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Obras: luz

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inteligencia pura, es decir, directa y no discursiva, no hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el sentido ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embargo, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, racionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hombre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la Palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una participación directa y activa en el Conocimiento divino, y no una participación indirecta y pasiva como lo es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identidad entre el cognoscente y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejemplo en el orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos «esotérico» cuando se manifieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, queremos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesible a cada uno - cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana -, confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un «punto de vista» más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda verdad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón». 13 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: PREFACIO

Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inteligencia pura, es decir, directa y no discursiva, no hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el sentido ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embargo, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, racionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hombre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una participación directa y activa en el Conocimiento divino y, no una participación indirecta y pasiva como lo es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identidad entre el cognoscente y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejemplo en el orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos «esotérico» cuando se manifieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, queremos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesible a cada uno - cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana -, confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un «punto de vista» más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda verdad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón». 19 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: PREFACIO

Para volver al tema principal que nos hemos propuesto tratar en este libro, insistiremos sobre que la unidad de las religiones no solamente no es realizable, en el plano exterior, el plano de las formas, sino que no debe si quiera ser realizada, suponiendo que fuese posible, sobre este plano, sin que las formas reveladas fuesen desprovistas de razón suficiente; y decir que son reveladas es como decir que son queridas por el Verbo divino. Al hablar de «unidad trascendente» queremos decir que la unidad de las formas religiosas debe ser realizada de una manera puramente interior y espiritual, sin ser traicionada por ninguna forma particular. Los antagonismos de estas formas no perjudican más a la Verdad una y universal que los antagonismos entre los colores opuestos a la transmisión de la luz una e incolora, por utilizar la misma imagen que antes; y de la misma manera que todo color, por su, negación de la oscuridad y su afirmación de la luz, permite encontrar el rayo que la hace visible y remontar este rayo hasta su fuente luminosa, de la misma manera toda forma, todo símbolo, toda religión, todo dogma, por su negación del error y su afirmación de la Verdad, permite remontar el rayo de la Revelación, que no es otro que el del Intelecto, hasta su Manantial divino. 29 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: PREFACIO

La exigencia absoluta de creer en tal religión y no en tal otra no puede, efectivamente, intentar justificarse más que por medios eminentemente relativos: ensayos de pruebas filosófico-teológicas, históricas o sentimentales. Ahora bien, no existe en realidad una sola prueba en apoyo de estas pretensiones a la verdad única y exclusiva, y todo posible ensayo de prueba no podría concernir más que a las disposiciones individuales de los hombres, disposiciones que, reduciéndose en el fondo a una cuestión de credulidad, son por demás relativas. Toda perspectiva exotérica pretende, por definición misma, ser la única verdadera y legítima, y ello porque el punto de vista exotérico, al no tener en cuenta más que un interés individual, la salvación, no encuentra ninguna ventaja en conocer la verdad de otras formas tradicionales; desinteresándose de su propia verdad, se desinteresa todavía mucho más de la de los otros, o más bien la niega, porque la noción de una pluralidad de formas tradicionales corre el riesgo de dañar a la sola búsqueda de la salvación individual; y esto saca precisamente a la luz el carácter relativo de la forma que, sí, es de una necesidad absoluta para la salvación del individuo. Se podría preguntar sin embargo por qué las garantías, es decir, las pruebas de veracidad o de credibilidad que la polémica religiosa se esfuerza en producir, no derivan espontáneamente de la Voluntad divina como es el caso de las exigencias de la religión; ni que decir tiene que esta cuestión carece de sentido si no se refiere a verdades, porque no se podrían probar los errores; ahora bien, los argumentos de la polémica religiosa, precisamente, no pueden de ninguna manera depender del dominio intrínseco y positivo de la fe; una idea cuyo alcance es únicamente extrínseco y negativo, y que en el fondo no resulta sino de una inducción - como por ejemplo la idea de la verdad y da la legitimidad exclusivas de tal religión, o, lo que viene a ser lo mismo, de la falsedad e ilegitimidad de todas las demás tradiciones posibles -, una tal concepción no podría evidentemente ser el objeto de una prueba divina ni, con mayor razón, humana. Por lo que concierne a los dogmas verdaderos - es decir, no derivados por inducción, sino de alcance estrictamente intrínseco - si Dios no ha proporcionado las pruebas teóricas de su veracidad, es que, en primer lugar, tales pruebas son inconcebibles e inexistentes sobre el plano en que se sitúa el exoterismo, y exigirlas como hacen los no creyentes sería una contradicción pura y simple; en segundo lugar, como veremos más adelante, si tales pruebas existen es sobre un plano completamente distinto, y la Revelación divina los implica perfectamente, sin omisión alguna; en tercer lugar, en fin, volviendo al plano exotérico, donde únicamente esta cuestión puede plantearse, la Revelación comporta, en lo que tiene de esencial, una inteligibilidad suficiente para poder servir de vehículo a la acción de la gracia (NA: Un ejemplo de la conversión por la influencia espiritual o la gracia, y en ausencia de todo argumento de orden doctrinal, nos es suministrado por el caso bien conocido de Sundar Singh  ; este Sikh de naturaleza noble y temperamento místico, pero desprovisto de verdaderas cualidades intelectuales, había confesado un odio implacable no sólo a los cristianos, sino también al Cristianismo e inclusive al Evangelio; este odio, en razón de su paradójica coincidencia con el carácter noble y místico de Sundar Singh, entró en colisión con la influencia espiritual de Cristo y se tomó en desesperación; vino entonces una conversión fulminante provocada por una visión; ahora bien, en esto no tuvo ninguna intervención la doctrina cristiana, y el converso no tuvo jamás la idea de buscar la ortodoxia tradicional. El caso de San Pablo   presenta, por otra parte, si bien a un nivel notablemente superior en cuanto al personaje y en cuanto a las circunstancias, ciertas analogías puramente «técnicas» con el ejemplo citado. En resumen, se puede afirmar que cuando un hombre de naturaleza religiosa odia y persigue a una religión, está bien cerca de convertirse, apenas las circunstancias le sean favorables.) que, ella sí, es la única razón suficiente plenamente válida para la adhesión a una religión. Sin embargo, al no ser esta gracia puesta en marcha más que respecto a los que no poseen un equivalente de ella bajo otra forma revelada, los dogmas siguen sin tener poder persuasivo, podríamos decir, sin pruebas, para los que poseen este equivalente; éstos serán, por consiguiente, «inconvertibles» - abstracción hecha de los casos de conversión debida a la fuerza sugestiva de un psiquismo colectivo, no entrando en este caso la gracia en acción sino a posterior (NA: Es el caso de los no cristianos que se convirtiesen al Cristianismo de la misma manera que adoptarían cualesquiera otras formas de la civilización occidental moderna; lo que en el caso de los occidentales puede ser sed de novedad, puede constituir en los otros sed de cambio, se podría decir de renegación; de ambos lados, es la misma tendencia a realizar y a agotar posibilidades que la civilización tradicional había excluido.)- , puesto que la influencia espiritual no les afectará, de la misma manera que una luz no puede iluminar a otra luz. Es, pues, conforme a la voluntad divina, que ha revestido la Verdad una de diferentes formas y que la ha repartido entre diferentes humanidades de las que cada una es simbólicamente la única que es; y añadiremos que si la relatividad extrínseca del exoterismo es conforme a la Voluntad divina, que se afirma así en la naturaleza misma de las cosas, ni que decir tiene que esta relatividad no podría ser abolida por una voluntad humana. 97 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: II

La imposición metafísica de la detentación exclusiva de la verdad, por una forma doctrinal cualquiera, puede formularse todavía de la manera siguiente, a la luz de los datos cosmológicos que permiten fácilmente el empleo de un lenguaje religioso: que Dios haya permitido la decrepitud y, en consecuencia, la decadencia de ciertas civilizaciones, después de haberles concedido algunos milenios de florecimiento espiritual, no está de ninguna manera en contradicción con la naturaleza de Dios, si así puede decirse; del mismo modo, que la humanidad entera haya entrado en un período relativamente corto de oscuridad después de milenios de una existencia sana y equilibrada, está igualmente conforme con la «manera de actuar» de Dios. Por contra, que Dios, sin dejar de querer por ello el bien de la humanidad, haya podido dejar corromperse a la inmensa mayoría de los hombres - entre ellos, los mejor dotados - después de milenios y prácticamente sin esperanzas, en las tinieblas de una ignorancia mortal, y que, queriendo salvar al género humano, El haya podido elegir un medio material y psicológicamente tan ineficaz como una nueva religión, que mucho tiempo antes de haber podido dirigirse a todos los hombres, no sólo ha tomado forzosamente un carácter cada vez más particularizado y local, sino que inclusive, por la fuerza de las cosas, se ha corrompido parcialmente o se ha hundido en su medio original; que Dios haya podido actuar así, es ésta una inducción demasiado abusiva que no tiene en cuenta en absoluto la naturaleza de Dios, cuya esencia es Bondad y Misericordia; esta naturaleza puede ser terrible, pero no monstruosa, la teología está lejos de ignorarlo. O todavía, que Dios haya permitido al enceguecimiento humano provocar herejías en el seno de las civilizaciones tradicionales, esto es conforme a las Leyes divinas que rigen la creación entera; pero que Dios haya podido permitir a una religión, que habría sido inventada por un hombre, conquistar una parte de la humanidad y mantenerse, durante más de un milenio, sobre la cuarta parte habitada del globo, engañando el amor, la fe y la esperanza de una legión de almas sinceras y fervientes, esto es también contrario a las Leyes de la Misericordia divina, o, dicho de otro modo, a las de la Posibilidad universal. 113 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: II

Efectivamente, podría surgir una dificultad del hecho de que, cuando se sabe que el esoterismo está reservado, por definición y en razón de su propia naturaleza, a una elite intelectual forzosamente restringida, se pueda constatar, sin embargo, que las organizaciones iniciáticas han contado en todos los tiempos con un número relativamente elevado de afiliados. Así ocurrió por ejemplo con los pitagóricos y así ocurre, a fortiori, con las órdenes iniciáticas que subsisten, pese a su decadencia, aún en nuestros días, como es el caso de las fraternidades musulmanas; ahora bien, cuando se trate de organizaciones iniciáticas muy cerradas, se tratará casi siempre de ramas o de células de una fraternidad más vasta, y no de fraternidades en su totalidad, salvo las excepciones siempre posibles en ciertas condiciones particulares. La explicación de esta participación más o menos popular en lo que la tradición comporta de más interior y, por consiguiente, de más sutil es que el esoterismo debe integrarse, para poder existir en un mundo determinado, en una modalidad de ese mundo, lo que pone inevitablemente en causa elementos relativamente numerosos de la sociedad; de ahí la distinción que se establece, en estas fraternidades, de círculos interiores y de círculos exteriores, no pudiendo los afiliados de estos últimos tener apenas conciencia del verdadero carácter de la organización a la que pertenecen en cierto grado, considerándola simplemente como una forma de la tradición que únicamente les es accesible. Esto es lo que explica, volviendo al ejemplo de las cofradías musulmanas, la distinción existente entre los afiliados que tienen simplemente la cualidad de mutabârik (NA: «bendito» o «iniciado»), que apenas salen de la perspectiva exotérica que ellos quieren vivir con intensidad, y los miembros de la elite, que tienen la cualidad de sâlik (NA: «que viaja») y que siguen la senda trazada por la tradición iniciática. Es cierto que, en nuestros días, los verdaderos sâlikûn constituyen un número ínfimo, mientras que los mutabârikûn son mucho más numerosos desde el punto de vista del equilibrio normal de las fraternidades y, por sus múltiples incomprensiones, contribuyen a sofocar las manifestaciones de verdadera espiritualidad; pero, como quiera que sea, los mutabârikûn, a pesar de que no pueden comprender la realidad trascendente de la fraternidad que les ha acogido en su seno, no por ello dejan de sacar, en condiciones normales, un gran beneficio de la barakah (NA: «bendición» o «influencia espiritual») que les rodea y les protege en la medida de su fervor; porque no hay que decir que la irradiación de la gracia se extiende en el seno del esoterismo, en razón de la propia universalidad de éste, a todos los grados de la civilización tradicional y no se detiene en ningún límite de forma, de la misma manera que la luz, incolora en sí misma, no se detiene ante el color de un cuerpo transparente. 161 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

Ahora debemos responder más explícitamente a la cuestión de saber cuáles son las principales verdades que el exoterismo debe ignorar, sin deber, no obstante negarlas expresamente (NA: «El formalismo, la institución del hombre medio, permite al hombre alcanzar la universalidad... Es justamente el hombre medio el que es objeto de la sharî’ah o ley sagrada del Islamismo... Esta ley establece alrededor de cada uno una especie de neutralidad que garantiza todas las individualidades al obligarles a trabajar para todos... El Islam, como religión, es la vía de la unidad y de la totalidad. Su dogma fundamental se llama Et-Tawhîd, es decir, la unidad o la acción de unir. En tanto que religión universal comporta grados, pero cada uno de estos grados es verdaderamente el Islam, es decir, que cualquier aspecto del Islam revela los mismos principios. Sus fórmulas son extremadamente simples, pero el número de sus formas es incalculable. Cuanto más numerosas son estas formas, más perfecta es la ley. Se es musulmán cuando se cumple su destino, es decir, su razón de ser... La palabra ex cathedra del mufti debe ser clara, comprensible para todo el mundo, inclusive para un negro iletrado. No hay derecho a pronunciarse sobre otra cosa que sobre un lugar común de la vida práctica. No lo hace jamás, por otra parte, tanto más cuanto que puede eludir las cuestiones que no dependen de su competencia. Es la limitación neta, conocida por todos, entre las cuestiones sufíes y sharitas lo que le permite al Islam ser esotérico y exotérico sin contradecirse jamás. Esto es por lo que no hay nunca conflictos serios entre la ciencia y la fe entre los musulmanes que comprenden su religión. La fórmula de Et-Tawhîd o del monoteísmo es el lugar común sharita. El alcance que dais a esta fórmula es asunto vuestro personal, porque depende de vuestro sufismo. Todas las deducciones que podéis hacer de esta fórmula son más o menos buenas, a condición, sin embargo, de que no abolan el sentido literal; porque entonces destruiréis la unidad islámica, es decir, su universalidad, su facultad de adaptarse y de convenir a todas las mentalidades, circunstancias y épocas. El formalismo es de rigor; no es una superstición, sino un lenguaje universal. Como la universalidad es el principio, la razón de ser del Islam, y como por otro lado el lenguaje es el medio de comunicación entre los seres dotados de razón, de ahí se sigue que las fórmulas exotéricas son tan importantes en el organismo religioso como las arterias en el cuerpo animal... La vida no es en absoluto divisible; lo que hace que parezca tal es el hecho de ser susceptible de gradación. Cuanto más se identifica la vida del yo con la vida del no-yo, más intensamente se vive. La transfusión del yo en no-yo se hace mediante el don más o menos ritual, consciente o voluntario. Fácilmente se comprende que el arte de dar es el principal arcano de la Gran Obra» (NA: Abdul-Hadi, L’universalifé en l’Islam, en «Le Voile d’Isis», enero 1934).); ahora bien, entre las concepciones inaccesibles al exoterismo, la más importante es quizá, al menos en ciertos aspectos, la de la gradación de la Realidad universal: la Realidad se afirma por grados, pero sin dejar de ser una, pues los grados inferiores de esta afirmación se encuentran absorbidos, por integración o síntesis metafísica, en los grados superiores; es la doctrina de la ilusión cósmica: el mundo no es solamente más o menos imperfecto y efímero, sino que él no es siquiera de ninguna manera con respecto a la Realidad absoluta, puesto que la realidad del mundo limitaría la de Dios, el solo que «es»; pero el Ser mismo, que no es otro que el Dios personal, se encuentra a su vez sobrepasado por la Divinidad impersonal o suprapersonal, el No-Ser del que el Dios personal o el Ser no es más que la primera determinación a partir de la cual se desarrollan todas las determinaciones secundarias que constituyen la Existencia cósmica. Ahora bien, el exoterismo no puede admitir ni esta irrealidad del mundo ni la realidad exclusiva del Principio divino, ni sobre todo la trascendencia del No-Ser en relación al Ser, que es Dios; en otros términos, el punto de vista exotérico no puede comprender la trascendencia de la suprema Impersonalidad divina de la que Dios es la Afirmación personal; éstas son verdades demasiado elevadas y, por lo mismo, demasiado sutiles y complejas desde el punto de vista del entendimiento simplemente racional, como para ser accesibles a la mayoría y susceptibles de formulación dogmática. Otra idea que el exoterismo no admite es la de la inmanencia del Intelecto en todo ser, ese intelecto que el Maestro Eckhart   definió como «increado e increable» (NA: Como es sabido, ciertos textos eckhartianos, que sobrepasan el punto de vista teológico y escapan así a la competencia de la autoridad religiosa como tal, han sido condenados por ésta; si este veredicto podía con todo tener su legitimidad en ciertas razones de oportunidad, no la tenía ciertamente en su forma, y por una curiosa coincidencia Juan XXII, que había emitido esta bula, fue obligado a su vez a retractarse de una opinión que había predicado, viendo con ello quebrantada su autoridad. Eckhart no se había retractado más que de una manera «principial», por simple obediencia, y antes mismo de conocer la decisión papal; y tampoco sus discípulos se turbaron más por la bula en sí misma, y no nos parece ocioso añadir que uno de ellos, el bienaventurado Henri Suso  , tuvo una visión, después de la muerte de Eckhart, del «maestro bienaventurado, deificado en Dios, en una superabundante magnificencia».). Esta verdad no puede, evidentemente, integrarse en la perspectiva exotérica, no más que la idea de la realización metafísica, realización mediante la cual el hombre toma conciencia de lo que en realidad jamás ha cesado de ser, a saber, la identidad esencial del hombre con el Principio divino que es lo único real (NA: El sufí Yahya Mu’adh Er-Râzi dice que «el paraíso es la prisión del sabio como el mundo es la prisión del creyente»; en otros términos, la manifestación universal (NA: el-khalq, o el samsara hindú), comprendida en su bienaventurado Centro (NA: Es-Samawât, o el Brahma-loka), es metafísicamente una (NA: aparente) limitación (NA: de la realidad no manifestada: Alá, Brahma), como la manifestación formal es una limitación (NA: de la realidad informal, pero todavía manifestada: Es-Samawât, Brahma-loka) desde el punto de vista individual o exoterista. Sin embargo, una tal formulación es excepcional; el esoterismo es normalmente implícito y no explícito, es decir, que su expresión normal toma su punto de partida en los símbolos escriturarios, de suerte que, por tomar el ejemplo del Sufismo, se hablará de «Paraíso», sirviéndose de la terminología coránica, para designar estados que se sitúan - tal en el «Paraíso de la Esencia» (NA: Jannat edh-Dhât)- más allá de toda realidad cósmica, y con mayor razón más allá de toda determinación individual; si pues tal sufí habla del «Paraíso» como de la «prisión del iniciado», lo afronta incidentalmente desde el punto de vista ordinario y cósmico, que es el de la perspectiva religiosa, y está obligado a hacerlo cuando quiere poner a la luz la diferencia esencial entre las vías «individual» y «universal», o «cósmica» y «metacósmica». Por consiguiente, es preciso no perder jamás de vista que el «Reino de los Cielos» del Evangelio, como el «Paraíso» (NA: Jannah) del Corán, no designa solamente estados condicionados, sino simultáneamente aspectos de lo Incondicionado cuyos estados no son, por lo demás, sino los reflejos cósmicos más directos. 171 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

Esta disgresión nos ha parecido necesaria para ayudar a hacer comprender que los dos dominios, exotérico y esotérico, son de naturaleza profundamente distinta y que, cuando hay incompatibilidad entre ellos, únicamente puede surgir del primero, y jamás del segundo, que está más allá de las oposiciones, por lo mismo que está más allá de las formas. Hay una fórmula sufí que pone a la luz, con tanta nitidez como concisión, las diferencias de punto de vista entre las dos grandes vías: «La vía exotérica es: yo y Tú. La vía esotérica es: yo soy Tú y Tú eres yo. El Conocimiento esotérico es: ni yo ni Tú, sino El.» El exoterismo está fundado, por así decir, sobre el dualismo «criatura-Creador», al cual atribuye una realidad absoluta, como si la Realidad divina, que es metafísicamente única, no absorbiera o no anulara la realidad relativa de la criatura, por consiguiente toda realidad relativa y aparentemente extra-divina. Si es verdad que el esoterismo admite igualmente la distinción entre el yo individual y el Sí universal o divino, no es, sin embargo, más que de una manera provisional y metódica, y no en un sentido absoluto; tomando ante todo su punto de partida al nivel de esta dualidad, que corresponde evidentemente a una realidad relativa, llega a sobrepasarla metafísicamente, lo que sería imposible desde el punto de vista exotérico, cuya limitación consiste precisamente en atribuir una realidad absoluta a lo que es contingente. Así llegamos a la definición misma de la perspectiva exotérica: dualismo irreductible y búsqueda exclusiva de la salvación individual; dualismo que implica que no se considera a Dios más que bajo el ángulo de sus conexiones con lo creado, y no en Su Realidad total e infinita, Su Impersonalidad que aniquila toda realidad aparentemente otra que El. 185 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

Otro ejemplo de la impotencia del espíritu humano entregado a sus solos recursos es el problema de la predestinación; ahora bien, esta idea de predestinación no traduce otra cosa, en el lenguaje de la ignorancia humana, que el Conocimiento divino que engloba, en su perfecta simultaneidad, todas las posibilidades sin restricción alguna. En otros términos, si Dios es omnisciente, El conoce las cosas futuras, o más bien que parecen tales a los seres limitados por el tiempo; si Dios no conociera estas cosas, no sería omnisciente; desde el momento en que las conoce, aparecen como predestinadas en relación al individuo. La voluntad individual es libre en la medida en que es real; si no fuera en ningún grado y de ninguna manera libre, sería irrealidad pura y simple, o sea, nada; y, en efecto, en comparación con la Libertad absoluta, ella no es más que esto, o, más bien, no es de ninguna manera. Sin embargo, desde el punto de vista individual, que es el de los seres humanos, la voluntad es real, y esto en la medida en que ellos participan de la Libertad divina, de la que la libertad individual extrae toda su realidad en virtud de la relación causal; de esto resulta que la libertad, como toda cualidad positiva, es divina en tanto tal, y humana en tanto que no es perfectamente tal, de la misma manera que un reflejo de sol es idéntico a éste no en tanto que es reflejo, sino en tanto que es luz, dado que la luz es, una e indivisible en su esencia. 201 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

Para concebir la universalidad del esoterismo, que no es otra que la de la metafísica, importa ante todo comprender que el medio o el órgano del Conocimiento metafísico es él mismo de orden universal, y no de orden individual como la razón; por consiguiente, este medio o este órgano, que es el Intelecto, debe reencontrarse en todos los órdenes de la naturaleza, y no únicamente en el hombre, como es el caso del pensamiento discursivo. Si ahora debemos responder a la pregunta de saber cómo el Intelecto se manifiesta en los reinos periféricos de la naturaleza, hemos de recurrir a consideraciones un poco arduas para quienes no están habituados a las especulaciones metafísicas y cosmológicas; lo que vamos a explicar es, en sí mismo, una verdad fundamental y evidente. Diremos, pues, que un estado de existencia periférica, en la medida en que se encuentra alejado del estado central del mundo al que estos dos estados pertenecen - y el estado humano, como cualquier otro estado análogo, es central con respecto a los estados de la periferia, terrestres o no, o sea, no solamente con respecto a los estados animales, vegetales y minerales, sino también con respecto a los estados angélicos, de donde la adoración de Adán por los ángeles en el Corán -, en la medida, decimos, en que un estado es periférico, el Intelecto se confunde con su contenido, y es en este sentido en el que una planta, todavía menos que un animal, no puede conocer lo que quiere, ni progresar en conocimiento, sino que se encuentra pasivamente ligada e incluso identificada a un determinado conocimiento que le es impuesto por su naturaleza y que determina esencialmente su forma. En otros términos, la forma de un ser periférico, ya sea animal, vegetal o mineral, revela todo lo que este ser conoce y se identifica en alguna medida con este conocimiento; se puede, pues, decir que la forma de un tal ser marca realmente su estado o sueño contemplativo. Lo que diferencia los seres, a medida que se sitúan en estados cada vez más pasivos o inconscientes es su modo de conocimiento o su inteligencia; humanamente hablando, sería absurdo afirmar que el oro es más inteligente que el cobre y que el plomo es poco inteligente, pero metafísicamente no tendría nada de insensato: el oro representa un estado de conocimiento solar y esto es, por otra parte, lo que permite asociarlo a las influencias espirituales y conferirle así un carácter eminentemente sagrado. No hay que decir que el objeto del conocimiento o de la inteligencia es siempre y por definición el Principio divino y no puede ser más que El, puesto que El constituye metafísicamente la única Realidad; pero este objeto o este contenido puede variar de forma conforme a los modos y grados indefinidamente diversos de la inteligencia reflejada en las criaturas. Aún es preciso añadir que el mundo manifestado o creado tiene una doble raíz: la Existencia y la Inteligencia, a la que analógicamente corresponden en los cuerpos ígneos el calor y la luz; ahora bien, todo ser o toda cosa revela estos dos aspectos de la realidad relativa. Lo que diferencia los seres o las cosas, hemos dicho, son sus modos y grados de inteligencia; lo que, por contra, une a los seres entre sí es su existencia, que es la misma para todos; pero la relación es inversa cuando se encara no ya la continuidad cósmica y «horizontal» de los elementos del mundo manifestado, sino por el contrario su ligazón «vertical» con su Principio trascendente: lo que une al ser y, más particularmente, al ser espiritual «realizado» al Principio divino, es el Intelecto; lo que separa el mundo - o tal microcosmos - del Principio, es la Existencia. En el hombre, la inteligencia es interior y la existencia exterior; como esta última no comporta por sí misma diferenciación, los hombres no forman más que una sola especie, pero las diferencias de tipos y de espiritualidad son extremas; en el ser de un reino periférico, por el contrario, es la existencia la que es cuasi interior, puesto que su indiferenciación no aparece en primer plano, y la inteligencia o el modo de intelección es exterior, ya que su diferenciación aparece en las formas mismas, de donde la diversidad indefinida de las especies en todos estos reinos. Se podría decir también que el hombre es normalmente, por definición primordial, puro conocimiento, y el mineral pura existencia; el diamante, que está en la cima del reino mineral, integra en su existencia o en su manifestación, luego de modo pasivo e inconsciente, la inteligencia como tal, de donde su dureza, transparencia y luminosidad; el gran espiritual, que está en la cima de la especie humana, integra en su conocimiento, luego de modo activo y consciente, la existencia total, de ahí su universalidad. 209 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

El Conocimiento es esencialmente santo - y, si no fuese así, ¿cómo podría haber hablado Dante   de la «venerable autoridad» del Filósofo?- , de una santidad que es propiamente «paraclética»: «Conocerte es la justicia perfecta - dice el Libro de la Sabiduría (NA: 15,3)- y conocer Tu Poder es raíz de inmortalidad.» Esta sentencia es de una extremada riqueza doctrinal, porque representa una de las formulaciones más netas y más explícitas de la realización por el Conocimiento, es decir, precisamente de la vía intelectual que lleva a esta santidad «paraclética». En otras sentencias no menos excelentes, el mismo libro de Salomón enuncia las cualidades de la intelectualidad pura, esencia de toda espiritualidad; este texto hace aparecer, por otra parte, de una manera notable, además de la maravillosa precisión metafísica e iniciática de sus formas, la unidad universal de la Verdad, y esto por la forma misma del lenguaje que recuerda en parte las Escrituras de la India y en parte las del Taoísmo: «Pues en ella (NA: en la Sabiduría) hay un espíritu inteligente, santo, único y múltiple, sutil, ágil, penetrante, inmaculado, cierto, impasible, benévolo, agudo, libre, bienhechor, amante de los hombres, estable, seguro, tranquilo, todopoderoso, omnisciente, que penetra en todos los espíritus inteligentes, puros, sutiles. Porque la sabiduría es más ágil que todo cuanto se mueve; se difunde su pureza y lo penetra todo, porque es un hálito del poder divino y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella. Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad. Y siendo una, todo lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva, y a través de las edades se derrama en las almas santas, haciendo amigos de Dios y profetas; que Dios a nadie ama sino al que mora con la sabiduría. Es más hermosa que el sol, supera a todo el conjunto de las estrellas, y comparada con la luz, queda vencedora. Porque a la luz sucede la noche, pero la maldad no triunfa de la sabiduría. Se extiende poderosa del uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad» (NA: Libro de la Sabiduría, 7, 22-30 y 8, 1). 215 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

«Es un hálito del poder divino y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella... A la luz sucede la noche, pero la maldad no triunfa de la sabiduría.» 219 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

Decíamos, pues, que Cristo y su Iglesia tenían, de hecho, un carácter único, luego «relativamente absoluto», en el mundo romano; en otros términos, la unicidad principial, metafísica y simbólica de Cristo, de la Redención, de la Iglesia, se ha expresado necesariamente por una unicidad de hecho sobre el plano terrestre. Si los Apóstoles no tenían que explicitar los límites metafísicos que todo hecho comporta por definición, y si, por consiguiente, ellos no habían de tomar en consideración la universalidad tradicional en el terreno de los hechos, esto no quiere ciertamente decir que su Ciencia espiritual no englobase, en estado principial, el conocimiento de esta universalidad, conocimiento no actualizado en cuanto a las aplicaciones posibles a determinadas contingencias; de la misma manera, un ojo que puede ver un círculo es capaz de ver todas las formas, inclusive si ellas están actualmente ausentes y la visión no se ejerce más que sobre el círculo. La cuestión de saber qué habrían dicho los Apóstoles, o el mismo Cristo, si hubiesen encontrado a un ser como Buda, es perfectamente vana, porque éstas son cosas que no se producen jamás, puesto que serían contrarias a las leyes cósmicas. No es temerario afirmar que nunca se ha oído hablar de encuentros que hubiesen tenido lugar entre grandes santos pertenecientes a civilizaciones diferentes. Los Apóstoles eran por definición, dentro del mundo destinado a su expansión, un grupo único; inclusive si se admite la presencia dentro de su radio de acción de iniciados esenios, pitagóricos o de otra índole, la rara luz de estas ínfimas minorías debía estar como eclipsada por el resplandor de la luz crística, y los Apóstoles no habrían tenido que preocuparse por estos «justos», porque: «Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (NA: Mt   9,13). Desde un punto de vista algo diferente, pero concerniente al mismo principio de delimitación tradicional, haremos notar que San Pablo, que fue el principal artífice de la expansión del cristianismo, como Omar lo será más tarde de la del Islam, evitó penetrar en el dominio providencial de esta última forma de la Revelación, según un pasaje bastante enigmático de los Hechos de los apóstoles (NA: 16, 6-8). Sin insistir sobre el hecho de que los límites de estos dominios de expansión no tienen evidentemente la precisión de las fronteras políticas - las fáciles objeciones que prevemos no son válidas sobre el terreno en que nuestro pensamiento se sitúa -, nos limitaremos a hacer notar que el retorno del Apóstol de los Gentiles hacia Occidente tiene un valor simbólico, menos en relación con el Islam que en relación con la delimitación del propio mundo cristiano; por otra parte, la manera en que este episodio es relatado, es decir, mencionando la intervención del Espíritu Santo y del «Espíritu de Jesús», y pasando en silencio las causas de estas inspiraciones, no permite admitir más que la abstención de predicar y el brusco retorno del Apóstol por solamente causas exteriores sin alcance principial, ni comparar este episodio con cualquier otra peripecia de los viajes de los Apóstoles (NA: Permítasenos hacer notar que, si nos referimos a ejemplos precisos, en lugar de permanecer en los principios y las generalidades, no es en modo alguno con la intención de convencer a contradictores llenos de prejuicios, sino únicamente para hacer ver ciertos aspectos de la realidad a quienes estén dispuestos a comprender; únicamente para éstos escribimos, y por adelantado rehusamos mantener polémicas que no tendrían ningún interés, ni para nuestros eventuales contradictores ni, sobre todo, para nosotros. Hemos de añadir igualmente que no es como historiadores como abordamos los hechos citados a título de ejemplo, porque éstos no importan en sí mismos, sino sólo en la medida en que son susceptibles de ayudar a la comprensión de las verdades trascendentes que no están jamás a merced de los hechos.); en fin, el hecho de que la provincia en que tuvo lugar esta intervención del Espíritu sea llamada el «Asia» se añade aún al carácter simbólico de las dichas circunstancias. 317 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: V

Pero consideremos ahora la cuestión de la homogeneidad espiritual y cíclica de las religiones en su conjunto: el monoteísmo, que comprende las religiones judaica, cristiana e islámica, es decir, las religiones de espíritu semítico, está esencialmente fundado sobre una concepción dogmática de la Unidad (NA: o No-dualidad) divina. Si decimos que esta concepción es dogmática, es para especificar que ella va acompañada de la exclusión de cualquier otro punto de vista, sin la que una aplicación exotérica, que es inclusive la única razón de ser de los dogmas, no sería posible. Hemos visto anteriormente que es esta restricción la que, siendo sin embargo necesaria para la vitalidad de las formas religiosas, está en el fondo de la limitación inherente al punto de vista exotérico como tal; en otros términos, este punto de vista se caracteriza precisamente por la incompatibilidad, en su dominio, de las concepciones con formas aparentemente opuestas, en tanto que en las doctrinas puramente metafísicas o iniciáticas las enunciaciones de apariencia contradictoria no se excluyen ni se estorban de ninguna manera (NA: El hecho de que ciertos datos de las Escrituras sean interpretados unilateralmente por los exoteristas prueba que el interés no es extraño a sus especulaciones limitativas, como hemos mostrado en el capítulo sobre el exoterismo; en efecto, la interpretación esotérica de una Revelación es admitida por el exoterismo en todo aquello en que esta interpretación sirve para confirmar este último, y es por el contrario arbitrariamente omitida cuando es susceptible de dañar el dogmatismo exterior detrás del cual se atrinchera un individualismo sentimental; así se sirven de la verdad crística, que por su forma es un esoterismo judaico, para condenar en el Judaísmo un formalismo excesivo; pero se omite hacer la aplicación universal de esta misma verdad proyectando su luz sobre toda forma sin excepción, incluida la suya propia. O todavía más: según la, Epístola de San Pablo a los Romanos (NA: 3, 27-4, 17) el hombre está justificado por la fe, no por las obras; según la Epístola católica de Santiago (NA: 2, 14-26), el hombre se justifica por las obras y no sólo por la fe. Ambas citan a Abraham como ejemplo; ahora bien, si estos dos textos perteneciesen a religiones diferentes, o siquiera a dos ramas recíprocamente «cismáticas» de una misma religión, no hay duda de que los teólogos de cada una de ellas se aplicarían a demostrar la incompatibilidad de estos textos; pero como ambos pertenecen a una sola y la misma religión, los esfuerzos tienden, por el contrario, a demostrar su perfecta compatibilidad. ¿Por qué no se admiten otras Revelaciones distintas a aquellas a las que uno se adhiere? «Dios no puede contradecirse», se dirá, aunque esto sea una petición de principio; ahora bien, una de dos: o bien se admite que Dios se contradice, y entonces no se aceptará ninguna Revelación, o bien se admite, porque no es posible hacer de otra manera, que en Dios se dan apariencias de contradicción, pero entonces no se está ya en el derecho de rechazar una Revelación extraña por la sola razón de que ella presenta a primera vista contradicciones respecto a la revelación que se admite a priori.). 335 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VI

Hemos visto que, entre las religiones que testimonian más o menos directamente la Verdad primordial, el Cristianismo y el Islam representan la herencia espiritual de esta Verdad según diferentes puntos de vista; ahora bien, esto suscita ante todo la cuestión de saber lo que es un punto de vista en sí mismo. Nada más sencillo que darse cuenta de ello sobre el plano mismo de la visión física, en que el punto de vista determina precisamente una perspectiva, que es siempre perfectamente coordinada y necesaria, y en que las cosas cambian de aspecto según el emplazamiento de quien las percibe, aunque los elementos de la visión permanezcan siendo los mismos; a saber: el ojo, la luz, los colores, formas, proporciones y situaciones en el espacio. Es el punto de partida de la visión el que puede cambiar y no la visión misma; si todo el mundo admite que esto ocurre así en el mundo físico, que no representa más que un reflejo de las realidades espirituales, ¿cómo negar que las mismas relaciones se dan, o más bien preexisten, entre éstas? El ojo es entonces el corazón, órgano de la Revelación; el sol es el Principio divino, dispensador de luz; la luz es el Intelecto; los objetos son las Realidades o Esencias divinas. Pero mientras que nada impide en general al ser viviente modificar su punto de vista físico, algo completamente distinto acontece con el punto de vista espiritual, que sobrepasa siempre al individuo, y respecto al cual la voluntad de éste no puede hacer otra cosa que permanecer determinada y pasiva. 369 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VII

Para comprender un punto de vista espiritual o, lo que viene a ser lo mismo, un punto de vista religioso, no basta querer establecer, con la mejor intención, correspondencias entre elementos religiosos exteriormente comparables; esto correría el riesgo de no ser más que una síntesis completamente superficial y poco útil, pese a que tales comparaciones pudiesen también tener su legitimidad, pero sólo a condición de no tomarlas como punto de partida y de considerar ante todo la constitución interna de las religiones. Para adoptar un punto de vista religioso, es preciso entrever la unidad mediante la cual todos sus elementos constitutivos están necesariamente coordinados: esta unidad es la del punto de vista espiritual mismo, que es el germen de la Revelación. Huelga decir que la causa primera de la Revelación no es de ninguna manera asimilable a un punto de vista, de la misma manera que la luz no tiene que ver nada con la situación espacial del ojo; pero lo que constituye toda Revelación es precisamente el encuentro de una Luz única y de un orden limitado y contingente, lo que representa como un plano de refracción espiritual, fuera del cual no podría haber Revelación. 371 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VII

La importancia dada por el Islam a la idea de Unidad puede presentarse, desde el punto de vista cristiano, como superflua y estéril, o como una especie de pleonasmo en relación a la tradición judeo-cristiana; se olvida entonces que la espontaneidad y la vitalidad de la religión islámica no podría ser el producto de un préstamo exterior, y que la originalidad intelectual de los musulmanes no puede provenir más que de una Revelación. Si la idea de la Unidad constituye en el Islam el soporte de toda espiritualidad y, en una cierta medida, de toda aplicación social, en el Cristianismo no es así: el punto central de éste, como hemos dicho anteriormente, es la doctrina de la Encarnación y de la Redención, concebida de modo universal en la Trinidad y no teniendo otra aplicación humana que los sacramentos y la participación en el Cuerpo místico de Cristo. El Cristianismo, por lo que los datos históricos conocidos nos permiten juzgar, no ha tenido jamás aplicación social en el sentido completo de la palabra; nunca se ha integrado enteramente en la sociedad humana; bajo la forma de Iglesia, se ha plantado sobre los hombres, sin anexionárselos mediante la asignación de funciones que les hubiesen permitido participar más directamente en su vida interna; no ha consagrado los hechos humanos de una manera suficiente; ha dejado toda la laicidad fuera de sí, no reservándole más que una participación más o menos pasiva en la tradición. Así es como se presenta la organización del mundo cristiano según la perspectiva musulmana; en el Islam, todo hombre es su propio sacerdote, por el simple hecho de ser musulmán; es el patriarca, el imâm o el califa de su familia, la cual es a su vez un reflejo de la sociedad islámica entera. El hombre es una unidad en sí mismo, es la imagen del Creador, de quien es el «vicario» (NA: khalîfah) sobre la tierra; no podría, pues, ser un laico. La familia también es una; constituye una sociedad dentro de la sociedad; es un bloque impenetrable (NA: El símbolo supremo del Islam, la ka’bah, es un bloque cuadrado; expresa el número cuatro que es el de la estabilidad. El musulmán puede crear su familia con cuatro esposas, que representan la sustancia de la familia o la sustancia social misma, y son separadas de la vida pública; sólo el hombre constituye una unidad cerrada. La casa árabe está trazada según la misma idea: es cuadrada, uniforme, cerrada hacia el exterior, adornada en el interior y abierta sobre el patio.), como el hombre responsable y sometido, el muslin, y como el mundo musulmán, que es de una homogeneidad y de una estabilidad casi incorruptibles. El hombre, la familia y la sociedad están forjados según la idea de la Unidad, de la que constituyen otras tantas adaptaciones; son unidades como Alá y como su Palabra, el Corán. Los cristianos no pueden reivindicar la idea de la Unidad con el mismo título que los musulmanes; la idea de la Redención no está ligada necesariamente a la concepción de la Unidad divina; podría ser el producto de una doctrina considerada «politeísta». En cuanto a la Unidad divina, que el Cristianismo admite teóricamente, no pertenece a él como un elemento «dinámico»; la santidad cristiana, la perfecta participación en el cuerpo místico de Cristo, no procede sino indirectamente de esta idea. La doctrina cristiana parte, como la doctrina islámica, de una idea teísta, pero insistiendo expresamente sobre el aspecto trinitario de la Divinidad; Dios se encarna y redime al mundo; el Principio desciende en la manifestación para restablecer en ella un equilibrio roto. En la doctrina islámica, Dios se afirma por su Unidad; no se encarna en virtud de una distinción interna; no rescata al mundo, lo absorbe a través del Islâm. No desciende en la manifestación, sino que se proyecta en ella, como el sol se proyecta mediante su luz; esta proyección es la que permite a la humanidad participar en El. 379 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VII

Quienes pretenden negar toda legitimidad al Profeta del Islamismo, invocando argumentos morales, olvidan fácilmente que la única cuestión que debe plantearse es la de saber si Mahoma   estaba o no inspirado por Dios, y no la de si es o no comparable a Jesús o estaba conforme o no con tal o cual moral establecida. Cuando se sabe que Dios permitió la poligamia a los hebreos y que ordenó a Moisés que pasara a cuchillo a la población cananea, la cuestión de la moralidad de estas formas de actuar no se plantea de ninguna manera; lo que cuenta exclusivamente siempre es el hecho de la Voluntad divina, cuyo fin es invariable, pero cuyos medios o modos varían en razón de la Infinidad de su Posibilidad y, secundariamente, en razón de la diversidad indefinida de las contingencias. Del lado cristiano se reprocha fácilmente al Profeta hechos tales como la destrucción de la tribu de los coraidíes, pero se olvida que cualquier Profeta de Israel habría actuado más duramente que él, y se haría bien en recordar cómo Samuel, siguiendo las órdenes de Dios, se portó con los amalectitas y su rey. El caso de los coraidíes como el de los fariseos ofrece, por otra parte, un ejemplo del «discernimiento de los espíritus» que se produce de algún modo automáticamente en contacto con una manifestación de la Luz. Por neutro que pueda parecer un individuo que se ha encontrado situado durante largo tiempo en un medio caótico o indiferenciado, medio del que el mundo próximo oriental del tiempo de Mahoma ofrece una imagen bien característica - imagen que, por otra parte, corresponde a la de todos los medios en que debe desarrollarse una readaptación religiosa -; por disminuida, íbamos a decir, o reducida a un estado latente que pueda aparecer la tendencia fundamental de un individuo en un medio de indiferencia espiritual, esta tendencia se actualizará espontáneamente ante la alternativa que se plantea al contacto de la Luz, y esto es lo que explica por qué, cuando las puertas del Cielo se abren gracias al estallido de la Revelación, las puertas del Infierno se abren igualmente, de la misma manera que, en el orden sensible, una luz proyecta una sombra. 391 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VII

Anteriormente, hemos hecho alusión al hecho de que es el Corán el que corresponde rigurosamente al Cristo-Eucaristía, y que es él el que constituye la gran manifestación paraclética, «descendimiento» (NA: tanzil) efectuado por el Espíritu Santo (NA: Er-Rûh, designado por el nombre de Jibrîl en su función reveladora); el papel del Profeta será, por consiguiente, análogo, e inclusive simbólicamente idéntico bajo el aspecto considerado, al de la Santísima Virgen, que también estuvo en el plano de recepción del Verbo; y lo mismo que la Virgen, fecundada por el Espíritu Santo, es «Corredentora» y «Reina del Cielo», creada antes que el resto de la Creación, de la misma manera el Profeta, inspirado por el mismo Espíritu paraclético, es «Enviado de Misericordia» (NA: Rasûl Er-Rahmah) y «Señor de las dos existencias» (NA: de la de «aquí abajo» y de la del «más allá») (NA: Sayid el-kawnayn), y fue igualmente creado antes que todos los demás seres. Esta «creación anterior» significa que la Virgen y el Profeta encarnan una realidad principial o metacósmica (NA: La opinión según la cual es Cristo quien habría sido el Mleccha-Avatâra, el «descendimiento divino de los Bárbaros» (NA: o «para los Bárbaros»), o sea, la novena encarnación de Vishnú, es rechazable, en primer lugar por una razón de carácter tradicional y después por una razón de principio: primeramente, Buda siempre ha sido considerado por los hindúes como un Avatâra, pero como el hinduismo debía excluir forzosamente el Budismo, se explicaba la aparente herejía búdica por la necesidad de abolir los sacrificios sangrientos y la de inducir al error a los hombres corrompidos, a fin de precipitar la marcha fatal del kali-yuga; en segundo lugar, diremos que es imposible que un ser que encuentre su lugar «orgánico» en el sistema hindú pertenezca a otro mundo que la India, y sobre todo a un mundo tan alejado como era el mundo judaico.); ambos se identifican - en su papel receptivo, no en su Conocimiento divino ni, por lo que respecta a Mahoma, en su función profética, con el aspecto pasivo de la Existencia universal (NA: Prakriti; en árabe El-Lawh el-mahfûzh, «la Mesa Guardada»), y es por esto por lo que la Virgen es «inmaculada» y, desde el punto de vista simplemente físico, «virgen», mientras que el Profeta es «iletrado» (NA: ummî), como, por lo demás, lo eran también los Apóstoles - es decir, puro de la contaminación de un saber humano, o de un saber adquirido humanamente; esta pureza es la condición primera de la recepción del Don paraclético, y por lo mismo, en el orden espiritual, la castidad, pobreza, humildad y demás formas de la simplicidad o unidad, son indispensables para la recepción de la Luz divina. A fin de precisar más todavía la relación de analogía entre la Virgen y el Profeta, añadiremos que este último, en el estado particular en que se encontraba sumido durante las Revelaciones, es directamente comparable a la Virgen cuando llevaba dentro de sí al Niño Jesús o cuando le daba a luz; pero en razón de su función profética, Mahoma realiza una dimensión nueva y activa mediante la que se identifica - sea cuando profiere las azoras coránicas, sea en general cuando el «Yo divino» habla por su boca - directamente con Cristo, que es El mismo lo que para el Profeta es la Revelación, y cada una de cuyas palabras, por consiguiente, es Palabra divina. En el Profeta, sólo las «palabras del Muy Santo» (NA: ahâdîth quddûsiyah) presentan, fuera del Corán, este carácter divino; sus otras palabras proceden del grado secundario de inspiración (NA: nafath Er-Rûh, la Smriti hindú), grado que es también el de algunas partes del Nuevo Testamento, especialmente de las Epístolas. Pero volvamos a la «pureza» del Profeta: en éste se encuentra el equivalente exacto de la «Inmaculada Concepción»; según el relato tradicional, dos ángeles hendieron el pecho del niño Mahoma y le lavaron con nieve el «pecado original» que aparecía bajo la forma de una mancha negra sobre su corazón. Mahoma, como María, o como la «naturaleza humana» de Jesús, no es pues un hombre ordinario, y es por esto por lo que se dice que «Mahoma es un (NA: simple) hombre, no como un hombre (NA: ordinario), sino a la manera de una piedra preciosa entre las piedras (NA: vulgares)» (NA: Muhammadun basharun lâ kal-bashari bal hua kal-yaqûti bayn al-hajar). Recuérdese aquí la fórmula del Ave María: «Bendita tú eres entre todas las mujeres», lo que indica que la Virgen, en sí misma y aparte de la recepción del Espíritu Santo, es una «piedra preciosa» en relación con las demás criaturas, es decir, una especie de «norma sublime». 405 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VII

Lo que estamos obligados a llamar, a falta de un término mejor, el exoterismo cristiano, no es estrictamente análogo, ni por su origen   ni por su estructura, a los exoterismos judaico y musulmán. Mientras que éstos han sido instituidos como tales desde su origen, en el sentido de que forman parte de la Revelación aunque distinguiéndose netamente del elemento esotérico, lo que fue más tarde el exoterismo cristiano no aparece apenas como tal en la misma Revelación crística, o al menos no aparece en ella más que incidentalmente. Es verdad que los textos más antiguos, especialmente las epístolas de San Pablo, dejan entrever un modo exotérico o dogmatista; así ocurre, por ejemplo, cuando la relación jerárquica principial que existe entre el esoterismo y el exoterismo es presentada como una relación en cierto modo histórica existente entre la Nueva y la Antigua Alianza, siendo entonces ésta identificada con la «letra que mata» y aquélla con el «espíritu que vivifica», (NA: La interpretación exotérica de una tal palabra equivale a un verdadero suicidio, porque ella debe volverse inevitablemente contra el exoterismo que la ha anexionado; esto es lo que demostró la Reforma, que se apoderó, en efecto, ávidamente de dichas palabras (NA: II Cor. 3,6) para hacer de ellas su principal arma, usurpando así el puesto que habría debido volver normalmente al esoterismo.) sin que sea tenida en cuenta, en esta forma de hablar, la realidad integral inherente a la Antigua Alianza, es decir, a lo que, precisamente, equivale principialmente a la Nueva Alianza, y de la que ésta no es más que una forma o adaptación nueva. Este ejemplo muestra cómo el punto de vista dogmatista o teológico (NA: El Cristianismo fue el heredero del Judaísmo, cuya forma coincide con el origen mismo de este punto de vista; es casi superfluo insistir sobre que la presencia de éste en el Cristianismo primitivo no aminora en nada la esencia iniciática de este último. «Hay - dice Orígenes - diversas formas del Verbo bajo las cuales El se revela a Sus discípulos, conformándose al grado de luz de cada uno, según el grado de sus progresos en la santidad.» (NA: Contra Cels., IV, 16.)), en lugar de abarcar una verdad integralmente, elige, por razones de oportunidad, un solo aspecto y le presta un carácter exclusivo y absoluto. Sin este carácter dogmático, no se debe olvidar jamás, la verdad religiosa permanecería ineficaz respecto al fin particular que su punto de vista se propone en virtud mismo de las dichas razones de oportunidad. Se da aquí, pues, una doble restricción de la verdad pura: de una parte, se presta a un aspecto de la verdad integral y, de otra parte, se atribuye a lo relativo un carácter absoluto; además, este punto de vista de oportunidad entraña la negación de todo lo que, no siendo ni accesible ni indispensable para todos sin distinción, sobrepasa por esto la razón de ser de la perspectiva teológica y debe ser dejado fuera de ésta, de donde las simplificaciones y síntesis simbólicas propias de todo exoterismo (NA: Así, los exoterismos semíticos niegan la transmigración del alma y, por consiguiente, la existencia de un alma inmortal en los animales, o incluso el fin cíclico total que los hindúes llaman mahâ-pralaya, fin que implica el aniquilamiento de toda la creación (NA: samsâra); estas verdades no son en absoluto indispensables para la salvación y comportan inclusive ciertos peligros para las mentalidades a las que se dirigen las doctrinas exotéricas; esto es decir que un exoterismo está siempre obligado a pasar bajo silencio o a rechazar los elementos esotéricos incompatibles con su forma dogmática. 429 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VIII

El Cristianismo no tiene, pues, los caracteres normales de un exoterismo instituido como tal, pero se presenta más bien como una especie de exoterismo de hecho, no de principio; por otra parte, sin que tengamos que referirnos a ciertos pasajes de las Escrituras, el carácter esencialmente iniciático del Cristianismo es siempre recognoscible en ciertos indicios de primera importancia, tales como la doctrina de la Trinidad, el sacramento eucarístico y más particularmente el uso del vino en este rito, o inclusive en expresiones puramente esotéricas como las de «Hijo de Dios» y sobre todo «Madre de Dios». Si el exoterismo es «lo que es a la vez indispensable y accesible a todos los hombres sin distinción» (NA: Definición dada por Guénon en su articulo Creación y manifestación (NA: «Etudes Traditionnelles», octubre 1937).), el Cristianismo no podría ser un exoterismo en el sentido habitual del término, puest