Ananda Coomaraswamy — Hinduísmo e Budismo
EL MITO
Como la Revelación (sruti) misma, debemos comenzar con el Mito (itihasa), la verdad penúltima, de la que toda la experiencia es el reflejo temporal. La narrativa mítica es de una validez atemporal y aespacial, es verdadera ahora-siempre y por todas partes: de la misma manera que, en el cristianismo, «En el comienzo Dios creó» y «A través de él todas las cosas fueron hechas», independientemente de los milenios acontecidos entre las palabras fechables, equivale a decir que la creación tuvo lugar en el nacimiento eterno de Cristo. «En el comienzo» (agre), o más bien «en la sumidad», significa «en la causa primera»: de la misma manera que, en nuestros mitos, contados todavía hoy, «Hubo una vez un tiempo» no significa sólo «una vez», sino «una vez que es siempre». El mito no es una «invención poética», en el sentido que estas palabras entrañan ahora: por otra parte, y debido a su universalidad, puede contarse, y con igual autoridad, desde muchos puntos de vista diferentes.
En este comienzo sempiterno hay sólo la Identidad Suprema de «Ese Uno» (tad ekam), sin diferenciación entre el ser y el no ser, entre la luz y la obscuridad, o sin separación entre el cielo y la tierra. El Todo está encerrado ahora en el principio primero, del cual puede hablarse como la Persona, el Progenitor, la Montaña, el Árbol, el Dragón o la Serpiente sin fin. Emparentado a este principio por filiación o hermandad menor, y alter ego más bien que otro principio, está el Matador del Dragón, nacido para suplantar al Padre y tomar posesión del reino, distribuyendo sus tesoros a sus secuaces. Pues si tiene que haber un mundo, la prisión debe ser destruida y sus potencialidades liberadas. Esto puede hacerse de acuerdo con la voluntad del Padre o contra su voluntad; él puede «elegir la muerte por amor de sus hijos», o puede ser que los Dioses le impongan la pasión, haciendo de él su víctima sacrificial. Estas no son doctrinas contradictorias, sino maneras diferentes de contar una y la misma historia; en realidad, el Matador y el Dragón, el sacrificador y la víctima son un único junto sin dualidad detrás de la escena, donde no hay ninguna incompatibilidad de contrarios, pero son enemigos mortales en el escenario, donde tiene lugar la guerra sempiterna de los Dioses y los Titanes. En cualquier caso, el Padre-Dragón permanece siempre un Pleroma, no más amenguado por lo que exhala que acrecentado por lo que inhala. Él es la Muerte, de quien depende nuestra vida; y a la pregunta «¿Es la Muerte uno, o muchos?», se responde que «Él es Uno como es allí, pero muchos como es en sus hijos aquí». El Matador del Dragón es ya nuestro Amigo; pero el Dragón debe ser pacificado y hecho un amigo.
La pasión es a la vez una exhaustión y un desmembramiento. La Serpiente sin fin (speirama aionos, espira de eternidad), que mientras era una única Abundancia permanecía invencible, es disjuntada y desmembrada como un árbol que se tala y se corta en troncos. Pues el Dragón, como descubriremos ahora, es también el Árbol del Mundo, y es igualmente una alusión a la «madera» de la que el Carpintero hace efectivamente el mundo. El Fuego de la Vida y el Agua de la Vida (Agni y Soma, lo Seco y lo Húmedo, ShB. I.6.3.23), todos los Dioses, todos los seres, las ciencias y los bienes están constreñidos por la Pitón, que, como «Apresador» (Namuci), no les dejará salir hasta que se le hiera y se la haga abrir la boca y resollar: y de este Gran Ser, como de un fuego apagado que aún humea, se exhalan las Escrituras, el Sacrificio, estos mundos y todos los seres; dejándole exhausto de sus contenidos y como una piel vacía. De la misma manera el Progenitor, cuando ha emanado a sus hijos, está vaciado de todas sus posibilidades de manifestación finita, y cae desencordado, vencido por la Muerte, aunque sobrevive a esta aflicción. Ahora las posiciones están invertidas, pues el Dragón Ígneo no puede y no podrá ser destruido, sino que entrará en el Héroe, a cuya pregunta «¿Qué, quieres consumirme?», responde «Más bien voy a encenderte (a despertarte, a vivificarte), para que tú comas». El Progenitor, cuyos hijos emanados son por así decir como piedras dormidas e inanimadas, reflexiona «Entre yo en ellos, para despertarlos»; pero mientras es uno, no puede hacerlo, y por consiguiente se divide a sí mismo en los poderes de percepción y de consumición, extendiendo estos poderes desde su guarida oculta en la «caverna» del corazón a través de las puertas de los sentidos hasta sus objetos, pensando «Coma yo de estos objetos»; de esta manera, «nuestros» cuerpos son levantados en posesión de consciencia, siendo él su movedor. Y puesto que los Distintos Dioses o Medidas del Fuego, en los que está así dividido, son «nuestras» energías y poderes, ello equivale a decir que «los Dioses entraron en el hombre, que hicieron del mortal su casa». Su naturaleza pasible ha devenido ahora la «nuestra»: y desde este predicamento Él no puede recogerse o reedificarse a sí mismo fácilmente, entero y completo.
Nosotros somos ahora la piedra de la que puede hacerse saltar la chispa, la montaña debajo de la que Dios yace enterrado, la escamosa piel reptiliana que le oculta, y el combustible para su encendido. Que su guarida sea ahora una caverna o una casa, presupone la montaña o los muros por los que él está encerrado, verbogen y verbaut. El «tú» y el «yo» son la prisión y el Constrictor psicofísico, en quien el Primero ha sido tragado, para que «nosotros» seamos. Pues, como se nos ha contado repetidamente, el Matador del Dragón devora a su víctima, le traga y le bebe, y, por esta comida Eucarística, toma posesión del tesoro y de los poderes del Dragón primer nacido, deviniendo lo que él era. De hecho, podemos citar un texto destacable en el que a nuestra alma compuesta se le llama la «montaña de Dios», y donde se nos dice que el Comprehensor de esta doctrina tragará de la misma manera a su propio adversario malo y odioso. Por supuesto, este «adversario» no es otro que nuestro sí mismo. El significado del texto sólo se comprenderá plenamente si explicamos que la palabra para «montaña», giri, deriva de la raíz gir, «tragar». Así pues Él, en quien nosotros estábamos aprisionados, es ahora nuestro prisionero; como nuestro Hombre Interior, él está sumergido en/y ocultado por nuestro Hombre Exterior. Es su turno ahora devenir el matador del Dragón; y en esta guerra del Dios con el Titán, luchada ahora dentro de vosotros, donde nosotros estamos «en guerra con nosotros mismos», su victoria y resurrección serán también las nuestras si nosotros hemos sabido Quien somos. Le corresponde ahora a él bebernos a nosotros, y a nosotros ser su vino.
Hemos comprendido que la deidad es implícita o explícitamente una víctima voluntaria; y esto se refleja en el ritual humano, donde el consentimiento de la víctima, que debe haber sido originalmente humana, debe asegurarse siempre formalmente. En uno y otro caso la muerte de la víctima es también su nacimiento, de acuerdo con la regla infalible de que a todo nacimiento debe haberle precedido una muerte: en el primer caso, la deidad nace múltiplemente en los seres vivos, en el segundo los seres vivos renacen en la deidad. Pero, incluso así, se reconoce que el sacrificio y desmembramiento de la víctima son actos de crueldad e incluso de traición; y esto es el pecado original (kilbisha) de los Dioses, en el que todos los hombres participan por el hecho mismo de su existencia separada, y de su manera de conocer en los términos de sujeto y de objeto, de bien y de mal; pecado por cuya causa el Hombre Exterior está excluido de una participación directa en «lo que los Brahmanes comprenden por Soma». La forma de nuestro «conocimiento», o más bien de nuestra «ignorancia» (avidya), le desmembra a diario; y para esta ignorantia divisiva se proporciona una expiación en el Sacrificio, donde, por la entrega de sí mismo del sacrificador y la reedificación de la deidad desmembrada, íntegra y completa, los múltiples sí mismos son reducidos a su principio único (conscientemente si están «salvados», inconscientemente si ellos están «condenados»). Hay así una incesante multiplicación del Uno inagotable, y una unificación de los indefinidamente Muchos. Tales son los comienzos y los finales de los mundos y de los seres individuales: expandidos desde un punto sin posición ni dimensiones, y desde un ahora sin fecha ni duración, cumplen su destino, y cuando acaba su tiempo retornan a «casa», al Mar en el que se originó su vida.