CAPÍTULO QUINCE — LA INTERPRETACIÓN DE LOS SÍMBOLOS
Al estudioso de los símbolos a menudo se le acusa de «leer significados» dentro de los emblemas verbales o visuales cuya exégesis propone. Por otra parte, el esteta e historiador del arte, más preocupado de las peculiaridades estilísticas que de las necesidades iconográficas, generalmente evita el problema enteramente; y en algunos casos quizás, lo evita porque un análisis iconográfico excedería sus capacidades. Sin embargo, nosotros consideramos que el elemento más significativo en una obra de arte dada es precisamente ese aspecto de ella que puede persistir sin cambio, y que a menudo persiste sin cambio, a lo largo de milenios y en parajes ampliamente separados; y que los elementos menos significativos son esas variaciones de estilo accidentales por las cuales somos capaces de fechar una obra dada o incluso en algunos casos de atribuirla a un artista individual. Ninguna explicación de una obra de arte que no explica su composición o su constitución, a saber, lo que podemos llamar su «constante» en tanto que se distingue de su «variable», puede llamarse completa. En otras palabras, no puede considerarse completa ninguna «historia del arte» que considera sólo como un motivo el uso y los valores decorativos, y que ignora la razón de ser de sus partes componentes, y la lógica de su relación en la composición. Atribuir las particularidades precisas y minuciosas de una iconografía tradicional meramente a la operación de un «instinto estético», es eludir toda la cuestión; nosotros tendremos que explicar porqué la causa formal se imaginó como se imaginó, y no podremos aportar esta explicación hasta que hayamos comprendido la causa final en respuesta a la cual surgió la imagen formal en una mentalidad dada.
Naturalmente, nosotros no estamos tratando de la lectura de significados subjetivos o «fantásticos» en las formas iconográficas, sino sólo de una lectura del significado de tales fórmulas. No hay duda de que aquellos que hacían uso de los símbolos ( tan distintos de nosotros mismos que meramente los miramos, y que, hablando generalmente consideramos sólo sus superficies estéticas ) como medios de comunicación esperaban de sus audiencias algo más que una apreciación de los ornamentos retóricos, y algo más que un reconocimiento de los significados que se expresaban literalmente. En lo que concierne a los ornamentos, podemos decir con Clemente, que señala que el estilo de la Escritura es parabólico, y que ha sido así desde la antigüedad, que «la profecía no emplea formas figurativas en las expresiones en razón de la belleza de la dicción» ( Mis. VI.15 ); y señala que la actitud del iconólatra no es considerar los colores y el arte como dignos de honor por sí mismos, sino como indicaciones del arquetipo que es la causa final de la obra ( Hermeneia de Athos, 445 ). Por otra parte, es el iconoclasta el que asume que al símbolo se le adora como tal literalmente, es decir, como lo adora el esteta, que llega tan lejos como para decir que todo el significado y el valor del símbolo están contenidos en sus superficies estéticas, y que ignora completamente la «pintura que no está en los colores» ( Lankavataraa Sutra II.117 ). En lo que concierne a los «significados más que literales», sólo necesitamos señalar que se ha asumido universalmente que «En la misma Escritura Sagrada hay muchos significados subyacentes»; donde la distinción entre los significados literal y último, o entre los signos y los símbolos, presupone que «mientras en todas las demás ciencias las cosas se significan por palabras, esta ciencia tiene la propiedad de que las cosas mismas, significadas por las palabras, tienen a su vez una significación» ( Santo Tomás, Summa Theologica III.App.1.2.5 ad 3 y 1.10.10c ). De hecho, encontramos que aquellos mismos que hablan «parabólicamente», para cuya manera de hablar hay más razones adecuadas de las que pueden tratarse en la presente ocasión, invariablemente dan por hecho que habrá algunos que están cualificados para comprender lo que se ha dicho y otros que no lo están: por ejemplo, San Mateo 13:13-15, «A ellos yo les hablo en parábolas; porque viendo, no ven; y oyendo, no oyen, ni comprenden… Pues los oídos de este pueblo se han hecho duros de oír, y se han cerrado sus ojos; a no ser que venga el tiempo en que vean» etc. ( cf. San Marcos 8:15-21 ). De la misma manera Dante, que nos afirma que toda la Commedia fue escrita con un propósito práctico, y que aplica a su propia obra el principio escolástico de la interpretación cuádruple, nos pide que no nos maravillemos de su arte, sino «de la enseñanza que se oculta detrás del velo de los versos extraños».
Así pues, el retórico indio asume también que el valor esencial de un dicho poético no está tanto en lo que se dice como en lo que se sugiere o implica. Para decirlo llanamente, «Una significación literal la entienden incluso los brutos; los caballos y los elefantes se ponen en marcha a la voz de mando. Pero el hombre sabio ( panditah = doctor ) comprende incluso lo que no se dice; y el iluminado, comprende el contenido pleno de lo que se ha comunicado sólo con una alusión». Quizás hemos dicho suficiente para convencer al lector de que hay significados inmanentes y causativos en los símbolos verbales y visuales, que deben leerse en ellos, y no, como hemos dicho arriba, leerse dentro de ellos, antes de que podamos pretender haber comprendido su razón, a saber, su rationem artis.
Actualmente, el licenciado, cuyos ojos han sido cerrados y cuyo corazón ha sido endurecido por una carrera de instrucción universitaria en las Bellas Artes o en la Literatura, está enteramente excluido de la comprensión completa de una obra de arte. Si una forma dada tiene para él un valor meramente decorativo y estético, le es mucho más fácil y mucho más cómodo asumir que nunca ha tenido ningún otro valor que el puramente sensorial, de lo que sería emprender el trabajo de ego-negación que le requeriría entrar en la mentalidad en la que se concibió primeramente la forma y darle su consentimiento, Sin embargo, es justamente esta tarea la que el honor profesional del historiador del arte requiere de él; en todo caso, éste es el trabajo que el historiador del arte emprende nominalmente, aunque, de hecho, se deje de hacer una gran parte de él.
También se plantea la cuestión de hasta donde ha comprendido su material un autor o artista antiguo. Así pues, en una obra literaria o plástica dada, la iconografía puede ser defectuosa, por falta de conocimiento en el artista; o bien un texto puede haber sido distorsionado por la falta de cuidado o la ignorancia de un escriba. Es evidente que en tales casos no podemos emitir un juicio válido desde el punto de vista de nuestro conocimiento o ignorancia accidental de la materia. ¡Cuán a menudo se ve una enmienda sugerida por un filósofo, que puede ser impecable gramaticalmente, pero que muestra una falta de comprensión total de lo que podría haberse querido decir originalmente! ¡Y cuán a menudo, también, el restaurador más aventajado técnicamente puede hacer que una pintura parezca verse bien, sin saber que ha introducido contradicciones insolubles!
Sin embargo, en la mayoría de los casos, al autor o al artista antiguos no les faltaba la comprensión de su material, y lo que falla en realidad es únicamente nuestra propia interpretación histórica. Por ejemplo, nosotros suponemos que en las grandes epopeyas los elementos milagrosos han sido «introducidos» por algún poeta «imaginativo» a fin de realzar sus efectos, y nada es más habitual entonces que intentar llegar a un núcleo «desnudo» eliminado de la epopeya o del evangelio todo el material simbólico incomprensible. Por ejemplo, lo que en la obra de autores tales como Homero, Dante, o Valmiki son realmente tecnicismos, nosotros lo tomamos como ornamentos literarios, que han de achacarse a la imaginación del poeta, y que han de elogiarse o de condenarse en la medida de su atractivo. Antes al contrario: la obra del poeta profético, por ejemplo, los textos del Rig Veda o del Génesis, o los dichos de un Mesías, son «bellos» solamente en el mismo sentido en que el matemático habla de una ecuación como «bella»; por lo cual nosotros entendemos que ello implica lo opuesto mismo de un menoscabo de su «belleza». Desde el punto de vista de un esteta más antiguo y más instruido, la belleza no es un mero efecto, sino que pertenece propiamente a la naturaleza de una causa formal; lo bello no es la causa final de la obra que ha de hacerse, sino que «agrega a lo bueno una disposición hacia la facultad cognitiva por la cual el bien se conoce como tal» el «atractivo» de la belleza no es para los sentidos, sino a través de los sentidos, para el intelecto.
Tenemos que comprender que el «simbolismo» no es un asunto personal, sino como lo expresaba Emil Mâle en relación con el arte cristiano, un cálculo. La semántica de los símbolos visibles es al menos una ciencia tan exacta como la semántica de los símbolos verbales, o «palabras». Por consiguiente, al distinguir entre el «simbolismo» y la hechura de signos meramente comportamentales, podemos decir que por muy ininteligentemente que se haya podido usar un símbolo en una ocasión dada, mientras siga siendo reconocible, un símbolo jamás puede llamarse ininteligible: la inteligibilidad es esencial a la idea de un símbolo, mientras que la inteligencia en el observador es accidental. Al admitir la posibilidad y la frecuencia actual de una degeneración desde un uso significante de los símbolos a un uso meramente decorativo y ornamental, debemos señalar que el hecho de afirmar el problema en estos términos es confirmar las palabras de un asiriólogo bien conocido, a saber, de que «Cuando sondeamos el arquetipo, el origen último de la forma, encontramos que está anclado en lo más alto, no en lo más bajo».
Lo que implica todo esto es de una significación particular para el estudioso, no meramente de las artes hieráticas tales como las de la India o las de la Edad Media, sino del arte salvaje y folklórico, y de los cuentos de hadas y ritos populares; puesto que es precisamente en todas estas artes donde ha sobrevivido mejor el estilo parabólico o simbólico dentro de nuestro entorno, que de otro modo es siempre ego-expresivo. Ciertamente, los arqueólogos están comenzando a darse cuenta de esto. Strzygowski, por ejemplo, al examinar la conservación de motivos antiguos en los bordados campesinos de la China moderna, ratifica el dicho de que «el pensamiento de muchos pueblos presuntamente primitivos está mucho más espiritualizado que el de muchos pueblos presuntamente civilizados», y agrega que «en cualquier caso, es evidente que en cuestiones de religión tendremos que echar abajo la distinción entre pueblos primitivos y pueblos civilizados». El historiador del arte está siendo batido en su propio campo por el arqueólogo, que hoy por hoy está en disposición de ofrecer una explicación de la obra de arte mucho más completa que el esteta que juzga todas las cosas por sus propios patrones. A pesar de sí mismos, el arqueólogo y el antropólogo están impresionados por la antigüedad y la ubicuidad de las culturas formales que no son en modo alguno inferiores a la nuestra, excepto en la amplitud de sus recursos materiales.
El hecho de que estemos infatuados con la idea del «progreso», y con la concepción de nosotros mismos como «civilizados» y de las edades antiguas y de otras culturas como «bárbaras», es lo que le ha hecho tan difícil al historiador del arte — a pesar de su reconocimiento del hecho de que todos «los ciclos del arte» son en realidad descensos desde los niveles alcanzados por los «primitivos», si no, ciertamente, descensos desde lo sublime hasta lo ridículo — aceptar la proposición de que una «forma de arte» es ya una forma difunta y abandonada, y hablando estrictamente una «superstición», es decir, un «residuo» de una humanidad más intelectual que la nuestra; en otras palabras, le ha hecho excesivamente difícil aceptar la proposición de que lo que para nosotros es un «motivo decorativo» y una suerte de «forrado», es en realidad el vestigio de una mentalidad más abstracta que la nuestra, una mentalidad que usaba menos medios para significar más, y que hacía uso de los símbolos principalmente por sus valores intelectuales, y no como los usamos nosotros, a saber, sentimentalmente. Aquí decimos «sentimentalmente», más bien que «estéticamente», para reflejar que ambas palabras son lo mismo en su significación literal, y que ambas son equivalentes a «materialista»; aisthesis es «sensación», sentido es el medio de sentir, y «materia» es lo que se siente. Así pues, hablar de una experiencia estética como «desinteresada» implica en realidad una antinomia; es sólo la experiencia noética o cognitiva la que puede ser desinteresada. Para apreciar o experimentar completamente una obra de arte tradicional ( nosotros no negamos que hay obras de arte modernas que apelan sólo a las sensaciones ) necesitamos al menos tanto eindenken como einfühlen, es decir, necesitamos «pensar en» y «pensar con» al menos tanto como «sentir en» y «sentir con».
El esteta objetará que estamos ignorando tanto la cuestión de la cualidad artística, como la de la distinción entre un arte noble y un arte decadente. De ninguna manera. Sólo damos por sentado que todo estudioso serio está equipado por temperamento y preparación para distinguir entre una obra buena y otra mala. Y si hay períodos de arte noble y decadente, a pesar del hecho de que las obras pueden ser tan habilidosas o aun más en el período decadente que en el noble, decimos que la decadencia no es en modo alguno imputable al artista como tal ( al «hacedor por arte» ), sino al hombre, que en el período decadente tiene mucho más que decir, y mucho menos que significar. Más que decir, y menos que significar — esto no es una cuestión de causas formales, sino de causas finales, que implica un defecto, no en el artista, sino en el patrón.
Así pues, decimos que el historiador del arte «científico», cuyos patrones de explicación son enteramente fáciles y enteramente sensoriales y psicológicos, no debe encolerizarse ante la «lectura de significados dentro de» fórmulas dadas. Cuando se han olvidado los significados, que son también las razones de ser, es indispensable que aquellos que pueden recordarlos, y que pueden demostrar por referencia a capítulo y versículo la validez de su «memoria», relean los significados dentro de formas de las que los significados han sido «borrados» ignorantemente, ya sea recientemente o hace mucho tiempo. Pues no hay ninguna otra manera en que pueda decirse que el historiador del arte ha cumplido su tarea o que ha explicado plenamente la forma, que él mismo no ha inventado, y que sólo conoce como una «superstición» heredada. No es como tal como puede criticarse la lectura de significados dentro de las obras de arte, sino sólo en lo que concierne a la precisión con la que se ha hecho la obra; por supuesto, el erudito está siempre sujeto a la posibilidad de la autocorrección o de la corrección por sus pares, en materias de detalle, aunque podemos agregar que en el caso del iconógrafo que está realmente en posesión de su arte, las posibilidades de un error fundamental son más bien pequeñas. Por lo demás, con mentalidades «estéticas» tales como las nuestras, nosotros corremos realmente poco peligro de proponer interpretaciones sobreintelectuales de las obras de arte antiguas.