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IGEDH: moderna

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

Cuando hablamos, por ejemplo, de la mentalidad occidental o europea, empleando indiferentemente una u otra de estas dos palabras, con ello entendemos la mentalidad propia de la raza europea tomada en su conjunto. Así pues, llamaremos europeo a todo lo que se refiere a esta raza, y aplicaremos esta denominación común a todos los individuos que han salido de ella, en cualquier parte del mundo donde se encuentren: así, los americanos y los australianos, para no citar más que a éstos, son para nosotros europeos, exactamente del mismo modo que los hombres de la misma raza que han continuado habitando en Europa. Es muy evidente, en efecto, que el hecho de haberse trasladado a otra región, o incluso de haber nacido en ella, no podría modificar por sí mismo la raza, ni por consecuencia, la mentalidad que es inherente a ésta, e incluso si el cambio de medio es susceptible de determinar más pronto o más tarde algunas modificaciones, no serán sino modificaciones bastante secundarias, que no afectan a los caracteres verdaderamente esenciales de la raza, sino que, al contrario, a veces hacen resaltar más claramente algunos de entre ellos. Es así como se puede constatar sin esfuerzo, en los americanos, el desarrollo llevado al extremo de algunas de las tendencias que son constitutivas de la mentalidad europea moderna. IGEDH: Oriente y Occidente

Si se considera lo que se ha convenido llamar la antigüedad clásica, y si se compara a las civilizaciones orientales, se constata fácilmente que está menos alejada de ellas, en algunos aspectos al menos, que la Europa moderna. La diferencia entre Oriente y Occidente parece que ha ido aumentando siempre, pero esta divergencia es en cierto modo unilateral, en el sentido de que es únicamente Occidente el que ha cambiado, mientras que Oriente, de una manera general, permanecía sensiblemente tal como era en aquella época que se ha tomado el hábito de considerar como antigua, y que, no obstante, todavía es relativamente reciente. La estabilidad, se podría decir incluso la inmutabilidad, es un carácter que se le reconoce gustosamente a las civilizaciones orientales, a la de China concretamente, pero sobre cuya interpretación es quizás menos fácil entenderse: los europeos, desde que se han puesto a creer en el «progreso» y en la «evolución», es decir, desde hace un poco más de un siglo, quieren ver en eso una marca de inferioridad, mientras que, al contrario, por nuestra parte, vemos en ello un estado de equilibrio que la civilización occidental se ha mostrado incapaz de alcanzar. Por lo demás, esta estabilidad se afirma tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, y se puede encontrar un ejemplo sorprendente de ello en el hecho de que la «moda», con sus variaciones continuas, no existe más que en los países occidentales. En suma, el occidental, y sobre todo el occidental moderno, aparece como esencialmente cambiante e inconstante, no aspirando más que al movimiento y a la agitación, mientras que el oriental presenta exactamente el carácter opuesto. IGEDH: La divergencia

El supuesto «milagro griego», como lo llaman sus admiradores entusiastas, se reduce en suma a muy poca cosa, o al menos, allí donde implica un cambio profundo, este cambio es una decadencia: es la individualización de las concepciones, la sustitución de lo intelectual puro por lo racional, del punto de vista metafísico por el punto de vista científico y filosófico. Importa poco, por lo demás, que los griegos hayan sabido dar mejor que otros un carácter práctico a algunos conocimientos, o que hayan sacado de ellos consecuencias que tienen un tal carácter, mientras que aquellos que les habían precedido no lo habían hecho; es permisible encontrar incluso que han dado así al conocimiento un fin menos puro y menos desinteresado, porque su manera de ver las cosas no les permitía quedarse sino difícilmente y como excepcionalmente en el dominio de los principios. Esta tendencia «práctica», en el sentido más ordinario de la palabra, es una de las que debían ir acentuándose en el desarrollo de la civilización occidental, y es visiblemente predominante en la época moderna; no se puede hacer excepción a este respecto más que en favor de la edad media, mucho más inclinada hacia la especulación pura. IGEDH: El prejuicio clásico

Para precisar el alcance conviene reconocer el hecho que hemos indicado, aunque no lo hemos tomado más que a título de ejemplo, es menester agregar que los intercambios comerciales no han debido producirse nunca de una manera sostenida sin ser acompañados más pronto o más tarde por intercambios de un orden diferente, y concretamente por intercambios intelectuales; e incluso puede ser que, en algunos casos, las relaciones económicas, lejos de tener el primer rango como lo tienen en los pueblos modernos, no hayan tenido más que una importancia más o menos secundaria. La tendencia a reducirlo todo al punto de vista económico, ya sea en la vida interior de un país, ya sea en las relaciones internacionales, es en efecto una tendencia completamente moderna; los antiguos, incluidos los occidentales, a excepción quizás de los fenicios únicamente, no consideraban las cosas de esta manera, y los orientales, incluso actualmente, no los consideran así tampoco. Ésta es la ocasión de repetir cuan peligroso es siempre querer formular una apreciación desde el propio punto de vista, en lo que concierne a hombres que, al encontrarse en otras circunstancias, con una mentalidad diferente, situados de modo diferente en el tiempo y en el espacio, no se han colocado nunca, ciertamente, en ese mismo punto de vista, y ni siquiera tenían ninguna razón para concebirle; sin embargo, este error es el que cometen muy frecuentemente aquellos que estudian la antigüedad, y es también, como lo decíamos desde el comienzo, el que nunca dejan de cometer los orientalistas. IGEDH: Las relaciones de los pueblos antiguos

El género de trabajo de que se trata aquí es relativamente más fácil para las doctrinas que se han trasmitido regularmente hasta nuestra época, y que tienen todavía interpretes autorizados, que para aquellas cuya expresión escrita o figurada es la única que nos ha llegado, sin estar acompañada de la tradición oral desde mucho tiempo extinguida. Es muy penoso que los orientalistas se hayan obstinado en desdeñar, con un partidismo quizás involuntario por una parte, pero por eso mismo más invencible, esta ventaja que se les ofrecía, sobre todo a aquellos que se proponen estudiar civilizaciones que subsisten todavía, a exclusión de aquellos cuyas investigaciones recaen sobre civilizaciones desaparecidas. No obstante, como ya lo indicábamos más atrás, estos últimos mismos, los egiptólogos y los asiriólogos por ejemplo, podrían ciertamente evitarse muchas equivocaciones si tuvieran un conocimiento más extenso de la mentalidad humana y de las diversas modalidades de las que es susceptible; pero un tal conocimiento no sería posible precisamente sino por el estudio verdadero de las doctrinas orientales, que prestaría así, indirectamente al menos, inmensos servicios a todas las ramas del estudio de la antigüedad. Únicamente, incluso para este objeto que esta lejos de ser el más importante a nuestros ojos, sería menester no encerrarse en una erudición que no tiene por sí misma más que un interés muy mediocre, pero que es sin duda el único dominio donde pueda ejercerse sin demasiados inconvenientes la actividad de aquellos que no quieren o no pueden salir de los estrechos límites de la mentalidad occidental moderna. Esa, lo repetimos todavía una vez más, es la razón esencial que hace los trabajos de los orientalistas absolutamente insuficientes para permitir la comprensión de una idea cualquiera, y al mismo tiempo completamente inútiles, cundo no incluso perjudiciales en algunos casos, para un acercamiento intelectual entre Oriente y Occidente. IGEDH: Dificultades lingüísticas

Debemos decir ahora que la mayor parte de las definiciones, o más bien de los intentos de definición que se han propuesto, en lo que concierne a la religión, tienen como defecto común poder aplicarse a cosas extremadamente diferentes, y de las cuales algunas no tienen nada en absoluto de religioso en realidad. Así, hay sociólogos que pretenden, por ejemplo, que «lo que caracteriza a los fenómenos religiosos, es su fuerza obligatoria» (NA: E. Durkheim, De la définition des phénomènes religieux.). Habría lugar a destacar que este carácter obligatorio está lejos de pertenecer al mismo grado a todo lo que es igualmente religioso, que puede variar de intensidad, ya sea para las prácticas y las creencias diversas en el interior de una misma religión, ya sea generalmente de una religión a otra; pero, admitiendo incluso que sea más o menos común a todos los hechos religiosos, está muy lejos de serle propio, y la lógica más elemental enseña que una definición debe convenir, no sólo «a todo lo definido», sino también «únicamente a lo definido». De hecho, la obligación, impuesta más o menos estrictamente por una autoridad o un poder de una naturaleza cualquiera, es un elemento que se encuentra de una manera casi constante en todo lo que son instituciones sociales propiamente dichas; en particular, ¿hay algo que se plantee como más riguroso que la legalidad? Por lo demás, que la legislación se vincule directamente a la religión como en el islam, o que esté por el contrario completamente separada y sea independiente de ella como en los estados europeos actuales, no obstante tiene este carácter de obligación tanto en un caso como en el otro, y lo tiene siempre necesariamente, simplemente porque se trata de una condición de posibilidad para cualquier forma de organización social; así pues, ¿quién se atrevería a sostener seriamente que las instituciones jurídicas de la Europa moderna están revestidas de un carácter religioso? Una tal suposición es manifiestamente ridícula, y, si nos entretenemos en ello un poco más de lo que convendría, es porque se trata de teorías que han adquirido, en algunos medios, una influencia tan considerable como poco justificada. Para acabar con este punto, no es únicamente en las sociedades que se ha convenido llamar «primitivas», erróneamente según nós, donde «todos los fenómenos sociales tienen el mismo carácter obligatorio», a un grado u otro, constatación que obliga a nuestros sociólogos, al hablar de estas sociedades supuestamente «primitivas», cuyo testimonio les agrada invocar tanto más cuanto más difícil es su control, a confesar que «la religión allí es todo, a menos que se prefiera decir que no es nada» (NA: E. Doutté, Magie et religion dans l’Afrique du Nord, Introducción, p. 7). Es verdad que agregan de inmediato, para esta segunda alternativa que nos parece que es la buena, esta restricción: «Si se la quiere considerar como una función especial»; pero precisamente, si no es una «función especial», ya no es religión en absoluto. IGEDH: Tradición y Religión

Este conocimiento de orden universal debe de estar más allá de todas las distinciones que condicionan el conocimiento de las cosas individuales, cuyo tipo general y fundamental es el conocimiento del sujeto y del objeto; esto muestra también que el objeto de la metafísica no es nada comparable al objeto especial de cualquier otro género de conocimiento, y que ni siquiera puede ser llamado objeto más que en un sentido puramente analógico, porque estamos obligados, para poder hablar de él, a atribuirle una denominación cualquiera. Del mismo modo, si se quiere hablar del medio del conocimiento metafísico, este medio no podrá ser más que uno con el conocimiento mismo, en el cual el sujeto y el objeto están esencialmente unificados; es decir, que este medio, si se nos permite llamarle así, no puede ser nada tal como el ejercicio de una facultad discursiva como la razón humana individual. Se trata, lo hemos dicho, del orden supraindividual, y, por consiguiente, suprarracional, lo que no quiere decir en modo alguno irracional: la metafísica no podría ser contraria a la razón, sino que está por encima de la razón, que no puede intervenir ahí sino de una manera completamente secundaria, para la formulación y la expresión exterior de esas verdades que rebasan su dominio y su alcance. Las verdades metafísicas no pueden ser concebidas más que por una facultad que ya no es del orden individual, y a la que el carácter inmediato de su operación permite llamar intuitiva, pero, bien entendido, a condición de agregar que no tiene absolutamente nada en común con lo que algunos filósofos contemporáneos llaman intuición, facultad puramente sensitiva y vital que está propiamente por debajo de la razón, y no ya por encima de ella. Así pues, para mayor precisión, es menester decir que la facultad de que hablamos aquí es la intuición intelectual, cuya existencia niega la filosofía moderna porque no la ha comprendido, a menos que haya preferido ignorarla pura y simplemente; también podemos designarla como el intelecto puro, siguiendo en eso el ejemplo de Aristóteles y de sus continuadores escolásticos, para quienes el intelecto, es, en efecto, lo que posee inmediatamente el conocimiento de los principios. Aristóteles declara expresamente (NA: Derniers Analytiques, libro II.) que «el intelecto es más verdadero que la ciencia», es decir, en suma, que la razón que construye la ciencia, pero que «nada es más verdadero que el intelecto», ya que es necesariamente infalible por eso mismo de que su operación es inmediata, y, al no ser realmente distinto de su objeto, no es más que uno con la verdad misma. Tal es el fundamento esencial de la certeza metafísica; y por esto se ve que el error no puede introducirse más que con el uso de la razón, es decir, en la formulación de las verdades concebidas por el intelecto, y eso porque la razón es evidentemente falible a consecuencia de su carácter discursivo y mediato. Por lo demás, puesto que toda expresión es necesariamente imperfecta y limitada, el error es desde entonces inevitable en cuanto a su forma, si no en cuanto al fondo: por rigurosa que se quiera hacer la expresión, lo que deja fuera de ella es siempre mucho más que lo que puede encerrar; pero un tal error puede no tener nada de positivo como tal y no ser en suma más que una menor verdad, que reside sólo en una formulación parcial e incompleta de la verdad total. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica

Pensamos que ahora hemos caracterizado suficientemente la metafísica, y apenas podríamos hacer más sin entrar en la exposición de la doctrina misma, que no podría encontrar sitio aquí; por lo demás, estos datos serán completados en los capítulos siguientes, y particularmente cuando hablemos de la distinción entre la metafísica y lo que se llama generalmente por el nombre de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extrarreligioso del islamismo. Ahora bien, ¿no hay nada de tal en el mundo occidental? Si no se considera más que lo que existe actualmente, ciertamente no se podría dar a esta pregunta más que una respuesta negativa, ya que lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde a ningún grado a la concepción que hemos expuesto; por lo demás, tendremos que volver de nuevo sobre este punto. No obstante, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, al menos, hubo ahí verdaderamente metafísica en una cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, aquello era algo de lo que la mentalidad moderna no ofrece ya el menor equivalente, y cuya comprehensión parece estarle vedada. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es porque hay, como lo decíamos precedentemente, limitaciones que parecen verdaderamente inherentes a toda la intelectualidad occidental, al menos a partir de la antigüedad clásica; y ya hemos notado, a este respecto, que los griegos no tenían la idea del Infinito. Por lo demás, ¿por qué los occidentales modernos, cuando creen pensar en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser más que indefinido, y por qué confunden invenciblemente la eternidad, que reside esencialmente en el «no tiempo», si se puede expresar así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, mientras que, a los orientales, no se les ocurren semejantes errores? Es que la mentalidad occidental, vuelta casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, comete una confusión constante entre concebir e imaginar, hasta el punto de que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece verdaderamente impensable por eso mismo; y, ya en los griegos las facultades imaginativas eran preponderantes. Eso es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en estas condiciones, no podría haber intelectualidad en verdadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si agregamos a estas consideraciones aún otra confusión ordinaria, a saber, la de lo racional y lo intelectual, nos damos cuenta de que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los modernos, más que el ejercicio de esas facultades completamente individuales y formales que son la razón y la imaginación; y se puede comprender entonces todo lo que la separa de la intelectualidad oriental, para la que no es conocimiento verdadero y válido más que el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo informal. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica

Si consideramos la filosofía moderna en su conjunto, podemos decir, de una manera general, que su punto de vista no presenta ninguna diferencia verdaderamente esencial del punto de vista científico: es siempre un punto de vista racional, o al menos pretende serlo, y todo conocimiento que se queda en el dominio de la razón, se le califique o no de filosófico, es propiamente un conocimiento de orden científico; si apunta a ser otra cosa, pierde por eso todo valor, incluso relativo, al atribuirse un alcance que no podría tener legítimamente: es el caso de lo que llamaremos la pseudometafísica. Por otra parte, la distinción entre el dominio filosófico y el dominio científico está tanto menos justificada cuanto que el primero comprende, entre sus elementos múltiples, algunas ciencias que son tan especiales y restringidas como las otras, sin ningún carácter que pueda diferenciarlas de ellas de manera que les acuerde un rango privilegiado; tales ciencias, como la psicología o la sociología por ejemplo, no se llaman filosóficas más que por efecto de un uso que no se funda sobre ninguna razón lógica, y la filosofía no tiene en suma más que una unidad puramente ficticia, histórica si se quiere, sin que se pueda decir demasiado porque no se ha tomado o conservado el hábito de hacer entrar en ella del mismo modo muchas otras ciencias cualesquiera. Por lo demás, ciencias que han sido consideradas como filosóficas en una cierta época ya no lo son hoy, y les ha bastado tomar un mayor desarrollo para salir de ese ensamblaje mal definido, sin que su naturaleza intrínseca haya cambiado por ello en lo más mínimo; en el hecho de que algunas permanecen ahí todavía, es menester no ver más que un vestigio de la extensión que los griegos habían dado primitivamente a la filosofía, y que comprendía en efecto todas las ciencias. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Dicho esto, es evidente que la metafísica verdadera no puede tener más relaciones, ni relaciones de una naturaleza diferente, con la psicología, por ejemplo, que las que tiene con la física o con la fisiología: son, exactamente al mismo título, ciencias de la naturaleza, es decir, ciencias físicas en el sentido primitivo y general de esta palabra. Con mayor razón la metafísica no podría ser, a ningún grado, dependiente de una tal ciencia especial: pretender darle una base psicológica, como lo querrían algunos filósofos que no tienen otra excusa que ignorar totalmente lo que ella es en realidad, es querer hacer depender lo universal de lo individual, el principio de sus consecuencias más o menos indirectas y lejanas, y es también, por otro lado, terminar fatalmente en una concepción antropomórfica, y por tanto propiamente antimetafísica. La metafísica debe necesariamente bastarse a sí misma, puesto que es el único conocimiento verdaderamente inmediato, y no puede fundarse sobre nada más, por eso mismo de que es el conocimiento de los principios universales de los que deriva todo el resto, comprendidos los objetos de las diferentes ciencias, que éstas aíslan, por lo demás, de estos principios para considerarlos según sus puntos de vista especiales; y eso es ciertamente legítimo por parte de estas ciencias, puesto que no podrían comportarse de otra manera y vincular sus objetos a principios universales sin salir de los límites de sus dominios propios. Esta última precisión muestra que es menester no pensar tampoco en fundar directamente las ciencias sobre la metafísica: es la relatividad misma de sus puntos de vista constitutivos la que les asegura a este respecto una cierta autonomía, cuyo desconocimiento no puede tender más que a provocar conflictos allí donde normalmente no podrían producirse; este error que gravita pesadamente sobre toda la filosofía moderna, fue inicialmente el de Descartes  , que no hizo, por lo demás, más que pseudometafísica, y que ni siquiera se interesó en ella más que a título de prefacio a su física, a la que creía dar así fundamentos más sólidos. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Si consideramos ahora la lógica, el caso es algo diferente del de las ciencias que hemos tenido en vista hasta aquí, y que pueden llamarse todas experimentales, puesto que tienen como base los datos de la observación. La lógica es también una ciencia especial, puesto que es esencialmente el estudio de las condiciones propias del entendimiento humano; pero tiene un lazo más directo con la metafísica, en el sentido de que lo que se llama los principios lógicos no es más que la aplicación y la especificación, en un dominio determinado, de los verdaderos principios, que son de orden universal; así pues, se puede operar a su respecto una transposición del mismo género que esa cuya posibilidad hemos indicado a propósito de la teología. Por lo demás, la misma precisión puede hacerse igualmente en lo que concierne a las matemáticas: éstas, aunque de un alcance restringido, puesto que están limitadas exclusivamente al dominio de la cantidad únicamente, aplican a su objeto especial principios relativos que pueden ser considerados como constituyendo una determinación inmediata en relación a algunos principios universales. Así, la lógica y las matemáticas son, en todo el dominio científico, lo que ofrece más relaciones reales con la metafísica; pero, bien entendido, por eso mismo de que entran en la definición general del conocimiento científico, es decir, en los límites de la razón y en el orden de las concepciones individuales, están todavía muy profundamente separadas de la metafísica pura. Esta separación no permite acordar un valor efectivo a puntos de vista que se plantean como más o menos mixtos entre la lógica y la metafísica, como el de unas «teorías del conocimiento», que han tomado una importancia tan grande en la filosofía moderna; reducidas a lo que pueden contener de legítimo, estas teorías no son más que lógica pura y simple, y, por donde pretenden rebasar la lógica, no son más que fantasías pseudometafísicas sin la menor consistencia. En una doctrina tradicional, la lógica no puede ocupar más que el lugar de una rama de conocimiento secundario y dependiente, y es lo que tiene lugar en efecto tanto en China como en la India; como la cosmología, que estudió también la edad media occidental, pero que la filosofía moderna ignora, y que no es en suma más que una aplicación de los principios metafísicos a un punto de vista especial y en un dominio determinado; por lo demás, volveremos de nuevo sobre ella a propósito de las doctrinas hindúes. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

A este propósito, podemos hacer destacar también, de una manera general, que las cuestiones que no se plantean en cierto modo sino accidentalmente, y que no tienen más que un interés particular y momentáneo, como se encontrarían muchas en la historia de la filosofía moderna, están por eso mismo manifiestamente desprovistas de todo carácter metafísico, puesto que este carácter no es otra cosa que la universalidad; por lo demás, las cuestiones de este género pertenecen ordinariamente a la categoría de los problemas cuya existencia es completamente artificial. No puede ser verdaderamente metafísica, lo repetimos aún, sino lo que es absolutamente estable, permanente, independiente de todas las contingencias, y en particular de las contingencias históricas; lo que es metafísica, es lo que no cambia, y es también la universalidad de la metafísica la que constituye su unidad esencial, excluyente de la multiplicidad de los sistemas filosóficos así como de los dogmas religiosos, y, por consiguiente, su profunda inmutabilidad. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Esta distinción entre el esoterismo y el exoterismo no se ha mantenido de ninguna manera en la filosofía moderna, que, en el fondo, no es verdaderamente nada más que lo que es exteriormente, y que, para lo que tiene que enseñar, ciertamente no tiene necesidad de un esoterismo cualquiera, puesto que todo lo que es verdaderamente profundo escapa totalmente a su punto de vista limitado. Ahora, se plantea la cuestión de saber si esta concepción de dos aspectos complementarios de una doctrina fue particular a Grecia; a decir verdad, habría algo bastante sorprendente en que una división que puede parecer bastante natural en su principio hubiera permanecido tan excepcional, y de hecho, no hay nada de tal. Primero, se podrían encontrar en Occidente, desde la antigüedad, algunas escuelas generalmente muy cerradas, mejor o peor conocidas por este mismo motivo, y que no eran escuelas filosóficas, cuyas doctrinas no se expresaban al exterior más que bajo el velo de algunos símbolos que debían parecer muy obscuros a aquellos que no tenían la llave de ellos; y esta llave sólo se daba a los adherentes que habían admitido algunos compromisos, y cuya discreción había sido suficientemente probada, al mismo tiempo que se estaba seguro de su capacidad intelectual. Este caso, que implica manifiestamente que debe tratarse de doctrinas lo bastante profundas para ser completamente extrañas a la mentalidad común, parece haber sido sobre todo frecuente en la edad media, y es una de las razones por las que, cuando se habla de la intelectualidad de aquella época, es menester hacer siempre reservas sobre lo que pudo existir allí fuera de lo que nos es conocido de una cierta manera; en efecto, es evidente que, allí como para el esoterismo griego, han debido perderse muchas de las cosas por no haber sido enseñadas nunca más que oralmente, lo que es también, como ya lo hemos indicado, la explicación de la pérdida casi total de la doctrina druídica. Entre esas escuelas a las que acabamos de hacer alusión, podemos mencionar como ejemplo los alquimistas, cuya doctrina era sobre todo de orden cosmológico; pero, por lo demás, la cosmología debe tener siempre como fundamento un cierto conjunto más o menos extenso de concepciones metafísicas. Se podría decir que los símbolos contenidos en los escritos alquimistas constituyen aquí el exoterismo, mientras que su interpretación reservada constituía el esoterismo; pero la parte del exoterismo está entonces muy reducida, e incluso, como no tiene en suma razón de ser verdadera más que en relación al esoterismo y en vista de éste, podemos preguntarnos si conviene todavía aplicar estos dos términos. En efecto, esoterismo y exoterismo son esencialmente correlativos, puesto que estas palabras son de forma comparativa, de suerte que, allí donde no hay exoterismo, ya no hay lugar tampoco a hablar de esoterismo; así pues, si nos atenemos a guardarle su sentido propio, esta última denominación no puede servir para designar indistintamente toda doctrina cerrada, para el uso exclusivo de una elite intelectual. IGEDH: Esoterismo y exoterismo

Se podría considerar sin duda, pero en una acepción mucho más amplia, un esoterismo y un exoterismo en una doctrina cualquiera, en tanto se distingan en ella la concepción y la expresión, donde la primera es completamente interior, mientras que la segunda no es más que su exteriorización; así pues, en rigor, pero apartándose de su sentido habitual, se puede decir que la concepción representa el esoterismo, y la expresión el exoterismo, y eso de una manera necesaria, que resulta de la naturaleza misma de las cosas. Entendiéndolo de esta manera, hay particularmente, en toda doctrina metafísica, algo que será siempre esotérico, y es la parte inexpresable que conlleva esencialmente, como lo hemos explicado, toda concepción verdaderamente metafísica; eso es algo que cada uno sólo puede concebir por sí mismo, con la ayuda de las palabras y de los símbolos que sirven simplemente de punto de apoyo a su concepción, y su comprehensión de la doctrina será más o menos completa y profunda según la medida en que la conciba efectivamente. Incluso en doctrinas de un orden diferente, cuyo alcance no se extiende hasta lo que es verdadera y absolutamente inexpresable, y que es el «misterio» en el sentido etimológico de la palabra, por eso no es menos cierto que la expresión no es nunca completamente adecuada a la concepción, de suerte que, en una proporción mucho menor, ahí también se produce algo análogo: el que comprende verdaderamente es el que sabe ver más allá de las palabras, y se podría decir que el «espíritu» de una doctrina cualquiera es de naturaleza esotérica, mientras que su «letra» es de naturaleza exotérica. Esto sería aplicable concretamente a todos los textos tradicionales, que, por lo demás, muy frecuentemente, ofrecen una pluralidad de sentidos más o menos profundos, que corresponden a otros tantos puntos de vista diferentes; pero, en lugar de buscar penetrar esos sentidos, comúnmente se prefiere librarse a fútiles investigaciones de exégesis y de «crítica de los textos», según los métodos laboriosamente instituidos por la erudición más moderna; y este trabajo, por fastidioso que sea y por paciencia que exija, es mucho más fácil que el otro, ya que, al menos, está al alcance de todas las inteligencias. IGEDH: Esoterismo y exoterismo

La consecuencia inmediata de esto, es que conocer y ser no son en el fondo más que una sola y misma cosa; son, si se quiere, dos aspectos inseparables de una realidad única, aspectos que, verdaderamente, ya no podrían distinguirse siquiera ahí donde todo es «sin dualidad». Eso basta para volver completamente vanas todas las «teorías del conocimiento» con pretensiones pseudometafísicas que tienen un lugar tan grande en la filosofía occidental moderna, y que a veces tienden incluso, como en Kant   por ejemplo, a absorber todo lo demás, o al menos a subordinárselo; la única razón de ser de este género de teorías está en una actitud común a casi todos los filósofos modernos, y que, por lo demás, ha salido del dualismo cartesiano, actitud que consiste en oponer artificialmente el conocer al ser, lo que es la negación de toda metafísica verdadera. Esta filosofía llega así a querer sustituir el conocimiento mismo por la «teoría del conocimiento», y, por su parte, eso es una verdadera confesión de impotencia; a este respecto, nada es más característico que esta declaración de Kant: «Después de todo, la mayor y quizás la única utilidad de toda filosofía de la razón pura es exclusivamente negativa, puesto que no es un instrumento para extender el conocimiento, sino una disciplina para limitarle» (NA: Kritik der reinen Verunuft, ed. Harteustein, p. 256.). ¿No equivalen tales palabras a decir simplemente que la única pretensión de los filósofos debe ser imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento? Por lo demás, ese es el inevitable resultado del espíritu de sistema, que es, lo repetimos, antimetafísico al más alto grado. IGEDH: La realización metafísica

La ortodoxia y la heterodoxia pueden ser consideradas, no sólo desde el punto de vista religioso, aunque éste sea el caso más habitual en Occidente, sino también desde el punto de vista mucho más general de la tradición bajo todos sus modos; en lo que concierne a la India, es únicamente de esta manera como se las puede comprender, puesto que allí no hay nada que sea propiamente religioso, mientras que, al contrario, para Occidente no hay nada verdaderamente tradicional fuera de la religión. En lo que concierne a la metafísica y a todo lo que procede de ella más o menos directamente, la heterodoxia de una concepción no es otra cosa, en el fondo, que su falsedad, que resulta de su desacuerdo con los principios fundamentales; y, lo más frecuentemente, esta falsedad es incluso una absurdidad manifiesta, por poco que se quiera reducir la cuestión a la simplicidad de sus datos esenciales: no podría ser de otro modo, desde que la metafísica, como lo hemos dicho, excluye todo lo que presenta un carácter hipotético, para no admitir más que aquello cuya comprehensión implica inmediatamente la verdadera certeza. En estas condiciones, la ortodoxia no es más que uno con el conocimiento verdadero, puesto que reside en un acuerdo constante con los principios; y, como estos principios, para la tradición hindú, están contenidos esencialmente en el Vêda, es evidentemente el acuerdo con el Vêda el que es aquí el criterio de la ortodoxia. Únicamente, lo que es menester comprender bien, es que aquí se trata mucho menos de recurrir a la autoridad de los textos escritos que de observar la perfecta coherencia de la enseñanza tradicional en su conjunto; el acuerdo o el desacuerdo con los textos védicos no es en suma más que un signo exterior de la verdad o de la falsedad intrínseca de una concepción, y ésta es la que constituye realmente su ortodoxia o su heterodoxia. Si ello es así, se objetara quizás, ¿por qué no hablar entonces simplemente de verdad o de falsedad? Es porque la unidad de la doctrina tradicional, con toda la fuerza que le es inherente, proporciona la guía más segura para impedir que las divagaciones individuales tengan curso libre; por lo demás, para eso, basta con la fuerza que tiene la tradición en sí misma, sin que haya necesidad de la obligación ejercida por una autoridad más o menos análoga a la autoridad religiosa: esto resulta de lo que hemos dicho de la verdadera naturaleza de la unidad hindú. Allí donde esta fuerza de la tradición está ausente, y donde no hay siquiera una autoridad exterior que pueda suplirla en una cierta medida, se ve muy claramente, por el ejemplo de la filosofía occidental moderna, a qué confusión lleva el desarrollo y la expansión sin freno de las opiniones más aventuradas y más contradictorias; si las concepciones falsas toman entonces nacimiento tan fácilmente y llegan incluso a imponerse a la mentalidad común, es porque ya no es posible referirse a un acuerdo con los principios, porque ya no hay principios en el verdadero sentido de esta palabra. Al contrario, en una civilización esencialmente tradicional, los principios no se pierden nunca de vista, y no hay más que aplicarlos, directa o indirectamente, en un orden o en otro; así pues, las concepciones que se apartan de ellos se producirán mucho más raramente, serán incluso excepcionales, y, si se producen no obstante a veces, su crédito no será nunca muy grande: esas desviaciones seguirán siendo siempre anomalías como lo han sido en su origen  , y, si su gravedad es tal que devienen incompatibles con los principios más esenciales de la tradición, se encontrarán por eso mismo arrojadas fuera de la civilización donde habían tomado nacimiento. IGEDH: Ortodoxia y heterodoxia

Ahora nos queda todavía que tratar un último punto, al menos sumariamente: ¿por qué el budismo se ha extendido tanto fuera de su país de origen y ha tenido un éxito tan grande, mientras que, en ese país mismo, ha degenerado bastante rápidamente y ha acabado por extinguirse, y no es precisamente en esta difusión hacia fuera donde residiría la verdadera razón de ser del budismo mismo? Lo que queremos decir, es que el budismo aparece como habiendo estado destinado realmente a pueblos no indios; no obstante, era menester que tomara su origen en el hinduismo mismo, a fin de que recibiera de él los elementos que debían ser transmitidos a otras partes después de una adaptación necesaria; pero cumplida esta tarea, era en suma normal que desapareciera de la India donde no tenía su verdadero sitio. A este respecto, se podría hacer bastante justamente una comparación entre la situación del budismo en relación al hinduismo y la del cristianismo en relación al judaísmo, a condición, bien entendido, de tener siempre en cuenta las diferencias de puntos de vista sobre las que hemos insistido. En todo caso, esta consideración es la única que permite reconocer al budismo, sin cometer ilogismo, el carácter de doctrina tradicional que es imposible negar al menos al Mahâyâna, al mismo tiempo que la heterodoxia no menos evidente de las formas últimas y desviadas de Hînayâna; y es ella también la que explica lo que ha podido ser realmente la misión del Buddha. Si éste hubiera enseñado la doctrina heterodoxa que le atribuyen los orientalistas, sería completamente inconcebible que numerosos hindúes ortodoxos no vacilen en considerarle como un Avatâra, es decir, como una «manifestación divina», de la que lo que se cuenta de él presenta, por lo demás, en efecto, todos los caracteres; es cierto que los orientalistas, que entienden descartar partidistamente todo lo que es de orden «no humano», pretenden que eso no es más que «leyenda», es decir, algo desprovisto de todo valor histórico, y que eso también es extraño al budismo primitivo, pero, si se descartan esos rasgos «legendarios», ¿qué queda del fundador del budismo en tanto que individualidad puramente humana? Eso sería ciertamente muy difícil de decir, pero la «crítica» occidental no se detiene por tan poco y, para escribir una vida del Buddha acomodada a sus opiniones, llega hasta establecer como principio, con Oldenberg, que los «Indogermanos no admiten el milagro»; ¿cómo guardar la seriedad ante semejantes afirmaciones? Esa supuesta «reconstitución histórica» de la vida del Buddha vale justamente tanto como la de su «doctrina primitiva», y procede toda entera de los mismos prejuicios; tanto en una como en la otra, se trata ante todo de suprimir todo lo que molesta a la mentalidad moderna, y es por medio de este procedimiento eminentemente «simplista» como esas gentes se imaginan alcanzar la verdad. IGEDH: A propósito del budismo

La palabra Vêdânga significa literalmente «miembro del Vêda»; se aplica a algunas ciencias auxiliares del Vêda, porque se comparan a los miembros corporales por cuyo medio un ser actúa exteriormente; los tratados fundamentales que se refieren a estas ciencias, cuya enumeración vamos a dar, forman parte de la smriti, y, en razón de su relación directa con el Vêda, ocupan en ella incluso el primer lugar. La Shiksâ es la ciencia de la articulación correcta y de la pronunciación exacta, que implica, con las leyes de la eufonía que son más importantes y más desarrolladas en sánscrito que en ninguna otra lengua, el conocimiento del valor simbólico de las letras; en las lenguas tradicionales, en efecto, el uso de la escritura fonética no es en modo alguno exclusivo del mantenimiento de una significación ideográfica, de lo que el hebreo y el árabe ofrecen igualmente el ejemplo. El chhandas es la ciencia de la prosodia, que determina la aplicación de los diferentes metros en correspondencia con las modalidades vibratorias del orden cósmico que deben expresar, y que hace así de ellos algo completamente diferente de las formas «poéticas» en el sentido simplemente literario de esta palabra; por lo demás, el conocimiento profundo del ritmo y de sus relaciones cósmicas, de donde deriva su empleo para algunos modos preparatorios de la realización metafísica, es común a todas las civilizaciones orientales, pero, por el contrario, totalmente extraño a los occidentales. El vyâkarana es la gramática, pero que, en lugar de presentarse como un simple conjunto de reglas que parecen más o menos arbitrarias porque se ignoran sus razones, así como se produce de ordinario en las lenguas occidentales, se basa al contrario sobre concepciones y clasificaciones que están siempre en relación estrecha con la significación lógica del lenguaje. El nirukta es la explicación de los términos importantes o difíciles que se encuentran en los textos védicos; esta explicación no reposa solamente sobre la etimología, sino también, lo más frecuentemente, sobre el valor simbólico de las letras y de las sílabas que entran en la composición de las palabras; de ahí provienen innumerables errores por parte de los orientalistas, que no pueden comprender y ni siquiera concebir este último modo de explicación, absolutamente propio de las lenguas tradicionales, y muy análogo al que se encuentra en la Qabbalah   hebraica, y que, por consiguiente, no quieren y no pueden ver más que etimologías fantasiosas, o incluso vulgares «juegos de palabras», en lo que es naturalmente algo muy diferente en realidad. El jvotisha es la astronomía, o, más exactamente, es a la vez la astronomía y la astrología, que no se han separado nunca en la India, como tampoco estuvieron separadas en ningún pueblo antiguo, ni siquiera en los griegos, que se servían indiferentemente de estas dos palabras para designar una única y misma cosa; la distinción de la astronomía y la astrología es completamente moderna, y es menester agregar, por lo demás, que la verdadera astrología tradicional, tal como se ha conservado en Oriente, no tiene casi nada en común con las especulaciones «adivinatorias» que algunos buscan constituir con el mismo nombre en la Europa contemporánea. Finalmente, el kalpa, palabra que tiene, por otra parte, muchos otros sentidos, es aquí el conjunto de las prescripciones que se refieren al cumplimiento de los ritos, y cuyo conocimiento es indispensable para que éstos tengan su plena eficacia; en los sûtras que las expresan, estas prescripciones están condensadas en fórmulas de apariencia bastante semejante a la de fórmulas algebraicas, por medio de una notación simbólica particular. IGEDH: Los puntos de vista de la doctrina

Hemos dicho que el Nyâya es esencialmente la lógica; pero debemos agregar que este término tiene aquí un acepción menos restringida que en los occidentales, y eso porque lo que designa, en lugar de ser concebido como una parte de la filosofía, lo es como un punto de vista de la doctrina total. Al escapar a la estrecha especialización que es inevitable para la lógica considerada en modo filosófico, y al no tener, por lo demás, que integrarse en ningún sistema, la lógica hindú tiene por eso mismo un alcance mucho más grande; y, para comprenderlo, recuérdese aquí lo que decíamos a propósito de los caracteres de la metafísica: lo que constituye el objeto propio de una especulación, no son precisamente las cosas mismas que estudia, sino el punto de vista bajo el cual las estudia. La lógica, hemos dicho también precedentemente, concierne a las condiciones del entendimiento humano; así pues, lo que puede ser considerado lógicamente, es todo lo que es objeto del entendimiento humano, en tanto que se considere efectivamente bajo este aspecto. Por consecuencia, la lógica comprende en su punto de vista las cosas consideradas como «objetos de prueba», es decir, de conocimiento razonado o discursivo: ese es, en el Nyâya el sentido del término padârtha, y, a pesar de algunas diferencias, es también, en la antigua lógica occidental, la verdadera significación de las «categorías» o «predicamentos». Si las divisiones y clasificaciones establecidas por la lógica tienen al mismo tiempo un valor ontológico real, es porque hay necesariamente correspondencia entre los dos puntos de vista, desde que no se establece, como lo hace la filosofía moderna, una oposición radical y artificial entre el sujeto y el objeto. Por lo demás, el punto de vista lógico es analítico, porque es individual y racional; no es sino a título de simple aplicación al orden individual como los principios lógicos, incluso los más generales, se derivan de los principios metafísicos o universales. IGEDH: El Nyâya

Esta última observación requiere algunas explicaciones; y, primeramente, es evidente que concierne, no a la forma exterior del razonamiento, que puede ser casi idéntica en los dos casos, sino al fondo mismo de lo que está implicado en él. Hemos dicho que la separación y la oposición del sujeto y del objeto son siempre especiales de la filosofía moderna; pero, en los griegos, la distinción entre la cosa y su noción iba ya demasiado lejos, en el sentido de que la lógica consideraba exclusivamente las relaciones entre las nociones, como si las cosas no nos fueran conocidas más que a través de éstas. Sin duda, el conocimiento racional es efectivamente un conocimiento indirecto, y es por eso por lo que es susceptible de error; pero, no obstante, si no llegara a las cosas mismas en una cierta medida, sería enteramente ilusorio y no sería verdaderamente un conocimiento a ningún grado; así pues, si, bajo el modo racional, se puede decir que conocemos un objeto por la intermediación de su noción, es porque esa noción es también algo del objeto, porque participa de su naturaleza al expresarla en relación a nosotros. Es por eso por lo que la lógica hindú considera, no sólo la manera en que concebimos las cosas, sino también las cosas en tanto que son concebidas por nosotros, puesto que nuestra concepción es verdaderamente inseparable de su objeto, sin lo cual no sería nada real; y, a este respecto, la definición escolástica de la verdad como adaequatio rei et intellectus, en todos los grados del conocimiento, es, en Occidente lo que se aproxima más a la posición de las doctrinas tradicionales de Oriente, porque es lo más conforme que hay con los datos de la metafísica pura. Por lo demás, la doctrina escolástica, aunque continúa la de Aristóteles en sus grandes líneas, la ha corregido y completado en muchos puntos; es lamentable que no haya llegado a liberarse enteramente de las limitaciones que eran la herencia de la mentalidad helénica, y también que no parece haber penetrado las consecuencias profundas del principio, ya establecido por Aristóteles, de la identificación por el conocimiento. Es precisamente en virtud de este principio que, desde que el sujeto conoce un objeto, por parcial y por superficial incluso que sea este conocimiento, algo del objeto está en el sujeto y ha devenido parte de su ser; cualquiera que sea el aspecto bajo el que consideremos las cosas, son siempre las cosas mismas lo que alcanzamos, al menos bajo un cierto aspecto, que forma en todo caso uno de sus atributos, es decir, uno de los elementos constitutivos de su esencia. Admitimos, si se quiere, que esto sea «realismo»; la verdad es que las cosas son así, y la palabra no importa mucho; pero, en todo rigor, los puntos de vista especiales del «realismo» y del «idealismo», con la oposición sistemática que denota su correlación, no se aplican aquí, donde estamos mucho más allá del dominio limitado del pensamiento filosófico. Por lo demás, es menester no perder de vista que el acto del conocimiento presenta dos caras inseparables: si es identificación del sujeto al objeto, es también, y por eso mismo, asimilación del objeto por el sujeto: al alcanzar las cosas en su esencia, las «realizamos», en toda la fuerza de esta palabra, como estados o modalidades de nuestro ser propio; y, si la idea, según la medida en la que es verdadera y adecuada, participa de la naturaleza de la cosa, es porque, inversamente, la cosa misma participa también de la naturaleza de la idea. En el fondo, no hay dos mundos separados y radicalmente heterogéneos, tales como los supone la filosofía moderna al calificarlos de «subjetivo» y de «objetivo», ni tampoco superpuestos a la manera del «mundo inteligible» y del «mundo sensible» de Platón; sino que, como lo dicen los árabes, «la existencia es única», y todo lo que contiene no es más que la manifestación, bajo modos múltiples, de un único y mismo principio, que es el Ser universal. IGEDH: El Nyâya

Hemos visto que ese vinculamiento a los principios, que asegura la unidad esencial de la doctrina en todas sus ramas, es un carácter común a todo el conjunto de los conocimientos tradicionales de la India; marca la diferencia profunda que existe entre el Vaishêshika y el punto de vista científico tal como le entienden los occidentales, punto de vista del que el Vaishêshika es, sin embargo, en ese conjunto, lo que hay menos alejado. En realidad, el Vaishêshika está notablemente más cerca del punto de vista que constituía, en los griegos, la «filosofía física»; aunque es analítico, lo es menos que la ciencia moderna, y, por eso mismo, no está sometido a la estrecha especialización que lleva a ésta última a perderse en el detalle indefinido de los hechos experimentales. Se trata aquí de algo que es, en el fondo, más racional, e incluso, en una cierta medida, más intelectual en el sentido estricto de la palabra: más racional, porque, aunque se queda en el dominio individual, está despojado de todo empirismo; más intelectual, porque no pierde nunca de vista que el orden individual todo entero está vinculado a los principios universales, de los que saca toda la realidad de la que es susceptible. Hemos dicho que, por «física», los antiguos entendían la ciencia de la naturaleza en toda su generalidad; así pues, esta palabra convendría bien aquí, pero es menester tener en cuenta, por otra parte, la restricción que su acepción ha sufrido en los modernos, y que es muy característica del cambio del punto de vista al que corresponde. Es por eso por lo que, si es menester aplicar una designación occidental a un punto de vista hindú, preferimos para el Vaishêshika la de «cosmología»; y por lo demás, la «cosmología» de la edad media, al presentarse claramente como una aplicación de la metafísica a las contingencias del orden sensible, está más cerca de ella que la «filosofía física» de los griegos, que, casi siempre, no toma sus principios más que en el orden contingente, y todo lo más en el interior de los límites del punto de vista inmediatamente superior, y todavía particular, al que se refiere el Sânkhya. IGEDH: El Vaishêshika

En lo que concierne a las subdivisiones de estas categorías, no insistiremos más que sobre las de la primera: son las modalidades y las condiciones generales de las substancias individuales. Se encuentran aquí, en primer lugar, los cinco bhûtas o elementos constitutivos de las cosas corporales, enumerados a partir del que corresponde al último grado de este modo de manifestación, es decir, según el sentido que corresponde propiamente al punto de vista analítico del Vaishêshika: prithwi o la tierra, ap o el agua, têjas o el fuego, vâyu o el aire, âkâsha o el éter; el Sânkhya, al contrario, considera estos elementos en el orden inverso, que es el de su producción o su derivación. Los cinco elementos se manifiestan respectivamente por las cinco cualidades sensibles que se les corresponden y les son inherentes, y que pertenecen a las subdivisiones de la segunda categoría; son determinaciones substanciales, constitutivas de todo lo que pertenece al mundo sensible; así pues, uno se equivocaría mucho si los considerara como más o menos análogos a los «cuerpos simples», por lo demás hipotéticos, de la química moderna, e incluso si los asimilara a «estados físicos», según una interpretación bastante común, pero insuficiente, de las concepciones cosmológicas de los griegos. Después de los elementos, la categoría de dravya comprende kâla, el tiempo, y dish, el espacio; son condiciones fundamentales de la existencia corporal, y agregaremos, sin poder detenernos en ello, que representan respectivamente, en este modo especial que constituye el mundo sensible, la actividad de los dos principios que, en el orden de la manifestación universal, son designados como Shiva y Vishnu. Estas siete subdivisiones se refieren exclusivamente a la existencia corporal; pero, si se considera integralmente un ser individual tal como el ser humano, comprende, además de su modalidad corporal, elementos constitutivos de otro orden, y estos elementos son representados aquí por las dos últimas subdivisiones de la misma categoría, âtmâ y manas. El manas o, para traducir esta palabra por una palabra de raíz idéntica, la «mente», es el conjunto de las facultades psíquicas de orden individual, es decir, de las que pertenecen al individuo como tal, y entre las cuales, en el hombre, la razón es el elemento característico; en cuanto a âtmâ, que se traduciría muy mal por «alma», es propiamente el principio trascendente al que se vincula la individualidad y que le es superior, principio al que debe ser referido aquí el intelecto puro, y que se distingue del manas, o más bien del conjunto compuesto del manas y del organismo corporal, como la personalidad, en el sentido metafísico, se distingue de la individualidad. IGEDH: El Vaishêshika

Por otra parte, sobre el Sânkhya en general, no tenemos necesidad de insistir tanto como sería menester hacerlo si no hubiéramos marcado ya, en una buena parte, los caracteres esenciales de este punto de vista al mismo tiempo que los del Vaishêshika y por comparación con éste; pero nos queda que disipar todavía algunos equívocos. Los orientalistas que toman el Sânkhya por un sistema filosófico, le califican gustosamente de doctrina «materialista» y «atea»; no hay que decir que es la concepción de Prakriti la que identifican con la noción de materia, lo que es completamente falso, y que, por lo demás, no tienen en cuenta a Purusha en su interpretación deformada. La substancia universal es algo completamente diferente de la materia, que no es, todo lo más, más que una determinación suya restrictiva y especializada; y ya hemos tenido la ocasión de decir que la noción misma de materia, tal y como se ha constituido en los occidentales modernos, no existe en los hindúes, como tampoco existía en los griegos mismos. No se ve bien lo que podría ser un «materialismo» sin la materia; el atomismo de los antiguos, incluso en Occidente, si fue «mecanicista», no por eso fue «materialista», y conviene dejar a la filosofía moderna etiquetas que, al no haberse inventado más que para ella, no podrían aplicarse verdaderamente en otra parte. Por lo demás, aunque se refiere a la naturaleza, el Sânkhya, por la manera en que la considera, ni siquiera corre el riesgo de producir una tendencia al «naturalismo» como la que hemos constatado a propósito de la forma atomista del Vaishêshika; con mayor razón no puede ser de ninguna manera «evolucionista», como algunos se lo han imaginado, y eso incluso si se toma el «evolucionismo» en su concepción más general y sin hacer de él el sinónimo de un grosero «transformismo»; esta confusión de puntos de vista es demasiado absurda para que convenga detenerse más en ella. IGEDH: El Sânkhya

En esta exposición, que hemos querido hacer tan sintética como es posible, constantemente hemos intentado mostrar, al mismo tiempo que los caracteres distintivos de cada darshana, cómo éste se vincula a la metafísica, que es el centro común a partir del cual se desarrollan, en direcciones diversas, todas las ramas de la doctrina; por lo demás, eso nos proporcionaba la ocasión de precisar un cierto número de puntos importantes relativamente a la concepción de conjunto de esta doctrina. A este respecto, es menester comprender bien que, si el Vêdânta se cuenta como el último de los darshanas, porque representa el acabamiento de todo conocimiento, por eso no es menos, en su esencia, el principio del que deriva todo el resto que no es más que su especificación o su aplicación. Si un conocimiento no dependiera así de la metafísica, carecería literalmente de principio, y, por consecuencia, no podría tener ningún carácter tradicional; es lo que constituye la diferencia capital entre el conocimiento científico, en el sentido en el que esta palabra se toma en Occidente, y lo que, en la India, se corresponde con él menos inexactamente. Es manifiesto que el punto de vista de la cosmología no es equivalente al de la física moderna, e incluso que el punto de vista de la lógica tradicional no lo es al de la lógica filosófica considerada, por ejemplo, a la manera de Stuart Mill; ya hemos marcado estas distinciones. La cosmología, incluso en los límites del Vaishêshika, no es una ciencia experimental como la física actual; en razón de su vinculamiento a los principios, es, como las demás ramas doctrinales, mucho más deductiva que inductiva; la física cartesiana, es cierto, también era deductiva, pero cometía el gran error de no apoyarse, en cuanto a los principios, más que sobre una simple hipótesis filosófica, y eso es lo que ocasionó su fracaso. IGEDH: Precisiones complementarias sobre el conjunto de la doctrina

Hay aún otro aspecto bajo el que la vía oriental está en antítesis absoluta con los métodos occidentales: los modos de la enseñanza tradicional, que la hacen, no precisamente «esotérica», sino más bien «iniciática», se oponen evidentemente a toda difusión desconsiderada, difusión más perjudicial que útil a los ojos de cualquiera que no está engañado por ciertas apariencias. Primeramente, está permitido dudar del valor y del alcance de una enseñanza distribuida indistintamente, y bajo una forma idéntica, a los individuos más desigualmente dotados, más diferentes en cuanto a aptitudes y temperamento, así como se practica actualmente en todos los pueblos europeos: este sistema de instrucción, ciertamente el más imperfecto de todos, es exigido por la manía igualitaria que ha destruido, no sólo la noción verdadera, sino hasta el sentimiento más o menos vago de la jerarquía; y sin embargo, para gentes en quienes los «hechos» deben ocupar el lugar de todo criterio, según el espíritu de la ciencia experimental moderna, ¿habría, si no estuvieran completamente cegados por sus prejuicios sentimentales, un hecho más visible que el de las desigualdades naturales, tanto en el orden intelectual como en el orden físico? Después, hay otra razón por la que el oriental, que no tiene el menor espíritu de propaganda, al no encontrar ningún interés en querer extender a toda costa sus concepciones, se opone resueltamente a toda «vulgarización»: es que ésta deforma y desnaturaliza inevitablemente la doctrina, al pretender ponerla al nivel de la mentalidad común, bajo pretexto de hacérsela accesible; no pertenece a la doctrina rebajarse y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; pertenece a los individuos elevarse, si pueden, a la comprehensión de la doctrina en su pureza integral. Esas son las únicas condiciones posibles de formación de una élite intelectual, por una selección apropiada, puesto que cada uno se detiene necesariamente en el grado que corresponde a la extensión de su propio «horizonte intelectual»; y es también el obstáculo a todos los desórdenes que suscita, cuando se generaliza, una semiciencia mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; así pues, los orientales estarán siempre mucho más persuadidos de los inconvenientes muy reales de la «instrucción obligatoria» que de sus beneficios supuestos, y, a nuestro juicio, tienen mucha razón. IGEDH: La enseñanza tradicional

Para volver a las deformaciones del Vêdânta, si casi nadie en la India les da ninguna importancia, así como lo decíamos hace un momento, es menester no obstante hacer excepción para algunas individualidades que tienen un interés especial en ello, interés en el que la intelectualidad no tiene la menor parte; en efecto, hay algunas de estas deformaciones cuyas razones fueron exclusivamente políticas. No vamos a contar aquí por qué serie de circunstancias tal Mahârâja usurpador, perteneciente a la casta de los shûdras, fue conducido, para obtener el simulacro de una investidura tradicional imposible, a desposeer de sus bienes a la escuela auténtica de Shankarâchârya, y a instalar en su lugar otra escuela, apoderándose falsamente del nombre y de la autoridad del mismo Shankarâchârya, y dando a su jefe el título de Jagad-guru ó «instructor del mundo», que no pertenece legítimamente más que al único verdadero sucesor espiritual de éste. Esta escuela, naturalmente, no enseña más que una doctrina disminuida y parcialmente heterodoxa; para adaptar la exposición del Vêdânta a las condiciones actuales, pretende apoyarle sobre las concepciones de la ciencia occidental moderna, que no tienen nada que hacer en este dominio; y, de hecho, se dirige sobre todo a los occidentales, de los que varios han recibido de ella el título honorífico de Vêdântabhûshana u «ornamento del Vêdânta», lo que no carece de una cierta ironía. IGEDH: El Vêdânta occidentalizado

Al hablar de la divergencia de Occidente con relación a Oriente, que se ha ido acentuando más que nunca en la época moderna, hemos dicho que no pensábamos, a pesar de las apariencias, que esta divergencia pudiera continuar así indefinidamente. En otros términos, nos parece difícil que Occidente, por su mentalidad y por el conjunto de sus tendencias, se aleje siempre cada vez más de Oriente, como lo hace actualmente, y que no se produzca más pronto o más tarde una reacción que, bajo ciertas condiciones, podría tener los efectos más afortunados; eso nos parece incluso tanto más difícil cuanto que el dominio en el que se desarrolla la civilización occidental moderna es, por su naturaleza propia, el más limitado de todos. Además, el carácter cambiante e inestable que es particular a la mentalidad de Occidente permite no desesperar de verle tomar, llegado el caso, una dirección completamente diferente e incluso opuesta, de suerte que el remedio se encontraría entonces en lo que, a nuestros ojos, es la marca misma de la inferioridad; pero no sería verdaderamente un remedio, lo repetimos, más que bajo algunas condiciones, fuera de las cuales podría ser, al contrario, un mal mayor aún en comparación con el estado actual. Esto puede parecer demasiado obscuro, y hay, lo reconocemos, alguna dificultad en hacerlo tan completamente inteligible como sería deseable, incluso colocándose en el punto de vista del Occidente y esforzándose en hablar su lengua; no obstante, lo intentaremos, pero advirtiendo que las explicaciones que vamos a dar no podrían corresponder a nuestro pensamiento todo entero. IGEDH: Conclusión