Coomaraswamy Ordem Social

Ananda Coomaraswamy — Hinduísmo e Budismo
EL ORDEN SOCIAL
La ética, como prudencia o como arte, no es nada sino la aplicación científica de las normas doctrinales a los problemas contingentes; hacer u obrar con rectitud no son sólo incumbencia de la voluntad, sino principalmente de la consciencia o del conocimiento, puesto que una elección sólo es posible entre la obediencia y la rebelión. En otras palabras, las acciones son ordenadas o desordenadas precisamente de la misma manera en que la iconografía puede ser correcta o incorrecta, formal o informe. El error es fallar el blanco, y ha de esperarse en todos los que actúan instintivamente, para complacerse a sí mismos. La pericia (kausalya = gr. sophia), es la virtud, ya sea en los hechos o en las obras: una cuestión que hay que señalar debido a que ahora se pasa por alto generalmente que puede haber pecado artístico tanto como pecado moral. «El yoga es pericia en las obras».

Donde hay acuerdo en cuanto a la naturaleza del fin último del hombre, y donde la Vía por la que pueden realizarse los fines presente y supremo de la vida es la de la operación sacrificial, es evidente que la forma de la sociedad estará determinada por los requerimientos del Sacrificio; y ese orden (yatharthata) e imparcialidad (samadrshti) significarán que a cada hombre se le facilitará devenir, y por ninguna mala dirección se le impedirá de devenir, lo que tiene en él devenir. Hemos visto que es a aquellos que mantienen el Sacrificio, a quienes se hace la promesa de que florecerán. Ahora bien, el Sacrificio, cumplido in divinis por el Omni-hacedor (Visvakarman), cuando se imita aquí requiere una cooperación de todas las artes (visva karmani), por ejemplo, las de la música, la arquitectura, la carpintería, la agricultura y la de la guerra para proteger la operación. Las políticas de las comunidades celestial, social e individual son gobernadas por una y la misma ley. El modelo de la política celestial, se revela en la escritura y se refleja en la constitución del estado autónomo y en la del hombre que se gobierna a sí mismo.

En este hombre, en quien la vida sacramental es completa, hay una jerarquía de poderes, a saber, sacerdotal, real y administrativo; y una cuarta clase que consiste en los órganos físicos de sensación y de acción, que manejan el material crudo o «alimento» que ha de prepararse para todos; y está claro que si el organismo ha de florecer, lo cual es imposible si está dividido contra sí mismo, los poderes sacerdotal, real y administrativo, en su orden de rango, deben ser los «señores», y los trabajadores en los materiales crudos sus «servidores». Y precisamente de la misma manera, la jerarquía funcional del reino se determina igualmente por los requerimientos del Sacrificio, del cual depende su prosperidad. Las castas, literalmente, «nacen del Sacrificio». En el orden sacramental hay una necesidad y un sitio para el trabajo de todos los hombres: y no hay ninguna consecuencia más significativa del principio, el «Trabajo es Sacrificio», que el hecho de que, bajo estas condiciones, y por alejado que esto pueda estar de nuestros modos de pensamiento seculares, toda función, desde la del sacerdote y el rey hasta la del alfarero y el barrendero, es literalmente un sacerdocio, y, toda operación, un rito ministerial. Por otra parte, en cada una de estas esferas nos encontramos con «éticas profesionales». El sistema de castas difiere de la «división del trabajo» industrial, con su «fraccionamiento de la facultad humana», en que presupone diferencias en los tipos de responsabilidad, pero no en los grados de la responsabilidad; y se debe justamente a que una organización de funciones tal como esta, con sus lealtades y deberes mutuos, es absolutamente incompatible con nuestro industrialismo competitivo, por lo que el sistema de castas, monárquico y feudal, se pinta siempre con colores tan sombríos por el sociólogo, cuyo pensamiento está determinado mucho más por su entorno efectivo que por una deducción de los principios primeros.

Que las capacidades y las vocaciones correspondientes son hereditarias, se sigue necesariamente de la doctrina del renacimiento progenitivo: el hijo de cada hombre está cualificado y predestinado por su natividad para asumir el «carácter» de su padre y para ocupar su sitio en el mundo; por esto es por lo que se le inicia en la profesión de su padre y por lo que, finalmente se le confirma en ella por los ritos de transmisión en el lecho de muerte, después de lo cual, aunque el padre sobreviva, el hijo deviene el cabeza de la familia. Al reemplazar a su padre, el hijo le libera de la responsabilidad funcional con la que cargaba en esta vida, al mismo tiempo que, con ello, se provee una continuación de los servicios sacrificiales. Y por el mismo motivo, el linaje familiar se acaba, no por falta de descendientes (puesto que esto puede remediarse con la adopción), sino siempre que se abandona la vocación y tradición familiar. De la misma manera, una confusión de castas total es la muerte de una sociedad, puesto que entonces no queda nada sino una turba informe donde un hombre puede cambiar su profesión a voluntad, como si la profesión hubiera sido algo enteramente independiente de su propia naturaleza. De hecho, es así como se matan las sociedades tradicionales y como se destruye su cultura por el contacto con las civilizaciones industriales y proletarias. Lo que el oriente ortodoxo estima de la civilización occidental puede expresarse adecuadamente en estas palabras de Mathew Arnold,

Oriente se inclinó ante occidente
En paciente, y profundo desdén.

Sin embargo, debe recordarse que los contrastes de este tipo sólo pueden detectarse entre el oriente todavía ortodoxo y el occidente moderno, y que no habrían sido válidos en el siglo trece.

Por su integración de las funciones, el orden social está diseñado para proporcionar al mismo tiempo a una prosperidad común y para permitir a cada miembro de la sociedad realizar su propia perfección. En el sentido en que la «religión» ha de ser identificada con la «ley» y distinguida del «espíritu», la religión hindú es, hablando estrictamente, una obediencia; y que esto es así aparece claramente en el hecho de que a un hombre se le considera un buen hindú, no por lo que cree sino por lo que hace; o en otras palabras, por su «pericia» en el buen hacer bajo la ley.

Pues si no hay ninguna liberación por las obras, es evidente que la parte práctica del orden social, por muy fielmente que se cumpla, no puede considerarse, en mayor medida que cualquier otro rito, o que toda la teología afirmativa, como nada más que un medio hacia un fin más allá de sí mismo. Queda siempre un último paso, en el que el ritual se abandona y se niegan las verdades relativas de la teología. De la misma manera que fue por el conocimiento del bien y del mal por lo que el hombre cayó de su elevado estado primero, así debe ser del conocimiento del bien y del mal, de la ley moral, de lo que debe liberarse finalmente. Por lejos que uno pueda haber llegado, queda dar un último paso, un último paso que implica una disolución de todos los valores anteriores. Una iglesia o una sociedad (una religión o una cultura) — y el hindú no haría aquí ninguna distinción — que no proporciona una vía de escape de su propio régimen, y no quiere dejar que sus gentes partan, está contraviniendo su propio propósito último.

Precisamente para este último paso se hace provisión en el último de lo que se llama los «Cuatro Estados» (asramas) de la vida. El término mismo implica que cada hombre es un peregrino (sramana, asketes), cuya única divisa es «seguir adelante» (caraiva). El primero de estos estados es el de la disciplina de estudiante; el segundo es el del matrimonio y la actividad ocupacional, con todas sus responsabilidades y derechos; el tercero es un estado de retiro y pobreza comparativa; el cuarto es una condición de total renunciación (sannyasa). Se verá así que, mientras que en una sociedad secular un hombre aspira a una vejez de comodidad e independencia económica, en este orden sacramental aspira a devenir independiente de la economía e indiferente a la comodidad y a la incomodidad. Recuerdo la figura de un hombre magnífico: habiendo sido un cabeza de familia de una riqueza casi fabulosa, ahora, a la edad de setenta y ocho años, estaba en el tercer estado, viviendo solo en una cabaña de troncos, haciendo su propia cocina y lavando con sus propias manos las dos únicas vestiduras que poseía. En dos años más, habría abandonado todo este semilujo, para devenir un mendicante religioso, sin otras posesiones que un taparrabo y una escudilla de mendigo, en la que recibir los restos de comida dados libremente por otros todavía en el segundo estado de la vida.

A este cuarto estado de la vida se puede entrar también en cualquier tiempo, siempre bajo el supuesto de que un hombre esté maduro para ello y de que la llamada sea irresistible. A aquellos que abandonan así la vida de familia y que adoptan la vida sin hogar se les conoce diversamente como renunciadores, errantes o expertos (sannyasi, pravrajaka, sadhu) y como Yogis. Aun en nuestros días acontece que hombres del más elevado rango, hazañas y riqueza «cambian sus vidas» (anyad vrttam upakarisyan, BU. IV.5.1) de esta manera; esto es literalmente una muerte al mundo, pues sus ritos funerarios se cumplen cuando dejan el hogar y se entregan al aire abierto. Sería una gran equivocación suponer que tales actos son de algún modo penitenciales; más bien reflejan un cambio de mente, a saber, habiéndose llevado una vida activa en imitación de la deidad procedente, esta vida se equilibra ahora por una imitación del Deus absconditus.

Por su afirmación de los valores últimos, la mera presencia de estos hombres en una sociedad, a la que ya no pertenecen, afecta a todos los valores. Por muchos que sean los pretenciosos e indolentes que adoptan este modo de vida por una variedad de razones inadecuadas, sigue siendo válido que si consideramos las cuatro castas como representando la esencia de la sociedad hindú, la vida supra social y anónima del hombre verdaderamente pobre, que abandona voluntariamente todas las obligaciones y todos los derechos, representa su quintaesencia. Estos son aquellos que se han negado a sí mismos y que han dejado todo, para «seguir-Me». Hacer esta altísima elección está abierto a todos, independientemente del estatuto social. En este orden de nadies, nadie preguntará «¿quién o qué fuiste tú en el mundo?». El hindú de cualquier casta, o incluso un bárbaro, puede devenir un Nadie. Bendito es el hombre sobre cuya tumba puede escribirse, Hic jacet nemo (= Aquí yace nadie).

Estos están ya liberados de la cadena del fatum o la necesidad, a la cual sólo el vehículo psico-físico permanece atado hasta que llega el fin. La muerte en samadhi no cambia nada esencial. De su condición en adelante poco más puede decirse que el hecho de que ellos son. Ciertamente, no están aniquilados, pues la aniquilación de algo real no sólo es una imposibilidad metafísica, sino que, además, es explícito que «Nunca ha habido un tiempo en que yo no haya sido, o en que tú no hayas sido, o en que ya no seremos». Se nos dice que el sí mismo perfeccionado deviene un rayo del Sol, y un movedor-a-voluntad (kamacarin, CU. VII.25.2) arriba y abajo de estos mundos, asumiendo la forma que quiere y comiendo el alimento que quiere; de la misma manera que en San Juan, el salvado «entrará y saldrá, y encontrará pradera» (San Juan 10.9). Estas expresiones son congruentes con la doctrina de la «distinción sin diferencia» (bhedabheda), supuestamente peculiar al «teísmo» hindú, pero presupuesta por la doctrina de la esencia única y la naturaleza dual, y por muchos textos vedanticos, incluyendo los del Brahma Sutra, no refutados por Sankara mismo. La doctrina misma corresponde exactamente a lo que se entiende por el «fundidos pero no confundidos» del Maestro Eckhart.

Nosotros podemos comprender mejor cómo puede ser eso por la analogía de la relación entre un rayo de luz y su fuente, analogía que es también la del radio de un círculo y su centro. Si consideramos que un rayo o radio tal ha «entrado» a través del centro a una infinitud indimensionada y extra-cósmica, nada en absoluto puede decirse de él; si lo consideramos en el centro, él es, pero en identidad con el centro e indistinguible de él; y sólo cuando «sale», tiene una posición e identidad aparente. Hay entonces un «descenso» (avataraana) de la Luz de las Luces como una luz, pero no como «otra» luz. Un «descenso» tal como el de Krishna o el de Rama difiere esencialmente de las encarnaciones, determinadas fatalmente, de las naturalezas mortales que han olvidado Quien son; ciertamente, es la necesidad de ellas la que ahora determina el descenso, y no alguna carencia por parte de quien desciende. Un tal «descenso» es el de uno «cuya dicha está solamente en sí mismo», y no está «seriamente» implicado en las formas que asume, no por alguna necesidad coactiva, sino sólo por «juego» (krida, lila). Nuestro Sí mismo inmortal es «como la gota de rocío sobre la hoja de loto», tangente, pero no adherente. «Último, inaudito, no alcanzado, no concebido, indómito, no visionado, indiscriminado, y no hablado, aunque escuchador, concebidor, veedor, hablador, discriminador y preconocedor; de esa Persona Interior de todos los seres, uno debe saber que “Él es mi Sí mismo”». «Eso eres tú»(CU.VI.8.7).


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