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IGEDH: moral

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

Después de Aristóteles, los rastros de una influencia hindú en la filosofía griega devienen cada vez más raros, si no completamente nulos, porque esta filosofía se encierra en un dominio cada vez más limitado y contingente, cada vez más alejado de toda intelectualidad verdadera, y porque este dominio es, en su mayor parte, el de la moral, que se refiere a preocupaciones que han sido siempre completamente ajenas a los orientales. Es únicamente en los neoplatónicos donde se verán reaparecer las influencias orientales, y es inclusive ahí donde se encontraran por primera vez, en los griegos, algunas ideas metafísicas, como la del Infinito. Hasta entonces, en efecto, los griegos no habían tenido más que la noción de lo indefinido, y, rasgo eminentemente característico de su mentalidad, acabado y perfecto eran para ellos términos sinónimos; para los orientales, al contrario, es el Infinito el que es idéntico a la Perfección. Tal es la diferencia profunda que existe entre un pensamiento filosófico, en el sentido europeo de la palabra, y un pensamiento metafísico; pero tendremos la ocasión de volver de nuevo sobre ello más ampliamente a continuación, y estas pocas indicaciones bastan por el momento, ya que nuestra intención no es establecer aquí una comparación detallada entre las concepciones respectivas de la India y de Grecia, comparación que, por lo demás, encontraría muchas dificultades en las que no piensan apenas aquellos que la consideran demasiado superficialmente. IGEDH: Las relaciones de los pueblos antiguos

Hasta aquí, no hemos tratado en suma más que de una manera negativa la cuestión que habíamos planteado, ya que hemos mostrado sobre todo la insuficiencia de algunas definiciones, insuficiencia que llega hasta entrañar su falsedad; debemos indicar ahora, si no una definición, hablando propiamente, al menos sí una concepción positiva de lo que constituye verdaderamente la religión. Diremos que la religión conlleva esencialmente la reunión de tres elementos de órdenes diversos: un dogma, una moral y un culto; por todas partes donde falte uno cualquiera de estos elementos, ya no se tratará de una religión en el sentido propio de esta palabra. Agregaremos seguidamente que el primer elemento forma la parte intelectual de la religión, que el segundo forma su parte social, y que el tercero, que es el elemento ritual, participa a la vez de una y de otra; pero esto exige algunas explicaciones. El nombre de dogma se aplica propiamente a una doctrina religiosa; sin buscar más por el momento cuáles son las características especiales de una tal doctrina, podemos decir que, aunque evidentemente intelectual en lo que tiene de más profundo, no obstante no es de orden puramente intelectual; y por lo demás, si lo fuera, sería metafísica y no ya religiosa. Así pues, es menester que esta doctrina, para tomar la forma particular que conviene a su punto de vista, sufra la influencia de elementos extraintelectuales, que son, en su mayor parte, del orden sentimental; la palabra misma «creencias», que sirve comúnmente para designar las concepciones religiosas, marca bien este carácter, ya que es una precisión psicológica elemental que la creencia, entendida en su acepción más precisa, y en tanto que se opone a la certeza que es completamente intelectual, es un fenómeno donde la sentimentalidad juega un papel esencial, una suerte de inclinación o de simpatía hacia una idea, lo que, por lo demás, supone necesariamente que esta idea misma es concebida con un matiz sentimental más o menos pronunciado. El mismo factor sentimental, secundario en la doctrina, deviene preponderante, e incluso casi exclusivo, en la moral, cuya dependencia de principio con respecto al dogma es una afirmación sobre todo teórica: esta moral, cuya razón de ser no puede ser sino puramente social, podría considerarse como una suerte de legislación, lo único que permanece como patrimonio de la religión allí donde las instituciones civiles son independientes de ella. Por último, los ritos, cuyo conjunto constituye el culto, tienen un carácter intelectual en tanto que se consideren como una expresión simbólica y sensible de la doctrina, y un carácter social en tanto que se consideren como «prácticas», que requieren, de una manera que puede ser más o menos obligatoria, la participación de todos los miembros de la comunidad religiosa. El nombre de culto debería reservarse propiamente a los ritos religiosos; no obstante, de hecho, se emplea también corrientemente, aunque algo abusivamente, para designar otros ritos, ritos puramente sociales por ejemplo, cuando se habla del «culto de los antepasados» en China. Hay que destacar que, en una religión donde el elemento social y sentimental predomina sobre el elemento intelectual, la parte del dogma y la del culto se reducen simultáneamente cada vez más, de suerte que una tal religión tiende a degenerar en un «moralismo» puro y simple, como se ve un ejemplo muy claro de ello en el caso del protestantismo; en el límite, que, actualmente, ha alcanzado casi un cierto «protestantismo liberal», lo que queda ya no es una religión, puesto que no ha conservado más que una sola de las partes esenciales, sino simplemente una suerte de pensamiento filosófico especial. Importa precisar, en efecto, que la moral puede ser concebida de dos maneras muy diferentes: ya sea en modo religioso, cuando está vinculada en principio a un dogma al que se subordina, ya sea en modo filosófico, cuando se considera como independiente de él; volveremos de nuevo más adelante sobre esta segunda forma. IGEDH: Tradición y Religión

Se puede comprender ahora por qué decíamos precedentemente que es difícil aplicar rigurosamente el término de religión fuera del conjunto formado por el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, lo que confirma la proveniencia específicamente judaica de la concepción que esta palabra expresa actualmente. Es que, en cualquier otro lugar, las tres partes que acabamos de caracterizar no se encuentran reunidas en una misma concepción tradicional; así, en China, vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados, por lo demás, por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista moral esta totalmente ausente, incluso de la tradición social. En la India igualmente, es este mismo punto de vista moral el que falta: si la legislación no es allí religiosa como en el islam, es porque está enteramente desprovista del elemento sentimental, único que puede imprimirle el carácter especial de moralidad; en cuanto a la doctrina, es puramente intelectual, es decir metafísica, sin ningún rastro tampoco de esa forma sentimental que sería necesaria para darle el carácter de un dogma religioso, y sin la que el vinculamiento de una moral a un principio doctrinal es por lo demás completamente inconcebible. Se puede decir que el punto de vista moral y el punto de vista religioso mismo suponen esencialmente una cierta sentimentalidad, que está en efecto desarrollada sobre todo en los occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Así pues, en eso hay algo verdaderamente especial a los occidentales, a los que sería menester agregar aquí a los musulmanes, pero sin hablar del aspecto extrarreligioso de la doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos, la moral, mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser considerada como existiendo por sí misma; la mentalidad musulmana no podría admitir la idea de una «moral independiente», es decir, filosófica, idea que se encontraba antaño en los griegos y en los romanos, y que está de nuevo muy extendida en Occidente en la época actual. IGEDH: Tradición y Religión

En cuanto a la moral, al hablar del punto de vista religioso, hemos dicho en parte lo que es, pero nos hemos reservado entonces lo que se refiere a su concepción propiamente filosófica, en tanto que es claramente diferente de su concepción religiosa. No hay nada, en todo el dominio de la filosofía, que sea más relativo y más contingente que la moral; a decir verdad, no es ni siquiera un conocimiento de un orden más o menos restringido, sino simplemente un conjunto de consideraciones más o menos coherentes cuya meta y cuyo alcance no podrían ser sino puramente prácticos, aunque algunos se hagan muy frecuentemente ilusiones a este respecto. En efecto, se trata exclusivamente de formular reglas que sean aplicables a la acción humana, y cuya razón de ser está toda entera en el orden social, ya que estas reglas no tendrían ningún sentido fuera del hecho de que los individuos humanos viven en sociedad, constituyendo colectividades más o menos organizadas; y aún se las formula colocándose bajo un punto de vista especial, que, en lugar de no ser más que social como en los orientales, es el punto de vista específicamente moral, que es extraño a la mayor parte de la humanidad. Hemos visto como este punto de vista podía introducirse en las concepciones religiosas, por el vinculamiento del orden social a una doctrina que ha sufrido la influencia de elementos sentimentales; pero, puesto aparte este caso, no se ve demasiado lo que puede servirle de justificación. Fuera del punto de vista religioso que da un sentido a la moral, todo lo que se refiere a este orden debería reducirse lógicamente a un conjunto de convenciones puras y simples, establecidas y observadas únicamente en vista a hacer la vida en sociedad posible y soportable; pero, si se reconociera francamente este carácter convencional y se adoptara como tal, ya no habría moral filosófica. Es también la sentimentalidad la que interviene aquí, y la que, para encontrar materia con que satisfacer sus necesidades especiales, se esfuerza en tomar y en hacer tomar estas convenciones por lo que no son: de ahí un despliegue de consideraciones diversas, de las que unas siguen siendo claramente sentimentales en su forma tanto como en su fondo, mientras que otras se disfrazan bajo apariencias más o menos racionales. Por lo demás, si la moral como todo lo que pertenece a las contingencias sociales, varía enormemente según los tiempos y los países, las teorías morales que aparecen en un medio dado, por opuestas que puedan parecer, tienden todas a la justificación de las mismas reglas prácticas, que son siempre las que se observan comúnmente en ese mismo medio; eso debería bastar para mostrar que esas teorías están desprovistas de todo valor real, y que no son construidas por cada filósofo más que para poner después su conducta y la de sus semejantes, o al menos de aquellos que están más cerca de él, en acuerdo con sus propias ideas y sobre todo con sus propios sentimientos. Hay que destacar que la eclosión de estas teorías morales se produjo sobre todo en las épocas de decadencia intelectual, sin duda porque esta decadencia es correlativa o consecutiva a la expansión del sentimentalismo, y también porque, al entregarse así a especulaciones ilusorias, se conserva al menos la apariencia del pensamiento ausente; este fenómeno tuvo lugar concretamente en los griegos, cuando su intelectualidad hubo dado, con Aristóteles, todo aquello de lo cual era susceptible: para las escuelas filosóficas posteriores, tales como los epicúreos o los estoicos, todo se subordinó al punto de vista moral, y es lo que constituyó su éxito entre los romanos, a quienes toda especulación más elevada hubiera sido muy difícilmente accesible. El mismo carácter se encuentra en la época actual, donde el «moralismo» deviene extrañamente invasor, pero sobre todo, esta vez, por una degeneración del pensamiento religioso, como lo muestra bien el caso del protestantismo; es natural, por lo demás, que pueblos de mentalidad puramente práctica, cuya civilización es completamente material, busquen satisfacer sus aspiraciones sentimentales por este falso misticismo que encuentra una de sus expresiones en la moral filosófica. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

La verdad es que el budismo no es ni una religión ni una filosofía, aunque, sobre todo en aquellas de sus formas que tienen la preferencia de los orientalistas, esté más cerca de una y otra en algunos aspectos, que lo están las doctrinas tradicionales hindúes. En efecto, en eso se trata de escuelas que, habiéndose puesto fuera de la tradición regular, y habiendo perdido por eso mismo de vista la metafísica verdadera, debían ser llevadas inevitablemente a substituir ésta por algo que se parece al punto de vista filosófico en una cierta medida, pero sólo en una cierta medida. Se encuentran en ellas especulaciones que, si no se consideran más que superficialmente, pueden hacer pensar en la psicología, pero, evidentemente, eso no es propiamente psicología, que es algo completamente occidental e, inclusive en Occidente, completamente reciente, puesto que no data realmente más que de Locke  ; sería menester no atribuir a los budistas una mentalidad que procede muy especialmente del moderno empirismo anglosajón. El acercamiento, para ser legítimo, no debe de llegar hasta una asimilación y, de modo semejante, en lo que concierne a la religión, el budismo no le es efectivamente comparable más que sobre un punto, importante sin duda, pero insuficiente para hacer concluir en una identidad de pensamiento: es la introducción de un elemento sentimental, que, por lo demás, puede explicarse en todos los casos por una adaptación a las condiciones particulares del período en el que han tomado nacimiento las doctrinas que están afectadas por él, y que, por consecuencia, está lejos de implicar necesariamente que estás sean todas de una misma especie. La diferencia real de los puntos de vista puede ser mucho más esencial que una semejanza que, en suma, recae sobre todo sobre la forma de expresión de las doctrinas; eso es lo que desconocen concretamente aquellos que hablan de «moral búdica»: lo que toman por moral, tanto más fácilmente cuanto que su lado sentimental puede prestarse en efecto a esta confusión, se considera en realidad bajo un aspecto completamente diferente y tiene una razón de ser muy diferente, que no es siquiera de un orden equivalente. Un ejemplo bastará para permitir darse cuenta de ello: la fórmula bien conocida: «Que los seres sean felices», concierne a la universalidad de los seres, sin ninguna restricción, y no únicamente a los seres humanos; esa es una extensión de la que el punto de vista moral, por definición misma, no es susceptible de ninguna manera. La «compasión» búdica no es en modo alguno la «piedad» de Schoppenhauer; sería comparable más bien a la «caridad cósmica» de los musulmanes, que es, por lo demás, perfectamente transponible fuera de todo sentimentalismo. Por eso no es menos cierto que el budismo está incontestablemente revestido de una forma sentimental que, sin llegar hasta el «moralismo», constituye no obstante un elemento característico que hay que tener en cuenta, tanto más cuanto que es uno de aquellos que le diferencian muy claramente de las doctrinas hindúes, y que le hacen aparecer como ciertamente más alejado que éstas de la «primordialidad» tradicional. IGEDH: A propósito del budismo

Entre las nociones que son susceptibles de causar un gran embarazo a los occidentales, porque no tienen equivalente en ellos, se puede citar la que se expresa en sánscrito por la palabra dharma; ciertamente, no faltan traducciones propuestas por los orientalistas, pero en su mayor parte son groseramente aproximativas o incluso completamente erróneas, siempre en razón de las confusiones de puntos de vista que hemos señalado. Así, a veces se quiere traducir dharma por «religión», mientras que aquí el punto de vista religioso no se aplica; pero, al mismo tiempo, se debe reconocer que no es la concepción de la doctrina, supuesta erróneamente religiosa, lo que esta palabra designa propiamente. Por otra parte, si se trata del cumplimiento de los ritos, que no tienen tampoco el carácter religioso, son designados, en su conjunto, por otra palabra, karma, que se toma entonces en una acepción especial, técnica en cierto modo, puesto que su sentido general es el de «acción». Para aquellos que quieren ver a toda costa una religión en la tradición hindú, quedaría entonces lo que ellos creen que es la moral, y es ésta lo que se llamaría más precisamente dharma; de ahí, según los casos, interpretaciones diversas y más o menos secundarías como las de «virtud», de «justicia», de «mérito», de «deber», nociones todas exclusivamente morales en efecto, pero que, por eso mismo, no traducen a ningún grado la concepción de que se trata. El punto de vista moral, sin el que esas nociones están desprovistas de sentido, no existe en la India; ya hemos insistido suficientemente en ello, y hemos indicado incluso que el budismo, único que podría parecer propio a introducirle, no había llegado hasta ahí en la vía del sentimentalismo. Por lo demás, esas mismas nociones, lo destacamos de pasada, no son todas igualmente esenciales al punto de vista moral mismo; queremos decir que hay algunas que no son comunes a toda concepción moral: así, la idea de deber o de obligación está ausente de la mayor parte de las morales antiguas, de la de los estoicos concretamente; y no es sino en los modernos, y sobre todo desde Kant  , donde ha llegado a jugar un papel preponderante. Lo que importa indicar a este propósito, porque es una de las fuentes de error más frecuentes, es que ideas o puntos de vista que han devenido habituales tienden por eso mismo a parecer esenciales; por eso es por lo que se esfuerzan en transportarlos a la interpretación de todas las concepciones, incluso las más alejadas en el tiempo o en el espacio, y, sin embargo, frecuentemente, no habría necesidad de remontarse muy lejos para descubrir su origen   y su punto de partida. IGEDH: La ley de Manú

Dicho esto para descartar las falsas interpretaciones, que son las más corrientes, intentaremos indicar, tan claramente como sea posible, lo que es menester entender realmente por dharma. Como lo muestra el sentido de la raíz verbal dhri, de la que se deriva esta palabra, en su significación más general, no designa nada más que una «manera de ser»; es, si se quiere, la naturaleza esencial de un ser, que comprende todo el conjunto de sus cualidades o propiedades características, y que determina, por las tendencias o las disposiciones que implica, la manera en que ese ser se comporta, ya sea en totalidad, o ya sea en relación a cada circunstancia particular. La misma noción puede ser aplicada, no sólo a un ser único, sino a una colectividad organizada, a una especie, a todo el conjunto de los seres de un ciclo cósmico o de un estado de existencia, o incluso al orden total del Universo; es entonces, a un grado o a otro, la conformidad a la naturaleza esencial de los seres, realizada en la constitución jerárquicamente ordenada de su conjunto; es también, por consiguiente, el equilibrio fundamental, la armonía integral que resulta de está jerarquización, a lo que se reduce, por lo demás, la noción misma de «justicia» cuando se la despoja de su carácter específicamente moral. Considerado así en tanto que principio de orden, y por tanto como organización y disposición interior, para un ser o para un conjunto de seres dharma puede, en un sentido, oponerse a karma, que no es más que la acción por la que esa disposición será manifestada exteriormente, con tal que la acción sea normal, es decir, conforme a la naturaleza de los seres y de sus estados y a las relaciones que se derivan de ello. En estas condiciones, lo que es adharma, no es el «pecado» en el sentido teológico, como tampoco el «mal» en el sentido moral, nociones que son extrañas al espíritu hindú; es simplemente la «no conformidad» con la naturaleza de los seres, el desequilibrio, la ruptura de la armonía, la destrucción o la inversión de las relaciones jerárquicas. Sin duda, en el orden universal, la suma de todos los desequilibrios particulares concurre siempre al equilibrio total, que nada podría romper; pero, en cada punto tomado aparte y en sí mismo, el desequilibrio es posible y concebible, y, sea en la aplicación social o en otra parte, no hay necesidad de atribuirle el menor carácter moral para definirle como contrario, según su alcance propio, a la «ley de armonía» que rige a la vez el orden cósmico y el orden humano. Al precisar así el sentido de la «ley», y al desprenderle, por lo demás, de todas las aplicaciones particulares y derivadas a las que puede dar lugar, podemos aceptar la palabra «ley» para traducir dharma, de una manera todavía imperfecta sin duda, pero menos inexacta que los otros términos tomados a las lenguas occidentales; únicamente, aún una vez más, no es de ninguna manera de ley moral de lo que se trata, y las nociones mismas de ley científica y de ley social o jurídica no se refieren aquí más que a casos especiales. IGEDH: La ley de Manú

Nos es menester volver aún un poco sobre la concepción de Prakriti: posee tres gunas o cualidades constitutivas, que están en perfecto equilibrio en su indiferenciación primordial; toda manifestación o modificación de la substancia representa una ruptura de este equilibrio, y los seres, en sus diferentes estados de manifestación, participan de los tres gunas en grados diversos y, por así decir, según proporciones indefinidamente variadas. Así pues, estos gunas no son estados, sino condiciones de la existencia universal, a los que están sometidos todos los seres manifestados, y que es menester tener cuidado de distinguir de las condiciones especiales que determinan tal o cual estado o modo de manifestación, como el espacio y el tiempo, que condicionan el estado corporal a exclusión de los otros. Los tres gunas son: sattwa, la conformidad a la esencia pura del Ser o Sat, que se identifica a la luz intangible o al conocimiento, y que se representa como una tendencia ascendente; rajas, la impulsión expansiva, según la cual el Ser se desarrolla en un cierto estado y, en cierto modo, a un nivel determinado de la existencia; finalmente, tamas, la obscuridad, asimilado a la ignorancia, y representado como una tendencia descendente. Se puede constatar cuan insuficientes e incluso cuan falsas son las interpretaciones corrientes de los orientalistas, sobre todo para los dos primeros gunas, cuyas designaciones respectivas pretenden traducirlas por «bondad» y «pasión», mientras que, evidentemente, aquí no se trata de nada moral ni psicológico. Aquí no podemos exponer más completamente esta concepción importantísima, ni hablar de las aplicaciones diversas a las que da lugar, concretamente en lo que concierne a la teoría de los elementos; nos contentaremos con señalar su existencia. IGEDH: El Sânkhya

Para volver de nuevo a la Mîmânsâ después de esta digresión, señalaremos aún una noción que juega en ella un papel importante: esta noción, que se designa por la palabra apûrva, es de las que son difíciles de explicar en las lenguas occidentales; no obstante, vamos a intentar hacer comprender en qué consiste y lo que conlleva. Hemos dicho en el capítulo precedente que la acción, muy diferente del conocimiento en eso como en todo lo demás, no lleva en sí misma sus consecuencias; bajo este aspecto, la oposición es, en el fondo, la que hay entre la sucesión y la simultaneidad, y son las condiciones mismas de toda acción las que hacen que no pueda producir sus efectos más que en modo sucesivo. Sin embargo, para que una cosa pueda ser causa, es menester que exista actualmente, y es por eso por lo que la verdadera relación causal no puede ser concebida sino como una relación de simultaneidad: si se concibiera como una relación de sucesión, habría un instante donde algo que no existe ya produciría algo que no existe todavía, suposición que es manifiestamente absurda. Por consiguiente, para que una acción, que no es en sí misma más que una modificación momentánea, pueda tener resultados futuros y más o menos lejanos, es menester que haya, en el instante mismo en que se cumple, un efecto no perceptible al presente, pero que, subsistiendo de una manera permanente, relativamente al menos, producirá ulteriormente, a su vez, el resultado perceptible. Es este efecto no perceptible, potencial en cierto modo, lo que se llama apûrva, porque se sobreagrega a la acción y no es anterior a ella; puede considerarse, ya sea como un estado posterior de la acción misma, ya sea como un estado antecedente del resultado, puesto que el efecto debe estar contenido siempre en su causa, de la que no podría proceder de otro modo. Por lo demás, incluso en el caso donde un cierto resultado parece seguir inmediatamente a la acción en el tiempo, la existencia intermediaria de un apûrva no es por eso menos necesaria, desde que hay todavía sucesión y no simultaneidad perfecta, y porque la acción, en sí misma, está siempre separada de su resultado. De esta manera, la acción escapa a la instantaneidad, e incluso, en una cierta medida, a las limitaciones de la condición temporal; en efecto, el apûrva, germen de todas sus consecuencias futuras, como no está en el dominio de la manifestación corporal y sensible, esta fuera del tiempo ordinario, pero no fuera de toda duración, ya que pertenece todavía al orden de las contingencias. Ahora bien, por una parte, el apûrva puede permanecer vinculado al ser que ha cumplido la acción, siendo en adelante como un elemento constitutivo de su individualidad considerada en su parte incorporal, donde persistirá en tanto dure ésta, y, por otra, puede salir de los límites de esa individualidad para entrar en el dominio de las energías potenciales del orden cósmico; en esta segunda parte, si uno se le representa mediante una imagen sin duda imperfecta, como una vibración emitida en un cierto punto, esta vibración, después de haberse propagado hasta los confines del dominio que puede alcanzar, volverá de nuevo en sentido inverso a su punto de partida, y eso, como lo exige la causalidad, bajo la forma de una reacción de la misma naturaleza que la acción inicial. Eso es, muy exactamente, lo que el taoísmo, por su lado, designa como las «acciones y reacciones concordantes»; puesto que toda acción, como más generalmente toda manifestación, es una ruptura de equilibrio, así como lo decíamos a propósito de las tres gunas, es necesaria la reacción correspondiente para restablecer ese equilibrio, ya que la suma de todas las diferenciaciones debe equivaler siempre igualmente a la indiferenciación total. Esto, donde se juntan el orden humano y el orden cósmico, completa la idea que uno puede hacerse de las relaciones del karma con el dharma; y es menester agregar inmediatamente que la reacción, al ser una consecuencia completamente natural de la acción, no es en modo alguno una «sanción» en el sentido moral: en esto no hay nada sobre lo que el punto de vista moral pueda hacer presa, e incluso, a decir verdad, este punto de vista podría no haber nacido más que de la incomprehensión de estas cosas y de su deformación sentimental. Sea como sea, la reacción, en su influencia de vuelta sobre el ser que produjo la acción inicial, retoma el carácter individual e incluso temporal que ya no tenía el apûrva intermediario; si ese ser ya no se encuentra entonces en el estado donde estaba primeramente, y que no era más que un modo transitorio de su manifestación, la misma reacción, pero despojada de las condiciones características de la individualidad original, podrá alcanzarle aún en otro estado de manifestación, por los elementos que aseguran la continuidad de ese nuevo estado con el antecedente: es aquí donde se afirma el encadenamiento causal de los diversos ciclos de existencia, y lo que es cierto para un ser determinado lo es también, según la más rigurosa analogía, para el conjunto de la manifestación universal. Si hemos insistido un poco más ampliamente sobre esta explicación, no es simplemente porque proporciona un ejemplo interesante de un cierto género de teorías orientales, y ni siquiera porque tendremos la ocasión de señalar después una interpretación falsa que se le ha dado en Occidente; es también, y sobre todo, porque aquello de lo que se trata tiene un alcance efectivo de los más considerables, incluso prácticamente, aunque, sobre este último punto, conviene no apartarse de una cierta reserva, y vale más contentarse con dar indicaciones muy generales, como lo hacemos aquí, dejando a cada uno el cuidado de sacar de ellas desarrollos y conclusiones en conformidad con sus facultades propias y sus tendencias personales. IGEDH: La Mîmânsâ

Es apropiado decir aquí algunas palabras en lo concerniente a lo que se llama la «ciencia de las religiones», ya que aquello de lo que se trata debe precisamente su origen a los estudios indianistas; esto hace ver inmediatamente que la palabra «religión» no se toma ahí en el sentido exacto que le hemos reconocido. En efecto, Burnouf, que parece ser el primero en haber dado su denominación a esta ciencia, o supuesta tal, descuida hacer figurar la moral entre los elementos constitutivos de la religión, que reduce así a dos: la doctrina y el rito; es lo que le permite hacer entrar en ella cosas que no se relacionan de ninguna manera con el punto de vista religioso, ya que reconoce al menos, con razón, que no hay moral en el Vêda. Tal es la confusión fundamental que se encuentra en el punto de partida de la «ciencia de las religiones», que pretende reunir bajo este mismo nombre todas las doctrinas tradicionales, de cualquier naturaleza que sean en realidad; pero hay muchas otras confusiones que han venido a sumarse a esa, sobre todo desde que la erudición más reciente ha introducido en este dominio su temible aparato de exégesis, de «crítica de los textos» y de «hipercrítica», más propio para impresionar a los ingenuos que para conducir a conclusiones serias. IGEDH: La ciencia de las religiones

Lo que caracteriza a primera vista al «teosofismo», es el empleo de una terminología sánscrita bastante complicada, cuyas palabras se toman frecuentemente en un sentido muy diferente del que tienen en realidad, lo que no tiene nada de sorprendente, desde que no sirven más que para recubrir unas concepciones esencialmente occidentales, y tan alejadas como es posible de las ideas hindúes. Así para dar un ejemplo, la palabra karma, que significa «acción» como ya la hemos dicho, se emplea constantemente en el sentido de «causalidad», lo que es más que una inexactitud; pero lo que es más grave, es que esta causalidad se concibe de una manera completamente especial, y que, por una falsa interpretación de la teoría del apûrva, que hemos expuesto a propósito de la Mîmânsâ, se la llega a convertir en una sanción moral. Ya nos hemos explicado suficientemente sobre este tema como para darse cuenta de toda la confusión de puntos de vista que supone esta deformación, y todavía, al reducirla a lo esencial, dejamos de lado todas las absurdidades accesorias de las que está rodeada; sea como sea, muestra cuan penetrado está el «teosofismo» de esa sentimentalidad que es especial de los occidentales, y, por lo demás, para ver hasta dónde lleva el «moralismo» y el pseudomisticismo, no hay más que abrir una cualquiera de las obras donde se expresan sus concepciones; e incluso, cuando se examinan obras cada vez más recientes, uno se apercibe de que esas tendencias van acentuándose también, quizás porque los jefes de la organización tienen una mentalidad cada vez más mediocre, pero quizás también porque esta orientación es verdaderamente la que responde mejor a la meta que se proponen. La única razón de ser de la terminología sánscrita, en el «teosofismo», es dar a lo que hace las veces de una doctrina, ya que no podemos consentir llamar a eso una doctrina, una apariencia propia para ilusionar a los occidentales y para seducir a algunos de entre ellos, a quienes les gusta el exotismo en la forma, pero que, en cuanto al fondo, se sienten muy felices de encontrar ahí unas concepciones y unas aspiraciones conformes a las suyas, y que serían completamente incapaces de comprender nada de las doctrinas auténticamente orientales; este estado de espíritu, frecuente en lo que se llama las «gentes del mundo», es bastante comparable al de los filósofos que sienten la necesidad de emplear palabras extraordinarias y pretenciosas para expresar ideas que, en suma, no difieren muy profundamente de las del vulgo. IGEDH: El teosofismo