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IGEDH: antropomorfismo

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

En lo que concierne a la manera en que se puede comprender lo que hemos llamado la traducción de las verdades metafísicas en lenguaje teológico, tomaremos sólo un ejemplo extremadamente simple y completamente elemental: esta verdad metafísica inmediata: «El Ser es», si uno quiere expresarla en modo religioso o teológico, dará nacimiento a esta otra proposición: «Dios existe», que no le será estrictamente equivalente sino a condición doble de concebir a Dios como el Ser universal, lo que está muy lejos de haber sido el caso siempre efectivamente, y de identificar la existencia al ser puro, lo que metafísicamente es inexacto. Sin duda, este ejemplo, por su gran simplicidad, no responde enteramente a lo que puede haber de más profundo en las concepciones teológicas; pero por eso no tiene menos interés tal cual es, porque es precisamente de la confusión entre lo que está implicado respectivamente en las dos fórmulas que acabamos de citar, confusión que procede de la de los dos puntos de vista correspondientes, es de ahí, decimos, de donde han resultado las controversias interminables que han surgido alrededor del famoso «argumento ontológico», argumento que ya no es, él mismo, más que un producto de esta confusión. Otro punto importante que podemos mencionar seguidamente a propósito de este mismo ejemplo, es que las concepciones teológicas, al no estar al abrigo de las influencias individuales como lo están las concepciones metafísicas puras, pueden variar de un individuo a otro, y que sus variaciones están entonces en función de la más fundamental de entre ellas, queremos decir, de la concepción misma de la Divinidad: aquellos que discuten sobre cosas tales como las «pruebas de la existencia de Dios» deberían primeramente, para poder entenderse, asegurarse de que, al pronunciar la misma palabra «Dios», quieren expresar con ella una concepción idéntica, y muy frecuentemente se darían cuenta de que no hay nada de eso, de suerte que no tienen más posibilidades de ponerse de acuerdo que si hablaran lenguas diferentes. Es ahí sobre todo, en el dominio de estas variaciones individuales de las que, por lo demás, la teología oficial y docta no podría ser hecha responsable a ningún grado, donde se manifiesta una tendencia eminentemente antimetafísica que es casi general entre los occidentales, y que constituye propiamente el antropomorfismo; pero esto hace llamada a algunas explicaciones complementarias, que nos permitirán considerar otro lado de la cuestión. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología

El predominio de las facultades sensibles e imaginativas es aquí la causa determinante del error: tomar el símbolo mismo por lo que representa, por incapacidad de elevarse hasta su significación puramente intelectual, tal es, en el fondo, la confusión en la que reside la raíz de toda «idolatría» en el sentido propio de esta palabra, ese que el islamismo le da de una manera particularmente clara. Cuando ya no se ve del símbolo más que su forma exterior, su razón de ser y su eficacia actual han desaparecido igualmente; el símbolo ya no es más que un «ídolo», es decir, una imagen vana, y su conservación no es más que «superstición» pura, en tanto no se encuentre a nadie cuya comprehensión sea capaz, parcial o integralmente, de restituirle de manera efectiva lo que ha perdido, o al menos lo que ya no contiene más que en el estado de posibilidad latente. Este caso es el de los vestigios que deja tras de sí toda tradición cuyo verdadero sentido ha caído en el olvido, y especialmente el de toda religión que la común incomprehensión de sus adherentes reduce a un simple formalismo exterior; ya hemos citado el ejemplo más llamativo quizás de esta degeneración, el de la religión griega. Es también en los griegos donde se encuentra, en su más alto grado, una tendencia que aparece como inseparable de la «idolatría» y de la materialización de los símbolos, la tendencia al antropomorfismo: los griegos no concebían a sus dioses como representando algunos principios, sino que se los figuraban verdaderamente como seres con forma humana, dotados de sentimientos humanos, y que actuaban a la manera de los hombres; y estos dioses, para ellos, ya no tenían nada que pudiera ser distinguido de la forma en que la poesía y el arte les habían revestido, no eran literalmente nada fuera de esa forma misma. Sólo una antropomorfización tan completa podía dar pretexto a lo que se ha llamado, según el nombre de su inventor, el «evemerismo», es decir, la teoría según la cual los dioses no habrían sido en el origen   más que hombres ilustres; ciertamente, no se podría ir más lejos en el sentido de una incomprehensión grosera, más grosera aún que la de algunos modernos que no quieren ver en los símbolos antiguos más que una representación o una tentativa de explicación de diversos fenómenos naturales, interpretación cuyo tipo más conocido es la famosa teoría del «mito solar». El «mito», como el «ídolo», no ha sido nunca más que un símbolo incomprendido: uno es en el orden verbal lo que el otro es en el orden figurativo; en los griegos la poesía produjo el primero y el arte produjo el segundo; pero, en los pueblos para quienes, como los orientales, el naturalismo y el antropomorfismo son igualmente extraños, ni el uno ni el otro podían tomar nacimiento, y no pudieron hacerlo en efecto más que en la imaginación de los occidentales que quisieron hacerse los interpretes de lo que no comprendían de ninguna manera. La interpretación naturalista invierte propiamente las relaciones: un fenómeno natural puede, lo mismo que no importa qué en el orden sensible, ser tomado para simbolizar una idea o un principio, y el símbolo no tiene sentido ni razón de ser sino en tanto que es de un orden inferior a lo que es simbolizado. Del mismo modo, es sin duda una tendencia general y natural al hombre utilizar la forma humana en el simbolismo; pero eso, que no se presta en sí mismo a más objeciones que el empleo de un esquema geométrico o de cualquier otro modo de representación, no constituye en modo alguno el antropomorfismo, en tanto que el hombre no se engañe con la figuración que ha adoptado. En China y en la India, no hubo nunca nada análogo a lo que se produjo en Grecia, y los símbolos de figura humana, aunque de un uso corriente, allí no devinieron nunca «ídolos»; y, a este propósito, aún se puede notar hasta qué punto el simbolismo se opone a la concepción occidental del arte: nada es menos simbólico que el arte griego, y nada lo es más que las artes orientales; pero allí donde el arte no es en suma más que un medio de expresión y como un vehículo de algunas concepciones intelectuales, no podría considerarse evidentemente como un fin en sí mismo, lo que no puede ocurrir más que en los pueblos donde predomina la sentimentalidad. Únicamente en esos mismos pueblos el antropomorfismo es natural, y hay que destacar que, por la misma razón, se trata de los mismos pueblos donde ha podido constituirse el punto de vista propiamente religioso; pero, por lo demás, la religión siempre se ha esforzado en ellos en reaccionar contra la tendencia antropomórfica y en combatirla en principio, aunque su concepción más o menos falseada, en el espíritu popular, contribuyera a veces al contrario a desarrollarla de hecho. Los pueblos llamados semíticos, como los judíos y los árabes, son vecinos bajo este aspecto de los pueblos occidentales: en efecto, no podría haber otra razón para la prohibición de los símbolos de figura humana, común al judaísmo y al islamismo, pero con la restricción de que, en este último, no fue aplicada nunca rigurosamente en los persas, para quienes el uso de tales símbolos ofrecía menos peligros, porque, al ser más orientales que los árabes, y, por lo demás, de una raza completamente diferente, estaban mucho menos inclinados al antropomorfismo. IGEDH: Simbolismo y antropomorfismo

El Principio supremo, total y universal, que las doctrinas religiosas de Occidente llaman «Dios». ¿Debe ser concebido como impersonal o como personal? Esta cuestión puede dar lugar a discusiones interminables, y por lo demás sin objeto, porque no procede más que de concepciones parciales e incompletas, que sería vano buscar conciliar sin elevarse por encima del dominio especial, teológico o filosófico, que es propiamente el suyo. Desde el punto de vista metafísico, es menester decir que este Principio es a la vez impersonal y personal, según el aspecto bajo el que se le considere: impersonal o, si se quiere, «suprapersonal» en sí mismo; personal en relación a la manifestación universal, pero, bien entendido, sin que esta «personalidad divina» presente el menor carácter antropomórfico, ya que es menester guardarse de confundir «personalidad» e «individualidad». La distinción fundamental que acabamos de formular, y por la que las contradicciones aparentes de los puntos de vista secundarios y múltiples se resuelven en la unidad de una síntesis superior, es expresada por la metafísica extremo oriental como la distinción del «No Ser» y del «Ser»; está distinción no es menos clara en la doctrina hindú, como lo quiere por lo demás la identidad esencial de la metafísica pura bajo la diversidad de las formas de las que puede estar revestida. El Principio impersonal, y por consiguiente absolutamente universal, es designado como Brahma; la «personalidad divina», que es una determinación o una especificación suya, puesto que implica un menor grado de universalidad, tiene por denominación más general la de Ishwara. Brahma, en su Infinitud, no puede ser caracterizado por ninguna atribución positiva, lo que se expresa diciendo que es nirguna o «más allá de toda cualificación», y también nirvishêsha o «más allá de toda distinción»; por el contrario, a Ishwara se le llama saguna o «cualificado», y savishêsha o «concebido distintamente» porque puede recibir tales atribuciones, como se obtienen por una transposición analógica, en lo universal, de las diversas cualidades o propiedades de los seres de los que él es el principio. Es evidente que se puede concebir así una indefinidad de «atributos divinos», y que, por lo demás, se podría transponer, considerándola en su principio, cualquier cualidad que tenga una existencia positiva; por lo demás, cada uno de estos atributos no debe de ser considerado en realidad más que como una base o un soporte para la meditación de un cierto aspecto del Ser universal. Lo que hemos dicho sobre el simbolismo permite darse cuenta de la manera en la que la incomprehensión que da nacimiento al antropomorfismo puede tener como resultado hacer de los «atributos divinos» otros tantos «dioses», es decir entidades concebidas basándose en el tipo de los seres individuales, y a las que se presta una existencia propia e independiente. Ese es uno de los casos más evidentes de la «idolatría», que toma el símbolo por lo que es simbolizado, y que reviste aquí la forma del «politeísmo»; pero es claro que ninguna doctrina ha sido nunca politeísta en sí misma y en su esencia, puesto que no podía devenir tal más que por el efecto de una deformación profunda, que no se generaliza, por lo demás, sino mucho más raramente de lo que se cree vulgarmente; a decir verdad, no conocemos siquiera más que un solo ejemplo cierto de la generalización de este error, a saber, el de la civilización grecorromana, y todavía hubo al menos algunas excepciones en su elite intelectual. En Oriente, donde la tendencia al antropomorfismo no existe, a excepción de aberraciones individuales siempre posibles, pero raras y anormales, nada semejante ha podido producirse jamás; eso sorprenderá sin duda a muchos de los occidentales, a quienes el conocimiento exclusivo de la antigüedad clásica lleva a querer descubrir por todas partes «mitos» y «paganismo», pero, sin embargo, es así. En la India, en particular, una imagen simbólica que representa uno u otro de los «atributos divinos», y que se llama pratîka, no es un «ídolo», ya que no ha sido tomada nunca por otra cosa que lo que es realmente, un soporte de meditación y un medio auxiliar de realización, pudiendo cada uno, por lo demás, vincularse preferentemente a los símbolos que están más en conformidad con sus disposiciones personales. IGEDH: Shivaismo y Vishnuismo

Para acabar de mostrar lo que es menester pensar de estas tres fases pretendidas de las concepciones religiosas, recordaremos primero lo que hemos dicho ya precedentemente, a saber, que no ha habido nunca ninguna doctrina esencialmente politeísta, y que el politeísmo no es, como los «mitos» que se relacionan con él bastante estrechamente, más que una grosera deformación que resulta de una incomprehensión profunda; por lo demás, el politeísmo y el antropomorfismo no se han generalizado verdaderamente más que en los griegos y los romanos, y, por toda otra parte, han permanecido en el dominio de los errores individuales. Así pues, toda doctrina verdaderamente tradicional es en realidad monoteísta, o, más exactamente, es una «doctrina de la unidad», o incluso de la «no dualidad», que deviene monoteísta cuando se la quiere traducir en modo religioso; en cuanto a las religiones propiamente dichas, a saber, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, es muy evidente que son puramente monoteístas. Ahora bien, en lo que concierne al fetichismo, esta palabra, de origen portugués, significa literalmente «brujería»; por consiguiente, lo que designa no es religión o algo más o menos análogo, sino más bien magia, e incluso magia del tipo más inferior. La magia no es de ninguna manera una forma de religión, aunque se la suponga primitiva o desviada, y no es tampoco, como otros lo han sostenido, algo que se opone profundamente a la religión, una suerte de «contrarreligión», si se puede emplear una tal expresión; en fin, no es tampoco aquello de donde habrían salido a la vez la religión y la ciencia, según una tercera opinión que no está mejor fundada que las dos precedentes; todas estas confusiones muestran que aquellos que hablan de la magia no saben demasiado de qué se trata. En realidad, la magia pertenece al dominio de la ciencia, y, más precisamente, de la ciencia experimental; concierne al manejo de algunas fuerzas, que, en el Extremo Oriente, se llaman «influencias errantes», y cuyos efectos, por extraños que puedan parecer, por eso no son menos fenómenos naturales que tienen sus leyes como todos los demás. Esta ciencia es ciertamente susceptible de una base tradicional, pero, incluso entonces, no tiene nunca más valor que el de una aplicación contingente y secundaria; es menester agregar también, para aclararse sobre su importancia, que generalmente es desdeñada por los verdaderos detentadores de la tradición, que, salvo en algunos casos especiales y determinados, la abandonan a los juglares errantes que sacan provecho de ella divirtiendo a la multitud. Estos magos, como se encuentran frecuentemente en la India, donde se les da comúnmente la denominación árabe de faquires, es decir, «pobres» o «mendigos», son hombres cuya incapacidad intelectual los ha detenido en la vía de una realización metafísica, así como ya lo hemos dicho; interesan sobre todo a los extranjeros, y no merecen más consideración que la que les acuerdan sus compatriotas. No entendemos contestar de ninguna manera la realidad de los fenómenos así producidos, aunque a veces sean sólo imitados o simulados, en condiciones que suponen, por lo demás, un poder de sugestión poco ordinario, al lado del cual los resultados obtenidos por los occidentales que intentan librarse al mismo género de experimentación aparecen como completamente desdeñables e insignificantes; lo que contestamos es el interés de estos fenómenos, de los que la doctrina pura y la realización que implica son absolutamente independientes. Este es el lugar de recordar que todo lo que depende del dominio experimental no prueba nunca nada, a menos que no sea negativamente, y puede servir como mucho para la ilustración de una teoría; un ejemplo no es ni un argumento ni una explicación, y nada es más ilógico que hacer depender un principio, incluso relativo, de una de sus aplicaciones particulares. IGEDH: La ciencia de las religiones