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IGEDH: materialismo

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

De lo que precede, resulta también que la metafísica carece de relación con todas las concepciones tales como el idealismo, el panteísmo, el espiritualismo, el materialismo, que llevan precisamente el carácter sistemático del pensamiento filosófico occidental; y eso es tanto más importante observarlo aquí cuanto que una de las manías comunes de los orientalistas es querer hacer entrar a toda costa el pensamiento oriental en esos cuadros estrechos que no están hechos para él; tendremos que señalar especialmente más adelante el abuso que se hace así de esas vanas etiquetas, o al menos de algunas de entre ellas. Por el momento no queremos insistir más que sobre un punto: es que la querella del espiritualismo y del materialismo, alrededor de la cual gira casi todo el pensamiento filosófico desde Descartes  , no interesa en nada a la metafísica pura; por lo demás, ese es un ejemplo de esas cuestiones que no tienen más que un tiempo, a las que hacíamos alusión hace un momento. En efecto, la dualidad «espíritu-materia» no se había planteado nunca como absoluta e irreductible anteriormente a la concepción cartesiana; los antiguos, los griegos concretamente, no tenían siquiera la noción de «materia» en el sentido moderno de esta palabra, como tampoco la tienen actualmente la mayor parte de los orientales: en sánscrito, no existe ninguna palabra que responda a esta noción, ni siquiera de lejos. La concepción de una dualidad de este género tiene como único mérito representar bastante bien la apariencia exterior de las cosas; pero, precisamente porque se queda en las apariencias, es completamente superficial, y, al colocarse en un punto de vista especial, puramente individual, deviene negadora de toda metafísica, desde que se le quiere atribuir un valor absoluto al afirmar la irreductibilidad de sus dos términos, afirmación en la que reside el dualismo propiamente dicho. Por lo demás, es menester no ver en esta oposición del espíritu y de la materia más que un caso muy particular del dualismo, ya que los dos términos de la oposición podrían ser otros que estos dos principios relativos, y sería igualmente posible considerar de la misma manera, según otras determinaciones más o menos especiales, una indefinidad de parejas de términos correlativos diferentes de esa. De una manera completamente general, el dualismo tiene como carácter distintivo detenerse en una oposición entre dos términos más o menos particulares, oposición que, sin duda, existe realmente desde un cierto punto de vista, y esa es la parte de verdad que encierra el dualismo; pero, al declarar esta oposición irreductible y absoluta, en lugar de ser completamente contingente y relativa, se impide ir más allá de los dos términos que ha colocado uno frente al otro, y es así como se encuentra limitado por lo que constituye su carácter de sistema. Si no se acepta esta limitación, y si se quiere resolver la oposición a la que el dualismo se aferra obstinadamente, podrán presentarse diferentes soluciones; y, primeramente, encontramos en efecto dos en los sistemas filosóficos que se pueden colocar bajo la común denominación de monismo. Se puede decir que el monismo se caracteriza esencialmente por esto, que, no admitiendo que haya una irreductibilidad absoluta, y queriendo sobrepasar la oposición aparente, cree llegar a ello reduciendo uno de sus dos términos al otro; si se trata, en particular, de la oposición del espíritu y de la materia, se tendrá así, por una parte, el monismo espiritualista, que pretende reducir la materia al espíritu, y, por otra parte, el monismo materialista, que pretende al contrario reducir el espíritu a la materia. El monismo, cualquiera que sea, tiene razón al admitir que no hay oposición absoluta, ya que, en eso, es menos estrictamente limitado que el dualismo, y constituye al menos un esfuerzo para penetrar más en el fondo de las cosas; pero, casi fatalmente, le ocurre que cae en otro defecto, y que desdeña completamente, cuando no niega, la oposición que, incluso si no es más que una apariencia, por eso no merece menos ser considerada como tal: es pues, aquí también, la exclusividad del sistema la que constituye su primer defecto. Por otra parte, al querer reducir directamente uno de los dos términos al otro, no se sale nunca completamente de la alternativa que ha sido planteada por el dualismo, puesto que no se considerará nada que esté fuera de estos dos mismos términos de los que el dualismo había hecho sus principios fundamentales; y habría incluso lugar a preguntarse si, al ser estos dos términos correlativos, uno tiene todavía su razón de ser sin el otro, es decir, si es lógico conservar uno desde que se suprime el otro. Además, nos encontramos entonces en presencia de dos soluciones que, en el fondo, son mucho más equivalentes de lo que parece superficialmente: que el monismo espiritualista afirme que todo es espíritu, y que el monismo materialista afirme que todo es materia, eso no tiene en suma sino muy poca importancia, tanto más cuanto que cada uno se encuentra obligado a atribuir al principio que conserva las propiedades más esenciales del que suprime. Se concibe que, sobre este terreno, la discusión entre espiritualistas y materialistas debe degenerar bien pronto en una simple querella de palabras; las dos soluciones monistas opuestas no constituyen en realidad más que las dos caras de una solución doble, por lo demás completamente insuficiente. Es aquí donde debe intervenir otra solución; pero, mientras que, con el dualismo y el monismo, no teníamos que tratar más que con dos tipos de concepciones sistemáticas y de orden puramente filosófico, ahora va a tratarse de una doctrina que se coloca, al contrario, en el punto de vista metafísico, y que, por consiguiente, no ha recibido ninguna denominación en la filosofía occidental, que no puede más que ignorarla. Designaremos esta doctrina como el «no dualismo», o mejor todavía como la «doctrina de la no dualidad», si se quiere traducir tan exactamente como es posible el término sánscrito adwaita-vâda, que no tiene equivalente usual en ninguna lengua europea; la primera de estas dos expresiones tiene la ventaja de ser más breve que la segunda, y es por lo que la adoptaremos gustosamente, pero, no obstante, tiene un inconveniente en razón de la presencia de la terminación «ismo», que en el lenguaje filosófico, va unida ordinariamente a la designación de los sistemas; se podría decir, es cierto, que es menester hacer recaer la negación sobre la palabra «dualismo» todo entera, comprendida su terminación, entendiendo con esto que esta negación debe aplicarse precisamente al dualismo en tanto que concepción sistemática. Sin admitir mas irreductibilidad absoluta que el monismo, el «no dualismo» difiere profundamente de éste, en que no pretende en modo alguno por eso que uno de los dos términos sea pura y simplemente reductible al otro; los considera a uno y a otro simultáneamente en la unidad de un principio común, de orden más universal, y en el que están contenidos igualmente, no ya como opuestos, hablando propiamente, sino como complementarios, por una suerte de polarización que no afecta en nada a la unidad esencial de este principio común. Así, la intervención del punto de vista metafísico tiene como efecto resolver inmediatamente la oposición aparente, y, por lo demás, únicamente él permite hacerlo verdaderamente, allí donde el punto de vista filosófico mostraba su impotencia; y lo que es verdadero para la distinción del espíritu y de la materia, lo es igualmente para cualquier otra entre todas las que se podrían establecer del mismo modo entre aspectos más o menos especiales del ser, y que son en multitud indefinida. Por lo demás, si se puede considerar simultáneamente toda esta indefinidad de las distinciones que son así posibles, y que son todas igualmente verdaderas y legítimas desde sus puntos de vista respectivos, es porque ya no nos encontramos encerrados en una sistematización limitada a una de esas distinciones con exclusión de todas las otras; y así, el «no dualismo» es el único tipo de doctrina que responde a la universalidad de la metafísica. Los diversos sistemas filosóficos pueden, en general, bajo un aspecto o bajo otro, vincularse, ya sea al dualismo, o ya sea al monismo; pero sólo el «no dualismo», tal como acabamos de indicar, su principio, es susceptible de rebasar inmensamente el alcance de toda filosofía, porque sólo él es propia y puramente metafísico en su esencia, o, en otros términos, constituye una expresión del carácter más esencial y más fundamental de la metafísica misma. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Para dar un ejemplo que aclarará lo que acabamos de decir, tomaremos el caso del atomismo, sobre el que tendremos todavía que volver después: esta concepción es claramente heterodoxa, ya que está en desacuerdo formal con el Vêda, y, por lo demás, su falsedad es fácilmente demostrable, ya que implica en sí misma elementos contradictorios; heterodoxia y absurdidad son por tanto verdaderamente sinónimos en el fondo. En la India, el atomismo apareció primero en la escuela cosmológica de Kanâda; por lo demás, hay que destacar que las concepciones heterodoxas no podían apenas formarse en las escuelas dadas a la especulación puramente metafísica, por que, sobre el terreno de los principios, la absurdidad resalta mucho más inmediatamente que en las aplicaciones secundarias. Esta teoría atomista, no fue nunca, en los hindúes, más que una simple anomalía sin mayor importancia, al menos en tanto que no vino a sumarse a ella algo más grave; así pues, no tuvo más que una extensión muy restringida, sobre todo si se compara con la que debía adquirir más tarde en los griegos, donde fue aceptada corrientemente por diversas escuelas de «filosofía física», porque los principios tradicionales faltaban ya, y donde el epicureísmo sobre todo le dio una difusión considerable, cuya influencia se ejerce todavía sobre los occidentales modernos. Para volver de nuevo a la India, el atomismo no se presentó primeramente más que como una teoría cosmológica especial, cuyo alcance, como tal, estaba bastante limitado; pero, para aquellos que admitían esta teoría, la heterodoxia sobre este punto particular lógicamente debía acarrear la heterodoxia sobre muchos otros puntos, ya que en la doctrina tradicional todo está estrechamente emparentado. Así, la concepción de los átomos como elementos constitutivos de las cosas tiene por corolario la del vacío en el que esos átomos deben moverse; de ahí debía salir más pronto o más tarde una teoría del «vacío universal», entendido no en un sentido metafísico que se refiere a lo «no manifestado», sino al contrario en un sentido físico o cosmológico, y es lo que tuvo lugar en efecto con algunas escuelas búdicas que, al identificar este vacío con el akâsha o éter, fueron conducidas naturalmente por eso mismo a negar la existencia de éste como elemento corporal, y a no admitir más que cuatro elementos en lugar de cinco. A este propósito, es menester observar también que la mayor parte de los filósofos griegos no han admitido tampoco más que cuatro elementos, como las escuelas búdicas de que se trata, y que, si algunos han hablado no obstante del éter, no lo han hecho nunca sino de una manera bastante restringida, dándole una acepción mucho más especial que los hindúes, y por lo demás mucho menos clara. Ya hemos dicho suficientemente de qué lado deben estar las apropiaciones cuando se constatan concordancias de este género, y sobre todo cuando esas apropiaciones se han hecho de una manera incompleta que es quizás su marca más visible; y que nadie vaya a objetar que los hindúes habrían «inventado» el éter después, por razones más o menos plausibles, análogas a las que le hacen ser aceptado bastante generalmente por los físicos modernos; sus razones son de un orden completamente diferente y no están sacadas de la experiencia; no hay ninguna «evolución» de las concepciones tradicionales, así como ya lo hemos explicado, y por lo demás el testimonio de los textos védicos es formal tanto para el éter como para los otros cuatro elementos corporales. Así pues, parece que los griegos, cuando estuvieron en contacto con el pensamiento hindú, sólo recogieron este pensamiento, en muchos de los casos, deformado y mutilado, y con la agravante de que no siempre lo expusieron fielmente tal como le habían recogido; por lo demás, es posible, como lo hemos indicado, que se hayan encontrado, en el curso de su historia, en relaciones más directas y más seguidas con los budistas, o al menos con algunos budistas, que con los hindúes. Sea como sea, agregamos todavía, en lo que concierne al atomismo, que lo que constituye sobre todo su gravedad, es que sus caracteres le predisponen a servir de fundamento a ese «naturalismo» que es tan generalmente contrario al pensamiento oriental como frecuente, bajo formas más o menos acentuadas, en las concepciones occidentales; se puede decir en efecto que, si todo «naturalismo» no es forzosamente atomista, el atomismo es siempre más o menos «naturalista», en tendencia al menos; cuando se incorpora a un sistema filosófico, como fue el caso en los griegos, deviene incluso «mecanicista», lo que no quiere decir siempre «materialista», ya que el materialismo es algo enteramente moderno. Aquí, por lo demás, importa poco, puesto que en la India no es de sistemas filosóficos de lo que se trata, como tampoco de dogmas religiosos; las desviaciones mismas del pensamiento hindú no han sido nunca ni religiosas ni filosóficas, y eso es verdad incluso para el budismo, que, en todo el Oriente, es no obstante lo que parece acercarse más, en algunos aspectos, a los puntos de vista occidentales, y lo que, por eso mismo, se presta más fácilmente a las falsas asimilaciones a las que están acostumbrados los orientalistas; a este propósito, y aunque el estudio del budismo no entra propiamente en nuestro tema, no obstante nos es menester decir aquí al menos algunas palabras, aunque no sea más que para disipar algunas confusiones corrientes en Occidente. IGEDH: Ortodoxia y heterodoxia