Coomaraswamy Mito

CAPÍTULO TRECE — MENTE Y MITO

Algunos estudios recientes publicados en este semanario ( The New English Weekly ) sobre el instinto y el intelecto, junto con otros varios artículos sobre el mito y el folklore, me han llevado a ofrecer las siguiente reflexiones.

Los instintos son apetitos naturales, que nos mueven hacia lo que parecen ser, y pueden ser, fines deseables; comportarte instintivamente es comportarse pasivamente, puesto que, en el sentido más estricto de la palabra, todas las reacciones son pasiones. Nosotros no debemos confundir estas reacciones apetitivas con actos de la voluntad. Es bien conocida la distinción: «A los actos del apetito sensorial… se les llama pasiones; mientras que a los actos de la voluntad no se les llama actos» ( Santo Tomás, Summa Theologica I.20.1 ad 1 ); «el Espíritu quiere, pero la carne es débil». Además, como observa Aristóteles ( De Anima III.10 ), el apetito puede ser ordenado o desordenado; el deseo como tal siempre mira al presente, sin considerar las consecuencias; sólo la mente es siempre ordenada.

Sin embargo, al hablar de la «mente» debe recordarse que las enseñanzas tradicionales siempre presuponen la distinción de «dos mentes» una «apatética» ( es decir, independiente de la motivación del placer-dolor ), y otra «patética» ( es decir, sujeta a la persuasión apetitiva ); justamente a causa de que es desinteresada, sólo la Mente Primera ( en la filosofía escolástica, intellectus vel spiritus ) puede juzgar la amplitud en que debe consentirse a un apetito, si ha de servirse al bien real del sujeto, y no meramente a su placer inmediato.

Así pues, Hermes ( Lib. XII.1.2-4 ) señala que «en los animales irracionales, la mente coopera con el instinto natural propio a cada especie; pero en los hombres, la Mente trabaja contra los instintos naturales… De manera que aquellas almas en las que la Mente tiene el dominio están iluminadas por su luz, y ella trabaja contra sus presunciones… Pero aquellas almas humanas que no han logrado que la Mente las guíe están en el mismo caso que las almas de los animales irracionales, en los cuales la mente coopera ( con los apetitos ), y da rienda suelta a sus deseos; y tales almas son arrastradas por el tirón del apetito hacia la gratificación de sus deseos… y son completamente insaciables en su codicia». Desde el mismo punto de vista, para Platón, el hombre que es gobernado por sus impulsos es «esclavo de sí mismo», mientras que el que las gobierna es «su propio señor» ( Leyes 645, República 431, etc. ).

Los apetitos instintivos de los animales salvajes y de los hombres cuyas vidas se viven naturalmente ( es decir, según la naturaleza humana ) son usualmente saludables; se puede decir que la selección natural ha ocupado el lugar de la Mente al poner un límite a la gratificación de estos apetitos. Pero los apetitos de los hombres civilizados ya no son fiables; los controles naturales han sido eliminados ( por la «conquista de la naturaleza» ); y los apetitos, exacerbados por las artes de la propaganda, se han constituido en codicias y avideces ilimitadas, a las que sólo puede poner límites racionales la Mente desinteresada. Mr. Romney Green defiende los instintos sólo por dos razones, a saber, porque olvida que éstos son realmente apetitos o necesidades y porque sólo piensa en esos instintos que su Mente aprueba. Por otra parte, el capitán Ludovici está enteramente en lo cierto cuando dice que nuestros instintos deben ser regulados por un principio más alto. Así pues, si hemos de fiarnos de nuestros instintos, asegurémonos de que no son cualquier instinto, sino sólo aquellos que son adecuados al Hombre, en el más alto sentido de la palabra.

Me ha interesado mucho la reseña de Mr. Nichol sobre la traducción de Waley, «Monkey». Está muy en lo cierto cuando dice que es característico de este tipo de literatura «dar la significación más profunda en la forma más económica del cada día»: de hecho, éste es uno de los valores esenciales de todo simbolismo adecuado. Sin embargo, donde está equivocado es cuando llama a una obra tal «una mina de fantasía popular». Eso es justamente lo que no es. El material del «folklore» no debe distinguirse del material del mito, mito que, como decía Eurípides, «no es mío propio, pues lo recibí de mi madre». Lo que debemos a los pueblos mismos, una deuda que nunca valoraremos suficientemente en estas épocas de obscurecimiento mental, no es su sabiduría «popular», sino su fidelísima transmisión y conservación de ella. El contenido de esta sabiduría popular ( o folklore ), como algunos hombres de instrucción ( aunque muy pocos ) han reconocido, es esencialmente metafísico, y sólo accidentalmente un contenido de entretenimiento.

En el caso presente, el «río», el «puente» y el «barco» son símbolos universales; como tales, se encuentran en la literatura de los tres últimos milenios, y probablemente son de una antigüedad mucho mayor. El episodio que se cita parece ser un eco del Mahakapi Jataka ( «La Historia del Nacimiento del Gran Mono» ), en la que el Bodhisattva ( no Boddhi-, como escribe Mr. Nichols ) es el rey de los Monos, y hace de sí mismo el puente por el que su pueblo puede cruzar la inundación de la sensación hasta la otra orilla de la seguridad; y esto es un eco del texto Samhita, aún más antiguo, en el que se suplica a Agni ( a quien puede igualarse por una parte con el Buddha y por otra con Cristo ) que sea «nuestro hilo, nuestro puente y nuestra vía», y «séanos dado subir sobre tu espalda»; mientras que en el Mabinogion tenemos el paralelo «el que quiera ser vuestro jefe, que sea vuestro puente» ( A vo penn bit bont, Story of Branwen ), con referencia a lo cual observa Evola que esto constituía la «palabra de orden» de la caballería del Rey Arturo. Santa Catalina de Siena tuvo una visión de Cristo en la forma de un puente; y Rumi atribuía a Cristo las palabras «para los verdaderos creyentes yo devengo un puente a través del mar». Ya en el Rig Veda encontramos la expresión «Siendo él mismo el puente, cruza velozmente las aguas», con referencia al Sol, es decir, al Espíritu. E igualmente para los otros símbolos; no hay que decir que el Tripitaka es la designación bien conocida de los Nikayas del Canon budista pali, y aquí significan «Escritura», a la que se le saca de su sentido literal y se le da su significado más alto. El hecho de que el cuerpo muerto flote nos recuerda que ha tenido lugar una catarsis, en el sentido platónico, es decir, una separación entre el alma y el cuerpo, o en los términos paulinos, entre el Espíritu y el «alma».

Vox populi, vox Dei; no porque la palabra sea suya ( es decir, del pueblo ), sino porque es Suya, es decir, la «Palabra de Dios», Palabra que nosotros reconocemos en la Escritura pero en la que no reparamos en los cuentos de hadas que recibimos de nuestra madre, y a la que llamamos una «superstición», como lo es, ciertamente, en el sentido primario de la palabra y en tanto que «tradición», a saber, «eso que se ha transmitido». Strzygowski escribió, «Él ( es decir, el que suscribe esto ) está enteramente en lo cierto cuando dice “El campesino puede ser inconsciente y enteramente desconocedor, peso eso de lo que es inconsciente y desconocedor es en sí mismo inconmensurablemente superior a la ciencia empírica y al arte realista del hombre educado, cuya ignorancia real se demuestra por el hecho de que estudia y compara los datos del folklore y de la mitología, sin sospechar más su significado real que el más ignorante de los campesinos”» ( Journal of the Indian Society of Oriental Art, V.59 ).

La verdad es que la mente moderna, endurecida por su constante consideración de «la Biblia como literatura» ( yo prefiero el aprecio de San Agustín, expresado en las palabras, «¡Oh hacha, hiende la roca!» ), podría, si quisiera hacer el esfuerzo intelectual necesario, volver a nuestra mitología y a nuestro folklore y encontrar allí, por ejemplo, en los heroicos rescates de doncellas presas de dragones o, lo que es la misma cosa, en los desencantamientos de dragones por medio de un beso ( puesto que nuestras propias almas sensoriales son el dragón, de las que el Espíritu es nuestro salvador ), toda la historia del plan de la redención y de su operación.


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