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Obras: caridad

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

El amor al prójimo, en tanto que expresión necesaria del Amor a Dios, es un complemento indispensable de la Fe; estos dos modos de la Caridad se encuentran afirmados por la enseñanza evangélica sobre la Ley suprema, implicando el primer modo la consciencia de que sólo Dios es Beatitud y Realidad, y el segundo la consciencia de que el ego no es ilusorio, identificándose el «yo» de otro en realidad a «mí mismo» (NA: Esta realización del «no-yo» explica el importante papel que en la espiritualidad cristiana juega la humildad, a la que corresponde, en la espiritualidad islámica, la «pobreza» (NA: faqr) y, en la espiritualidad hindú, la «infancia» (NA: bâlyá); se recordará el simbolismo de la infancia en la enseñanza de Cristo.); si yo debo amar al «prójimo» porque él es «yo», esto significa que yo debo amarme a priori, no siendo por otra parte otra cosa que «prójimo»; y si yo debo amarme, sea en «mí mismo» o en el «prójimo», es porque Dios me ama y yo debo amar lo que El ama; y si El me ama es porque ama Su creación o, en otros términos, porque la Existencia misma es Amor y porque el Amor es como el perfume del Creador inherente a toda criatura. De la misma manera que el Amor de Dios, es decir, la Caridad que tiene por objeto las Perfecciones divinas y no nuestro bienestar, es el Conocimiento de la sola Realidad divina en la que se disuelve la aparente realidad de lo creado - conocimiento que implica la identificación del alma con su Esencia increada (NA: «Nosotros somos totalmente transformados en Dios - dice el Maestro Eckhart   - y convertidos en El; de la misma manera que, en el sacramento, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, así yo soy convertido en El, de manera que El me hace Su Ser uno y no simplemente semejante; por el Dios vivo, es cierto que aquí no hay ya ninguna distinción.»), lo que representa también un aspecto del simbolismo del Amor -, de la misma manera el amor al prójimo no es en el fondo otra cosa que el conocimiento de la indiferenciación de lo creado ante Dios; antes de pasar de lo creado al Creador, o de lo manifestado al Principio, es preciso en efecto haber realizado la indiferenciación o, digamos, la «nada» de este manifestado; es hacia esto hacia lo que apunta la moral de Cristo, no solamente por la indistinción que ella establece entre el «yo» y el «no-yo», sino también, secundariamente, por su indiferencia al respecto de la justificación individual y del equilibrio social; el Cristianismo se sitúa, pues, fuera de las «acciones y reacciones» del orden humano; no es, pues, exotérico por definición primera. La caridad cristiana no tiene ni puede tener ningún interés en el «bienestar» por sí mismo, porque el verdadero Cristianismo, como toda religión ortodoxa, estima que la única verdadera felicidad de la que puede gozar la sociedad humana es su bienestar espiritual con, como flor de éste, la presencia del santo, meta de toda civilización normal; porque «los muchos sabios son la salud del mundo» (NA: Sab. 6,24). Una verdad que los moralistas ignoran es la de que, cuando la obra de caridad es cumplida por amor a Dios, o en virtud del conocimiento de que «yo» soy el «prójimo» y que el «prójimo» es «yo mismo» - conocimiento que implica por otra parte este amor - la obra de caridad tendrá para el prójimo no solamente el valor de un beneficio exterior, sino también el de una bendición; por contra, cuando la caridad no es ejercida ni por amor a Dios ni en virtud del dicho conocimiento, sino únicamente en vista del simple «bienestar» humano considerado como un fin en sí, la bendición inherente a la verdadera caridad no acompaña el aparente beneficio, ni para quien la ejerce ni para quien la recibe. 465 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VIII

7. No queremos entretenernos aquí con el despliegue de ininteligencia, «psicologista» u otra, de la moderna «critica textual». Limitémonos a observar que en nuestra época el diablo no sólo se ha apoderado de la caridad querién-dola reducir a un altruismo ateo y materialista, sino que también ha acaparado la exégesis de la Sagrada Escritura. 875 CI 2

El Profeta es el Islam. Si éste se presenta como una manifestación de verdad, de belleza y de poder -pues son realmente estos tres elementos los que inspiran al Islam y que éste tiende, por su naturaleza, a realizar en diversos planos-, el Profeta, por su parte, encarna la serenidad, la generosidad y la fuerza; también podríamos enumerar estas virtudes inversamente, según la jerarquía ascendente de los valores y refiriéndonos a los grados de la realización espiritual. La fuerza es la afirmación -si es preciso combativa- de la Verdad divina en el alma y en el mundo; ésta es la distinción entre las dos guerras santas, la "mayor" (akbar) y la "menor" (asghar), o la interior y la exterior. La generosidad compensa el aspecto de agresividad de la fuerza; es caridad y perdón. (11) Estas dos virtudes complementarias, la fuerza y la generosidad, culminan -o se extinguen en cierto modo- en una tercera virtud: la serenidad, que es desapego con respecto al mundo y al ego, extinción ante Allâh, conocimiento de lo Divino y unión con Ello. 1150 CI 3

La intención iniciática de la "Plegaria por el Profeta" es la aspiración del hombre hacia su totalidad. La totalidad es aquello de lo que somos una parte; ahora bien, somos una parte, no de Dios, que es sin partes, sino de la Creación, cuyo conjunto es el prototipo y la norma de nuestro ser, y cuyo centro, Al-Rûh, es la raíz de nuestra inteligencia; esta raíz es vehículo del "Intelecto increado" (increatus et increabilis, según el maestro Eckhart). (27) La totalidad es perfección: la parte como tal es imperfecta, puesto que manifiesta una ruptura del equilibrio existencial y, por tanto, de la totalidad. Con respecto a Allâh, somos "nada" o "todo", según el punto de vista, (28) pero no somos nunca parte; en cambio, somos parte en relación con el Universo, que es el arquetipo, la norma, el equilibrio, la perfección; él es el "Hombre Universal" (Al-Insân al-Kâmil) (29) cuya manifestación humana es el Profeta, el Logos, el Avatára. El Profeta -siempre en el sentido esotérico y universal del término- es así la totalidad de la que somos un fragmento; pero esta totalidad se manifiesta también en nosotros mismos, y de una manera directa: en el centro intelectual, el "Ojo del Corazón", sede de lo "Increado", punto celestial o divino cuya periferia microcósmica es el ego; (30) somos, pues, "periferia" con respecto al Intelecto (Al-Rúh) y «parte» con respecto a la Creación (Al-Khalq). El Avatára representa estos dos polos a la vez: él es nuestra totalidad y nuestro centro, nuestra existencia y nuestro conocimiento; la "Plegaria por el Profeta" -como toda fórmula análoga- tendrá, por consiguiente, no sólo el sentido de una aspiración hacia nuestra totalidad existencial, sino también, y por esto mismo, el de una "actualización" de nuestro centro intelectual, y por lo demás los dos puntos de vista están inseparablemente unidos; nuestro movimiento hacia la totalidad -movimiento cuya expresión más elemental es la caridad, es decir, la abolición de la escisión ilusoria y pasional entre "yo" y "el otro"-, este movimiento, decimos, purifica al mismo tiempo el corazón, o, dicho de otro modo, libera al intelecto de las trabas que se oponen a la contemplación unitiva. 1178 CI 3

En el plano del "Hombre Total" podemos distinguir dos dimensiones, el "Cielo" y la "Tierra", o la "altura" (tûl) y la "longitud" (’ardh): la "altura" une la tierra al cielo, y este vínculo es, en el Profeta, el aspecto Rasûl ("Enviado", y, así, Revelador), mientras que la tierra es el aspecto ’Abd ("Servidor"). Estas son las dos dimensiones de la caridad: amor a Allâh y amor al prójimo en Allâh. 1206 CI 3

El sufí, a semejanza del Profeta, no quiere ni "ser Allâh" ni ser "otro que Allâh"; y esto no deja de tener relación con todo lo que acabamos de enunciar, ni con la distinción entre la "extinción" (fanâ’) y la "permanencia" (baqâ’). No hay extinción en Allâh sin caridad universal, y no hay permanencia en Él sin esta suprema pobreza que es la sumisión al origen  . El Profeta representa, ya lo hemos visto, la universalidad y la primordialidad, lo mismo que el Islam, según su intención profunda, es "lo que es en todas partes" y "lo que siempre ha sido". 1212 CI 3

(35). El Rasûl es, en efecto, una "misericordia" (rahma); él es el desinterés mismo, la encarnación de la caridad. 1292 CI 3

Como ya hemos señalado, la religión cristiana pone el acento en el contenido "fenoménico" de la fe más bien que en la cualidad intrínseca y transformadora de ésta; decimos "más bien" y hablamos de "acento" a fin de indicar que no se trata aquí de una definición incondicional; la Trinidad no es de orden fenoménico, pero sin embargo está en función del fenómeno crístico. En la medida en que el objeto de la fe es "principial", éste coincide con la naturaleza "intelectual" o contemplativa de la fe; (25) en la medida en que el contenido de la fe es "fenoménico", la fe será "volitiva". El Cristianismo es grosso modo una vía "existencial" (26) -"intelectualizada" en la gnosis-, mientras que el Islam, por el contrario, es una vía "intelectual fenomenizada", lo que significa que es intelectual a priori, de una manera indirecta o directa según se trate de shari’a o de haqiqa; el musulmán, firme en su convicción unitaria -en la que la certeza coincide en el fondo con la substancia misma de la inteligencia y por lo tanto con el Absoluto-, (27) ve fácilmente tentaciones "asociadoras" (shirk, mushrik) en los fenómenos, mientras que el cristiano, centrado como está en el hecho erístico y en los milagros que de él derivan esencialmente, siente una desconfianza innata hacia la inteligencia -que reduce de buen grado a la "sabiduría según la carne" oponiéndola a la caridad paulina- y hacia lo que cree que son las pretensiones del "espíritu humano". 1366 CI 4

Si hemos definido la metafísica como el discernimiento entre lo Real y lo no-real, definiremos la virtud como la inversión de la relación ego-alter: siendo esta relación una inversi0n natural, pero ilusoria, de las «proporciones» reales, y por ello mismo una «caída» y una ruptura de equilibrio -pues el hecho de que dos personas crean ser «yo» prueba que ninguna tiene razón, so pena de absurdo, pues el «yo» es lógicamente único-, la virtud será la inversión de esta inversión, o sea el enderezamiento de nuestra caída; verá en cierto modo, relativo pero eficaz, el «yo mismo» en «el otro», o inversamente. Esto muestra claramente la función sapiencial de la virtud: la caridad, lejos de reducirse a sentimentalismo o utilitarismo, opera un estado de conciencia, apunta a lo real y no a lo ilusorio; confiere una visión de lo real a nuestro «ser» personal, a nuestra naturaleza volitiva, y no se limita a un pensamiento que no compromete a nada. Lo mismo en cuanto a la humildad: cuando está bien concebida, realiza en nosotros la conciencia de nuestra nada ante el Absoluto y de nuestra imperfección en relación con otros hombres; como toda virtud, es causa y efecto a la vez. Las virtudes son, como los ejercicios espirituales -pero de otra forma- agentes de fijación para los conocimientos del espíritu. (54) 1477 CI 5

Conformemente a las exhortaciones coránicas, el «recuerdo de Allâh» exige las virtudes fundamentales y -en función de éstas- los actos de virtud que se imponen según las circunstancias. Las virtudes fundamentales y universales, que son inseparables de la naturaleza humana, son la humildad o la auto-anulación; la caridad o la generosidad; la veracidad o la sinceridad, luego la imparcialidad; después la vigilancia o la perseverancia; el contentamiento o la paciencia; y, por último, esta «cualidad de ser» que es la piedad unitiva, la plasticidad espiritual, la disposición a la santidad. (57) 1483 CI 5

(54) El sentimentalismo con que se rodea a las virtudes facilita su falsificación; para muchos, la humildad es el desprecio de una inteligencia que se posee. El diablo se ha apoderado de la caridad y ha hecho de ella un utilitarismo demagógico y sin Allâh y un argumento contra la contemplación como si Cristo hubiera apoyado a Marta en contra de María. La humildad se convierte en bajeza y la caridad en materialismo; de hecho, esta virtud quiere suministrar la prueba de que se puede prescindir de Allâh. 1552 CI 5

A fin de prevenir cualquier malinterpretación, bueno es apuntar aquí que la ausencia de castas propiamente dichas en el Islam, o incluso en la mayor parte de las otras tradiciones no hindúes, no tiene ninguna relación con un afán de «humanitarismo» en el sentido corriente de la palabra, por la sencilla razón de que el punto de vista de la tradición es el del interés global - y no del simple agrado - del ser humano; no necesita para nada una pseudocaridad que salva los cuerpos y mata las almas (NA: «No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma», dice el evangelio, y asimismo: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» El humanitarismo caracterizado, que es específicamente moderno - ciertamente no entendemos censurar la caridad verdadera, que procede de una visión total y no fragmentaria del hombre y el mundo -, el humanitarismo, decimos, se funda, en resumen, en el error de que «la totalidad de todos los seres vivos es el Dios personal... Con tal que pueda adorar y servir al único Dios que existe, la suma total de todas las almas» (NA: Vivekananda). Tal filosofía es dos veces falsa, primero porque niega a Dios al alterar su noción de forma decisiva, y, luego, porque diviniza el mundo y restringe así la caridad al plano más exterior; ahora bien, no se puede ver a Dios en el prójimo cuando a priori se reduce lo Divino a lo humano. Entonces ya no queda más que la ilusión de «hacer el bien», de ser indispensable, y el desprecio por aquellos que «no hacen nada», aunque sean santos cuya presencia sostiene al mundo.). La tradición está centrada sobre aquello que da un sentido a la vida, y no sobre un «bienestar» inmediato, parcial y efímero, y concebido como un fin en sí; no niega en absoluto la legitimidad - relativa y condicional - del bienestar, subordina cualquier valor a los fines últimos del hombre (NA: Cuando se cree en el purgatorio y el infierno, es por lo menos ilógico que se encuentren «bárbaras» costumbres sacrificiales tales como la cremación voluntaria de las viudas en la India de antaño o la de los monjes hindúes o budistas que morían salmodiando, y a los que a continuación se dirigían oraciones. Ciertamente, nada hay en ello de esencial; pero sería entender mal la tradición hindú el rechazar estas costumbres sacrificiales o prácticas de un carácter inverso, por ejemplo, las del tantrismo «extremo»; en todo caso, la decadencia del hinduismo no está en la tradición sino en la indigencia intelectual de sus «reformadores» más o menos modernistas.). Para la mayoría de los hombres, el bienestar espiritual es incompatible, desgraciadamente, con un bienestar terreno demasiado absoluto; la naturaleza humana tiene necesidad de «pruebas» tanto como de «consuelos». Un determinado individuo, sea rico o sea pobre, puede ser sobrio y desapegado por su propia voluntad, pero una colectividad no es un individuo y no tiene voluntad única; tiene algo de alud contenido y no se mantiene en equilibrio más que con ayuda de constreñimientos, y, en efecto, las virtudes hereditarias que pueden sorprendernos en un determinado grupo étnico se mantienen gracias a una lucha constante, sea cual fuere el plano de ésta; tal lucha también forma parte de la felicidad, en suma, con tal que se mantenga cerca de la naturaleza, que es maternal, y no se vuelva abstracta y pérfida. No olvidemos, por otra parte, que el «bienestar» es algo relativo por definición; situándose únicamente en el punto de vista material, se destruye el equilibrio normal entre espíritu y cuerpo, y se desencadenan apetitos que no tienen en sí mismos ningún principio de límite. Este aspecto de la naturaleza humana es lo que los humanitaristas propiamente dichos niegan o ignoran por un deliberado prejuicio; creen en el hombre bueno en sí, luego fuera de Dios, e imputan arbitrariamente sus defectos a condiciones materiales desfavorables, como si la experiencia no sólo probase que la malicia del hombre puede no depender de ningún factor exterior, sino además que tal malicia suele extenderse en el «bienestar» y a cubierto de las preocupaciones elementales; las desviaciones de la «cultura» burguesa lo muestran hasta la saciedad. Para las religiones, la norma «económica» es expresamente la pobreza, de la que además han dado ejemplo sus fundadores - se trata de una pobreza que se mantiene cerca de la naturaleza, y no de una inopia vuelta ininteligible y afeada por las servidumbres de un mundo artificial e irreligioso -, mientras que la riqueza se tolera puesto que es un derecho natural y no impide el desapego ni la sobriedad, pero no es el ideal como es prácticamente el caso en el mundo moderno. 1772 CASTAS Y RAZAS: EL SENTIDO DE LAS CASTAS

Lo que acabamos de decir de la humanidad se aplica igualmente a la caridad y a las demás virtudes, las cuales se encuentran por otra parte comprendidas todas, de una cierta manera, en la humildad. El hecho de que el exceso de un bien constituye un mal concierne, no a las virtudes en sí, sino a nuestro esfuerzo hacia ellas, porque este esfuerzo puede estar mal inspirado; no puede haber un exceso de virtud intrínseco, como no podría haber un exceso de objetividad o, lo que es lo mismo, de verdad. 2242 El esoterismo como principio y como vía: I COMPRENDER EL ESOTERISMO

Todo esto ya lo hemos explicado con anterioridad, pero debemos volver sobre ello para preparar el terreno con vistas a un análisis   de las cualidades del alma. Volvamos pues, igualmente, sobre los datos siguientes: lo que distingue al hombre del animal es la totalidad, y ésta implica la trascendencia. El hombre posee una inteligencia, una voluntad y un poder de amor; ahora bien, cada una de estas tres dimensiones se caracteriza por la objetividad. El hombre es esencialmente capaz, no solamente de un conocimiento y una voluntad objetivas y trascendentes, sino que realiza igualmente estas cualidades en su capacidad de amar, lo que equivale a decir que es capaz de compasión hacia sus semejantes, aunque sean extraños o incluso enemigos, porque es capaz de amor a Dios. Es ciertamente la compasión y el amor a Dios, cualquiera que sea su grado, lo que caracteriza al hombre digno de este nombre, o al hombre sin más, si hacemos abstracción de las decadencias y las perversiones; no hay pueblo que no practique una cierta caridad o que no posea algún tipo de religión, comprobación ésta que no puede quedar invalidada por el fenómeno, muy reciente, de la deshumanización filosófica y artificial del hombre, que prueba, no que el hombre sea otra cosa que lo que es, sino simplemente que es capaz, precisamente porque es hombre, de renegar de lo humano, sin por lo demás poder lograrlo realmente. Puede renegar de sí mismo porque es hombre, y es por la misma razón por la que no puede lograrlo a fin de cuentas. 2726 El esoterismo como principio y como vía: II LAS VIRTUDES EN LA VÍA

La generosidad es lo opuesto del egoísmo, de la avaricia y de la mezquindad; precisemos sin embargo que es el mal el que se opone al bien y no viceversa. La generosidad es la grandeza de alma que gusta dar y también perdonar, porque permite al hombre ponerse espontáneamente en el lugar de los otros; que, por consiguiente, concede al adversario las oportunidades que humanamente puede merecer, por mínimas que fuesen, sin que esto reporte ningún perjuicio a la justicia o a la buena causa. La nobleza implica a priori una actitud benevolente y un cierto don de sí, sin afectación y sin violación de la evidencia de las cosas; el hombre noble intenta ayudar, salir al encuentro, antes que condenar y castigar, siendo a la vez implacable y rápido cuando la realidad lo exige. La bondad por debilidad o por ilusión no es una virtud; la generosidad es bella en la medida en que el hombre es fuerte y lúcido. En el alma noble, hay siempre un cierto instinto del don de sí, pues, Dios es el primero en desbordar caridad y, ante todo, belleza; el hombre noble no es feliz más que dándose, y se da ante todo a Dios, como Dios se da a él, y desea darse a él. 2788 El esoterismo como principio y como vía: II LAS VIRTUDES EN LA VÍA

Una observación análoga es aplicable a la sinceridad, que consiste en ser lo que se expresa y en expresar lo que se es; aquí también hay una virtud que frena la interpretación torcida y el exceso, y es la prudencia. Porque la sinceridad no nos obliga a entregar a otros lo que les supera o lo que no les concierne, o lo que no les resulta de ninguna utilidad, sino que les perjudica; en una palabra, lo que ellos no desean conocer si son hombres de bien. Nos damos cuenta perfectamente que al volver aquí sobre el papel de la verdad en la economía de las virtudes, nos estamos repitiendo, pero poco importa; no tenemos que excusarnos demasiado por ello, puesto que, en la religión de «nuestro tiempo», se repite incansablemente que el reino de Dios está fuera de nosotros y que hay que admitirlo por humildad, y hasta por caridad. 2848 El esoterismo como principio y como vía: II LAS VIRTUDES EN LA VÍA

El hombre virtuoso oculta sus defectos por las siguientes razones: en primer lugar, porque no les reconoce ningún derecho a la existencia y porque, después de cada caída, espera que esa sea la última; verdaderamente, no se puede reprochar a nadie que oculte sus faltas porque se esfuerza en no pecar, y que se comporte correctamente. Otra razón es la conformidad con la norma: para eliminar un defecto, es preciso no solamente tener la intención de eliminarlo por Dios y no por complacer a los hombres, sino también entrar activamente en el molde de la perfección; y si es evidente que no hay que hacerlo para complacer a los hombres, no es menos evidente que hay que hacerlo también para no escandalizarlos y para no darles mal ejemplo; esta es una caridad que Dios exige de nosotros, puesto que el amor a Dios exige el amor al prójimo. 2930 El esoterismo como principio y como vía: II LO QUE ES Y LO QUE NO ES LA SINCERIDAD

Cuando la sedicente sinceridad rompe el marco de las reglas tradicionales - o simplemente normales - de comportamiento, descubre por esto mismo su carácter orgulloso; pues las reglas son venerables, y nosotros no tenemos derecho a despreciarlas poniendo nuestra subjetividad por encima de ellas. Cierto que a veces ocurre que algunos santos rompen estas reglas, pero lo hacen por arriba, no por abajo, en virtud de una verdad divina, no de un sentimiento humano. En todo caso, si el hombre tradicional se eclipsa detrás de una regla de comportamiento, no es ciertamente por hipocresía, es por humildad y por caridad; por humildad, porque reconoce que la regla tradicional tiene razón y es mejor que él; por caridad, porque no quiere ofrecer a sus prójimos el escándalo de sus defectos, sino más bien al contrario, entiende manifestar una norma saludable, incluso si personalmente no está situado todavía a su nivel. 2932 El esoterismo como principio y como vía: II LO QUE ES Y LO QUE NO ES LA SINCERIDAD

Resumiendo, diremos que el contenido de la sinceridad es nuestra tendencia hacia Dios y, por consiguiente, nuestra conformidad a las reglas que esta tendencia exige, y no nuestra naturaleza pura y simple con todos sus defectos; ser sincero no es ser vicioso ante los hombres, es ser virtuoso ante Dios, y por consiguiente entrar en el molde de las virtudes que no se han asimilado todavía, cualesquiera que sean las opiniones de los hombres. Es verdad que algunos santos - en el Sufismo, las «gentes de la reprobación»- han intentado escandalizar a fin de ser despreciados, lo que equivale prácticamente a despreciar a los otros, pero el egoísmo moral o místico no tiene consciencia de ello; esta actitud no deja de constituir una espada de doble filo, al menos en los casos extremos - aquellos precisamente que nos permiten hablar de egoísmo - y no cuando se trata simplemente de actitudes neutras destinadas a ocultar una perfección o un deseo de perfección. En cualquier caso, los imperativos de determinada subjetividad mística no pueden impedir que la actitud normal sea la de practicar las virtudes en el equilibrio y la dignidad; y es importante no confundir el equilibrio con la mediocridad, que procede de la tibieza, mientras que el equilibrio procede de la sabiduría. La esencia de la dignidad es no solamente nuestra deiformidad, sino también la humildad acompañada de la caridad; estas dos virtudes compensan los riesgos que dimanan de nuestra cualidad de imagen de Dios, a la vez que participan en las Virtudes divinas, lo que las integra en nuestro teomorfismo. Este nos podría volver orgullosos y egoístas, pero cuando captamos su verdadera naturaleza, vemos que nos obliga, por el contrario, a las perfecciones no solamente del Señor, sino también del siervo; en esta complementariedad reside todo el misterio del pontifex humano. 2956 El esoterismo como principio y como vía: II LO QUE ES Y LO QUE NO ES LA SINCERIDAD

Al margen de estas consideraciones de principio, sin duda no resultará inútil añadir que las reglas de comportamiento son a veces sutiles y complejas y hasta paradójicas: que un anciano juegue con los niños no le quita nada de su dignidad si mantiene la que se impone al hombre como tal; que un litigante reclame su derecho no es contrario a la caridad, si a su vez no comete una injusticia, aunque no sea más que por mezquindad (NA: El fundamento de la caridad es no solamente comprender que los otros son nosotros mismos - al ser todo hombre «yo»- , sino también querer nuestro propio bien; porque si nuestra personalidad inmortal no fuese digna de amor, la del prójimo no lo sería tampoco. «Odia a tu alma» significa: odia lo que en ti mismo perjudica a tus intereses últimos.). La caridad no excluye la santa cólera, como tampoco la humildad excluye la santa altivez o la dignidad no excluye la santa alegría. 2958 El esoterismo como principio y como vía: II LO QUE ES Y LO QUE NO ES LA SINCERIDAD

Lo que permite a las prescripciones divinas ser a la vez simples y absolutas, es que las adaptaciones necesitadas por la naturaleza de las cosas están siempre sobreentendidas, y no pueden no estarlo; así, la caridad no abole las jerarquías naturales: el superior trata al inferior - en el aspecto en que la jerarquía es válida - como él mismo gustaría de ser tratado si fuera el inferior, y no como si el inferior fuera un superior; o aún, la caridad no podría implicar que compartiésemos los errores de otro, ni que otros escapasen a un castigo que nosotros mismos hubiéramos merecido, si hubiésemos compartido sus errores o sus vicios, y así sucesivamente. 3162 El esoterismo como principio y como vía: II EL MANDAMIENTO SUPREMO

Comprender la religión es aceptarla sin ponerle condiciones impertinentes; ponerle condiciones es evidentemente no comprenderla y hacerla subjetivamente ineficaz; la ausencia de regateo forma parte de la integridad de la fe. Poner condiciones - ya sea en el plano del «bienestar» individual o social, o en el de la liturgia, que se querría tan sin relieve y tan trivial como fuese posible - es ignorar fundamentalmente lo que es la religión, lo que es Dios y lo que es el hombre; es reducir de entrada la religión a un telón de fondo neutro e inoperante que ella no puede ser de ninguna manera, y es desposeerla por adelantado de todos sus derechos y de toda su razón de ser. El humanitarismo profano, con el que intenta confundirse cada vez más la religión oficial, es incompatible con la verdad total y, por consiguiente, también con la verdadera caridad, por la simple razón de que el bienestar material del hombre terrenal no es todo el bienestar y no coincide, de hecho, con el interés global de la persona humana inmortal. La norma es un bienestar sobrio - no artificialmente inflado - cuyos peligros espirituales compensa el hombre mediante una ascesis interior; todas las civilizaciones tradicionales en su estado normal tienden a realizar tanto este bienestar de base, que es un favor contingente, como esta ascesis, que es una exigencia incondicional (NA: Las civilizaciones orientales, en su decadencia cíclica, más o menos han desfigurado o corrompido los principios; la civilización occidental moderna los niega, lo que equivale a matar al paciente para hacer cesar la enfermedad; el kali-yuga está en todas partes.); la verdadera felicidad - o el bienestar integral - no puede venir más que de este equilibrio, aparte toda cuestión de destino y de disposición subjetiva (NA: Y puesto que hablamos de la colectividad, no hablamos de los santos.). 3214 El esoterismo como principio y como vía: II EL VERDADERO REMEDIO

La pobreza ante Dios se convierte en riqueza hacia los hombres: es decir, la receptividad con respecto a Dios se convierte en irradiación y generosidad con respecto al prójimo. Esta irradiación está siempre determinada por la verdad, no por una subjetividad gratuita, e implica por consiguiente un aspecto de rigor diamantino; rigor que, en ciertos casos, es la única caridad posible. 3282 El esoterismo como principio y como vía: II CRITERIOS DE VALOR

Finalmente, la cima de la tercera condición - la conformidad moral - es una perfecta belleza del alma: una nobleza que hace que el hombre vea las cosas desde arriba, no solamente en el plano de las abstracciones doctrinales, sino también en el de los sentimientos íntimos. Es percibir con el alma sensible la relatividad y la evanescencia de las cosas, y al mismo tiempo, desde el punto de vista opuesto y complementario, la absolutidad y la infinitud - y por consiguiente la permanencia - que ellas manifiestan a su manera y dejan transparentar; de ello resulta que el alma noble tiene siempre algo de incondicional y de diamantino al mismo tiempo que algo de ilimitado e irradiante; y esta irradiación se traduce precisamente en generosidad. En cuanto al límite inferior de la virtud, es esta generosidad elemental, o esta capacidad de poner la dignidad moral por encima del interés, lo que prueba que el hombre es realmente hombre, que lo es por vocación y no por accidente (NA: Hagamos notar el hecho de que el valor moral de un hombre se manifiesta especialmente - sobre la base de factores generales y evidentes - por la facilidad con la que acepta críticas justificadas, y por añadidura tolera ligeras exageraciones en tales críticas; por la imparcialidad también con la que examina críticas incluso injustificadas, si no son demasiado inverosímiles; y por la prudencia y el sentido de las proporciones de que da muestras cuando las circunstancias le obligan a censurar a otro, lo que hará sin mostrarse vacilante en caso de certeza, pues la virtud no podría exigir indulgencia para los «lobos en el redil». La actitud global que acabamos de describir depende del desapego, por consiguiente también de la generosidad, pues ambas virtudes están ligadas; y ellas no son otras que la humildad y la caridad: la objetividad a la vez extintiva e irradiante.). 3300 El esoterismo como principio y como vía: II CRITERIOS DE VALOR

Es pues evidente que los poderes pueden ser tan aleatorios como las visiones, y tan auténticos como éstas, según la predisposición del hombre y la voluntad de Dios. El criterio del poder sobrenatural está en el carácter del hombre, y la nobleza del carácter es al mismo tiempo, y esencialmente, uno de los criterios de la santidad; lo que equivale a decir que los poderes no pueden ser por sí solos criterios de elección espiritual (NA: Los dos pilares del carácter virtuoso con la humildad y la caridad; podríamos decir también la paciencia y la generosidad, o el desapego y la bondad. Según el testimonio de un santo, el diablo habría dicho que él lo puede todo, salvo humillarse. Se sobreentiende: todo lo que es exterior, porque lo interior es precisamente la humildad o la sinceridad.). 3632 El esoterismo como principio y como vía: III CRITERIOLOGÍA ELEMENTAL DE LAS APARICIONES CELESTIALES

La generosidad hacia los hombres es que nos demos a los demás, por la caridad en todas sus formas. 4432 PP LAS PERLAS DEL PEREGRINO LA VÍA DE LA UNIDAD

Las dos grandes virtudes de base son la humildad y la caridad. Es decir: el conocimiento de sí y la generosidad para con los demás. 4436 PP LAS PERLAS DEL PEREGRINO LA VÍA DE LA UNIDAD

En este orden de ideas hay otra reflexión que se impone, guste o no: una sociedad no presenta ningún valor por sí misma o por el simple hecho de su existencia; de ello resulta que las virtudes sociales nada son por sí mismas fuera del contexto espiritual que las orienta hacia nuestros fines últimos; pretender lo contrario es falsear la propia definición del hombre y lo humano. La Ley suprema es el amor perfecto de Dios -amor que debe comprometer todo nuestro ser, según las Escrituras-, y la segunda Ley, la del amor al prójimo, es «semejante» a la primera; ahora bien, «semejante» no significa «equivalente» ni sobre todo «superior», sino «del mismo espíritu»: Cristo quiere decir que el amor de Dios se manifiesta extrínsecamente por el amor al prójimo, allí donde hay un prójimo, es decir, que no podemos amar a Dios odiando a nuestros semejantes. Conforme a nuestra naturaleza humana integral el amor al prójimo no es nada sin el amor de Dios, saca todo su contenido de este amor y no tiene sentido más que por él; sin duda, amar a la criatura es igualmente una forma de amar al Creador, pero con la expresa condición de que su base sea el amor directo de Dios, pues si no, la segunda Ley no sería la segunda, sino la primera; no está dicho que la primera Ley es «semejante» o «igual» a la segunda, sino que ésta es igual a aquélla, lo que significa que el amor de Dios es la base necesaria y la conditio sine qua non de cualquier otra caridad. Esta relación se trasluce -a veces de manera imperfecta, pero siempre reconocible en cuanto al principio- dentro de todas las civilizaciones tradicionales. 4639 Sobre los mundos antiguos: MIRADAS SOBRE LOS MUNDOS ANTIGUOS LA VÍA DE LA UNIDAD

Lo que hay de atroz en los que afirman que «Dios ha muerto» o incluso que ha sido «enterrado» (Hay católicos que no dudan en pensar otro tanto de los Padres griegos y los escolásticos, sin duda para compensar un cierto «complejo de inferioridad».), es que por ello se colocan forzosamente en el lugar de lo que niegan: lo quieran o no, llenan psicológicamente el vacío dejado por la noción de Dios, lo que provisionalmente -y paradójicamente- les confiere una falsa superioridad e incluso una especie de carácter pseudo-absoluto, o una especie de falso realismo de rasgos altivos y glaciales y, si es preciso, falsamente modestos. De repente, su existencia -y la del mundo- está terriblemente sola frente al vacío dejado por el «Dios inexistente» (En realidad, Dios tampoco es «existente», en el sentido de que no podría reducirse a la existencia de las cosas. Sería necesario decir, para especificar que esta reserva no indica nada privativo, que Dios es «no-existente».); es el mundo y ellos mismos -ellos, ¡los cerebros del mundo!- quienes en lo sucesivo soportan el peso del Ser universal en lugar de descansar en Él como lo exigen la naturaleza humana y, antes que nada, la verdad. Su pobre existencia individual -no la Existencia como tal en tanto participan en ella y que les parece por lo demás «absurda» en la medida en que tienen una idea de ella (Esta idea se reduce a la percepción del mundo y de las cosas; es pues completamente indirecta.), su existencia, está condenada a una especie de divinidad, o más bien a un simulacro de divinidad, y de ahí esta apariencia de superioridad de la que hablábamos, esta seguridad marmórea que se combina de buena gana con una caridad hinchada de amargura y dirigida en el fondo contra Dios. 4693 Sobre los mundos antiguos: CAIDA Y DECADENCIA LA VÍA DE LA UNIDAD

El éxito del materialismo ateo se explica en parte por el hecho de que es una posición extrema y de un extremismo fácil visto el mundo resbaladizo que es su marco y vistos los elementos psicológicos a los que recurre; el cristianismo es también una posición extrema, pero en lugar de enfatizarla se disimula -al menos es la tendencia que parece prevalecer- y se adapta al adversario, cuando es precisamente el extremismo del mensaje cristiano que, si se afirma sin disfraz -pero también sin fingido «dinamismo»-, tiene el don de fascinar y convencer. Al capitular consciente o inconscientemente ante los argumentos del adversario evidentemente se busca darle la impresión de que el absoluto cristiano realiza el mismo género de perfección que el absoluto progresista y socialista y se reniega de aquellos aspectos -sin embargo esenciales- del absoluto cristiano que se enfrenta con las tendencias adversas, de modo que no se tiene otra cosa para oponer que un semiabsoluto sin originalidad; pues las dos actitudes son falsas: decir que no se ha tenido siempre como meta más que el progreso social, lo que es una mentira ridícula y sin relación con la perspectiva cristiana, y acusarse -mientras se promete hacerlo mejor en el futuro- de haber descuidado este progreso, lo que es una traición pura y simple; lo que habría que hacer es poner cada cosa en su sitio y recordar a cada paso lo que es, desde el punto de vista religioso, el hombre, la vida, el mundo, la sociedad. El Cristianismo es una perspectiva escatológica, contempla las cosas en función del más allá o no las considera de ninguna forma; fingir que se adopta otro modo de ver -o adoptarlo realmente- mientras se permanece en la religión, es un sin sentido ininteligible y ruinoso. La actualidad del monaquismo es que -se quiera o no- encarna precisamente ese algo que, dentro de la religión, es extremo y absoluto y de esencia espiritual y contemplativa; la caridad terrestre no tiene sentido sino en función de la caridad celestial. «Buscad primero el reino de Dios y su justicia...» 5125 Sobre los mundos antiguos: UNIVERSALIDAD Y ACTUALIDAD DEL MONAQUISMO LA VÍA DE LA UNIDAD

Una clave para el enigma del mal en general es esta fatalidad cosmogónica: allí donde hay forma, no sólo hay diferencia, sino también posibilidad de oposición efectiva, según el nivel mismo de coagulación formal; la caída de Adán, se dice, ha traído consigo la de todas las criaturas terrenas, ha actualizado, por consiguiente, oposiciones latentes e introducido en el mundo la lucha y el odio, luego el mal en cuanto privación de caridad, a veces combinada con un exceso de derecho, como en el caso de una justa venganza que sobrepasa sus límites. 5389 TRAS LAS HUELLAS DE LA RELIGION PERENNE: ESPECULACIÓN CONFESIONAL: INTENCIONES Y DIFICULTADES LA VÍA DE LA UNIDAD

Otro ejemplo de sobreacentuación religiosa es el siguiente: el Decreto de Graciano (NA: siglo XII) estipula que, si quedan después de la Misa hostias consagradas, los sacerdotes «deben ser diligentes en consumirlas con temor y temblor»; es cierto que el sentido de lo sagrado excluye toda desenvoltura, pero esto no es una razón para expresarse de forma que se dé la impresión de poner un moralismo irritado en lugar de la esperanza a la vez vivificadora y apaciguadora que se impone aquí, y de la que el fiel debe ser capaz so pena de estar descalificado para el rito. Pues lo que prevalece en un caso como éste no puede ser una actitud de «temblor» (NA: Actitud que un San Julián Eymard, apóstol de la adoración del Santo Sacramento, no hubiera aprobado. Añadamos, sin embargo, que preferimos, con mucho, el temblor de Graciano a la impertinencia de los modernistas.), es, al contrario, un recogimiento contemplativo hecho de serenidad y de santo gozo; recogimiento que por definición se combina con el temor reverencial, sin duda, pero no hasta el punto de reducir todo el enfoque a un reflejo de separación o de alejamiento. La expresión de Graciano hace sentir, en suma, lo que hay de inconscientemente profanador en la vulgarización del sacramento eucarístico, dictada por una piedad más emotiva que realista y que olvida el mandato de no dar «a los perros lo que es sagrado» (NA: Hay, por lo demás, algo singularmente desproporcionado o «malsonante» en el hecho de consumir hostias consagradas por la simple razón de que hay demasiadas y no se quieren conservar; hay en ello una disonancia que indica a su modo la disparidad entre el sacramento y la aplicación que de él se hace; o entre la naturaleza del sacramento y una cierta interpretación falta de realismo y flexibilidad; es subestimar a Dios por exceso de celo.); que olvida el principio de que la caridad bien entendida depende de la verdad, luego de la naturaleza de las cosas. 5425 TRAS LAS HUELLAS DE LA RELIGION PERENNE: ESCOLLOS DEL LENGUAJE DE LA FE LA VÍA DE LA UNIDAD

«Doy testimonio de que Muhammad   es su servidor y su enviado»: esta segunda Atestación describe implícita o simbólicamente la naturaleza espiritual del hombre; el creyente, a semejanza de Muhammad, es «servidor» en el sentido de que debe resignarse a la Voluntad omnipresente de Dios, y es «enviado» en el sentido de que debe participar en la Naturaleza divina y, por consiguiente, prolongarla en cierto modo, lo cual se lo permiten precisamente las prerrogativas de la naturaleza humana. El fideísmo musulmán exagera fácilmente la primera de estas cualidades en detrimento de la racionalidad más legítima; por ello hay que tratar de descubrir en sus paradojas, hipérboles e incoherencias las intenciones morales y los sobreentendidos místicos (NA: Hay que emplear, pues, la paciencia y la caridad, sin por ello carecer de discernimiento. No hay que olvidar que el don del discernimiento va fácilmente a la par con una cierta, impaciencia: con el deseo subyacente de obligar al mundo a ser lógico y la dificultad de resignarse espontáneamente al derecho metafísico del mundo a un cierto coeficiente de absurdo.). Desde el punto de vista de este fideísmo, la simple naturaleza de las cosas no es nada, la intención moral o ascética lo es todo; queda por saber en qué medida la voluntad puede y debe determinar a la inteligencia en el místico voluntarista, y en qué medida, por el contrario, la inteligencia puede y debe determinar a la voluntad en el gnóstico; este último punto de vista está por encima evidentemente del anterior, en principio si no siempre de hecho. 5530 TRAS LAS HUELLAS DE LA RELIGION PERENNE: ENIGMA Y MENSAJE DE UN ESOTERISMO LA VÍA DE LA UNIDAD