Pero ha llegado el tiempo de quebrar el materialismo espacial y temporal de nuestra imagen del cosmos y de la peregrinación del hombre desde su circunferencia hacia su centro y corazón. Todos los estados del ser, todos los Fulanos que hemos concebido viniendo al ser en niveles de referencia superpuestos están dentro de vosotros, esperando el reconocimiento: todas las muertes y los renacimientos implicados son sobrenaturales —es decir, no «contra Natura» sino extrínsecos a las posibilidades particulares del estado de ser dado desde el cual se concibe que la transmigración tiene lugar. No hay tampoco implicado ningún elemento de tiempo. Más bien, puesto que las vicisitudes temporales no juegan ningún papel en la vida del espíritu, el viaje puede hacerse en parte o en su totalidad, ya sea antes del acontecimiento de la muerte natural, ya sea en la muerte, o ya sea después. El pabellón del Espectador es el Reino del Cielo que está dentro de vosotros, a saber, en el «corazón» (en todas las tradiciones orientales y antiguas no solamente la sede de la voluntad sino también la del intelecto puro, el lugar donde se consuma el matrimonio del Cielo y de la Tierra); es ahí solamente donde el Espectador puede ser visto por el contemplativo —cuya mirada está invertida, y remonta así la vía del Rayo que ata el ojo exterior al Ojo interior, el soplo de la vida con el Viento del Espíritu.
Quizás podamos comprender mejor ahora todo lo que se significa por las penetrantes palabras del réquiem Védico, «El Sol reciba tu ojo, el Viento tu espíritu», y reconocer su equivalente en las palabras «En tus manos encomiendo mi espíritu», o en el «Ojo con el cual yo veo a Dios, ese es el mismo ojo con el cual Dios ve en mí; mi ojo y el ojo de Dios, es un único ojo y una única visión y un único conocimiento y un único amor» del Maestro Eckhart, o «será un único espíritu» de San Pablo. Los textos tradicionales son marcadamente enérgicos. Encontramos, por ejemplo, en las Upanishad la afirmación de que quienquiera que adora pensando en la deidad como otro que sí mismo, es poco mejor que un animal. Esta actitud está reflejada en el dicho proverbial, «Para adorar a Dios debes haber devenido Dios» —lo cual es también el significado de las palabras, «adorar en espíritu y en verdad». Somos devueltos así al gran dicho, «Eso eres tú», y ahora tenemos una idea mejor, aunque todavía lejos de la comprensión perfecta (a causa de que queda por efectuar el último paso), de lo que «Eso» puede ser. Ahora podemos ver por qué las doctrinas tradicionales (al distinguir el hombre exterior del interior, el mundanal del ultramundanal, el autómata del espíritu inmortal), aunque admiten e inclusive insisten sobre el hecho de que Fulano no es nada sino un eslabón en una cadena causal sin fin, pueden afirmar no obstante que la cadena puede ser rota y la muerte derrotada sin consideración del tiempo: que esto puede tener lugar, por consiguiente, tanto aquí y ahora como en el momento de la partida o después de la muerte.
Sin embargo, todavía no hemos alcanzado lo que desde el punto de vista de la metafísica se define como el fin último del hombre. Al hablar de un fin del camino, hasta aquí lo hemos concebido solamente como un cruce de todas las veintiuna barreras y de una visión final del Sol Supernal, la Verdad misma; como un alcanzar el pabellón mismo del Espectador; como un estar en el cielo cara a cara con el Ojo manifestado. Esta es, de hecho, la concepción del fin último del hombre como se considera en la religión. Es una beatitud aeviternal alcanzada en la «Cima del Árbol», en la «Sumidad del ser contingente»; es una salvación de todas las vicisitudes temporales del campo que ha sido dejado detrás de nosotros. Pero es un cielo en el cual cada uno de los salvados es todavía uno entre otros, y otro que el Sol de los Hombres y luz de las luces (estas son expresiones tanto védicas como cristianas); un cielo que, como el Elíseo griego, es aparte del tiempo pero no sin duración; un lugar de reposo pero no un hogar final (pues no era nuestra fuente última, la cual estaba en el no ser de la Divinidad). Nos queda pasar a través del Sol y alcanzar el «hogar» empíreo del Padre. «Ningún hombre va al Padre salvo a través de mí». Hemos pasado a través de las puertas abiertas de la iniciación y de la contemplación; nos hemos movido, a través de un proceso de auto-anonadación progresiva, desde el recinto más exterior al recinto más interior de nuestro ser, y ahora no podemos ver ninguna vía por la cual continuar —aunque sabemos que detrás de esta imagen de la Verdad, por la cual hemos sido iluminados, hay un algo que no es en ninguna semejanza, y aunque sabemos que detrás de esta faz de Dios que brilla sobre el mundo hay otro lado terribilísimo de él que no es cuidador del hombre sino enteramente auto-absorbido en sí mismo —un aspecto que no conoce ni ama nada en absoluto externo a sí mismo. Es nuestra propia concepción de la Verdad y de la Divinidad lo que impide nuestra visión de Quien no es bueno ni verdadero en ningún sentido nuestro. La única vía adelante pasa directamente a travès de todo lo que habíamos pensado que habíamos comenzado a comprender: si hemos de encontrar nuestra vía adentro, la imagen de «nosotros mismos» que todavía mantenemos —por muy exaltada que sea su manera— y la de la Verdad y la Divinidad que hemos «imaginado» per excellentiam, deben ser pulverizadas por uno y el mismo golpe. «Es más necesario para el alma perder a Dios que perder a las criaturas… el alma honra más a Dios estando limpia de Dios… a ella le queda ser algo que él no es… morir a toda la actividad denotada por la naturaleza divina si ella ha de entrar en la naturaleza divina donde Dios está completamente vacante… ella pierde la posesión de sí misma y siguiendo su propia vía, no busca más a Dios» (Maestro Eckhart). En otras palabras, nosotros debemos ser uno con el Espectador, cuando sus ojos están abiertos y cuando están cerrados. Si nosotros no lo somos, ¿qué ocurrirá con nosotros cuando él duerme? Todo lo que hemos aprendido a través de la teología afirmativa debe ser complementado y consumado por un Inconocimiento, la Docta Ignorantia de los teólogos cristianos, la Agnosia del Maestro Eckhart. Es por esta razón por lo que hombres tales como Sankara y Dionisio han insistido tan vigorosamente sobre la via remotionis, y no a causa de que un concepto positivo de la Verdad o de la Divinidad fuera menos querido por ellos de lo que podría serlo por nosotros. La práctica personal de Sankara se dice que fue devocional —aunque el suplicó perdón por haber adorado a Dios con nombre, que no tiene nombre. Para hombres tales como éstos no había literalmente nada querido que no estuvieran dispuestos a dejar.
Enunciemos la doctrina cristiana primero en orden a comprender mejor la india. Las palabras de Cristo son estas: «Yo soy la puerta; si algún hombre entra en mí, será salvado, y entrará y saldrá». No es suficiente haber alcanzado la puerta; debemos ser admitidos. Pero hay un precio de admisión. «El que quiera salvar su alma, que la pierda». De los dos «sí mismos» del hombre, los dos atmans de nuestros textos indios, el sí mismo que fue conocido por nombre como Fulano debe haberse entregado a la muerte si el otro ha de ser liberado de todas las cadenas —si ha de ser «libre como la Divinidad en su no existencia».
En los textos vedánticos es igualmente el Sol de los hombres y Luz de las luces el que es llamado la puerta de los mundos y el guardián de la entrada. Quienquiera que ha llegado hasta tan lejos es puesto a prueba. Se le dice en primer lugar que puede entrar acordemente a la balanza del bien o del mal que pueda haber hecho. Si él comprende responderá, «Tú no puedes pedirme eso; tú sabes que todo cuanto “yo” pueda haber hecho no era de “mi” hacer, sino del tuyo». Esto es la Verdad; y está más allá del poder del Guardián de la Entrada, que es él mismo la Verdad, negarse a sí mismo. O bien puede hacérsele la pregunta, «¿Quién eres tú?». Si responde por su nombre propio o por un apellido es literalmente arrebatado por los factores del tiempo; pero si responde, «Yo soy la Luz, tú mismo, y vengo a ti como tal», entonces el Guardián le acoge con las palabras del bienvenida, «Quien tú eres, eso soy Yo; y quien Yo soy, tú eres; entra». Debería estar claro, ciertamente, que no puede haber ningún retorno a Dios de alguien que es todavía alguien, pues como lo expresan nuestros textos, «Él no ha venido de ninguna parte ni devenido jamás alguien».
De la misma manera el Maestro Eckhart, basando sus palabras sobre el logos, «Si un hombre no odia a padre y madre,… y a su propia alma también, no puede ser mi discípulo», dice que «mientras tú sabes quiénes han sido tu padre y tu madre en el tiempo, tú no estás muerto con la muerte real»; y de la misma manera, Rumi, el par en el Islam del Maestro Eckhart, atribuye al Guardián de la Puerta las palabras, «A quienquiera que entra diciendo “yo soy fulano”, Yo le golpeo en la cara». No podemos ofrecer de hecho ninguna definición mejor de las escrituras védicas que esta palabra de San Pablo, «La palabra de Dios es rauda y poderosa, y más afilada que una espada de doble filo, que penetra hasta la separación entre el alma y el espíritu»: «Quid est ergo, quod debet homo inquirere in hac vita? Hoc est ut sciat ipsum». «¡Si ignoras te, egredere!».
El problema último y más difícil surge cuando nosotros preguntamos: ¿Cuál es el estado del ser que ha sido liberado así de sí mismo y que ha retornado a su fuente? Es más que evidente que una explicación psicológica está fuera de cuestión. Es de hecho justamente en este punto donde podemos confesar mejor con nuestros textos, «Quien más seguro está de que comprende, con más seguridad yerra». Lo que puede ser dicho del Brahman —que «Él es, sólo por eso puede Él ser aprehendido»— puede decirse también de quienquiera que ha devenido el Brahman. No puede decirse qué es esto, porque ello no es ningún «qué». Un ser que está «liberado en esta vida» (el «hombre muerto andando» de Rumi) está «en el mundo, pero no es de él».
Podemos, no obstante, acercarnos al problema a través de una consideración de los términos en los cuales se habla de los Perfectos. Son llamados Rayos del Sol, o Ráfagas del Espíritu, o Movedores-a-Voluntad. También se dice que son idóneos para la encarnación en los mundos manifestados: es decir, idóneos para participar en la vida del Espíritu, ya sea que se mueva o que permanezca en reposo. Es un Espíritu que sopla como quiere. Todas estas expresiones corresponden a las palabras de Cristo «entrarán y saldrán, y encontrarán pradera». O podemos compararlos con el peón en un juego de ajedrez. Cuando el peón ha cruzado desde el lado de acá al lado de allá se transforma. Deviene un ministro y es llamado un movedor-a-voluntad, inclusive en la lengua vernácula. Muerto a su sí mismo anterior, ya no está confinado a mociones o posiciones particulares, sino que puede entrar y salir, a voluntad, desde el sitio donde se efectuó su transformación. Y esta libertad para moverse a voluntad es otro aspecto del estado del Perfecto, pero algo más allá de la concepción de aquellos que son todavía meros peones. Puede observarse también que el que fuera antes peón, siempre en peligro de una muerte inevitable en su viaje a través del tablero, está en libertad después de su transformación para sacrificarse a sí mismo o para escapar del peligro. En términos estrictamente indios, su moción anterior era un cruce, su moción regenerada un descenso.
La cuestión de la «aniquilación», tan solemnemente tratada por los eruditos Occidentales, no se plantea. La palabra misma no tiene ningún significado en metafísica, la cual solo tiene conocimiento de la no dualidad de la permutación y de la mismidad, de la multiplicidad y de la unidad. Todo cuanto ha sido una razón o idea o nombre eterno de una manifestación individual nunca puede cesar de ser tal; el contenido de la eternidad no puede ser cambiado. Por lo tanto, como lo expresa la Bhagavad Gita, «Jamás ha habido un tiempo en que Yo no fuera, y jamás lo ha habido en que tú no fueras».
La relación, en la identidad, del «Eso» y el «tú» en el dicho «Eso eres tú» se afirma en el Vedanta por designaciones tales como «Rayo del Sol» (implicando filiación), o en la fórmula bhedabheda (cuya significación literal es «distinción sin diferencia»). La relación se expresa por el símil de los amantes, tan estrechamente abrazados que ya no hay consciencia de «un adentro o un afuera», y por la correspondiente ecuación Vaishnava, «cada uno es ambos». Puede verse también en la concepción de Platón de la unificación del hombre interior y del hombre exterior; en la doctrina cristiana de los miembros en el cuerpo místico de Cristo; en el «quienquiera que está unido al Señor es un único espíritu» de San Pablo; y en la fórmula admirable del Maestro Eckhart «fundidos pero no confundidos».
Me he esforzado en dejar claro que la supuesta «filosofía» de Sankara no es una «indagación» sino una «explicitación»; que la Verdad última no es, para el vedantista, o para todo tradicionalista, un algo que queda por descubrir sino un algo que queda por comprender por Cada Hombre, que debe hacer el trabajo por sí mismo. Por consiguiente, he intentado explicar justamente qué era lo que Sankara comprendía en textos tales como Atharva Veda X.8.44: «Sin deseo, contemplativo, inmortal, auto-originado, rebosado con una quintaesencia, carente de nada: el que conoce ese Espíritu constante, sin edad y siempre jovial, se conoce en verdad a Sí mismo, y no teme morir».