Schuon — O Esoterismo como Princípio e como Vía — Compreender o Esoterismo
Nos falta responder aquí a la objeción de que la actitud del esoterismo implica una especie de duplicidad hacia la religión, que se finge practicar a la vez que se da a las cosas un alcance diferente; éste es un recelo que no tiene en cuenta la perspectiva de la gnosis ni su asimilación por el alma, en virtud de las cuales la inteligencia y la sensibilidad combinan espontáneamente puntos de vista diferentes sin traicionar ni su realidad particular ni sus exigencias propias ( Es sabido que, para el hindú contemplativo, esta especie de agilidad metafísica es como una segunda naturaleza y no presenta ninguna dificultad; es decir, que el hindú es particularmente sensible a lo que hemos llamado en más de una ocasión la «transparencia metafísica de los fenómenos».— Sin duda, bilinguis maledictus: el lenguaje de doble sentido está maldito; pero, precisamente, éste se sitúa en un único plano y no, como el esoterismo, sobre dos planos diferentes; si esta bidimensionalidad fuese ilegítima, sería imposible interpretar el Cantar de los Cantares en un sentido distinto del literal, y una gran parte de la exégesis patrística y mística quedaría desmentida. Cristo hizo uso tanto de la parábola como de la metáfora. ); la comprensión concreta de los niveles cósmicos y espirituales excluye toda mentira íntima. Hablar a Dios sabiendo que su Personalidad necesariamente antropomorfa es un efecto de maya no es menos sincero que hablar a un hombre sabiendo que también él, y con mayor razón, no es más que un efecto de maya, como todos lo somos; de la misma manera, no es carecer de sinceridad pedir un favor a un hombre, sabiendo que el autor del don es forzosamente Dios. La Personalidad divina, hemos dicho, es antropomorfa; además de que en realidad es el hombre quien se parece a Dios y no a la inversa, Dios se hace necesariamente hombre en sus contactos con la naturaleza humana.
La lealtad religiosa no es otra cosa que la sinceridad de nuestras relaciones humanas con Dios, sobre la base de los medios que Él ha puesto a nuestra disposición; al ser estos medios de orden formal, excluyen ipso facto otras formas sin que por ello les falte nada desde el punto de vista de nuestra relación con el Cielo; en este sentido intrínseco, la forma es realmente única e irreemplazable, precisamente porque nuestra relación con Dios lo es. Sin embargo, esta unicidad del soporte intrínseco y la sinceridad de nuestro culto en el marco de este soporte no autorizan lo que podríamos llamar el «nacionalismo religioso»; si condenamos esta actitud — inevitable para el término medio de los hombres, pero ésta no es la cuestión — es porque ella implica opiniones contrarias a la verdad, tanto más contradictorias cuando el fiel reivindica una sabiduría esotérica y dispone de datos que le permiten confirmar los límites del formalismo religioso con el que se identifica sentimental y abusivamente ( A falta de estos datos o de estas informaciones, no hay motivo para formular este reproche de «nacionalismo religioso»; por una parte, los «sarracenos» de la edad media no tenían para los cristianos más que una realidad simbólica — se ignoraba lo que es el Islam — y, por otra, los cristianos de esta época no disponían de ninguna medida objetiva o de ningún punto de comparación para poder comprobar la particularidad y las limitaciones de su propio universo. La actitud de los medievales es comparable con un patriotismo natural y en sí mismo inocente y no con un nacionalismo forzosamente hipócrita por la ingeniosidad de su prejuicio y de sus mentiras. ).
Para comprender bien la relación normal entre la religión común y la sapiencia, o entre la bhakti y el jnânâ, es preciso saber que en el hombre hay, en principio, una doble subjetividad, la del «alma» y la del «espíritu»; ahora bien, una de dos: o el espíritu se reduce a la aceptación de los dogmas revelados, de suerte que sólo el alma individual es el sujeto de la vía hacia Dios, o el espíritu tiene consciencia de su naturaleza y tiende hacia el fin hacia el que está adecuado, de suerte que es él, y no el «yo», quien es el sujeto de la vía, sin abolir por ello las necesidades y los derechos de la subjetividad ordinaria, la del alma sensible e individual precisamente. El equilibrio de las dos subjetividades, la afectiva y la intelectiva — las cuales coinciden por otra parte necesariamente en un cierto punto ( Porque el alma, a la vez que está hecha de amor, es inteligente, por tanto capaz de objetividad y de superación, y el espíritu, a la vez que está hecho de inteligencia, es sensible a la belleza, a la bondad, a la felicidad, y se reconoce en ellos. ), da lugar a la serenidad cuyo perfume nos ofrecen los escritos vedánticos; la mezcla errónea de las subjetividades — en los esoterismos parciales o mal desenvueltos — produce por el contrario esta contradicción que podríamos llamar paradójicamente un «individualismo metafísico»: a saber, una mística atormentada de manifestaciones a menudo irritantes, pero a fin de cuentas heroica y abierta a la Misericordia; el Sufismo nos ofrece ejemplos de esto.
El ego como tal no puede reivindicar, en buena lógica, la experiencia de lo que está más allá de la egoidad; el hombre es el hombre y el Sí mismo es el Sí mismo. Es preciso guardarse de transferir el individualismo voluntarista y sentimental del celo religioso al plano de la consciencia transpersonal ( Cuando un místico musulmán afirma que preferiría ir al infierno que al cielo si tal fuese la voluntad de Dios, cubre abusiva y paradójicamente el desprendimiento intelectual, o la serenidad contemplativa, con el lenguaje del individualismo pasional; es decir, que mezcla absurdamente las dos subjetividades, la del intelecto transpersonal y la del alma individual, porque ésta, ontológicamente enfocada hacia la felicidad, no puede ni debe en ningún caso querer ir al infierno, mientras que para el Intelecto la cuestión no se plantea; allí donde está el Intelecto está el cielo. ); no se puede querer la gnosis con una voluntad que sea contraria a la naturaleza de la gnosis. No somos nosotros quienes conocemos a Dios, es Dios quien se conoce en nosotros.
La cuestión que se plantea aquí es la de saber cuál es el fondo del alma: si este fondo está hecho de celo interesado o si está hecho de contemplación desinteresada; dicho de otro modo: si el alma encuentra su felicidad y su expansión en una pasión dirigida hacia Dios, en el fervor por la recompensa celestial — lo que es ciertamente honorable sin agotar sin embargo toda la posibilidad espiritual del hombre —, o si el alma encuentra su felicidad y su expansión en una profunda toma de consciencia de la naturaleza de las cosas, y por consiguiente en su retorno a la Substancia de la que ella es un accidente. Por una parte, las dos cosas se excluyen, pero, por otra, se combinan; todo es aquí cuestión de relaciones y de proporciones.
La doctrina metafísica o esotérica se dirige a otra subjetividad que el mensaje religioso general: éste habla a la voluntad y al hombre pasional, y aquélla, a la inteligencia y al hombre contemplativo; el aspecto intelectual del esoterismo es la teología, mientras que el aspecto emocional del esoterismo es el sentido de la Belleza en cuanto ella posee una virtud interiorizante; Belleza de la naturaleza y del arte, y también, e incluso ante todo, Belleza del alma, proyección lejana de la Belleza de Dios.