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IGEDH: universalidad

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

Diremos ahora que la metafísica, comprendida así, es esencialmente el conocimiento de lo universal, o, si se quiere, de los principios de orden universal, únicos a los que, por lo demás, conviene con propiedad este nombre de principios; pero con esto no queremos dar verdaderamente una definición de la metafísica, lo que es rigurosamente imposible, en razón de esta universalidad misma que consideramos como el primero de sus caracteres, ese del que derivan todos los demás. En realidad, sólo puede definirse lo que es limitado, y la metafísica es, al contrario, en su esencia misma, absolutamente ilimitada, lo que, evidentemente, no nos permite encerrar su noción en una formula más o menos estrecha; una definición sería aquí tanto más inexacta cuanto más se esforzara uno en hacerla más precisa. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica

Únicamente el punto de vista metafísico, hemos dicho, es verdaderamente universal, y por lo tanto ilimitado; todo otro punto de vista es, por consiguiente, más o menos especializado y está más o menos sujeto, por su naturaleza propia, a algunas limitaciones. Ya hemos mostrado que ello es así, concretamente, para el punto de vista científico, y mostraremos que ello es así igualmente para otros diversos puntos de vista que se reúnen ordinariamente bajo la denominación común y bastante vaga de «filosóficos», y que, por lo demás, no difieren demasiado profundamente del punto de vista científico propiamente dicho, aunque se presenten con pretensiones más grandes y completamente injustificadas. Ahora bien, esta limitación esencial, que, por lo demás, es evidentemente susceptible de ser más o menos estrecha, existe incluso para el punto de vista teológico; en otros términos, éste es también un punto de vista especial, aunque, naturalmente no lo sea de la misma manera que el de las ciencias, ni en límites que le asignen un alcance tan restringido; pero, precisamente porque la teología está, en un sentido, más cerca de la metafísica que las ciencias, es más delicado distinguirla de ella claramente, y pueden introducirse confusiones aún más fácilmente aquí que en cualquier otra parte. Estas confusiones no han dejado de producirse de hecho, y han podido llegar hasta una inversión de las relaciones que deberían existir normalmente entre la metafísica y la teología, puesto que, incluso en la edad media que fue no obstante la única época donde la civilización occidental recibió un desarrollo verdaderamente intelectual, ocurrió que la metafísica, por lo demás insuficientemente desprendida de diversas consideraciones de orden simplemente filosófico, fue concebida como dependiente respecto a la teología; y, si pudo ser así, no fue sino porque la metafísica, tal como la consideraba la doctrina escolástica, había permanecido incompleta, de suerte que nadie podía darse cuenta plenamente de su carácter de universalidad, que implica la ausencia de toda limitación, puesto que no se la concebía efectivamente más que en algunos límites, y puesto que no se sospechaba siquiera que hubiera todavía más allá de esos límites una posibilidad de concepción. Esta precisión proporciona una excusa suficiente al error que se cometió entonces, y es cierto que los griegos, incluso en la medida en que hicieron metafísica verdadera, habrían podido equivocarse exactamente de la misma manera, si, no obstante, hubiera habido en ellos algo que correspondiera a lo que es la teología en las religiones judeocristianas; eso equivale en suma a lo que ya hemos dicho, a saber, que los occidentales, incluso aquellos que fueron verdaderamente metafísicos hasta un cierto punto, no han conocido nunca la metafísica total. Quizás hubo, no obstante, excepciones individuales, ya que, así como lo hemos indicado precedentemente, nada se opone en principio a que haya, en todos los tiempos y en todos los países, hombres que puedan alcanzar el conocimiento metafísico completo; y eso sería también posible incluso en el mundo occidental actual, aunque más difícilmente sin duda, en razón de las tendencias generales de la mentalidad que determinan un medio tan desfavorable como es posible bajo este aspecto. En todo caso, conviene agregar que, si hubo tales excepciones, no existe al respecto ningún testimonio escrito, y que no han dejado ningún rastro en lo que se conoce habitualmente, lo que, por lo demás, no prueba nada en el sentido negativo, y lo que no tiene incluso nada de sorprendente, dado que, si se han producido efectivamente casos de este género, eso no ha podido ser nunca sino gracias a circunstancias muy particulares, sobre cuya naturaleza no nos es posible insistir aquí. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología

Hemos dicho que la metafísica, que está profundamente separada de la ciencia, no lo está menos de todo lo que los occidentales, y sobre todo los modernos, designan por el nombre de filosofía, bajo el que, por lo demás, se encuentran reunidos elementos muy heterogéneos, e incluso enteramente disparatados. Aquí importa poco la intención primera que los griegos hayan podido querer encerrar en esta palabra «filosofía», que, para ellos, parece haber comprendido primeramente, de una manera bastante indistinta, todo conocimiento humano, en los límites en que eran aptos para concebirle; tampoco vamos a preocuparnos de lo que, actualmente, existe de hecho bajo esta denominación. No obstante, conviene hacer destacar en primer lugar que, cuando en Occidente hubo metafísica verdadera, siempre hubo un esfuerzo para unirla a consideraciones que dependen de puntos de vista especiales y contingentes, para hacerla entrar con ellas en un conjunto que llevaba el nombre de filosofía; esto muestra que en Occidente los caracteres esenciales de la metafísica, con las distinciones profundas que implican, no fueron nunca distinguidas con una claridad suficiente. Diremos aún más: el hecho de tratar la metafísica como una rama de la filosofía, ya sea colocándola así sobre el mismo plano de las relatividades, ya sea calificándola incluso de «filosofía primera» como lo hacía Aristóteles, denota esencialmente un desconocimiento de su alcance verdadero y de su carácter de universalidad: el todo absoluto no puede ser una parte de algo, y lo universal no podría ser encerrado o comprendido en nada. Este hecho es pues, por sí sólo, una marca evidente del carácter incompleto de la metafísica occidental, que se reduce, por lo demás, a la doctrina de Aristóteles y los escolásticos, ya que, a excepción de algunas consideraciones fragmentarias que pueden encontrarse dispersas aquí y allá, o bien de cosas que son conocidas de manera no suficientemente cierta, no se encuentra en Occidente, al menos a partir de la antigüedad clásica, ninguna otra doctrina que sea verdaderamente metafísica, ni siquiera con las restricciones que exige la mezcla de elementos contingentes, científicos, teológicos o de cualquier otra naturaleza; aquí no hablamos de los alejandrinos, sobre quienes se han ejercido directamente influencias orientales. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Lo que acabamos de decir de las relaciones de la metafísica y de la lógica podrá sorprender un poco a quienes están habituados a considerar la lógica como dominando en cierto sentido todo conocimiento posible, porque una especulación de un orden cualquiera no puede ser válida sino a condición de conformarse rigurosamente a sus leyes; no obstante, es muy evidente que la metafísica, siempre en razón de su universalidad, no puede ser más dependiente de la lógica que de cualquier otra ciencia, y se podría decir que en eso hay un error que proviene de que no se concibe el conocimiento más que en el dominio de la razón. Únicamente, es menester hacer aquí una distinción entre la metafísica misma, en tanto que concepción intelectual pura, y su exposición formulada: mientras que la primera escapa totalmente a las limitaciones individuales, y por consiguiente a la razón, la segunda, en la medida en que es posible, no puede consistir más que en una suerte de traducción de las verdades metafísicas en modo discursivo y racional, porque la constitución misma de todo lenguaje humano no permite que sea de otro modo. La lógica, como las matemáticas, es exclusivamente una ciencia de razonamiento; la exposición metafísica puede revestir un carácter análogo en su forma, pero en su forma únicamente, y, si entonces debe de ser conforme a las leyes de la lógica, es porque esas leyes mismas tienen un fundamento metafísico esencial, a falta del cual no tendrían ningún valor; pero, al mismo tiempo, es menester que esta exposición, para tener un alcance metafísico verdadero, sea formulada siempre de tal manera que, como ya lo hemos indicado, deje abiertas posibilidades de concepción ilimitadas como el dominio mismo de la metafísica. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Hemos pasado revista a todas las ramas de la filosofía que presentan un carácter bien definido; pero hay además, en el pensamiento filosófico, toda suerte de elementos bastante mal determinados, que no se pueden hacer entrar propiamente en ninguna de estas ramas, y cuyo lazo no está constituido por ningún rasgo de su naturaleza propia, sino sólo por el hecho de su agrupación en el interior de una misma concepción sistemática. Por eso es por lo que, después de haber separado completamente la metafísica de las diversas ciencias llamadas filosóficas, es menester distinguirla también, no menos profundamente, de los sistemas filosóficos, una de cuyas causas más comunes es, ya lo hemos dicho, la pretensión a la originalidad intelectual; el individualismo que se afirma en esta pretensión es manifiestamente contrario a todo espíritu tradicional, y también incompatible con toda concepción que tenga un alcance metafísico verdadero. La metafísica pura es esencialmente excluyente de todo sistema, porque un sistema cualquiera se presenta como una concepción cerrada y limitada, como un conjunto más o menos estrechamente definido y limitado, lo que no es conciliable en modo alguno con la universalidad de la metafísica; y, por lo demás, un sistema filosófico es siempre el sistema de alguien, es decir, una construcción cuyo valor no podría ser sino completamente individual. Además, todo sistema está establecido necesariamente sobre un punto de partida especial y relativo, y se puede decir, en suma, que no es más que el desarrollo de una hipótesis, mientras que la metafísica, que tiene un carácter de absoluta certeza, no podría admitir nada hipotético. No queremos decir que todos los sistemas no puedan encerrar una cierta parte de verdad, en lo que concierne a tal o cual punto particular; pero es en tanto que sistemas como son ilegítimos, y es a la forma sistemática misma a la que es inherente la falsedad radical de una tal concepción tomada en su conjunto. Leibnitz decía con razón que «todo sistema es verdadero en lo que afirma y falso en lo que niega», es decir, en el fondo, que es tanto más falso cuanto más estrechamente limitado está, o, lo que equivale a lo mismo, cuanto más sistemático es, ya que una semejante concepción desemboca inevitablemente en la negación de todo lo que no puede contener; y, por lo demás, en toda justicia, eso debería aplicarse a Leibnitz mismo así como a muchos otros filósofos, en la medida en que su propia concepción se presenta también como un sistema; todo lo que se encuentra en ella de metafísica verdadera está tomado de la escolástica, y muy a menudo desnaturalizado, por insuficientemente comprendido. En cuanto a la verdad de lo que afirma un sistema, sería menester no ver en ello la expresión de un «eclecticismo» cualquiera; eso sólo equivale a decir que un sistema es verdadero en la medida en que permanece abierto sobre posibilidades menos limitadas, lo que, por lo demás, es evidente, pero eso implica precisamente la condena del sistema como tal. La metafísica, puesto que está fuera y más allá de las relatividades, escapa por eso mismo a toda sistematización, del mismo modo, y por la misma razón, que no se deja encerrar en ninguna fórmula. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

A este propósito, podemos hacer destacar también, de una manera general, que las cuestiones que no se plantean en cierto modo sino accidentalmente, y que no tienen más que un interés particular y momentáneo, como se encontrarían muchas en la historia de la filosofía moderna, están por eso mismo manifiestamente desprovistas de todo carácter metafísico, puesto que este carácter no es otra cosa que la universalidad; por lo demás, las cuestiones de este género pertenecen ordinariamente a la categoría de los problemas cuya existencia es completamente artificial. No puede ser verdaderamente metafísica, lo repetimos aún, sino lo que es absolutamente estable, permanente, independiente de todas las contingencias, y en particular de las contingencias históricas; lo que es metafísica, es lo que no cambia, y es también la universalidad de la metafísica la que constituye su unidad esencial, excluyente de la multiplicidad de los sistemas filosóficos así como de los dogmas religiosos, y, por consiguiente, su profunda inmutabilidad. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

De lo que precede, resulta también que la metafísica carece de relación con todas las concepciones tales como el idealismo, el panteísmo, el espiritualismo, el materialismo, que llevan precisamente el carácter sistemático del pensamiento filosófico occidental; y eso es tanto más importante observarlo aquí cuanto que una de las manías comunes de los orientalistas es querer hacer entrar a toda costa el pensamiento oriental en esos cuadros estrechos que no están hechos para él; tendremos que señalar especialmente más adelante el abuso que se hace así de esas vanas etiquetas, o al menos de algunas de entre ellas. Por el momento no queremos insistir más que sobre un punto: es que la querella del espiritualismo y del materialismo, alrededor de la cual gira casi todo el pensamiento filosófico desde Descartes  , no interesa en nada a la metafísica pura; por lo demás, ese es un ejemplo de esas cuestiones que no tienen más que un tiempo, a las que hacíamos alusión hace un momento. En efecto, la dualidad «espíritu-materia» no se había planteado nunca como absoluta e irreductible anteriormente a la concepción cartesiana; los antiguos, los griegos concretamente, no tenían siquiera la noción de «materia» en el sentido moderno de esta palabra, como tampoco la tienen actualmente la mayor parte de los orientales: en sánscrito, no existe ninguna palabra que responda a esta noción, ni siquiera de lejos. La concepción de una dualidad de este género tiene como único mérito representar bastante bien la apariencia exterior de las cosas; pero, precisamente porque se queda en las apariencias, es completamente superficial, y, al colocarse en un punto de vista especial, puramente individual, deviene negadora de toda metafísica, desde que se le quiere atribuir un valor absoluto al afirmar la irreductibilidad de sus dos términos, afirmación en la que reside el dualismo propiamente dicho. Por lo demás, es menester no ver en esta oposición del espíritu y de la materia más que un caso muy particular del dualismo, ya que los dos términos de la oposición podrían ser otros que estos dos principios relativos, y sería igualmente posible considerar de la misma manera, según otras determinaciones más o menos especiales, una indefinidad de parejas de términos correlativos diferentes de esa. De una manera completamente general, el dualismo tiene como carácter distintivo detenerse en una oposición entre dos términos más o menos particulares, oposición que, sin duda, existe realmente desde un cierto punto de vista, y esa es la parte de verdad que encierra el dualismo; pero, al declarar esta oposición irreductible y absoluta, en lugar de ser completamente contingente y relativa, se impide ir más allá de los dos términos que ha colocado uno frente al otro, y es así como se encuentra limitado por lo que constituye su carácter de sistema. Si no se acepta esta limitación, y si se quiere resolver la oposición a la que el dualismo se aferra obstinadamente, podrán presentarse diferentes soluciones; y, primeramente, encontramos en efecto dos en los sistemas filosóficos que se pueden colocar bajo la común denominación de monismo. Se puede decir que el monismo se caracteriza esencialmente por esto, que, no admitiendo que haya una irreductibilidad absoluta, y queriendo sobrepasar la oposición aparente, cree llegar a ello reduciendo uno de sus dos términos al otro; si se trata, en particular, de la oposición del espíritu y de la materia, se tendrá así, por una parte, el monismo espiritualista, que pretende reducir la materia al espíritu, y, por otra parte, el monismo materialista, que pretende al contrario reducir el espíritu a la materia. El monismo, cualquiera que sea, tiene razón al admitir que no hay oposición absoluta, ya que, en eso, es menos estrictamente limitado que el dualismo, y constituye al menos un esfuerzo para penetrar más en el fondo de las cosas; pero, casi fatalmente, le ocurre que cae en otro defecto, y que desdeña completamente, cuando no niega, la oposición que, incluso si no es más que una apariencia, por eso no merece menos ser considerada como tal: es pues, aquí también, la exclusividad del sistema la que constituye su primer defecto. Por otra parte, al querer reducir directamente uno de los dos términos al otro, no se sale nunca completamente de la alternativa que ha sido planteada por el dualismo, puesto que no se considerará nada que esté fuera de estos dos mismos términos de los que el dualismo había hecho sus principios fundamentales; y habría incluso lugar a preguntarse si, al ser estos dos términos correlativos, uno tiene todavía su razón de ser sin el otro, es decir, si es lógico conservar uno desde que se suprime el otro. Además, nos encontramos entonces en presencia de dos soluciones que, en el fondo, son mucho más equivalentes de lo que parece superficialmente: que el monismo espiritualista afirme que todo es espíritu, y que el monismo materialista afirme que todo es materia, eso no tiene en suma sino muy poca importancia, tanto más cuanto que cada uno se encuentra obligado a atribuir al principio que conserva las propiedades más esenciales del que suprime. Se concibe que, sobre este terreno, la discusión entre espiritualistas y materialistas debe degenerar bien pronto en una simple querella de palabras; las dos soluciones monistas opuestas no constituyen en realidad más que las dos caras de una solución doble, por lo demás completamente insuficiente. Es aquí donde debe intervenir otra solución; pero, mientras que, con el dualismo y el monismo, no teníamos que tratar más que con dos tipos de concepciones sistemáticas y de orden puramente filosófico, ahora va a tratarse de una doctrina que se coloca, al contrario, en el punto de vista metafísico, y que, por consiguiente, no ha recibido ninguna denominación en la filosofía occidental, que no puede más que ignorarla. Designaremos esta doctrina como el «no dualismo», o mejor todavía como la «doctrina de la no dualidad», si se quiere traducir tan exactamente como es posible el término sánscrito adwaita-vâda, que no tiene equivalente usual en ninguna lengua europea; la primera de estas dos expresiones tiene la ventaja de ser más breve que la segunda, y es por lo que la adoptaremos gustosamente, pero, no obstante, tiene un inconveniente en razón de la presencia de la terminación «ismo», que en el lenguaje filosófico, va unida ordinariamente a la designación de los sistemas; se podría decir, es cierto, que es menester hacer recaer la negación sobre la palabra «dualismo» todo entera, comprendida su terminación, entendiendo con esto que esta negación debe aplicarse precisamente al dualismo en tanto que concepción sistemática. Sin admitir mas irreductibilidad absoluta que el monismo, el «no dualismo» difiere profundamente de éste, en que no pretende en modo alguno por eso que uno de los dos términos sea pura y simplemente reductible al otro; los considera a uno y a otro simultáneamente en la unidad de un principio común, de orden más universal, y en el que están contenidos igualmente, no ya como opuestos, hablando propiamente, sino como complementarios, por una suerte de polarización que no afecta en nada a la unidad esencial de este principio común. Así, la intervención del punto de vista metafísico tiene como efecto resolver inmediatamente la oposición aparente, y, por lo demás, únicamente él permite hacerlo verdaderamente, allí donde el punto de vista filosófico mostraba su impotencia; y lo que es verdadero para la distinción del espíritu y de la materia, lo es igualmente para cualquier otra entre todas las que se podrían establecer del mismo modo entre aspectos más o menos especiales del ser, y que son en multitud indefinida. Por lo demás, si se puede considerar simultáneamente toda esta indefinidad de las distinciones que son así posibles, y que son todas igualmente verdaderas y legítimas desde sus puntos de vista respectivos, es porque ya no nos encontramos encerrados en una sistematización limitada a una de esas distinciones con exclusión de todas las otras; y así, el «no dualismo» es el único tipo de doctrina que responde a la universalidad de la metafísica. Los diversos sistemas filosóficos pueden, en general, bajo un aspecto o bajo otro, vincularse, ya sea al dualismo, o ya sea al monismo; pero sólo el «no dualismo», tal como acabamos de indicar, su principio, es susceptible de rebasar inmensamente el alcance de toda filosofía, porque sólo él es propia y puramente metafísico en su esencia, o, en otros términos, constituye una expresión del carácter más esencial y más fundamental de la metafísica misma. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Agregaremos todavía una precisión cuya importancia es capital: la metafísica no sólo no puede ser limitada por la consideración de una dualidad cualquiera de aspectos complementarios del ser, ya se trate por lo demás de aspectos muy especiales como el espíritu y la materia, o al contrario de aspectos tan universales como sea posible, como los que se pueden designar por los términos de «esencia» y de «substancia», sino que no podría ser limitada siquiera por la concepción del ser puro en toda su universalidad, ya que no debe de ser limitada absolutamente por nada. La metafísica no puede definirse como «conocimiento del ser» de una manera exclusiva, así como lo hacía Aristóteles: eso no es propiamente más que la ontología, que depende sin duda de la metafísica, pero que no constituye por eso toda la metafísica; y es en eso donde lo que hubo de metafísica en Occidente ha permanecido siempre incompleto e insuficiente, así como bajo otro aspecto que indicaremos más adelante. El ser no es verdaderamente el más universal de todos los principios, lo que sería necesario para que la metafísica se redujera a la ontología, y eso porque, incluso si es la más primordial de todas las determinaciones posibles, por eso no es menos ya una determinación, y toda determinación es una limitación, en la que el punto de vista metafísico no podría detenerse. Por lo demás, un principio es evidentemente tanto menos universal cuanto más determinado, y, por eso mismo, cuanto más relativo es; podemos decir que, de una manera en cierto modo matemática, un «más» determinativo equivale a un «menos» metafísico. Esta indeterminación absoluta de los principios más universales, y por tanto de aquellos que deben ser considerados antes que todos los demás, es causa de dificultades bastante grandes, no en la concepción, salvo quizás para aquellos que no están habituados a ella, pero si al menos en la exposición de las doctrinas metafísicas, y obliga frecuentemente a no servirse más que de expresiones que, en su forma exterior, son puramente negativas. Es así como, por ejemplo, la idea del Infinito, que es en realidad la más positiva de todas, puesto que el Infinito no puede ser más que el todo absoluto, es decir, lo que, al no estar limitado por nada, no deja nada fuera de sí mismo, esta idea, decimos, no puede expresarse más que por un término de forma negativa, porque, en el lenguaje, toda afirmación directa es forzosamente la afirmación de algo, es decir, una afirmación particular y determinada; pero la negación de una determinación o de una limitación es propiamente la negación de una negación, y, por consiguiente, una afirmación real, de suerte que la negación de toda determinación equivale en el fondo a la afirmación absoluta y total. Lo que decimos para la idea del Infinito podría aplicarse igualmente a muchas otras nociones metafísicas extremadamente importantes, pero este ejemplo basta para lo que pretendemos hacer comprender aquí; y, por lo demás, es menester no perder nunca de vista que la metafísica pura es, en sí misma, absolutamente independiente de todas las terminologías más o menos imperfectas de las que intentamos revestirla para hacerla más accesible a nuestra comprehensión. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

La verdad es que el budismo no es ni una religión ni una filosofía, aunque, sobre todo en aquellas de sus formas que tienen la preferencia de los orientalistas, esté más cerca de una y otra en algunos aspectos, que lo están las doctrinas tradicionales hindúes. En efecto, en eso se trata de escuelas que, habiéndose puesto fuera de la tradición regular, y habiendo perdido por eso mismo de vista la metafísica verdadera, debían ser llevadas inevitablemente a substituir ésta por algo que se parece al punto de vista filosófico en una cierta medida, pero sólo en una cierta medida. Se encuentran en ellas especulaciones que, si no se consideran más que superficialmente, pueden hacer pensar en la psicología, pero, evidentemente, eso no es propiamente psicología, que es algo completamente occidental e, inclusive en Occidente, completamente reciente, puesto que no data realmente más que de Locke  ; sería menester no atribuir a los budistas una mentalidad que procede muy especialmente del moderno empirismo anglosajón. El acercamiento, para ser legítimo, no debe de llegar hasta una asimilación y, de modo semejante, en lo que concierne a la religión, el budismo no le es efectivamente comparable más que sobre un punto, importante sin duda, pero insuficiente para hacer concluir en una identidad de pensamiento: es la introducción de un elemento sentimental, que, por lo demás, puede explicarse en todos los casos por una adaptación a las condiciones particulares del período en el que han tomado nacimiento las doctrinas que están afectadas por él, y que, por consecuencia, está lejos de implicar necesariamente que estás sean todas de una misma especie. La diferencia real de los puntos de vista puede ser mucho más esencial que una semejanza que, en suma, recae sobre todo sobre la forma de expresión de las doctrinas; eso es lo que desconocen concretamente aquellos que hablan de «moral búdica»: lo que toman por moral, tanto más fácilmente cuanto que su lado sentimental puede prestarse en efecto a esta confusión, se considera en realidad bajo un aspecto completamente diferente y tiene una razón de ser muy diferente, que no es siquiera de un orden equivalente. Un ejemplo bastará para permitir darse cuenta de ello: la fórmula bien conocida: «Que los seres sean felices», concierne a la universalidad de los seres, sin ninguna restricción, y no únicamente a los seres humanos; esa es una extensión de la que el punto de vista moral, por definición misma, no es susceptible de ninguna manera. La «compasión» búdica no es en modo alguno la «piedad» de Schoppenhauer; sería comparable más bien a la «caridad cósmica» de los musulmanes, que es, por lo demás, perfectamente transponible fuera de todo sentimentalismo. Por eso no es menos cierto que el budismo está incontestablemente revestido de una forma sentimental que, sin llegar hasta el «moralismo», constituye no obstante un elemento característico que hay que tener en cuenta, tanto más cuanto que es uno de aquellos que le diferencian muy claramente de las doctrinas hindúes, y que le hacen aparecer como ciertamente más alejado que éstas de la «primordialidad» tradicional. IGEDH: A propósito del budismo

El Principio supremo, total y universal, que las doctrinas religiosas de Occidente llaman «Dios». ¿Debe ser concebido como impersonal o como personal? Esta cuestión puede dar lugar a discusiones interminables, y por lo demás sin objeto, porque no procede más que de concepciones parciales e incompletas, que sería vano buscar conciliar sin elevarse por encima del dominio especial, teológico o filosófico, que es propiamente el suyo. Desde el punto de vista metafísico, es menester decir que este Principio es a la vez impersonal y personal, según el aspecto bajo el que se le considere: impersonal o, si se quiere, «suprapersonal» en sí mismo; personal en relación a la manifestación universal, pero, bien entendido, sin que esta «personalidad divina» presente el menor carácter antropomórfico, ya que es menester guardarse de confundir «personalidad» e «individualidad». La distinción fundamental que acabamos de formular, y por la que las contradicciones aparentes de los puntos de vista secundarios y múltiples se resuelven en la unidad de una síntesis superior, es expresada por la metafísica extremo oriental como la distinción del «No Ser» y del «Ser»; está distinción no es menos clara en la doctrina hindú, como lo quiere por lo demás la identidad esencial de la metafísica pura bajo la diversidad de las formas de las que puede estar revestida. El Principio impersonal, y por consiguiente absolutamente universal, es designado como Brahma; la «personalidad divina», que es una determinación o una especificación suya, puesto que implica un menor grado de universalidad, tiene por denominación más general la de Ishwara. Brahma, en su Infinitud, no puede ser caracterizado por ninguna atribución positiva, lo que se expresa diciendo que es nirguna o «más allá de toda cualificación», y también nirvishêsha o «más allá de toda distinción»; por el contrario, a Ishwara se le llama saguna o «cualificado», y savishêsha o «concebido distintamente» porque puede recibir tales atribuciones, como se obtienen por una transposición analógica, en lo universal, de las diversas cualidades o propiedades de los seres de los que él es el principio. Es evidente que se puede concebir así una indefinidad de «atributos divinos», y que, por lo demás, se podría transponer, considerándola en su principio, cualquier cualidad que tenga una existencia positiva; por lo demás, cada uno de estos atributos no debe de ser considerado en realidad más que como una base o un soporte para la meditación de un cierto aspecto del Ser universal. Lo que hemos dicho sobre el simbolismo permite darse cuenta de la manera en la que la incomprehensión que da nacimiento al antropomorfismo puede tener como resultado hacer de los «atributos divinos» otros tantos «dioses», es decir entidades concebidas basándose en el tipo de los seres individuales, y a las que se presta una existencia propia e independiente. Ese es uno de los casos más evidentes de la «idolatría», que toma el símbolo por lo que es simbolizado, y que reviste aquí la forma del «politeísmo»; pero es claro que ninguna doctrina ha sido nunca politeísta en sí misma y en su esencia, puesto que no podía devenir tal más que por el efecto de una deformación profunda, que no se generaliza, por lo demás, sino mucho más raramente de lo que se cree vulgarmente; a decir verdad, no conocemos siquiera más que un solo ejemplo cierto de la generalización de este error, a saber, el de la civilización grecorromana, y todavía hubo al menos algunas excepciones en su elite intelectual. En Oriente, donde la tendencia al antropomorfismo no existe, a excepción de aberraciones individuales siempre posibles, pero raras y anormales, nada semejante ha podido producirse jamás; eso sorprenderá sin duda a muchos de los occidentales, a quienes el conocimiento exclusivo de la antigüedad clásica lleva a querer descubrir por todas partes «mitos» y «paganismo», pero, sin embargo, es así. En la India, en particular, una imagen simbólica que representa uno u otro de los «atributos divinos», y que se llama pratîka, no es un «ídolo», ya que no ha sido tomada nunca por otra cosa que lo que es realmente, un soporte de meditación y un medio auxiliar de realización, pudiendo cada uno, por lo demás, vincularse preferentemente a los símbolos que están más en conformidad con sus disposiciones personales. IGEDH: Shivaismo y Vishnuismo

Las indicaciones que preceden permiten comprender la coexistencia, en la unidad esencial de una misma doctrina tradicional, de una multiplicidad de puntos de vista que no afecta en nada a esta unidad. Por lo demás, en todas las cosas, cada uno aporta evidentemente, en su comprehensión, una suerte de perspectiva que le es propia, y, por consiguiente, se podría decir que hay tantas maneras de comprender más o menos diferentes como individuos hay; pero eso no es cierto más que en el punto de partida, ya que, desde que uno se eleva por encima del dominio individual, todas esas diferencias que no entrañan ninguna incompatibilidad, desaparecen necesariamente. Además de la diferencia que es así inherente a la naturaleza particular de los diversos seres humanos, cada uno puede colocarse también en varios puntos de vista para estudiar la doctrina bajo tal o cual aspecto más o menos claramente definido, y que podrá estarlo tanto más claramente cuanto más particularizado esté, es decir, más alejado, en el orden descendente de las aplicaciones, de la universalidad principial. La totalidad de los puntos de vista posibles y legítimos está siempre contenida, en principio y sintéticamente, en la doctrina misma, y lo que hemos dicho ya sobre la pluralidad de los sentidos que ofrece un texto tradicional basta para mostrar de qué manera puede encontrarse ahí; así pues, sólo habrá que desarrollar rigurosamente, según esos diversos puntos de vista, la interpretación de la doctrina fundamental. IGEDH: Los puntos de vista de la doctrina

Al comienzo, el trabajo que hay que realizar debería atenerse al punto de vista puramente intelectual, que es el más esencial de todos, puesto que es el de los principios, de los que depende todo el resto; es evidente que sus consecuencias se extenderían después, más o menos rápidamente, a todos los demás dominios, por una repercusión completamente natural; modificar la mentalidad de un medio es la única manera de producir en él, incluso socialmente, un cambio profundo y durable, y querer comenzar por las consecuencias es un método eminentemente ilógico, que no es digno más que de la agitación impaciente y estéril de los occidentales actuales. Por lo demás, el punto de vista intelectual es el único que es inmediatamente abordable, porque la universalidad de los principios los hace asimilables a todo hombre, a cualquier raza que pertenezca, bajo la única condición de una capacidad de comprehensión suficiente; puede parecer singular que lo que es más fácilmente aprehensible en una tradición sea precisamente lo más elevado que tiene, pero eso se comprende no obstante sin esfuerzo, puesto que es lo que está despojado de todas las contingencias. Eso es también lo que explica que las ciencias tradicionales secundarias, que no son más que aplicaciones contingentes, no sean, bajo su forma oriental, enteramente asimilables para los occidentales; en cuanto a constituir o a restituir su equivalente en un modo que convenga a la mentalidad occidental, eso es una tarea cuya realización no puede aparecer más que como una posibilidad muy remota, y cuya importancia, por lo demás, aunque muy grande también, no es en suma más que accesoria. IGEDH: Conclusión