de Bruyne: Luz na Estetica Medieval

1. Caracteres generales de la estética del siglo XIII

El movimiento de los cataros y de los albigenses es una de las causas más importantes, aunque indirecta, del desenvolvimiento de la estética del siglo XIII. Ambas sectas, influenciadas por ideas orientales, admitían, como se sabe, la coexistencia de un principio del Bien con un principio del Mal, haciendo renacer el pesimismo maniqueo. El mundo es un gigantesco conflicto entre fuerzas opuestas: por un lado la Luz, el Bien, el Espíritu, la Belleza; por otro, las Tinieblas, el Mal, la Materia y la Fealdad. La guerra estalla, y no sólo en el plano político, contra los albigenses: los teólogos y filósofos de París atacan el pesimismo meridional — que, por lo demás, va acompañado de profundas licencias morales — y se esfuerzan por demostrar la no existencia del Mal. Los campeones del optimismo cristiano son, sobre todo, Guillermo de Auxerre (+ 1231), Felipe, Canciller de la Universidad (+ 1236), y Guillermo de Auvernia (+ 1249)1

Hacia 1220 Guillermo de Auxerre había intercalado en su Summa un pequeño tratado de Bono donde, tras definir el bien y la bondad, demostraba que todas las cosas son buenas en cuanto derivadas de la Bondad primera, es decir, de Dios. En su Summa de Bono, compuesta antes de la paz de París, en 1229, Felipe el Canciller, se inspira en el tratado de Guillermo de Auxerre. Descuidando los análisis acerca de la Unidad, se extiende ampliamente, más que Guillermo, sobre la Verdad y se detiene particularmente en el Bien. Parece tomar de los árabes, por una parte, la doctrina sobre la trascendentalidad del ser y, por otra, el principio de la distinción entre el ser y el uno: “idem sunt in subiecto, differunt ratione”. De Guillermo de Auxerre aprende a unir estos dos conceptos fundamentales a los de verdad y bien: aplica a todos los trascendentales el principio de distinción recogido de los árabes y constituye así el primer tratado de las propiedades trascendentales, cuyos materiales le han sido proporcionados: en lo referente a la Unidad, por los árabes (y Plotino); en lo que respecta a la Verdad, por San Anselmo y San Agustín; y en lo relativo al Bien, por San Agustín, Boecio y el Pseudo-Dionisio.

Felipe, al refutar a los albigenses, toma de San Agustín, que escribió contra los maniqueos d- su tiempo, los mismos argumentos que resuelven idénticas dificultades. En los escritos del Sante Doctor, por ejemplo en el opúsculo De natura Boni o en el De Genesi contra Manichoeos y aun en el De Genesi ad litteram, encuentra la famosa doctrina bíblica llamada a tener tan gran resonancia en todo el mundo escolástico: “Todas las cosas son buenas… porque todas fueron establecidas por Dios en número, peso y medida”. Todos guardan, por consiguiente, “el modo, la forma y el orden”. Todas han sido creadas en la armonía.

¡Pero son principios estéticos ampliamente desarrollados ya por San Agustín! Si Felipe, preocupado sobre todo por el paralelismo de la Unidad, la Verdad y el Bien, que extiende a todos los seres, pasa en silencio lo Bello, otros se hacen más eco de las observaciones agustinianas sobre la Belleza. Y el primero es Guillermo de Auxerre que en su Summa Aurea enuncia hacia 1220 esta capital proposición: “Hace tria (scilicet species, numerus, ordo) est rei pulchritudo, penes quae dicit Augustinus considere bonitatera rei” 2. Sigúese de aquí que la belleza caracteriza a un ser por el mismo título que su bondad: “idem est in substantia eius bonitas et eius pulchritudo” 3. Inaugura así Guillermo de Auxerre la estética que llamaremos “sapientiale”: la encontraremos de nuevo en Juan de la Rochela, en Alejandro de Hales y en Alberto Magno, todos los cuales, por lo demás, sufrieron profundamente la influencia del Canciller.

La introducción de la Belleza en el conjunto de las propiedades trascendentales está implícita desde mucho tiempo atrás. Lo bello es la armonía; ahora bien, todas las cosas son armoniosas: tal es la doctrina de Boecio, de San Agustín, de Otloh de San Emerano y del Pseudo-Aristóteles 4. Lo bello es la luz; ahora bien, todas las cosas resplandecen, y según el grado de su esplendor son más o menos nobles. Lo dirán bien pronto otros muchos autores. Por último, lo bello es el orden; pues bien, también el orden es trascendental: “Omne ens est ordinatum”. Así hablará el propio Duns Escoto.

De una manera explícita se introduce la Belleza en el tratado de las propiedades trascendentales bajo la influencia del Pseudo-Dionisio, que hacia la mitad del siglo XII conoce una nueva actualidad. Esto nos parece debido a causas que vienen a añadirse al interés directo que siempre provoca un autor grande por el nombre y por las ideas. El Pseudo-Dionisio es un maestro de la mística y se impone por lo mismo a los doctores de la vida espiritual; por otra parte, es uno de los más ardientes adversarios del dualismo del bien y del mal. De ahí el éxito de las nuevas traducciones del Areopagita por Juan Sarrasin, amigo de Juan de Salisbury, y luego de Roberto Grosseteste. Tomás de Verceil resume en su Exiractio los más sugestivos pasajes del neoplatónico autor y comenta los Nombres divinos (1238-1242). Los comentaristas de este opúsculo se suceden ininterrumpidamente: Roberto Grosseteste hacia 1245 (?), Alberto Magno hacia 1248-1250, Santo Tomás de Aquino hacia 1261 y Pedro Hispano por la misma época 5.

Si el Bien y la Belleza son juntamente citados por San Agustín y por el Pseudo-Dionisio, que unas veces los identifican, otras los distinguen, y si el Bien tiene un valor trascendental que excluye del ser real todo mal, síguese de aquí que también la Belleza resplandece en todo ser y que la fealdad no existe en el sentido metafísico del término.

Tal es la conclusión a la que apuntan los autores del siglo XIII y particularmente Alejandro de Hales, el primero que, tras Hugo de San Víctor, consagra un tratado de su Summa a la Belleza del mundo. Alejandro hace revivir el agustinismo y se presenta como el padre del optimismo estético, ya cantado por San Francisco de Asís. Nada hay más bello que el universo que realiza el máximum de la belleza sensible: es la “sinfonía” suprema, el más admirable Poema que existe y el Cuadro de perfecta armonía. Todo cuanto encierra es bello en sí mismo y sobre todo en función del conjunto: aún los más repulsivos insectos y los monstruos más espantables tienen su belleza propia. La misma materia, ¡a muerte y el diablo en persona no pueden ser excluidos del universal imperio de la belleza.

¿No es éste el tema fundamenta! del Canto al Sol, este eterno canto al optimismo y a la fraternidad universal de todas las cosas en Dios, del que todas las cosas son imagen? Sólo en la semejanza metafísica de la Belleza de Dios comunicamos familiarmente con cuanto nos rodea.

Bendito seas tú, Señor, con todas las criaturas
y en particular con mi Señor el Hermano Sol…
Y bendito seas por nuestro Hermano el Sol,
y bendito por nuestras hermanas la Luna y las Estrellas…
Y bendito por nuestra hermana la Muerte corporal
a la que ningún viviente puede escapar…

La idea del universal simbolismo de la Belleza, ya encontrada en los Victorinos y en Escoto Erígena, es desarrollada por Alejandro y sus colaboradores franciscanos en un sistema racional coherente que se hallará después en todos los grandes autores: Buenaventura y Alberto, Vicente de Beauvais el vulgarizador y Ulrico y Tomás.

La estética del siglo XIII ha salido, pues, de problemas teológicos y presenta un carácter profundamente religioso: la belleza de las cosas es función de la del Creador y la actitud que el hombre debe adoptar frente a la belleza y los placeres resultantes de ella debe determinarse por la moral general del cristianismo. Esto no significa que la estética medieval sea extraña a la estética puramente natural: muy al contrario integra todas las definiciones y una gran parte de los problemas de la antigüedad.

A través de Boecio, de los “músicos” y los Chartrianos hallamos la estética pitagórica; a través de San Agustín reaparecen no sólo Pitágoras y Platón, sino los Estoicos y Cicerón. También el Pseudo-Dionisio resucita el platonismo en la versión plotiniana: por una parte, renace la estética formalista de las proporciones o del esplendor ; por otra, la de la expresión simbólica de la idea. Mézclase en todo ello la psicología, platónica con los Victorinos, aristotélica cada vez más a lo largo de todo el siglo XIII. Hay huellas de emocionalismo en Guillermo de Auvernia, de intelectualismo en Alejandro de Hales. Alano de Lila adopta más bien la estética del Timeo, mientras Roberto Grosseteste parece en sus más originales opúsculos un pitagórico positivista.

La Biblia propone la estética del Cantar a los cistercienses que reviven las concepciones estoicas de la proporción y a Tomás de Verceil que identifica la belleza y la luz. Ella impone también, a través de San Agustín, la estética del Libro de la Sabiduría a Alejandro de Hales y a sus sucesores, y a todos proporcionan grandes sugerencias las fórmulas estéticas del Génesis 6.

San Buenaventura tiene preferencia por la estética musical de la unidad en la multiplicidad, salida también de San Agustín; mientras Alberto Magno permanece fiel al objetivismo del Areopagita. En Ulrico de Estrasburgo la estética se vuelve francamente neoplatónica y en Santo Tomás toma un cariz original y psicológico bajo la influencia de Aristóteles.

Parece evidente que asistamos a una evolución desde el punto de vista de la cantidad hacia el de la cualidad. A una estética más bien formalista basada en la proporción musical sucede una estética cada vez más expresivista de la idea genérica o específica.

Pero esto no son más que esquemas generales. El orden cronológico es infinitamente más matizado.

Una primera generación está representada por el místico Tomás de Verceil, los escolásticos Guillermo de Auvernia y Alejandro de Hales y el científico Roberto Grosseteste.

A mitad del siglo florecen San Alberto Magno y San Buenaventura, inspirándose uno en Dionisio sobre todo y el otro en el De Música de San Agustín principalmente, el primero un poco más objetivista, un poco más psicólogo el segundo. Hacia la misma época Tomás de York y Rogerio Bacon hacen interesantes consideraciones en espera de que Witelo haga revivir la estética árabe de la sensación visual.

Viene después el gran descubrimiento de la Suma de Santo Tomás: el placer de la belleza es desinteresado y se opone al placer del bien. Santo Tomás se mueve entre Ulrico de Estrasburgo, teólogo sistemático, y los hombres de ciencia, tales como Rogerio Bacon y Witelo, que introducen nuevos puntos de vista. Con Duns Escoto se anuncia la decadencia.

El método de los autores del siglo XIII difiere del de los escritores del siglo XII. En los Victorinos y Cistercienses hay más espontaneidad y más humanismo, haciendo uso los Cistercienses de una estética más simple y “cortés”, sin retroceder los Victorinos ante las primeras sistematizaciones. En el siglo XIII la forma es infinitamente menos viva, más abstracta, más dividida, más razonadora y más escolástica. Hay que hacer verdaderos esfuerzos, a veces, para penetrar, bajo las fórmulas, hasta el espíritu. A primera vista tanto los problemas como sus soluciones parecen impuestos por las citas o textos de autoridades indiscutibles, filósofos o teólogos: pero cada uno escoge su interpretación y la justifica. Los análisis no son con frecuencia psicológicos, sino más bien conceptuales: pero sería injusto en todo caso rehusarles todo valor de observación.

Desde el punto de vista filosófico es el carácter metafísico lo que prevalece: todo se considera en función del ser y de los principios primeros. Faltan las alusiones a una emoción artística: se razona sobre el arte como sobre una materia indiferente. San Buenaventura sabe bien que el “iudicium” sigue a la “delectatio” y presenta caracteres distintos al placer. La Edad Media no difiere en este punto de la Antigüedad, ni aun del Renacimiento: hay un abismo entre las emociones encarnadas en obras concretas y los secos análisis de la actividad artística en general. Y lo mismo sucede en lo que respecta al abismo existente entre el placer de la belleza y la reflexión abstracta sobre el gozo estético. Pueden lamentarse estos hechos, pero hay que tomarlos como son.

La estética del siglo XIII se desarrolla en un clima particular, el de una mística de la luz. No decimos en verdad que desaparezca la idea de proporción: no pierde nada de su importancia fundamental. Pero mientras el siglo XII insiste particularmente en la “composición”, es decir, en la belleza de la composición musical o literaria, de la composición arquitectónica o plástica o de la composición del cuerpo humano, el siglo XIII concede una considerable importancia a todo lo que es claridad, luz, esplendor. Los sistemas estéticos, encerrados en las inmensas Sumas o en más modestos opúsculos, no adquieren su plena significación sino en función de una verdadera estética difusa de la Luz.

Esta se manifiesta bajo tres formas principales: una forma literaria, una forma mística y una forma física. No creemos que exista una influencia directa de cada una de estas formas sobre las otras: más bien nos parece que la estética literaria de la claridad se desarrolla con bastante libertad al lado de las otras, más sabias. No es posible, sin embargo, dejar de observar el paralelismo de los términos, las imágenes y las tendencias ni de considerar estas tres expresiones de la emoción y de la aspiración humanas como elementos de un alma colectiva de gigantescas proporciones.

  1. D. H. Pouillon, Rev. Néo-Sc, 1939, pp. 40.77. Le premier traite des propriétés trascendentales. Hacia 1231-1236 Guillermo de Auvemia refuta a los albigenses al principio del De Universo (ed. de Venecia, 1591).[]
  2. Summa aurea, II, 13, 1[]
  3. Ibid. II, 9, 4[]
  4. Vol. II, p. 109[]
  5. También Ulrico de Estrasburgo reflexiona sobre los Nombres divinos, pero sin hacer un comentario en sentido estricto[]
  6. Cf. Tomo II, p. 257[]

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