Reinhardt – mito no Górgias

Para quien desea identificar la entelequia en el devenir a menudo es más esclarecedor explicar la época temprana a partir de la tardía que la tardía a partir de la temprana. De la misma alma que, al crecer, maduraría en dirección a míticos alumbramientos, surgió en un primer momento el diálogo socrático, que nunca fue un mero reflejo de su vida. Esta alma primero se busca un oponente en un mundo exterior; luego, en uno interior. Lo que sea que resulte atrapante, tentador o seductor —ya sea la educación, la formación, el arte o cualquier otra forma de lo espiritual—, a todo le hace frente, contra todo polemiza, para luego volver a traer consigo todo lo que pueda servirle en materia de saberes y en tanto mecanismos discursivos de seducción: ahora distingue a las Ideas, se nutre de su contemplación, toma posesión de sí misma, se monta de un salto sobre el mito, se integra en el Estado y se expande hacia el cosmos.

El combate contra los enemigos exteriores, la defensa, el voto de lealtad y la proclamación del nuevo héroe1 deben preceder al propio reinado. Y la escaramuza se torna ya una lucha organizada; y esta lucha, un combate entre dos poderes del alma; de la Apología nace el Gorgias; a partir de la competencia entre dos discursos se forma una pelea entre dos almas en un plano más elevado, como en el preludio del Protágoras, que lo eleva a este a un nivel superior, y como ocurre de nuevo en la segunda parte del Gorgias, aquí ya preanunciando el mismo estrato que marca, en la República, el paso del primer libro a los restantes. Cuanto más fuerte es la oposición, tanto más bienvenida, si bien también crece la fuerza del enemigo a la par de la propia. Y al mismo tiempo surge una lucha como la que sostiene un amante contra un poder que pretende quitarle a su amado, o bien una competencia entre hermanos como el de Zeto y Anfión (Gorgias, 485e).

Estoy seguro de que, en lo que  estés de acuerdo conmigo sobre lo que mi alma piensa, eso es ya la verdad misma. Pues observo que el que va a hacer una comprobación suficiente sobre si un alma vive rectamente o no, ha de tener tres cosas que tú tienes: ciencia, benevolencia y decisión para hablar. (Gorgias, 486e-487a)

Al igual que en el Gorgias, en donde con el cambio de oponente al mismo tiempo se alza un segundo nivel por sobre el primero, el objetivo del cambio y la entelequia en el devenir se tornan de nuevo manifiestos a partir de la estratificación de los agônes en la obra mayor, La República. El alma se transforma cada vez más en «piedra de toque» (486d), el contacto con la cual permite comprobar cuál es el valor de algo.

¿Y en la disposición del cuerpo? ¿No dirías que el mal para el hombre es la debilidad, la enfermedad, la deformidad y otros defectos semejantes? […] ¿No estimas que también en el alma existe alguna enfermedad? […] Luego la injusticia, el desenfreno y los demás vicios del alma ¿son el mayor mal? (477b-e)

Ya has oído lo que es para mí la retórica: es respecto al alma lo equivalente de lo que es la culinaria respecto al cuerpo. (465d-e)

La cosmética es a la gimnástica lo que la sofística a la legislación, y la culinaria es a la medicina lo que la retórica es a la justicia. (465c)

También el nómos, la ley, despierta de su entumecimiento porque el alma la vuelve a insuflar. Y una vez más el comienzo es el Gorgias, que de nuevo contiene en germen algo que terminará de desarrollarse en la obra de madurez.

—Luego ¿una casa con orden y proporción es buena, pero sin orden es mala?

—Sí.

—¿No sucede lo mismo con una nave?

—Sí.

—¿Y también con nuestros cuerpos?

—Desde luego.

—¿Y el alma? […] Al buen orden del cuerpo se le da el nombre de «saludable», de donde se originan en él la salud y las otras condiciones de bienestar en el cuerpo. […] Y al buen orden y concierto del alma se le da el nombre de norma y ley, por las que los hombres se hacen justos y ordenados; en esto consiste la justicia y la moderación. (504a-b)

También el éros por la filosofía comienza en esta misma época a apoderarse del alma, celoso, exigiendo una entrega ciega, y una vez más ocurre esto antes de que este mismo deseo se forme en el mito: «yo amo al hijo de Clinias y a la filosofía; tú a los Demos: el de Atenas y el hijo de Pirilampes. Los dos tenemos que impedir a nuestros amores que hablen o decir lo que a ellos les guste» (481d-482a).

Por último, es esta misma alma la que acosa a los oponentes; la que, partiendo de su propia fuerza, al mismo tiempo se apropia constantemente de la fuerza contraria; la que se arroja contra los argumentos y estalla por todos los rincones y la que luego, volviendo sobre sí misma en el pensamiento, se manifiesta en una doctrina del alma. Donde se forma la fuerza, surge el mito; donde busca ella misma claridad sobre sí, la especulación psicológica y teológica —si cabe servirse de estos conceptos—. Pues en el grado en que el alma misma penetra en la especulación acerca del alma —y esto, en Platón, jamás deja de ocurrir por completo— la especulación acerca del alma misma se torna mito-del-alma. Que algo deba ser tomado como una doctrina o como un mito no es algo que deba definirse respondiendo a la pregunta acerca de si Platón realmente lo consideró verdadero, sino únicamente mediante la pregunta siguiente: ¿hasta qué punto le alcanzan al alma esta forma y este medio a la hora de configurarse o de reconocerse allí como en un retrato?

El Gorgias, en la medida en que en él la nueva alma despliega por primera vez su poder, está también en las puertas del nuevo mito. Una vez más, esto solo puede entenderse a partir del movimiento del alma en la conversación. ¡Subamos hasta su último escalón! Después de todo, la pasión del nuevo ideal se arroja hacia las formulaciones del diálogo; lo que al principio parece ser un resumen es en esencia un llenar de alma; en el juego de preguntas del dialéctico se mezcla, ya conteniéndose apenas, el discurso de admonición y expiación del profeta acerca de la esencia de la justicia en tanto reunión, orden, armonía, en tanto kósmos en el alma.

Tú no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica tiene mucha importancia entre los dioses y entre los hombres. (508a)

El que quiera ser feliz debe buscar y practicar, según parece, la moderación [sophrosýne] y huir del libertinaje con toda la diligencia que pueda, y debe procurar, sobre todo, no tener necesidad de ser castigado: pero si él mismo o algún otro de sus allegados o un particular o la ciudad necesita ser castigado, es preciso que se le aplique la pena y sufra el castigo si quiere llegar a ser feliz. (507d)

Lo que comienza a hablar aquí es el espíritu del viejo kósmos tal como se encarnó también en el pitagorismo (y no solo allí). El antiguo poder brota del nuevo Sócrates, el «rejuvenecido» (¡cómo se transformó!). Este renacimiento —que no puede compararse con la sombra que el pitagorismo arrojó sobre la ciencia en sus últimas ramificaciones con Arquitas y Filolao— es más bien, en general, el primer nacimiento en el alma del antiguo orden de la polis, del pitagorismo, del orfismo, etc., es decir, su aparición ya no en el orden exterior, en el Estado y en el linaje, en el culto y en la comunidad, sino en el alma misma, incorporado al alma, corrido y expulsado del orden exterior y de sus símbolos, ahora profundizado, esclarecido, despertado a una nueva vida. Solo este nuevo nacimiento de la vieja alma, este primer nacimiento tremendamente doloroso en un mundo interior, hace que se desarrolle también, junto con la nueva alma, el nuevo mito.

A partir del mismo corrimiento se explica también la presencia, en los mitos de Platón, de motivos órficos y del pitagorismo temprano como el de la transmigración de las almas y el del más allá: en la medida en que el orfismo y el pitagorismo deducen del más allá la pureza y el orden que les corresponde en el más acá, no producen todavía un mundo propiamente interior, pero sí al menos un mundo secreto, revelado y cerrado también a raíz de su organización exterior. Para ellos tienen realidad aquellas representaciones que en Platón se volverán formas de la autoconfiguración del alma. Un Empédocles, envuelto en hábito sacerdotal y rodeado de feligreses, es él mismo la exhibición de su doctrina de la redención: es al mismo tiempo un objeto de culto y un sujeto de culto. Los dioses del orfismo están, en cierto modo, a mitad de camino entre los antiguos dioses y los dioses de Platón.

El Gorgias, por cierto, es solamente un primer estallido, una primera protesta. Y también es una protesta en él el mito: la de alguien condenado y segregado que invoca por testigo al más allá. El alma, que se torna consciente de que ella misma —y solo ella— es la portadora de la verdadera norma y de la idea del Estado; que reconoce que en el Estado existente ya no hay lugar para ella; que en este Estado se encuentra sola, en la minoría de lo apartado opuesta a la mayoría de la totalidad; esta alma invoca por primera vez la aparición de un reino del más allá de órdenes judiciales y leyes eternas. Aún falta el reino de las Ideas; de allí la refracción hacia la amarga ironía: el antiguo cuento está demasiado sobrecargado con ímpetu nuevo como para que la expresión no tenga que exigir límites. El mundo interior es al mismo tiempo el mundo metafísico, pero su forma todavía no está establecida. No obstante, la categoría del más allá —y en Platón, de alguna manera, casi todo lo mítico se ubica en un más allá— ha sido conquistada. El afuera y el adentro, «cuerpo» y «alma», «vestido» y «desnudez», la apariencia y el ser son las categorías decisivas del mito y son también las categorías decisivas del diálogo.

Exteriormente, sin embargo, el mito aún posee todos los rasgos característicos de una fábula o de leyendas etiológicas educativas tales como las que también los sofistas pronunciaban, de acuerdo al siguiente esquema: antaño, con Cronos o Prometeo, era al revés; Zeus lo estableció tal como es ahora y con ello le dio su buen fundamento. Es decir que la forma exterior sigue siendo la misma que la del mŷthos del Protágoras. El alma aún no es capaz, como sí lo será más adelante, de penetrar también la forma de la narración mítica; la fábula y el fabula docet se mantienen a distancia.

Escucha, pues, como dicen, un precioso relato que tú, según opino, considerarás un mito sin realidad, pero que yo creo un relato verdadero, pues lo que voy a contarte lo digo convencido de que es verdad. Como dice Homero, Zeus, Poseidón y Plutón se repartieron el gobierno cuando lo recibieron de su padre. Existía en tiempos de Cronos, y aun ahora continúa entre los dioses, una ley acerca de los hombres según la cual el que ha pasado la vida justa y piadosamente debe ir, después de muerto, a las Islas de los Bienaventurados y residir allí en la mayor felicidad, libre de todo mal; pero el que ha sido injusto e impío debe ir a la cárcel de la expiación y del castigo, que llaman Tártaro. En tiempos de Cronos y aun más recientemente, ya en el reinado de Zeus, los jueces estaban vivos y juzgaban a los hombres vivos en el día en que iban a morir; por tanto, los juicios eran defectuosos. En consecuencia, Plutón y los guardianes de las Islas de los Bienaventurados se presentaron a Zeus y le dijeron que, con frecuencia, iban a uno y otro lugar hombres que no lo merecían. Zeus dijo: «Yo haré que esto deje de suceder. En efecto, ahora se deciden mal los juicios; se juzga a los hombres —dijo— vestidos, pues se los juzga en vida. Así pues, dijo él, muchos que tienen el alma perversa están recubiertos con cuerpos hermosos, con nobleza y con riquezas, y cuando llega el juicio se presentan numerosos testigos para asegurar que han vivido justamente; los jueces quedan turbados por todo esto y, además, también ellos juzgan vestidos; sus ojos, sus oídos y todo el cuerpo son como un velo con que cubren por delante su alma. Estos son los obstáculos que se les interponen y, también, sus ropas y las de los juzgados; así pues, en primer lugar, dijo, hay que quitar a los hombres el conocimiento anticipado de la hora de la muerte, porque ahora lo tienen. Por lo tanto, ya se ha ordenado a Prometeo que les prive de este conocimiento. Además, hay que juzgarlos desnudos de todas estas cosas. En efecto, deben ser juzgados después de la muerte. También es preciso que el juez esté desnudo y que haya muerto; que examine solamente con su alma el alma de cada uno inmediatamente después de la muerte, cuando está aislado de todos sus parientes y cuando ha dejado en la tierra todo su ornamento, a fin de que el juicio sea justo. Yo ya había advertido esto antes que vosotros y nombré jueces a hijos míos, dos de Asia, Minos y Radamantis, y uno de Europa: Éaco. Estos, después de que los hombres hayan muerto, celebrarán los juicios en la pradera en la encrucijada de la que parten los dos caminos que conducen el uno a las Islas de los Bienaventurados y el otro al Tártaro. A los de Asia les juzgará Radamantis, a los de Europa, Éaco; a Minos le daré la misión de pronunciar la sentencia definitiva cuando los otros dos tengan duda, a fin de que sea lo más justo posible el juicio sobre el camino que han de seguir los hombres». (523a-524a)

El reino de la muerte se presenta al final de la Apología, al final del Critón, al final del Gorgias y al final de la República. En la Apología, la sombra de la muerte se ubica por encima del hombre heroizado y el «verdadero» tribunal por encima del aparente; en el Critón, se trata del cumplimiento del deber de ser justo pensando en quienes están bajo tierra; en el Gorgias, del desnudamiento del alma y la entrega del alma desnuda a su juez del más allá; en la República, del huso de la Necesidad en el que giran encerrados el cosmos, el Estado y el destino de la Humanidad.

El mŷthos permanece durante un rato planeando por sobre los diálogos de Platón antes de posarse sobre sus cumbres. En el Gorgias entró en contacto por primera vez con el lógos.


  1. «Héroe» usado aquí en el buen sentido griego del término y no, por ejemplo, como una palabra de moda; la heroización de Sócrates comienza ya con la Apología y continúa hasta el Fedón

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