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IGEDH: moderno

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

Si se considera lo que se ha convenido llamar la antigüedad clásica, y si se compara a las civilizaciones orientales, se constata fácilmente que está menos alejada de ellas, en algunos aspectos al menos, que la Europa moderna. La diferencia entre Oriente y Occidente parece que ha ido aumentando siempre, pero esta divergencia es en cierto modo unilateral, en el sentido de que es únicamente Occidente el que ha cambiado, mientras que Oriente, de una manera general, permanecía sensiblemente tal como era en aquella época que se ha tomado el hábito de considerar como antigua, y que, no obstante, todavía es relativamente reciente. La estabilidad, se podría decir incluso la inmutabilidad, es un carácter que se le reconoce gustosamente a las civilizaciones orientales, a la de China concretamente, pero sobre cuya interpretación es quizás menos fácil entenderse: los europeos, desde que se han puesto a creer en el «progreso» y en la «evolución», es decir, desde hace un poco más de un siglo, quieren ver en eso una marca de inferioridad, mientras que, al contrario, por nuestra parte, vemos en ello un estado de equilibrio que la civilización occidental se ha mostrado incapaz de alcanzar. Por lo demás, esta estabilidad se afirma tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, y se puede encontrar un ejemplo sorprendente de ello en el hecho de que la «moda», con sus variaciones continuas, no existe más que en los países occidentales. En suma, el occidental, y sobre todo el occidental moderno, aparece como esencialmente cambiante e inconstante, no aspirando más que al movimiento y a la agitación, mientras que el oriental presenta exactamente el carácter opuesto. IGEDH: La divergencia

No obstante, es menester tener bien presente que el pensamiento griego es a pesar de todo, en su esencia, un pensamiento occidental, y que ya se encuentran en él, entre algunas otras tendencias, el origen   y como el germen de la mayor parte de aquellas que se han desarrollado, mucho tiempo después, en los occidentales modernos. Así pues, sería menester no llevar demasiado lejos el empleo de la analogía que acabamos de señalar; pero, mantenida en unos justos límites, puede rendir todavía servicios considerables a aquellos que quieren comprender verdaderamente la antigüedad e interpretarla de la manera menos hipotética posible y, por lo demás, todo peligro será evitado si se tiene cuidado de tener en cuenta todo lo que sabemos perfectamente cierto sobre los caracteres especiales de la mentalidad helénica. En el fondo, las tendencias nuevas que se encuentran en el mundo grecorromano son sobre todo tendencias a la restricción y a la limitación, de suerte que las reservas que hay que aportar en una comparación con Oriente deben proceder casi exclusivamente del temor a atribuir a los antiguos de Occidente más de lo que han pensado verdaderamente: cuando se constata que han tomado algo de Oriente, sería menester no creer que lo hayan asimilado completamente, ni apresurarse a concluir de ello que haya identidad de pensamiento. Se pueden establecer aproximaciones numerosas e interesantes que no tienen equivalente en lo que concierne al Occidente moderno; pero por eso no es menos cierto que los modos esenciales del pensamiento oriental son completamente diferentes, y que, al no salir de los cuadros de la mentalidad occidental, aunque sea antigua, uno se condena fatalmente a desdeñar y a desconocer los aspectos de este pensamiento oriental que son precisamente los más importantes y los más característicos. Como es evidente que lo «más» no puede salir de lo «menos», esta única diferencia debería bastar, a falta de toda otra consideración, para mostrar de qué lado se encuentra la civilización que ha tomado préstamos de las otras. IGEDH: La divergencia

Para volver al esquema que indicábamos más atrás, debemos decir que su principal defecto, por lo demás inevitable en todo esquema, es simplificar demasiado las cosas, al representar la divergencia como habiendo ido creciendo de una manera continua desde la antigüedad hasta nuestros días. En realidad, hubo tiempos de detención en esta divergencia, hubo incluso épocas menos remotas en las que Occidente ha recibido de nuevo la influencia directa de Oriente: queremos hablar sobre todo del periodo alejandrino, y también de lo que los árabes han aportado a la Europa de la edad media, de lo que una parte les pertenecía en propiedad, mientras que el resto estaba sacado de la India; su influencia es bien conocida en cuanto al desarrollo de las matemáticas, pero estuvo lejos de limitarse a este dominio particular. La divergencia se reactivó en el Renacimiento, donde se produjo una ruptura muy clara con la época precedente, y la verdad es que este pretendido Renacimiento fue una muerte para muchas cosas, incluso desde el punto de vista de las artes, pero sobre todo desde el punto de vista intelectual; es difícil para un moderno aprehender toda la extensión y el alcance de lo que se perdió entonces. El retorno a la antigüedad clásica tuvo como efecto un empequeñecimiento de la intelectualidad, fenómeno comparable al que había tenido lugar antaño en los griegos mismos, pero con la diferencia capital de que ahora se manifestaba en el curso de la existencia de una misma raza, y ya no en el paso de algunas ideas de un pueblo a otro; es como si aquellos griegos, en el momento en que iban a desaparecer enteramente se hubieran vengado de su propia incomprehensión imponiendo a toda una parte de la humanidad los límites de su horizonte mental. Cuando a esta influencia vino a agregarse la de la Reforma, que por lo demás no fue quizás enteramente independiente de ella, las tendencias fundamentales del mundo moderno se establecieron claramente; la Revolución, con todo lo que representa en diversos dominios, y que equivale a la negación de toda tradición, debía ser la consecuencia lógica de su desarrollo. Pero no vamos a entrar aquí en el detalle de todas estas consideraciones, lo que correría el riesgo de llevarnos muy lejos; no tenemos la intención de hacer especialmente la historia de la mentalidad occidental, sino solamente de decir lo que es menester para hacer comprender lo que la diferencia profundamente de la intelectualidad oriental. Antes de completar lo que vamos a decir de los modernos a este respecto, nos es menester todavía volver de nuevo a los griegos, para precisar lo que hasta aquí sólo hemos indicado de una manera insuficiente, y para despejar el terreno, en cierto modo, explicándonos con suficiente claridad como para atajar algunas objeciones que son muy fáciles de prever. IGEDH: La divergencia

Las cuestiones relativas a la cronología son de las que embarazan más a los orientalistas, y este embarazo está generalmente bastante justificado; pero se equivocan, por una parte, al conceder a estas cuestiones una importancia excesiva, y, por otra, al creer que podrán llegar, con sus métodos ordinarios, a obtener soluciones definitivas, mientras que, de hecho, no llegan más que a hipótesis más o menos fantasiosas, sobre las que, por lo demás, están muy lejos de ponerse de acuerdo entre sí. No obstante, hay algunos casos que no presentan ninguna dificultad real, al menos en tanto que se quiera consentir no complicarnos, como por gusto, con las sutilezas y las argucias de una «crítica» y de una «hipercrítica» absurdas. Tal es concretamente el caso de los documentos que, como los antiguos anales chinos, contienen una descripción precisa del estado del cielo en la época a la que se refieren; el cálculo de su fecha exacta, que se basa sobre datos astronómicos ciertos, no puede admitir ninguna ambigüedad. Desafortunadamente, este caso no es general, es incluso casi excepcional, y los demás documentos, los documentos hindúes en particular, no ofrecen en su mayor parte nada de tal para guiar las investigaciones, lo que, en el fondo, prueba simplemente que sus autores no han tenido la menor preocupación de «registrar la fecha» en vista de reivindicar una prioridad cualquiera. La pretensión a la originalidad intelectual, que contribuye en una buena medida al nacimiento de los sistemas filosóficos, es, incluso entre los occidentales, algo completamente moderno, que la edad media ignoraba también; las ideas puras y las doctrinas tradicionales no han constituido nunca la propiedad de tal o cual individuo, y las particularidades biográficas de aquellos que las han expuesto e interpretado son de mínima importancia. Por lo demás, incluso para la China, la precisión que hacíamos hace un momento no se aplica apenas, a decir verdad, más que a los escritos históricos; pero, después de todo, esos son los únicos para los que la determinación cronológica presenta un verdadero interés, puesto que esta determinación misma no tiene sentido ni alcance más que desde el punto de vista de la historia únicamente. Es menester señalar, por otra parte, que, para aumentar la dificultad, existe en la India, y sin duda también en algunas civilizaciones extinguidas, una cronología, o más exactamente algo que tiene la apariencia de una cronología, basada sobre números simbólicos, que sería menester no tomar en modo alguno literalmente por números de años; y, ¿no se encuentra algo análogo hasta en la cronología bíblica? Únicamente, esta pretendida cronología se aplica exclusivamente, en realidad, a periodos cósmicos, y no a periodos históricos; entre los unos y los otros, no hay ninguna confusión posible, si no es por efecto de una ignorancia bastante grosera, y, no obstante, uno está bien forzado a reconocer que los orientalistas han dado muchos ejemplos de semejantes equivocaciones. IGEDH: Cuestiones de cronología

Esta apreciación muy breve permite comprender, en primer lugar, como no puede haber en Oriente nada que sea comparable a lo que son las naciones occidentales: la aplicación de las nacionalidades es en suma, en una civilización, el signo de una disolución parcial que resulta de la pérdida de lo que constituía su unidad profunda. En Occidente mismo, lo repetimos, la concepción de la nacionalidad es algo esencialmente moderno; no se podría encontrar nada análogo en todo lo que había existido antes, ni en las ciudades griegas, ni en el imperio romano, salido, por lo demás, de las extensiones sucesivas de la ciudad original, o en sus prolongamientos medievales más o menos indirectos, ni en las confederaciones o las ligas de pueblos a la manera céltica, y ni siquiera en los estados organizados jerárquicamente según el tipo feudal. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales

Así como ya lo hemos indicado, la civilización china es la única cuya unidad sea esencialmente, en su naturaleza profunda, una unidad de raza; su elemento característico, bajo este aspecto, es lo que los chinos llaman gen, concepción que se puede traducir, sin demasiada inexactitud, por «solidaridad de la raza». Esta solidaridad, que implica a la vez la perpetuidad y la comunidad de la existencia, se identifica por lo demás a la «idea de la vida», aplicación del principio metafísico de la «causa inicial» a la humanidad existente; y es de la transposición de esta noción al dominio social, con la puesta en obra continua de todas sus consecuencias prácticas, de donde se desprende la excepcional estabilidad de las instituciones chinas. Es esta misma concepción la que permite comprender que la organización social toda entera reposa aquí sobre la familia, prototipo esencial de la raza; en Occidente, se habría podido encontrar algo análogo, hasta un cierto punto, en la ciudad antigua, cuyo núcleo inicial le formaba también la familia, y donde el «culto de los antepasados» mismo, con todo lo que implica efectivamente, tenía una importancia de la que a los modernos les cuesta algún trabajo darse cuenta. No obstante, no creemos que, en ninguna otra parte que en China, se haya llegado nunca tan lejos en el sentido de una concepción de la unidad familiar que se opone a todo individualismo, que suprime por ejemplo la propiedad privada individual, y, por consiguiente, la herencia, y que hace en cierto modo la vida imposible al hombre que, voluntariamente o no, se encuentra cercenado de la comunidad de la familia. Esta juega, en la sociedad china, un papel al menos tan considerable como el de la casta en la sociedad hindú, y que le es comparable en algunos aspectos; pero su principio es completamente diferente. Por otra parte, la parte propiamente metafísica de la tradición, en China más que en cualquier otro sitio, está claramente separada de todo el resto, es decir, en suma, de sus aplicaciones a los diversos órdenes de relatividades; no obstante, no hay que decir que esta separación, por profunda que pueda ser, no podría llegar hasta una discontinuidad absoluta, que tendría como efecto privar de todo principio real a las formas exteriores de la civilización. Eso se ve muy claramente en el Occidente moderno, donde las instituciones civiles, despojadas de todo valor tradicional, pero arrastrando con ellas algunos vestigios del pasado, en adelante incomprendidos, producen a veces el efecto de una verdadera parodia ritual sin la menor razón de ser, y cuya observancia no es propiamente más que una «superstición», con toda la fuerza que da a esta palabra su acepción etimológica rigurosa. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales

Pensamos que ahora hemos caracterizado suficientemente la metafísica, y apenas podríamos hacer más sin entrar en la exposición de la doctrina misma, que no podría encontrar sitio aquí; por lo demás, estos datos serán completados en los capítulos siguientes, y particularmente cuando hablemos de la distinción entre la metafísica y lo que se llama generalmente por el nombre de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extrarreligioso del islamismo. Ahora bien, ¿no hay nada de tal en el mundo occidental? Si no se considera más que lo que existe actualmente, ciertamente no se podría dar a esta pregunta más que una respuesta negativa, ya que lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde a ningún grado a la concepción que hemos expuesto; por lo demás, tendremos que volver de nuevo sobre este punto. No obstante, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, al menos, hubo ahí verdaderamente metafísica en una cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, aquello era algo de lo que la mentalidad moderna no ofrece ya el menor equivalente, y cuya comprehensión parece estarle vedada. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es porque hay, como lo decíamos precedentemente, limitaciones que parecen verdaderamente inherentes a toda la intelectualidad occidental, al menos a partir de la antigüedad clásica; y ya hemos notado, a este respecto, que los griegos no tenían la idea del Infinito. Por lo demás, ¿por qué los occidentales modernos, cuando creen pensar en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser más que indefinido, y por qué confunden invenciblemente la eternidad, que reside esencialmente en el «no tiempo», si se puede expresar así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, mientras que, a los orientales, no se les ocurren semejantes errores? Es que la mentalidad occidental, vuelta casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, comete una confusión constante entre concebir e imaginar, hasta el punto de que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece verdaderamente impensable por eso mismo; y, ya en los griegos las facultades imaginativas eran preponderantes. Eso es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en estas condiciones, no podría haber intelectualidad en verdadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si agregamos a estas consideraciones aún otra confusión ordinaria, a saber, la de lo racional y lo intelectual, nos damos cuenta de que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los modernos, más que el ejercicio de esas facultades completamente individuales y formales que son la razón y la imaginación; y se puede comprender entonces todo lo que la separa de la intelectualidad oriental, para la que no es conocimiento verdadero y válido más que el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo informal. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica

Se puede comprender ahora lo que entendemos exactamente por pseudometafísica: es todo lo que, en los sistemas filosóficos, se presenta con pretensiones metafísicas, totalmente injustificadas por el hecho de la forma sistemática misma, que basta para quitar a las consideraciones de este género todo alcance real. Algunos de los problemas que se plantea habitualmente el pensamiento filosófico aparecen incluso como desprovistos, no sólo de toda importancia, sino de toda significación; hay ahí un montón de cuestiones que no reposan más que sobre un equívoco, sobre una confusión de puntos de vista, que no existen en el fondo sino porque están mal planteadas, y que no habría lugar a plantearlas verdaderamente; así pues, en muchos casos, bastaría poner su enunciado a punto para hacerlas desaparecer pura y simplemente, si la filosofía no tuviera, al contrario, el mayor interés en conservarlas, porque vive sobre todo de equívocos. Hay también otras cuestiones, que pertenecen por lo demás a órdenes de ideas muy diversos, que puede ser pertinente plantearlas, pero para las cuales un enunciado preciso y exacto implicaría una solución casi inmediata, dado que la dificultad que se encuentra en ellas es mucho más verbal que real; pero, si entre estas cuestiones hay algunas cuya naturaleza sería susceptible de darles un cierto alcance metafísico, le pierden enteramente por su inclusión en un sistema, ya que no basta que una cuestión sea de naturaleza metafísica, es menester también que, siendo reconocida tal, sea considerada y tratada metafísicamente. En efecto, es muy evidente que una misma cuestión puede ser tratada, ya sea bajo el punto de vista metafísico, o ya sea desde otro punto de vista cualquiera; así, las consideraciones a las que la mayor parte de los filósofos han juzgado bueno librarse sobre toda suerte de cosas pueden ser más o menos interesantes en sí mismas, pero no tienen, en todo caso, nada de metafísico. Es al menos deplorable que la falta de claridad que es tan característica del pensamiento occidental moderno, y que aparece tanto en las concepciones mismas como en su expresión, lo que permite discutir indefinidamente sin resolver nunca nada, deja el campo libre a una multitud de hipótesis que, ciertamente, se tiene el derecho de llamar filosóficas, pero que no tienen absolutamente nada en común con la metafísica verdadera. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

De lo que precede, resulta también que la metafísica carece de relación con todas las concepciones tales como el idealismo, el panteísmo, el espiritualismo, el materialismo, que llevan precisamente el carácter sistemático del pensamiento filosófico occidental; y eso es tanto más importante observarlo aquí cuanto que una de las manías comunes de los orientalistas es querer hacer entrar a toda costa el pensamiento oriental en esos cuadros estrechos que no están hechos para él; tendremos que señalar especialmente más adelante el abuso que se hace así de esas vanas etiquetas, o al menos de algunas de entre ellas. Por el momento no queremos insistir más que sobre un punto: es que la querella del espiritualismo y del materialismo, alrededor de la cual gira casi todo el pensamiento filosófico desde Descartes  , no interesa en nada a la metafísica pura; por lo demás, ese es un ejemplo de esas cuestiones que no tienen más que un tiempo, a las que hacíamos alusión hace un momento. En efecto, la dualidad «espíritu-materia» no se había planteado nunca como absoluta e irreductible anteriormente a la concepción cartesiana; los antiguos, los griegos concretamente, no tenían siquiera la noción de «materia» en el sentido moderno de esta palabra, como tampoco la tienen actualmente la mayor parte de los orientales: en sánscrito, no existe ninguna palabra que responda a esta noción, ni siquiera de lejos. La concepción de una dualidad de este género tiene como único mérito representar bastante bien la apariencia exterior de las cosas; pero, precisamente porque se queda en las apariencias, es completamente superficial, y, al colocarse en un punto de vista especial, puramente individual, deviene negadora de toda metafísica, desde que se le quiere atribuir un valor absoluto al afirmar la irreductibilidad de sus dos términos, afirmación en la que reside el dualismo propiamente dicho. Por lo demás, es menester no ver en esta oposición del espíritu y de la materia más que un caso muy particular del dualismo, ya que los dos términos de la oposición podrían ser otros que estos dos principios relativos, y sería igualmente posible considerar de la misma manera, según otras determinaciones más o menos especiales, una indefinidad de parejas de términos correlativos diferentes de esa. De una manera completamente general, el dualismo tiene como carácter distintivo detenerse en una oposición entre dos términos más o menos particulares, oposición que, sin duda, existe realmente desde un cierto punto de vista, y esa es la parte de verdad que encierra el dualismo; pero, al declarar esta oposición irreductible y absoluta, en lugar de ser completamente contingente y relativa, se impide ir más allá de los dos términos que ha colocado uno frente al otro, y es así como se encuentra limitado por lo que constituye su carácter de sistema. Si no se acepta esta limitación, y si se quiere resolver la oposición a la que el dualismo se aferra obstinadamente, podrán presentarse diferentes soluciones; y, primeramente, encontramos en efecto dos en los sistemas filosóficos que se pueden colocar bajo la común denominación de monismo. Se puede decir que el monismo se caracteriza esencialmente por esto, que, no admitiendo que haya una irreductibilidad absoluta, y queriendo sobrepasar la oposición aparente, cree llegar a ello reduciendo uno de sus dos términos al otro; si se trata, en particular, de la oposición del espíritu y de la materia, se tendrá así, por una parte, el monismo espiritualista, que pretende reducir la materia al espíritu, y, por otra parte, el monismo materialista, que pretende al contrario reducir el espíritu a la materia. El monismo, cualquiera que sea, tiene razón al admitir que no hay oposición absoluta, ya que, en eso, es menos estrictamente limitado que el dualismo, y constituye al menos un esfuerzo para penetrar más en el fondo de las cosas; pero, casi fatalmente, le ocurre que cae en otro defecto, y que desdeña completamente, cuando no niega, la oposición que, incluso si no es más que una apariencia, por eso no merece menos ser considerada como tal: es pues, aquí también, la exclusividad del sistema la que constituye su primer defecto. Por otra parte, al querer reducir directamente uno de los dos términos al otro, no se sale nunca completamente de la alternativa que ha sido planteada por el dualismo, puesto que no se considerará nada que esté fuera de estos dos mismos términos de los que el dualismo había hecho sus principios fundamentales; y habría incluso lugar a preguntarse si, al ser estos dos términos correlativos, uno tiene todavía su razón de ser sin el otro, es decir, si es lógico conservar uno desde que se suprime el otro. Además, nos encontramos entonces en presencia de dos soluciones que, en el fondo, son mucho más equivalentes de lo que parece superficialmente: que el monismo espiritualista afirme que todo es espíritu, y que el monismo materialista afirme que todo es materia, eso no tiene en suma sino muy poca importancia, tanto más cuanto que cada uno se encuentra obligado a atribuir al principio que conserva las propiedades más esenciales del que suprime. Se concibe que, sobre este terreno, la discusión entre espiritualistas y materialistas debe degenerar bien pronto en una simple querella de palabras; las dos soluciones monistas opuestas no constituyen en realidad más que las dos caras de una solución doble, por lo demás completamente insuficiente. Es aquí donde debe intervenir otra solución; pero, mientras que, con el dualismo y el monismo, no teníamos que tratar más que con dos tipos de concepciones sistemáticas y de orden puramente filosófico, ahora va a tratarse de una doctrina que se coloca, al contrario, en el punto de vista metafísico, y que, por consiguiente, no ha recibido ninguna denominación en la filosofía occidental, que no puede más que ignorarla. Designaremos esta doctrina como el «no dualismo», o mejor todavía como la «doctrina de la no dualidad», si se quiere traducir tan exactamente como es posible el término sánscrito adwaita-vâda, que no tiene equivalente usual en ninguna lengua europea; la primera de estas dos expresiones tiene la ventaja de ser más breve que la segunda, y es por lo que la adoptaremos gustosamente, pero, no obstante, tiene un inconveniente en razón de la presencia de la terminación «ismo», que en el lenguaje filosófico, va unida ordinariamente a la designación de los sistemas; se podría decir, es cierto, que es menester hacer recaer la negación sobre la palabra «dualismo» todo entera, comprendida su terminación, entendiendo con esto que esta negación debe aplicarse precisamente al dualismo en tanto que concepción sistemática. Sin admitir mas irreductibilidad absoluta que el monismo, el «no dualismo» difiere profundamente de éste, en que no pretende en modo alguno por eso que uno de los dos términos sea pura y simplemente reductible al otro; los considera a uno y a otro simultáneamente en la unidad de un principio común, de orden más universal, y en el que están contenidos igualmente, no ya como opuestos, hablando propiamente, sino como complementarios, por una suerte de polarización que no afecta en nada a la unidad esencial de este principio común. Así, la intervención del punto de vista metafísico tiene como efecto resolver inmediatamente la oposición aparente, y, por lo demás, únicamente él permite hacerlo verdaderamente, allí donde el punto de vista filosófico mostraba su impotencia; y lo que es verdadero para la distinción del espíritu y de la materia, lo es igualmente para cualquier otra entre todas las que se podrían establecer del mismo modo entre aspectos más o menos especiales del ser, y que son en multitud indefinida. Por lo demás, si se puede considerar simultáneamente toda esta indefinidad de las distinciones que son así posibles, y que son todas igualmente verdaderas y legítimas desde sus puntos de vista respectivos, es porque ya no nos encontramos encerrados en una sistematización limitada a una de esas distinciones con exclusión de todas las otras; y así, el «no dualismo» es el único tipo de doctrina que responde a la universalidad de la metafísica. Los diversos sistemas filosóficos pueden, en general, bajo un aspecto o bajo otro, vincularse, ya sea al dualismo, o ya sea al monismo; pero sólo el «no dualismo», tal como acabamos de indicar, su principio, es susceptible de rebasar inmensamente el alcance de toda filosofía, porque sólo él es propia y puramente metafísico en su esencia, o, en otros términos, constituye una expresión del carácter más esencial y más fundamental de la metafísica misma. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Para dar un ejemplo que aclarará lo que acabamos de decir, tomaremos el caso del atomismo, sobre el que tendremos todavía que volver después: esta concepción es claramente heterodoxa, ya que está en desacuerdo formal con el Vêda, y, por lo demás, su falsedad es fácilmente demostrable, ya que implica en sí misma elementos contradictorios; heterodoxia y absurdidad son por tanto verdaderamente sinónimos en el fondo. En la India, el atomismo apareció primero en la escuela cosmológica de Kanâda; por lo demás, hay que destacar que las concepciones heterodoxas no podían apenas formarse en las escuelas dadas a la especulación puramente metafísica, por que, sobre el terreno de los principios, la absurdidad resalta mucho más inmediatamente que en las aplicaciones secundarias. Esta teoría atomista, no fue nunca, en los hindúes, más que una simple anomalía sin mayor importancia, al menos en tanto que no vino a sumarse a ella algo más grave; así pues, no tuvo más que una extensión muy restringida, sobre todo si se compara con la que debía adquirir más tarde en los griegos, donde fue aceptada corrientemente por diversas escuelas de «filosofía física», porque los principios tradicionales faltaban ya, y donde el epicureísmo sobre todo le dio una difusión considerable, cuya influencia se ejerce todavía sobre los occidentales modernos. Para volver de nuevo a la India, el atomismo no se presentó primeramente más que como una teoría cosmológica especial, cuyo alcance, como tal, estaba bastante limitado; pero, para aquellos que admitían esta teoría, la heterodoxia sobre este punto particular lógicamente debía acarrear la heterodoxia sobre muchos otros puntos, ya que en la doctrina tradicional todo está estrechamente emparentado. Así, la concepción de los átomos como elementos constitutivos de las cosas tiene por corolario la del vacío en el que esos átomos deben moverse; de ahí debía salir más pronto o más tarde una teoría del «vacío universal», entendido no en un sentido metafísico que se refiere a lo «no manifestado», sino al contrario en un sentido físico o cosmológico, y es lo que tuvo lugar en efecto con algunas escuelas búdicas que, al identificar este vacío con el akâsha o éter, fueron conducidas naturalmente por eso mismo a negar la existencia de éste como elemento corporal, y a no admitir más que cuatro elementos en lugar de cinco. A este propósito, es menester observar también que la mayor parte de los filósofos griegos no han admitido tampoco más que cuatro elementos, como las escuelas búdicas de que se trata, y que, si algunos han hablado no obstante del éter, no lo han hecho nunca sino de una manera bastante restringida, dándole una acepción mucho más especial que los hindúes, y por lo demás mucho menos clara. Ya hemos dicho suficientemente de qué lado deben estar las apropiaciones cuando se constatan concordancias de este género, y sobre todo cuando esas apropiaciones se han hecho de una manera incompleta que es quizás su marca más visible; y que nadie vaya a objetar que los hindúes habrían «inventado» el éter después, por razones más o menos plausibles, análogas a las que le hacen ser aceptado bastante generalmente por los físicos modernos; sus razones son de un orden completamente diferente y no están sacadas de la experiencia; no hay ninguna «evolución» de las concepciones tradicionales, así como ya lo hemos explicado, y por lo demás el testimonio de los textos védicos es formal tanto para el éter como para los otros cuatro elementos corporales. Así pues, parece que los griegos, cuando estuvieron en contacto con el pensamiento hindú, sólo recogieron este pensamiento, en muchos de los casos, deformado y mutilado, y con la agravante de que no siempre lo expusieron fielmente tal como le habían recogido; por lo demás, es posible, como lo hemos indicado, que se hayan encontrado, en el curso de su historia, en relaciones más directas y más seguidas con los budistas, o al menos con algunos budistas, que con los hindúes. Sea como sea, agregamos todavía, en lo que concierne al atomismo, que lo que constituye sobre todo su gravedad, es que sus caracteres le predisponen a servir de fundamento a ese «naturalismo» que es tan generalmente contrario al pensamiento oriental como frecuente, bajo formas más o menos acentuadas, en las concepciones occidentales; se puede decir en efecto que, si todo «naturalismo» no es forzosamente atomista, el atomismo es siempre más o menos «naturalista», en tendencia al menos; cuando se incorpora a un sistema filosófico, como fue el caso en los griegos, deviene incluso «mecanicista», lo que no quiere decir siempre «materialista», ya que el materialismo es algo enteramente moderno. Aquí, por lo demás, importa poco, puesto que en la India no es de sistemas filosóficos de lo que se trata, como tampoco de dogmas religiosos; las desviaciones mismas del pensamiento hindú no han sido nunca ni religiosas ni filosóficas, y eso es verdad incluso para el budismo, que, en todo el Oriente, es no obstante lo que parece acercarse más, en algunos aspectos, a los puntos de vista occidentales, y lo que, por eso mismo, se presta más fácilmente a las falsas asimilaciones a las que están acostumbrados los orientalistas; a este propósito, y aunque el estudio del budismo no entra propiamente en nuestro tema, no obstante nos es menester decir aquí al menos algunas palabras, aunque no sea más que para disipar algunas confusiones corrientes en Occidente. IGEDH: Ortodoxia y heterodoxia

La verdad es que el budismo no es ni una religión ni una filosofía, aunque, sobre todo en aquellas de sus formas que tienen la preferencia de los orientalistas, esté más cerca de una y otra en algunos aspectos, que lo están las doctrinas tradicionales hindúes. En efecto, en eso se trata de escuelas que, habiéndose puesto fuera de la tradición regular, y habiendo perdido por eso mismo de vista la metafísica verdadera, debían ser llevadas inevitablemente a substituir ésta por algo que se parece al punto de vista filosófico en una cierta medida, pero sólo en una cierta medida. Se encuentran en ellas especulaciones que, si no se consideran más que superficialmente, pueden hacer pensar en la psicología, pero, evidentemente, eso no es propiamente psicología, que es algo completamente occidental e, inclusive en Occidente, completamente reciente, puesto que no data realmente más que de Locke  ; sería menester no atribuir a los budistas una mentalidad que procede muy especialmente del moderno empirismo anglosajón. El acercamiento, para ser legítimo, no debe de llegar hasta una asimilación y, de modo semejante, en lo que concierne a la religión, el budismo no le es efectivamente comparable más que sobre un punto, importante sin duda, pero insuficiente para hacer concluir en una identidad de pensamiento: es la introducción de un elemento sentimental, que, por lo demás, puede explicarse en todos los casos por una adaptación a las condiciones particulares del período en el que han tomado nacimiento las doctrinas que están afectadas por él, y que, por consecuencia, está lejos de implicar necesariamente que estás sean todas de una misma especie. La diferencia real de los puntos de vista puede ser mucho más esencial que una semejanza que, en suma, recae sobre todo sobre la forma de expresión de las doctrinas; eso es lo que desconocen concretamente aquellos que hablan de «moral búdica»: lo que toman por moral, tanto más fácilmente cuanto que su lado sentimental puede prestarse en efecto a esta confusión, se considera en realidad bajo un aspecto completamente diferente y tiene una razón de ser muy diferente, que no es siquiera de un orden equivalente. Un ejemplo bastará para permitir darse cuenta de ello: la fórmula bien conocida: «Que los seres sean felices», concierne a la universalidad de los seres, sin ninguna restricción, y no únicamente a los seres humanos; esa es una extensión de la que el punto de vista moral, por definición misma, no es susceptible de ninguna manera. La «compasión» búdica no es en modo alguno la «piedad» de Schoppenhauer; sería comparable más bien a la «caridad cósmica» de los musulmanes, que es, por lo demás, perfectamente transponible fuera de todo sentimentalismo. Por eso no es menos cierto que el budismo está incontestablemente revestido de una forma sentimental que, sin llegar hasta el «moralismo», constituye no obstante un elemento característico que hay que tener en cuenta, tanto más cuanto que es uno de aquellos que le diferencian muy claramente de las doctrinas hindúes, y que le hacen aparecer como ciertamente más alejado que éstas de la «primordialidad» tradicional. IGEDH: A propósito del budismo

En razón de la naturaleza de la Mîmânsâ, es a este darshana al que se refieren más directamente los Vêdângas, ciencias auxiliares del Vêda que hemos definido más atrás; basta remitirse a esas definiciones para darse cuenta del lazo estrecho que presentan con el tema actual. Es así como la Mîmânsâ insiste sobre la importancia que tienen, para la comprehensión de los textos, la ortografía exacta y la pronunciación correcta que enseña la shikshâ, y como distingue las diferentes clases de mantras según los ritmos que les son propios, lo que depende del chandas. Por otra parte, se encuentran en ella consideraciones relativas al vyâkarana, es decir, gramaticales, como la distinción de la acepción regular de las palabras y de sus acepciones dialectales o bárbaras, precisiones sobre algunas formas particulares que se emplean en el Vêda y sobre los términos que tienen en él un sentido diferente de su sentido usual; es menester agregar a eso, en varias ocasiones, las interpretaciones etimológicas y simbólicas que constituyen el objeto del nirukta. En fin, el conocimiento del jyotisha es necesario para determinar el tiempo en que deben cumplirse los ritos, y, en cuanto al Kalpa, hemos visto que resume las prescripciones que conciernen a su cumplimiento mismo. Además, la Mîmânsâ trata un gran número de cuestiones de jurisprudencia, y no hay lugar a sorprenderse de ello, puesto que, en la civilización hindú, toda la legislación es esencialmente tradicional; por lo demás, se puede destacar una cierta analogía en la manera en que son conducidos, por una parte, los debates jurídicos, y, por otra, las discusiones de la Mîmânsâ, y hay incluso identidad en los términos que sirven para designar las fases sucesivas de los unos y de los otros. Esta semejanza no es ciertamente fortuita, pero sería menester no ver en ella más que lo que es en realidad, un signo de la aplicación de un mismo espíritu a dos actividades conexas, aunque distintas; esto basta para reducir a su justo valor las pretensiones de los sociólogos, que, llevados por el error bastante común de reducirlo todo a su especialidad, aprovechan todas las similitudes de vocabulario que pueden observar, particularmente en el dominio de la lógica, para concluir que ha habido plagios de las instituciones sociales, como si las ideas y los modos de razonamiento no pudieran existir independientemente de esas instituciones, que, a decir verdad, no representan no obstante más que una aplicación de algunas ideas necesariamente preexistentes. Algunos han creído salir de esta alternativa y mantener la primordialidad del punto de vista social inventando lo que han llamado la «mentalidad prelógica»; pero esta suposición extravagante, así como su concepción general de los «primitivos», no reposa sobre nada serio, es contradicha incluso por todo lo que sabemos de cierto sobre la antigüedad, y lo mejor sería relegarla al dominio de la fantasía pura, con todos los «mitos» que sus inventores atribuyen gratuitamente a los pueblos cuya verdadera mentalidad ignoran. Hay ya suficientes diferencias reales y profundas entre las maneras de pensar propias a cada raza y a cada época, sin imaginar modalidades inexistentes, que complican las cosas más que las explican, y sin ir a buscar el supuesto tipo primordial de la humanidad en algún poblado degenerado, que ya no sabe muy bien él mismo lo que piensa, pero que jamás ha pensado ciertamente lo que se le atribuye; únicamente, los verdaderos modos del pensamiento humano, distintos de los del Occidente moderno, escapan tan completamente a los sociólogos como a los orientalistas. IGEDH: La Mîmânsâ

Hemos dicho que la casta superior, la de los brâhmanas, tiene como función esencial conservar y trasmitir la doctrina tradicional; esa es su verdadera razón de ser, puesto que es sobre esta doctrina donde reposa el orden social, que no podría encontrar en otra parte los principios sin los que no hay nada estable ni duradero. Allí donde la tradición es todo, aquellos que son sus depositarios deben lógicamente ser todo; o al menos, como la diversidad de las funciones necesarias al organismo social entraña una incompatibilidad entre ellas y exige su cumplimiento por individuos diferentes, estos individuos dependen todos esencialmente de los detentadores de la tradición, puesto que, si no participan efectivamente en ésta, tampoco podrían participar efectivamente en la vida colectiva: ese es el sentido verdadero y completo de la autoridad espiritual e intelectual que pertenece a los brâhmanas. Esa es también, al mismo tiempo, la explicación del vinculamiento profundo e indefectible que une al discípulo con el maestro, no sólo en la India, sino en todo el Oriente, y cuyo análogo se buscaría vanamente en el Occidente moderno; en efecto, la función del instructor es verdaderamente una «paternidad espiritual», y es por eso por lo que el acto ritual y simbólico por el que comienza es un «segundo nacimiento» para el que es admitido a recibir la enseñanza por una transmisión regular. Es esta idea de «paternidad espiritual» la que expresa muy exactamente la palabra gurú, que designa al instructor en los hindúes, y que tiene también el sentido de «antepasado»; es a esta misma idea a la que hace alusión, en los árabes, la palabra sheikh, que con el sentido propio de «anciano», tiene un empleo idéntico. En China, la concepción dominante de la «solidaridad de la raza» da al pensamiento correspondiente un matiz diferente, y hace asimilar el papel del instructor al de un «hermano mayor», guía y sostén natural de aquellos que le siguen en la vía tradicional, y que no devendrá un «antepasado» sino después de su muerte; pero, la expresión de «nacer al conocimiento», no es por eso menos, allí como en cualquier otra parte, de un uso corriente. IGEDH: La enseñanza tradicional

Del orientalismo oficial, aquí diremos poco, porque ya hemos señalado, en varias ocasiones, la insuficiencia de sus métodos y la falsedad de sus conclusiones: si le hemos tenido así casi constantemente en vista, mientras que no nos preocupábamos apenas de otras interpretaciones occidentales, es porque éste se presenta al menos con una apariencia de seriedad que éstas no tienen, lo que nos obliga a hacer una diferencia que es en ventaja suya. No entendemos contestar la buena fe de los orientalistas, que está generalmente fuera de duda, ni tampoco la realidad de su erudición especial, lo que contestamos, es su competencia para todo lo que rebasa el dominio de la simple erudición. Por lo demás, es menester rendir homenaje a la modestia muy loable con la que algunos de entre ellos, que tienen consciencia de los límites de su competencia verdadera, se niegan a librarse a un trabajo de interpretación de las doctrinas; pero, desafortunadamente, ésos no son más que una minoría, y la gran mayoría está constituido por aquellos que, tomando la erudición como un fin en sí misma, así como lo decíamos al comienzo, creen muy sinceramente que sus estudios lingüísticos e históricos les dan el derecho de hablar de toda suerte de cosas. Es con éstos últimos con los que pensamos que no se podría ser demasiado severo, en cuanto a los métodos que emplean y a los resultados que obtienen, respetando siempre, bien entendido, a las individualidades que pueden merecerlo a todos los respectos, puesto que son muy poco responsables de su partidismo y de sus ilusiones. El exclusivismo es una consecuencia natural de la estrechez de miras, de lo que hemos llamado la «miopía intelectual», y este defecto mental no parece más curable que la miopía física; por lo demás, es, como ésta, una deformación producida por el efecto de algunos hábitos que conducen a ella insensiblemente y sin que uno se aperciba de ello, aunque sea menester sin duda estar predispuesto. En estas condiciones, no hay que sorprenderse de la hostilidad de la que hacen prueba la mayoría de los orientalistas con respecto a aquellos que no se someten a sus métodos y que no adoptan sus conclusiones; eso no es mas que un caso particular de las consecuencias que entraña normalmente el abuso de la especialización, y una de las innumerables manifestaciones de ese espíritu «cientificista» que se toma demasiado fácilmente por el verdadero espíritu científico. Únicamente, a pesar de todas las excusas que se pueden encontrar así a la actitud de los orientalistas, por eso no es menos evidente que los pocos resultados válidos a los que sus trabajos han podido llevar, bajo ese punto de vista especial de la erudición que es el suyo, están muy lejos de compensar el daño que pueden hacer a la intelectualidad general, al obstruir todas las demás vías que podrían conducir mucho más lejos a aquellos que fueran capaces de seguirlas: dados los prejuicios del Occidente moderno, para desviar de tales vías a casi todos aquellos que estarían tentados de comprometerse en ellas, basta declarar solemnemente que eso «no es científico», porque no se conforma a los métodos y a las teorías aceptadas y enseñadas oficialmente en las universidades. Cuando se trata de defenderse contra un peligro cualquiera, generalmente no se pierde el tiempo buscando responsabilidades; así pues, si algunas opiniones son peligrosas intelectualmente, y pensamos que ese es el caso aquí, uno deberá esforzarse en destruirlas sin preocuparse de aquellos que las han emitido o que las defienden, y cuya honorabilidad no está en modo alguno en entredicho. Las consideraciones de personas, que son muy poca cosa respecto a las ideas, no podrían impedir legítimamente combatir las teorías que obstaculizan algunas realizaciones; por lo demás, como estas realizaciones, sobre las que volveremos en nuestra conclusión, no son inmediatamente posibles, y como toda preocupación de propaganda nos está prohibida, el medio más eficaz de combatir las teorías en cuestión no es discutir indefinidamente sobre el terreno donde se colocan, sino hacer aparecer las razones de su falsedad restableciendo la verdad pura y simple, única que importa esencialmente a aquellos que pueden comprenderla. IGEDH: El orientalismo oficial

Ya hemos dicho que ese espíritu «evolucionista» es inherente al «método histórico», y se puede ver una aplicación de ello, entre muchas otras, en esa singular teoría según la cual las concepciones religiosas, o supuestas religiosas, habrían debido pasar necesariamente por una serie de fases sucesivas, de las que las principales llevan comúnmente los nombres de fetichismo, de politeísmo, y de monoteísmo. Esta hipótesis es comparable a la que se ha emitido en el dominio de la lingüística, y según la cual las lenguas, en el curso de su desarrollo, pasarían sucesivamente por las formas monosilábicas, aglutinante y flexional: se trata de una suposición completamente gratuita, que no está confirmada por ningún hecho, y a la que los hechos son incluso claramente contrarios, dado que nadie ha podido descubrir nunca el menor indicio del paso real de una a otra de tales formas; lo que se ha tomado por tres fases sucesivas, en virtud de una idea preconcebida, son simplemente tres tipos diferentes a los que se vinculan respectivamente los diversos grupos lingüísticos, y cada uno de ellos permanece siempre en el tipo al que pertenece. Se puede decir otro tanto de otra hipótesis de orden más general, la que Augusto Comte ha formulado bajo el nombre de «ley de los tres estados», y en la que trasforma en estados sucesivos dominios diferentes del pensamiento, que siempre pueden existir simultáneamente, pero entre los cuales quiere ver una incompatibilidad, porque se ha imaginado que todo conocimiento posible tenía exclusivamente como objeto la explicación de los fenómenos naturales, lo que no se aplica en realidad más que al conocimiento científico. Se ve que esta concepción fantasiosa de Comte, que, sin ser propiamente «evolucionista», tenía algo del mismo espíritu, está emparentada a la hipótesis del «naturalismo» primitivo, puesto que las religiones no pueden ser en ella más que ensayos prematuros y provisorios al mismo tiempo que una preparación indispensable, de lo que será más tarde la explicación científica; y, en el desarrollo mismo de la fase religiosa, Comte cree poder establecer precisamente, como otras tantas subdivisiones, los tres grados fetichista, politeísta y monoteísta. No insistiremos más sobre la exposición de esta concepción, por lo demás bastante generalmente conocida, pero hemos creído bueno destacar la correlación, muy frecuentemente desapercibida, de puntos de vista diversos, que proceden todos de las mismas tendencias generales del espíritu occidental moderno. IGEDH: La ciencia de las religiones

El «teosofismo» da una importancia considerable a la idea de la «evolución», lo que es muy occidental y muy moderno; y, como la mayoría de las ramas del espiritismo, al que está un poco ligado por sus orígenes, asocia esta idea a la de la «reencarnación». Esta última concepción parece haber tomado nacimiento en algunos pensadores socialistas de la primera mitad del siglo XIX, para quienes estaba destinada a explicar la desigualdad de las condiciones sociales, particularmente chocante a sus ojos, aunque sea completamente natural en el fondo, y que, para quien comprende el principio de la institución de las castas, fundado sobre la diferencia de las naturalezas individuales, la cuestión no se plantea; por lo demás, las teorías de este género, como las del «evolucionismo», no explican nada verdaderamente, y, al posponer la dificultad, si es que hay dificultad, incluso indefinidamente si se quiere, finalmente la dejan subsistir toda entera; y, si no hay dificultad, son perfectamente inútiles. En lo que concierne a la pretensión de hacer remontar la concepción «reencarnacionista» a la antigüedad, no reposa sobre nada, si no es sobre la incomprehensión de algunas expresiones simbólicas, de donde ha nacido una grosera interpretación de la «metempsicosis» pitagórica en el sentido de una suerte de «transformismo» psíquico; es de la misma manera como se ha podido tomar por vidas terrestres sucesivas lo que, no sólo en las doctrinas hindúes, sino en el budismo mismo, es una serie indefinida de cambios de estado de un ser, en los que cada ser tiene sus condiciones características propias, diferentes de las de otros, y que constituyen para el ser un ciclo de existencia que no puede recorrer más que una sola vez, y donde la existencia terrestre, o incluso, más generalmente, corporal, no representa más que un estado particular entre una indefinidad de otros. La verdadera teoría de los estados múltiples del ser es de la más alta importancia desde el punto de vista metafísico; no podemos desarrollarla aquí, pero nos ha ocurrido forzosamente hacer algunas alusiones a ella, concretamente a propósito del apûrva y de las «acciones y reacciones concordantes». En cuanto al «reencarnacionismo», que no es más que una inepta caricatura de esta teoría, todos los orientales, salvo quizás algunos ignorantes más o menos occidentalizados cuya opinión no tiene ningún valor, son unánimemente opuestos a ella; por lo demás, su absurdidad metafísica es fácilmente demostrable, ya que admitir que un ser puede pasar varias veces por el mismo estado equivale a suponer una limitación de la Posibilidad universal, es decir, a negar el Infinito, y esta negación, en sí misma, es contradictoria en grado sumo. Conviene dedicarse a combatir muy especialmente la idea de la «reencarnación», primero porque es absolutamente contraria a la verdad, como acabamos de hacerlo ver en pocas palabras, y después por otra razón de orden más contingente, que es que esta idea, popularizada sobre todo por el espiritismo, la más ininteligente de todas las escuelas «neoespiritualistas», y al mismo tiempo la más extendida, es una de aquellas que contribuyen más eficazmente a ese trastorno mental que señalábamos al comienzo del presente capítulo, y cuyas víctimas son desafortunadamente mucho más numerosas de lo que pueden pensar aquellos que no están al corriente de estas cosas. Naturalmente, no podemos insistir aquí sobre este punto de vista; pero, por otro lado, es menester agregar también que, mientras los espiritistas se esfuerzan en demostrar la pretendida «reencarnación», del mismo modo que la inmortalidad del alma, «científicamente», es decir, por la vía experimental, que es absolutamente incapaz de dar el menor resultado a este respecto, la mayor parte de los «teosofistas» parecen ver en ella una suerte de dogma o artículo de fe, que es menester admitir por motivos de orden sentimental, pero sin que haya lugar a buscar dar de ella ninguna prueba racional o sensible. Eso muestra muy claramente que se trata de constituir una pseudorreligión, en competencia con las religiones verdaderas de Occidente, y sobre todo con el catolicismo, ya que, en lo que concierne al protestantismo, se acomoda muy bien en la multiplicidad de las sectas, que engendra incluso espontáneamente por efecto de su ausencia de principios doctrinales; esta pseudorreligión «teosofista» ha intentado darse una forma definida tomando como punto central el anuncio de la venida inminente de un «gran instructor», presentado por sus profetas como el Mesías futuro y como una «reencarnación» de Cristo: entre las transformaciones diversas del «teosofismo», esa, que aclara singularmente su concepción del «cristianismo esotérico», es la última en fecha, al menos hasta este día, pero no es la menos significativa. IGEDH: El teosofismo

Al buscar hacer comprender la necesidad de un acercamiento con Oriente, nos hemos atenido, aparte de la cuestión del beneficio intelectual que sería su resultado inmediato, a un punto de vista que es todavía completamente contingente, o al menos que parece serlo cuando uno no le vincula a algunas otras consideraciones que no nos era posible abordar, y que tocan sobre todo al sentido profundo de esas leyes cíclicas cuya existencia nos hemos limitado a mencionar; eso no impide que este punto de vista, incluso tal como le hemos expuesto, nos parezca muy propio para retener la atención de los espíritus serios y para hacerlos reflexionar, con la única condición de que no estén enteramente cegados por los principios comunes del Occidente moderno. Estos prejuicios están llevados a su grado más alto en los pueblos germánicos y anglosajones, que son así, mentalmente más aún que físicamente, los más alejados de los orientales; como los eslavos no tienen más que una intelectualidad reducida en cierto modo al mínimo, y como el celtismo ya no existe apenas más que en el estado de recuerdo histórico, no quedan más que los pueblos llamados latinos, y que lo son en efecto por las lenguas que hablan y por las modalidades especiales de su civilización, si no por sus orígenes étnicos, en los que la realización de un plan como el que acabamos de indicar podría tomar, con algunas posibilidades de éxito, su punto de partida. Este plan conlleva en suma dos fases principales, que son la constitución de la elite intelectual y su acción sobre el medio occidental; pero, sobre los medios de la una y de la otra, no se puede decir nada actualmente, ya que sería prematuro a todos los respectos; en eso no hemos querido considerar, lo repetimos, más que posibilidades sin duda muy lejanas, pero que por eso no dejan de serlo, lo que es suficiente para que se las deba considerar. Entre las cosas que preceden, hay algunas que quizás hubiéramos vacilado escribirlas antes de los últimos acontecimientos, que parecen haber acercado un poco estas posibilidades, o que, al menos, pueden permitir comprenderlas mejor; sin dar una importancia excesiva a las contingencias históricas, que no afectan en nada a la verdad, es menester no olvidar que hay una cuestión de oportunidad que frecuentemente debe intervenir en la formulación exterior de esta verdad. IGEDH: Conclusión

Faltan todavía muchas cosas en esta conclusión para que sea completa, y estas cosas son incluso las que conciernen a los aspectos más profundos, y, por tanto, más verdaderamente esenciales de las doctrinas orientales y de los resultados que pueden esperar de su estudio aquellos que son capaces de llevarle suficientemente lejos; aquello de lo que se trata puede ser presentido, en una cierta medida, por lo que hemos dicho sobre el tema de la realización metafísica, pero al mismo tiempo hemos indicado las razones por las que no nos era posible insistir más al respecto, sobre todo en una exposición preliminar como ésta; quizás volvamos de nuevo a ello en otra parte, pero es ahí sobre todo donde es menester acordarse siempre de que, según una formula extremo oriental, «el que sabe diez no debe enseñar más que nueve». Sea como sea, todo lo que puede ser desarrollado sin reservas, es decir, todo lo que hay de expresable en el lado puramente teórico de la metafísica, es aún más que suficiente para que, a aquellos que pueden comprenderlo, incluso si no van más allá, las especulaciones analíticas y fragmentarías del Occidente moderno se les aparezcan tales como son en realidad, es decir, como una investigación vana e ilusoria, sin principio y sin meta final, y cuyos mediocres resultados no valen ni el tiempo ni los esfuerzos de aquel que tiene un horizonte intelectual suficientemente extenso como para no limitar a eso su actividad. IGEDH: Conclusión