CAPÍTULO IX — IMITACIÓN, EXPRESIÓN, Y PARTICIPACIÓN
”pistoymetha de pros tous tethaumakotas ek ton meteilephoton — Plotino, Enéadas VI.6.7.”
Como ha señalado Iredell Jenkins, el punto de vista moderno de que «el arte es expresión» no ha agregado nada a la doctrina antigua y una vez universal ( por ej., griega e india ) de que el «arte es imitación», sino que sólo traduce la noción de «imitación, nacida del realismo filosófico, al lenguaje y pensamiento del nominalismo metafísico»; y «puesto que el nominalismo destruye la doctrina de la revelación, la primera tendencia de la teoría moderna es privar a la belleza de toda significación cognitiva». El punto de vista antiguo había sido que la obra de arte es la demostración de la forma invisible que permanece en el artista, ya sea humano o divino; que la belleza es afín a la cognición; y que el arte es una virtud intelectual.
Aunque la proposición de Jenkins en muy cierta, en lo que concierne al expresionismo, será nuestra intención señalar aquí que en la visión católica ( y no sólo Católica Romana ) sobre el arte, la imitación, la expresión y la participación son tres predicados de la naturaleza esencial del arte; no tres definiciones diferentes o en conflicto, sino tres definiciones del arte que se interpenetran y coinciden, puesto que el arte es éstas tres en una.
La noción de «imitación» ( mimesis, anukrti, pratima, etc. ) será suficientemente familiar a todo estudioso del arte, lo cual sólo hará necesario una breve documentación. Que en nuestro contexto filosófico imitación no significa «plagio» se pone de manifiesto por la definición del diccionario: la imitación es «la relación de un objeto de los sentidos con su idea… la incorporación imaginativa de la forma ideal»; donde la forma es «la naturaleza esencial de una cosa… el tipo o la especie en tanto que se distingue de la materia, que a su vez la distingue como un individuo; el principio formativo; la causa formal» ( Webster ). La imaginación es la concepción de la idea en una forma imitable. Sin un modelo ( paradeigma, ejemplar ), ciertamente, nada podría hacerse excepto por mero azar. De donde la instrucción dada a Moisés, «Mira, haz todas las cosas según el modelo que se te mostró en el monte». «Asumiendo que una imitación bella jamás podría producirse si no es a partir de un modelo bello, y que ningún objeto sensible ( aistheton, “superficie estética” ) podría ser sin defecto a no ser que se hiciera en la semejanza de un arquetipo visible sólo para el intelecto, Dios, cuando quiso crear el mundo visible, primero formó plenamente el mundo inteligible, para poder tener un patrón enteramente divino e incorporal»: «La voluntad de Dios contempló aquel bellísimo mundo y lo imitó».
Ahora bien, a menos de que estemos haciendo «copias de copias», lo cual no es lo que entendemos por «arte creativo», el modelo está igualmente «dentro de vosotros», y permanece ahí como la norma por la que la «imitación» debe juzgarse finalmente. Así pues, para Platón y tradicionalmente, todas las artes sin excepción son «imitativas»; este «todas» incluye tales artes como las del gobierno y de la caza no menos que las de la pintura y la escultura. En una verdadera «imitación» no se trata de una semejanza ilusoria ( òmoiotes ), sino de una proporción, de una verdadera analogía, o de una adecuación ( auto to ison, es decir, kat’ analogian ), con la que se nos recuerda el referente propuesto; en otras palabras, se trata de un «simbolismo adecuado». La obra de arte y su arquetipo son cosas diferentes; pero «la semejanza en las cosas diferentes es con respecto a alguna cualidad común a ambas». Tal semejanza ( sadrsya ) es el fundamento de la pintura; el término se define en la lógica como la «posesión de muchas cualidades comunes por cosas diferentes»; mientras que en la retórica, el ejemplo típico es «el hombre joven es un león».
La semejanza ( similitudo ) puede ser de tres tipos, 1o ) semejanza absoluta, y entonces equivale a la mismidad, que no puede ser en la naturaleza ni en las obras de arte, porque dos cosas no pueden ser iguales en todos los respectos y sin embargo ser dos, es decir, la semejanza perfecta equivaldría a la identidad; 2o ) semejanza imitativa o analógica, mutatis mutandis, y juzgada por comparación, por ej., la semejanza de un hombre en piedra; y 3o ) semejanza expresiva, en que la imitación no es idéntica ni comparable al original, sino que es un símbolo y un recordador adecuado de eso que representa, y que ha de ser juzgado sólo por su verdad, o exactitud ( orthotes, integritas ); el mejor ejemplo es el de las palabras que son «imágenes» de cosas. Pero la imitativa y la expresiva no son categorías mutuamente exclusivas; ambas son imágenes, y ambas son expresivas porque hacen que se conozca su modelo.
El análisis precedente se basa en el de San Buenaventura, que hace un uso frecuente de la frase similitudo expressiva. La inseparabilidad de la imitación y la expresión aparecen también en su observación de que aunque el lenguaje es expresivo, o comunicativo, «nunca expresa excepto por medio de una semejanza» ( nisi mediante specie, De reductione artium ad theologiam 18 ), es decir, figurativamente. Ciertamente, en toda comunicación seria las figuras de lenguaje son figuras de pensamiento ( Cf. Quintiliano IX.4.117 ); y lo mismo se aplica en el caso de la iconografía visible, en la que la exactitud no está subordinada a nuestros gustos, sino que más bien somos nosotros quienes debemos haber aprendido a amar sólo lo que es verdadero. Etimológicamente, «herejía» es lo que nosotros «elegimos» pensar; es decir, la opinión ( idiotikos ) privada.
Pero al decir con San Buenaventura que el arte es expresivo al mismo tiempo que imita, debe hacerse una importante reserva, una reserva análoga a la implicada en la pregunta fundamental de Platón: ¿sobre qué nos haría el sofista tan elocuentes? y en su repetida condena de aquellos que imitan «todo». Cuando San Buenaventura habla del orador como expresando «lo que tiene en él» ( per sermonem exprimere quod habet apud se, De reductione artium ad theologiam 4 ), esto significa que está dando expresión a una idea que ha acogido y hecho suya propia, de manera que puede salir desde dentro originalmente: ello no significa lo que implica nuestro expresionismo ( a saber, «en cualquier forma de arte… la teoría o práctica de expresar las propias emociones y sensaciones interiores o subjetivas de uno ( Webster )» ), lo cual difícilmente puede distinguirse del exhibicionismo.
Así pues, el arte es a la vez imitativo y expresivo de sus temas, por los que está informado, o de otro modo sería informal, y por consiguiente no sería arte. En la obra de arte hay algo como una presencia real de su tema, y esto nos lleva a nuestro último paso. Lévy-Bruhl y otros han atribuido a la «mentalidad primitiva» de los salvajes lo que él llama la noción de una «participación mística» del símbolo o la representación en su referente, que tiende hacia una identificación tal como la que nosotros hacemos cuando vemos nuestra propia semejanza y decimos, «ese es yo». En base a esto al salvaje no le gusta decir su nombre o que se le tome un retrato, debido a que por medio del nombre o del retrato él es accesible, y por lo tanto puede ser dañado por aquel que puede acceder a él por estos medios; y es ciertamente verdadero que el criminal cuyo nombre se conoce y cuya semejanza está disponible puede ser aprehendido más fácilmente que si ese no fuera el caso. El hecho es que la «participación» ( que no es preciso llamar «mística», y que supongo que Lévy-Bruhl quiere decir «misteriosa» ) no es, en ningún sentido especial, una idea salvaje o peculiar a la «mentalidad primitiva», sino más bien una proposición metafísica y teológica. Ya en Platón, encontramos la doctrina de que si algo es bello en su tipo, esto no se debe a su color o a su forma, sino a que ello participa ( metechei ) en «eso», a saber, la Belleza absoluta, que es una presencia ( parousia ) a ello y con la que ello tiene algo en común ( koinonia ). Así también las criaturas, mientras están vivas, «participan» en la inmortalidad. De manera que incluso una semejanza imperfecta ( como todas deben ser ) «participa» en eso a lo que ella se asemeja. Estas proposiciones se combinan en las palabras «el ser de todas las cosas se deriva de la Belleza Divina». En el lenguaje del ejemplarismo, esa Belleza es «la forma única que es la forma de cosas muy diferentes». En este sentido toda «forma» es proteana, porque puede entrar en innumerables naturalezas.
Puede tenerse una noción de la manera en la que una forma, o idea, puede decirse que está en una representación de ella si consideramos una línea recta: nosotros no podemos decir verdaderamente que la línea recta misma «es» la distancia más corta entre dos puntos, sino solamente que ella es una imagen, imitación o expresión de esa distancia más corta; sin embargo, es evidente que la línea coincide con la distancia más corta entre sus extremidades, y que por esta presencia la línea «participa» en su referente. Incluso si concebimos el espacio como curvado, y la distancia más corta por lo tanto como un arco, la línea recta, una realidad en el campo de la geometría plana, es todavía un símbolo adecuado de su idea, a la que no necesita parecerse, pero a la que debe expresar. Los símbolos son proyecciones de sus referentes, que están en ellos en el mismo sentido en que nuestro rostro tridimensional está reflejado en el espejo plano.
Así también, en el retrato pintado, mi forma está ahí, en la imagen de hecho, pero no mi naturaleza, que es de carne y no de pigmento. El retrato «se asemeja» también al artista ( «Il pittore pinge se stesso,» ) de manera que al hacer una atribución nosotros decimos «Eso parece a, o tiene el sabor de, Donatello», puesto que el modelo ha sido mi forma, ciertamente, pero como el artista la concibió. Pues nada puede conocerse, excepto en el modo del conocedor. Incluso la línea recta lleva la impronta del dibujante, pero ésta es menos aparente, porque la forma de hecho es más simple. En todo caso, cuanto más perfecto deviene el artista, tanto menos reconocible como «suya» será su obra; sólo cuando él ya no es alguien, puede ver la distancia más corta, o mi forma real, directamente como ella es.
Los símbolos son proyecciones o sombras de sus formas ( cf. nota 19 ), de la misma manera que el cuerpo es una imagen del alma, a la que se llama su forma, y como las palabras son imágenes ( eikonas, Crátilo 439A, eidola, El Sofista 234C ) de cosas. La forma está en la obra de arte como su «contenido», pero nosotros no la notaremos si consideramos sólo las superficies estéticas y nuestras propias reacciones sensitivas a ellas, de la misma manera que no podemos notar el alma cuando diseccionamos el cuerpo y no podemos poner nuestras manos en ella. Y así, asumiendo que nosotros no somos meramente playboys, Dante y Asvaghosha nos piden que admiremos, no su arte, sino la doctrina de la que sus «extraños» o «poéticos» versos son sólo el vehículo. Nuestra exagerada valoración de la «literatura» es un síntoma agudo de nuestra sentimentalidad, como también lo es nuestra tendencia a sustituir la religión por la ética. «Pues al que canta lo que no comprende se le define como una bestia… Verdaderamente no es la habilidad lo que hace a un cantor, sino el modelo».
Tan pronto como comenzamos a operar con la línea recta, aludida arriba, la transubstanciamos; es decir, la tratamos, y ella deviene para nosotros, como si? no fuera nada efectivamente concreto o tangible, sino simplemente como la distancia más corta entre dos puntos, una forma que existe realmente sólo en el intelecto; nosotros no podríamos usarla intelectualmente de ninguna otra manera, por muy bella que ella pueda ser; la línea misma, como cualquier otro símbolo, es sólo el soporte de la contemplación, y si nosotros vemos meramente su elegancia, no estamos usándola, sino haciendo de ella un fetiche. Eso es lo que implica la «aproximación estética» a las obras de arte.
Nosotros estamos familiarizados con la noción de una transubstanciación sólo en el caso de la comida eucarística en su forma cristiana; aquí, mediante actos rituales, es decir, mediante el arte sacerdotal, con el sacerdote como artista oficiante, se hace que el pan sea el cuerpo de Dios; sin embargo, nadie mantiene que los carbohidratos se conviertan en proteínas, o niega que sean digeridos como cualesquiera otros carbohidratos, pues eso significaría que nosotros consideramos el cuerpo místico como una cosa efectivamente fraccionada en pedazos de carne; y sin embargo, el pan se cambia, porque ya no es mero pan, sino que ahora es pan con un significado, con cuyo significado o cualidad, nosotros podemos comunicar por asimilación; y así, el pan alimenta ahora tanto al cuerpo como al alma a uno y al mismo tiempo. Que las obras de arte alimentan así, o que deben alimentar así, al cuerpo y al alma a uno y al mismo tiempo ha sido, como lo hemos señalado a menudo, la posición normal desde la Edad de Piedra en adelante; puesto que la utilidad, como tal, estaba dotada de significado, ya fuera ritualmente, o también, por su ornamentación, es decir, por su «equipamiento». En la media en que nuestro entorno, a la vez natural y artificial, es todavía significante para nosotros, nosotros somos todavía «mentalidades primitivas»; pero en la medida en que la vida ha perdido su significado para nosotros, se pretende que nosotros hemos «progresado». Desde esta posición «avanzada» aquellos cuyo pensamiento tiene sus expositores en eruditos tales como Lévy-Bruhl o Sir James Frazer, los «conductistas» cuyo alimento es «sólo pan» — «las mondas que comían los cerdos» — se atreven a mirar con una increíble altanería a la minoría de aquellos cuyo mundo es todavía un mundo de significados.
Hemos intentado mostrar arriba que no hay nada extraordinario, sino más bien algo normal y propio de la naturaleza humana, en la noción de que un símbolo participa en su referente o arquetipo. Y esto nos lleva a las palabras de Aristóteles, que parecen haber sido pasadas por alto por nuestros antropólogos y teóricos del arte: Aristóteles mantiene, con referencia a la concepción Platónica del arte como imitación, y con particular referencia al criterio de que las cosas existen en su pluralidad por participación ( methecsis ) en las formas de quienes reciben su nombre, que decir que las cosas existen «por imitación», o que existen «por participación», no es más que un uso de diferentes palabras para decir la misma cosa.
Por consiguiente, nosotros decimos, y al hacerlo no decimos nada nuevo, que el «arte es imitación, expresión y participación». Al mismo tiempo no podemos dejar de preguntar: ¿Qué se ha agregado, si se ha agregado algo, a nuestra comprensión del arte en los tiempos modernos? En nuestro caso presumimos que más bien se ha deducido algo. Nuestro término «estética» y la convicción de que el arte es esencialmente una cuestión de sensibilidades y de emociones nos equiparan con el ignorante, si admitimos las palabras de Quintiliano «¡Docti rationem componendi intelligunt, etiam indocti voluptatem!».