a esta palabra (NA: I Corintios, XV, 44.), de suerte que estamos en los antípodas uno del otro... Yo soy su adversario declarado, así como lo testimonia la refutación que he hecho de su pequeño folleto» (NA: Le Catholique, diciembre de 1913. -La refutación en cuestión había aparecido en La Vie Nouvelle, de Beauvais.). Las interpretaciones personales del abad Petit, en la ocurrencia, no nos parecen apenas menos heterodoxas que cuando pretende que la «resurrección de la carne» significa la reencarnación; ¿y puede ser enteramente de buena fe, él también, al introducir el término «crucificado», como lo hace, a propósito del cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía? En todo caso, pone mucha buena voluntad en declararse de acuerdo, siquiera sobre un punto particular, con M. Le Clément de Saint-Marcq, para quien Jesús no es más que un hombre; pero su respuesta por eso no constituye menos un desmentido formal. Por otra parte, Mgr. Ladeuze, rector de la universidad de Lovaina, dirigió a la Revue Spirite Belge, el 19 de abril de 1913, la carta siguiente: «Se me comunica su número del 1 de marzo de 1913, donde se hace alusión a un pasaje del folleto L’Eucharistie lanzado por M. Le Clément de Saint-Marcq, en el que éste cita una de mis obras para probar la existencia de las prácticas inmundas que constituirían el sacramento eucarístico. Yo no me rebajaría hasta entrar en discusión con M. Le Clement de Saint-Marcq sobre un tema tan innoble; le ruego solamente que señale a sus lectores... que, para interpretar mi texto como él lo hace, es menester, o bien ser de mala fe, o bien ignorar la lengua latina hasta el punto de no conocer nada de ella. El autor me hace decir, por ejemplo (NA: escojo este ejemplo porque es posible hablar de él sin mancharse, puesto que el autor no introduce aquí en mis palabras la teoría nauseabunda en cuestión): “La mentira jamás puede estar permitida, si no es para evitar los mayores males temporales”. Yo he dicho, en realidad, en el pasaje apuntado: “La mentira jamás puede estar permitida, ni siquiera para evitar los mayores males temporales”. He aquí el texto latín: “Dicendum est illud nunquam, ne ad maxima quidem temporalia mala vitanda, fieri posse licitum”. Un alumno de cuarto de latín no podría equivocarse sobre el sentido de este texto». Después de eso, la denominación de «sincerismo» aparece como más bien irónica, y podemos terminar aquí lo que M. Herman Boulenger ha llamado «una historia escabrosa donde el lector un poco al corriente de los datos de la teología mística ha podido reconocer, en las cosas que se le han revelado, los caracteres tradicionales de la acción diabólica» (NA: Le Catholique, diciembre de 1913.). Agregaremos solo que la desavenencia sobrevenida en el espiritismo belga con ocasión de este asunto no fue de larga duración: el 26 de abril de 1914 tuvo lugar, en Bruselas, la inauguración de la «Casa de los espiritistas»; la «Liga Kardecista» y la «Federación Sincerista» habían sido invitadas las dos; dos discursos fueron pronunciados, el primero por M. Fraikin, el nuevo presidente de la «Federación Espiritista», y el segundo por M. Le Clément de Saint-Marcq; así pues, la reconciliación estaba operada (NA: M. Le Clément de Saint-Marcq jamás ha renunciado por eso a sus ideas especiales; incluso ha publicado recientemente un nuevo folleto, en el que sostiene todavía las mismas teorías.).

Hemos querido aportar aquí algunos hechos, que cada uno será libre de apreciar como quiera; los teólogos verán en ellos probablemente algo más que lo que podrían encontrar los simples «moralistas». En lo que nos concierne, no queremos llevar las cosas al extremo, y no es a nos a quien pertenece plantear la cuestión de una acción directa y «personal» de Satán; pero poco nos importa, ya que, cuando hablamos de «satanismo», no es necesariamente así como lo entendemos. En el fondo, las cuestiones de «personificación», si se puede expresar así, son perfectamente indiferentes bajo nuestro punto de vista; lo que queremos decir en realidad es completamente independiente de esta interpretación particular así como de toda otra, y no entendemos excluir ninguna, bajo la única condición de que corresponda a una posibilidad. En todo caso, lo que vemos en todo eso, y más generalmente en el espiritismo y los demás movimientos análogos, son influencias que provienen incontestablemente de lo que algunos llaman la «esfera del Anticristo»; esta designación puede tomarse también simbólicamente, pero eso no cambia nada la realidad y no hace menos nefastas estas influencias. Ciertamente, aquellos que participan en tales movimientos, e inclusive aquellos que creen dirigirlos, pueden no saber nada de estas cosas; y eso es en efecto el mayor peligro, ya que muchos de entre ellos, muy ciertamente, se apartarían con horror si pudieran darse cuenta de que se hacen los servidores de las «potencias de las tinieblas»; pero su ceguera es frecuentemente irremediable, y su buena fe misma contribuye a atraer a otras víctimas; ¿no autoriza eso a decir que la suprema habilidad del diablo, de cualquier manera que se le conciba, es hacer negar su existencia?