Koyré (1922) – Sebastian Franck

Entre los «obreros de la primera hora» que en torno a Lutero forman el primer batallón de ataque al asalto de la Iglesia católica — y que una vez lograda la victoria se dispersan enseguida integrando los primeros grupos de «dissenters», entre los Denk, los Hetzer, los Karlstadt, los Schwenckfeld, ninguno presenta mayor interés que el famoso Erzketzer y Schwarmer, Sebastián Franck de Word.

Schwarmer y Erzketzer… En el fondo no lo es del todo. Esa es precisamente su característica esencial. Entre los fanáticos, los profetas, los fundadores de sectas y de «religiones», podría decirse que él es el único hombre razonable. Es también el único tolerante. El único que no abruma a sus adversarios de invectivas sentidas, el único que no apela a la maldición divina contra ellos; el único que permanece humano.

Mal le fue por ello. Al querer guardar su sangre fría, al pretender permanecer«au-dessus de la mêlée», sólo se ganó el odio general. Puesto en ridículo, perseguido, expulsado de todas partes, de Ulm, de Stuttgart, de Strasbourg, llevó durante bastante tiempo una vida errante y menesterosa luchando, escribiendo, publicando él mismo sus innumerables compilaciones destinadas a «abrir los ojos al pueblo cristiano». Desalentado, pero no desesperado, por el «espectáculo del mundo» — un juego burlesco, Fastnachtspiel lo llamaba —, agotado pero no vencido, entregó su alma fatigada a su Dios imparcial a la edad de cuarenta y tres años.

Con frecuencia, con demasiada frecuencia, se ha incluido a Franck en «sectas espiritualistas» de la Reforma. Equivocadamente, en mi opinión, porque se trata de un estado de espíritu totalmente distinto, de una concepción, a todas luces diferente, de Dios y de la religión lo que encontramos en Franck; emprende la crítica de la Reforma luterana desde un punto de vista que le es particular y propio; y las fórmulas, a menudo casi idénticas a las empleadas por Franck, Schwenckfeld o Denk, como más tarde por Valentin Weigel encierran, sin embargo, un sentido sensiblemente distinto.

Sebastián Franck está, en realidad, tan lejos de Schwenckfeld o de los anabaptistas como de Lutero. Lo único que les acerca es la opinión común contra el dogma luterano, la oposición, más profunda aún, contra la formación de las Iglesias protestantes.

No es sólo la «degeneración» de la religiosidad reformada, el inevitable y necesario conflicto entre las formas más libres de la vida religiosa y su fijación dogmática, ni tampoco la Verwilderung ni la Verrohung de la vida religiosa y moral de la que Franck, como Schwenckfeld, como más tarde Andreae o Arndt, como los mismos Lutero y Melanchton, nos han dejado cuadros conmovedores; no es tampoco la sustitución gradual del principio de fidelidad a la doctrina, del principio de fidelidad a la letra de la Escritura por el principio del valor de la convicción personal, del paso de la fe-creencia a la fe-confianza; ni son las interminables y ociosas discusiones de la nueva escolástica protestante, ni la rabies theologorum, ni incluso la sustitución mediante la objetivación — definición incluso — de la «doctrina» y de la «Escritura» (Schriftprinzip), de la nueva jerarquía de los teólogos-comentadores y predicadores por la antigua jerarquía sacerdotal y la introducción, como consecuencia, en la Iglesia luterana, de la fides implícita, de la fe del carbonero que cree por orden, lo que impulsó a Sebastián Franck a separarse de Lutero y del luterismo: la oposición era más profunda y sus raíces llegaban al fondo mismo de su personalidad.

Por supuesto, Franck, como todos los espiritualistas, critica amargamente la «traición» de Lutero y en su admirable exposición de las doctrinas y de las opiniones del reformador pone de manifiesto ingeniosamente la oposición entre sus primeros y sus últimos escritos; desde luego, el desastre de los partidos avanzados de la Reforma, la inquisición, la brutal y sangrienta represión de los anabaptistas, la sustitución, como se decía en aquella época, de la «letra» por el «espíritu» le inclinaron a admitir el fracaso de la Reforma, y las persecuciones, de que él mismo fue objeto, le llevaron definitivamente a las filas de los enemigos de Lutero; por supuesto, también a él, como a Schwenckfeld, Deck, Karlstadt o Hetzer, la idea de una imputativa justicia, de una justificatio ab extra le parecía la negación del principio mismo de la religión; y, por supuesto, en la lucha entre los partidarios del «espíritu» y los de la «letra», se alineaba necesariamente contra estos últimos, lo cual no quiere decir que estuviese enteramente de parte de los primeros.

En su época, Sebastián Franck fue un solitario. En el fon do jamás fue luterano; jamás, al parecer, se planteó las cuestiones del pecado y de la salvación como se las había planteado Lutero, o para ser más exactos, jamás le fueron planteadas estas cuestiones de la misma manera. Lo que buscaba en el movimiento de la Reforma era una espiritualización de la vida religiosa y moral. Era una liberación de esa vida de todas las formas dogmáticas, eclesiásticas y sociales que la ataban e impedían, desde su punto de vista, su libre desarrollo. Para él, la vida religiosa y la vida moral no se separaban ni se oponían. No parece que se haya dado cuenta de lo que de grandioso había en la concepción de Lutero ni parece que alguna vez haya vivido su tragedia y su desesperanza. Siguió a Lutero en su lucha contra la Iglesia, y se separó de él cuando vio que Lutero no estaba dispuesto a abandonar la idea misma de la Iglesia visible, dispensadora de enseñanza, de gracia, de sacramentos; porque para Franck toda organización exterior de la vida religiosa carecía de valor. Es más: era una caída e incluso una perversión. Y, sin embargo, no es, en modo alguno, un «entusiasta». Pocos hombres en su época lo fueron menos que él. El impulso, la pasión no le alcanzan. Ni siquiera el impulso místico y la pasión religiosa.

«Primer hombre moderno», como le llamó Dilthey, no es, a diferencia de sus contemporáneos, homo religiosus. Y mucho menos un hombre de acción o de pensamiento. Su religión se confunde con frecuencia con la moral; su «misticismo» es una metafísica, más pensada que vivida; es filosofía; en modo alguno experiencia.

Sebastián Franck carece de grandeza. Como filósofo no es ni muy original ni muy profundo. Compila. Sufre toda suerte de influencias. Lee mucho: los santos padres, los místicos alemanes, los reformadores; leyó a los clásicos y a los humanistas; todas esas lecturas y todas esas influencias se confundieron en su espíritu para dar lugar a un misticismo espiritualista donde el humanismo cristiano bordea el estoicismo, donde Orígenes da la mano a San Agustín. Un mosaico. Aunque no le falta unidad. ¿Una síntesis? Sería ir demasiado lejos. Digamos mejor un amalgama porque si bien es cierto que leyó a los místicos, a Tauler y la Teología germánica como estoico, también lo es, por contra, que leyó a Cicerón y a Séneca como místico.

Sus maestros fueron Erasmo, Pirkheiner, Thamer; aquellos que, antes de él, intentaron la aventura: el sueño de un estoicismo místico y cristiano.

Y de igual forma que no es pensador muy profundo, tampoco es un verdadero erudito. Ni un verdadero letrado. Sus libros de historia son compilaciones fáciles. Se han encontrado todas las fuentes. No estaban muy lejos. Y basta leer su versión parafrástica de la Teología germánica para apreciar su latín sin fuerza y sin nervio y la manera en que «humaniza» el misticismo ya muy diluido del anónimo de Francfort.

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