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Obras: caos

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

La relación de analogía entre las intelecciones y las formas materiales explica cómo el esoterismo ha podido injertarse en el ejercicio de algunos oficios, y especialmente en el arte arquitectónico; las catedrales que los iniciados cristianos han dejado tras de sí aportan el testimonio más explícito y también más esplendoroso de la elevación espiritual de la Edad Media (NA: Ante una catedral, se siente uno realmente situado en el centro del mundo; ante una iglesia de estilo renacentista, barroco o rococó, uno no se siente más que en Europa.). Y aquí tocamos un aspecto muy importante de la cuestión que nos preocupa: la acción del esoterismo sobre el exoterismo mediante las formas sensibles cuya producción es precisamente el patrimonio de la iniciación artesanal; mediante estas formas, auténticos vehículos de la doctrina tradicional integral, y que gracias a su simbolismo transmiten esta doctrina en un lenguaje inmediato y universal, el esoterismo infunde en la porción propiamente exotérica de la tradición una cualidad intelectual y por ella un equilibrio cuya ausencia entrañaría finalmente la disolución de toda la civilización, como se ha producido en el mundo cristiano. El abandono del arte sagrado desprovee al esoterismo de su medio de acción más directo; la tradición exterior insiste cada vez más sobre lo que tiene de particular o, lo que es lo mismo, de limitativo; en fin, la ausencia de la corriente de universalidad que había vivificado y estabilizado la civilización religiosa a través del lenguaje de las formas, ocasionó reacciones en sentido inverso; es decir, que las limitaciones formales, en lugar de estar compensadas, y por lo mismo estabilizadas, por las interferencias supraformales del esoterismo, suscitaron, por su misma opacidad, negaciones, por así decir, infra-formales, puesto que provenían del arbitrio individual, y éste, lejos de ser una forma de la verdad, no es más que un caos informe de opiniones y de fantasías. 241 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: IV

A menudo causa asombro el hecho de que los pueblos orientales, incluidos aquellos que tienen reputación de artistas, carecen totalmente, en la mayor parte de los casos, de discernimiento estético con respecto a lo que llega de Occidente; todas las fealdades engendradas por un mundo cada vez más desprovisto de espiritualidad se difunden con una increíble facilidad en Oriente, no sólo bajo la presión de los factores político-económicos, lo que no tendría nada de sorprendente, sino sobre todo por el libre consentimiento de los que, según toda apariencia, habían creado un mundo de belleza, es decir, una civilización cuyas expresiones todas, incluidas las más modestas, llevaban la impronta del mismo genio. Desde el principio de la infiltración occidental, se ha podido ver con sorpresa los más perfectos objetos de arte flanquear las peores trivialidades de fabricación industrial, y estas contradicciones desconcertantes no se producen solamente en el orden de los objetos de arte, sino en casi todos los dominios, abstracción hecha de que, en una civilización normal, todas las cosas cumplidas por los hombres dependen del dominio del arte, al menos bajo algún aspecto. La explicación de esta paradoja es, sin embargo, muy sencilla y ya la hemos esbozado más arriba: es que precisamente las formas, hasta las más ínfimas, no son obra humana más que de una manera secundaria; ellas derivan ante todo del mismo manantial suprahumano del que deriva toda tradición, lo que equivale a decir que el artista que vive en un mundo tradicional sin fisuras trabaja bajo la disciplina o la inspiración de un genio que le sobrepasa; en el fondo, él no es más que el instrumento, y lo sería por el simple hecho de su cualificación artesanal (NA: «Una cosa no es solamente lo que ella es para los sentidos, sino también lo que representa. Los objetos, naturales o artificiales, no son... ’símbolos’ arbitrarios de tal o cual realidad diferente y superior, sino que son... la manifestación efectiva de esta realidad: el águila o el león, por ejemplo, no son tanto símbolos o imágenes del sol como no lo es el sol bajo una de sus apariencias (NA: siendo como es la forma esencial más importante que la naturaleza en la que se manifiesta); de la misma manera, toda casa es el mundo en efigie y todo altar está situado en el centro de la tierra...» (NA: Ananda K. Coomaraswamy, De la mentalité primitive, en «Etudes Traditionnelles», agosto-septiembre-octubre 1939). Es exclusivamente el arte tradicional - en el más amplio sentido, implicando todo lo que es de orden formal exterior, luego, a fortiori, todo lo que pertenece de alguna manera al dominio ritual -; sólo este arte, transmitido con la tradición y por ella, es el que puede garantizar la correspondencia analógica adecuada entre los órdenes divino y cósmico de una parte y el orden humano o artístico de otra. Resulta de esto que el artista tradicional no se aferra a imitar pura y simplemente a la naturaleza, sino que «imita a la naturaleza en su forma de operar» (NA: Santo Tomás de Aquino  , Summa Theol., I, qu. 117, a. 1); y no hace falta decir que el artista no puede improvisar, con sus medios individuales, una tal operación propiamente cosmológica. Es la conformidad perfectamente adecuada del artista a esta «forma de operar», conformidad subordinada a las reglas de la tradición, la que hace la obra maestra; en otros términos, esta conformidad presupone esencialmente un conocimiento, sea personal, directo y activo, sea heredado, indirecto y pasivo, siendo este último el caso de los artesanos que, inconscientes en tanto que individuos del contenido metafísico de las formas que han aprendido a elaborar, no saben resistir a la influencia corrosiva del Occidente moderno.). De esto se deduce que el gusto individual no juega, en la producción de las formas de un determinado arte, más que un papel oscuro, y que este gusto se reducirá incluso a la nada desde el momento en que el individuo se vea frente a una forma extraña al espíritu de su propia tradición; es lo que se produce, en los pueblos situados fuera de la civilización europea, respecto a las formas de importación occidental. Sin embargo, para que esto se produzca, es preciso que el pueblo que acepte tales confusiones no tenga ya consciencia plena de su propio genio espiritual, o, en otros términos, que no esté ya él mismo a la altura de las formas de que está rodeado todavía y en medio de las que vive; esto prueba que este pueblo ha sufrido ya una cierta decadencia y, por esto, acepta las fealdades modernas tanto más fácilmente cuanto ellas pueden responder a posibilidades inferiores que él intenta realizar ya por sí mismo espontáneamente, de cualquier manera, lo que por otra parte puede ser inconsciente; igualmente el apresuramiento irrazonado con el que un gran número de orientales, y, sin duda, la inmensa mayoría, aceptan las cosas más incompatibles con el espíritu de su tradición, se explica sobre todo por la fascinación que ejerce sobre el hombre ordinario una cosa que responde a una posibilidad todavía no agotada, y esta posibilidad es, en este caso, simplemente la de lo arbitrario o la de la ausencia de principios. Pero inclusive sin querer generalizar demasiado esta explicación de lo que, entre los orientales, parece constituir una completa falta de gusto, hay un hecho que es absolutamente cierto y es que, como hemos dicho anteriormente, demasiados orientales no comprenden ellos mismos ya el sentido de las formas que han heredado, con toda la tradición, de sus antepasados. Todo cuanto acabamos de decir vale, bien entendido, en primer lugar y a fortiori, para los propios occidentales, quienes, después de haber creado - no decimos «inventado»- un arte tradicional perfecto, han renegado de él ante los vestigios del arte individualista y vacío de los grecorromanos, para desembocar finalmente en el caos artístico del mundo moderno. Sabemos bien que aquellos que no quieren a ningún precio reconocer la ininteligibilidad o la fealdad de este mundo emplean de buen grado la palabra «estética» - con un matiz peyorativo muy parecido al que se adjudica a las palabras «pintoresco» y «romántico»- para desacreditar la preocupación por las formas y para encontrarse más cómodamente en el sistema cerrado de su barbarie; una tal actitud no tiene nada de sorprendente para los modernistas probados, pero resulta más bien ilógica, por no decir miserable, en quienes reivindican la civilización cristiana; porque reducir el lenguaje espontáneo y normal del arte cristiano, lenguaje al que uno no se atrevería a reprochar su belleza, a una cuestión mundana de «gusto» - como si el arte medieval pudiese ser el producto de un capricho - equivale a admitir que la impronta dada por el genio del Cristianismo a todas sus expresiones directas e indirectas no fuese más que una contingencia sin la menor relación con este genio y sin ningún alcance serio, o inclusive debido a una inferioridad mental; porque «sólo importa el espíritu», según la idea de ciertos ignorantes imbuidos de un puritanismo hipócrita, iconoclasta, blasfematorio e impotente, que pronuncian la palabra «espíritu» con tantas más ganas cuanto más lejos están de comprenderla. 247 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: IV

Ahora, ¿cuáles son las tendencias fundamentales de la naturaleza humana a las que se refieren las castas más o menos directamente? Podríamos definir estas tendencias como otros tantos modos de considerar una «realidad» empírica; en otros términos, la tendencia fundamental del hombre está en conexión con su «sentimiento» - o su «conciencia» - de una «realidad». Para el brâhmana - el tipo puramente intelectual, contemplativo y «sacerdotal» -, lo «real» es lo inmutable, lo trascendente; no cree, en su fuero interno, ni en la «vida» ni en la «tierra»; hay algo en él que permanece ajeno al cambio y la materia; ésa es, grosso modo, su disposición íntima, su «vida imaginativa», si puede decirse, sean cuales puedan ser las flaquezas que la oscurecen. El kshatriya - el tipo «caballeresco» - tiene una inteligencia aguda, pero vuelta hacia la acción y el análisis   más que a la contemplación y la síntesis; su fuerza reside, sobre todo, en su carácter; compensa la agresividad de su energía por su generosidad, y su naturaleza pasional por su nobleza, su dominio de sí mismo, su grandeza de espíritu; para este tipo humano, lo «real» es el acto, pues es el acto lo que determina, modifica y ordena las cosas; sin el acto, no hay virtud, ni honor, ni gloria. Dicho de otro modo, el kshatriya «cree» más bien en la eficacia del acto que en la fatalidad de una situación dada: menosprecia la servidumbre de los hechos y sólo piensa en determinar el orden de éstos, en clarificar un caos, en cortar nudos gordianos. Es decir, así como para el brâhmana todo es «inestable» e «irreal», salvo lo Eterno y lo que a éste se vincula - la verdad, el conocimiento, la contemplación, el rito, la vía -, así para el kshatriya todo es incierto y periférico, salvo las constantes de su dharma: el acto, el honor, la virtud, la gloria, la nobleza, de las que dependerán todos los demás valores. Esta perspectiva puede transferirse al plano religioso sin cambiar esencialmente de cualidad psicológica. 1740 CASTAS Y RAZAS: EL SENTIDO DE LAS CASTAS

Y esto es importantísimo: el arte sagrado ignora en gran medida la intención estética; la belleza deriva ante todo de la verdad espiritual, deriva, pues, de la exactitud del simbolismo y de la utilidad para el culto y la contemplación, y, sólo a continuación, de los imponderables de la intuición personal; de hecho, la alternativa no podía plantearse. En un mundo que ignora la fealdad en el plano de las producciones humanas - o, dicho de otro modo, el error en la forma -, la cualidad estética no puede ser una preocupación inicial; la belleza está en todas partes, comenzando por la naturaleza y el propio hombre. Si bien la intuición estética - en el más profundo sentido - tiene su importancia en ciertos modos de espiritualidad, no interviene, sin embargo, más que de manera secundaria en la génesis de la obra sagrada, proceso en el que la belleza, en primer lugar, no tiene por qué ser un fin directo, y, luego, está garantizada por la integridad del símbolo y la cualidad tradicional del trabajo (NA: El mero y simple esteta, cuyo punto de vista es forzosamente profano, revela su insuficiencia por la atmósfera de ininteligencia que se desprende de su arte y de su elección, y también por el hecho de que tiene siempre, en ciertos planos, gustos bastante groseros. Para la mayor parte de los clasicistas, los iconos eran «feos»; sus propias obras quizá no son feas, pero ciertamente carecen de verdad e inteligencia en la mayor parte de los casos.). Pero esto no ha de hacer perder de vista que el sentido de la belleza, y, por consiguiente, la necesidad de belleza, es natural en el hombre normal, y es la condición misma del desapego del artista tradicional con respecto a la cualidad estética de la obra sagrada; dicho de otro modo, la preocupación capital por esta cualidad sería aquí como un pleonasmo. La ausencia de la necesidad de belleza es una inavalidez que no carece de relación con la fealdad inevitable de la era maquinista, y que se generalizó con el industrialismo; y como es imposible escapar a éste, de dicha enfermedad se hace virtud y se calumnia la belleza y el deseo de belleza conforme a este refrán: «El que quiere ahogar su perro, lo acusa de rabia». Quienes tienen interés en el asesinato público de la belleza procuran desacreditarla por medio de palabras tales como «pintoresco» o «romántico» - exactamente como se asfixia la religión llamándola «fanatismo»-, y tratan de hacer pasar la fealdad y la trivialidad por lo «real»; esto es reducir la belleza a un lujo de pintores y poetas. El culto del azar - del azar feo y trivial -, revela la misma intención: el «mundo como es», es la fealdad y la trivialidad recogidas en el caos de las coincidencias (NA: En Francia, por ejemplo, las inscripciones publicitarias se exponen, extendiéndose como una gangrena inmunda e insolente que roe el país, no sólo en las ciudades, sino también en los menores pueblos y hasta en ruinas aisladas, lo que equivale a la destrucción - o a una cierta destrucción -, de un país y de una patria; no desde el punto de vista «pintoresco», que no nos interesa aquí en grado alguno, sino respecto al alma de un pueblo. Esa desesperante trivialidad es como la rúbrica de la máquina, que quiere nuestras almas, y que se revela así como «fruto del pecado».). Hay un «angelismo hipócrita» que finge evitar este problema recurriendo al «puro espíritu», y que es aún más enfadoso cuando se alía a un «sincerismo» de hombre «comprometido» o «auténtico»; con esta manera de ver no se dejarán de encontrar «espirituales» - puesto que son «sinceras» - las cosas que están en los antípodas de toda espiritualidad. La abolición -«sincera» o no - de la belleza, es el fin de la inteligibilidad del mundo. 1926 CASTAS Y RAZAS: PRINCIPIOS Y CRITERIOS DEL ARTE UNIVERSAL

Ahora, si partimos de la idea de que el arte perfecto se reconoce sobre todo en tres criterios, a saber, nobleza del contenido - condición espiritual sin la que el arte no tiene ningún derecho a existir -, después, exactitud del simbolismo, o al menos armonía de la composición cuando se trata de una obra profana (NA: Esta condición exige igualmente la medida justa desde el punto de vista del tamaño; una obra profana nunca ha de exceder ciertas dimensiones; las de las miniaturas son de las más modestas.), y, finalmente, pureza del estilo o elegancia de las líneas y los colores, podemos discernir con ayuda de tales criterios las cualidades y defectos de cualquier obra de arte, sea sagrada o no. Ni que decir tiene que una obra moderna muy bien puede poseer, como por casualidad, determinadas cualidades, pero no dejaría de ser erróneo el ver en ello la justificación de un arte desprovisto de principios positivos; las cualidades excepcionales de cierta obra están lejos, en cualquier caso, de caracterizar el arte de que se trata, sólo aparecen indirectamente y gracias al eclecticismo que permite la anarquía. La existencia de semejantes obras de arte prueba, no obstante, que en Occidente es concebible un arte profano legítimo, sin que haya que volver pura y simplemente a las miniaturas de la edad media o a la pintura campesina (NA: Naturalmente, no ocurre lo mismo con el arte sagrado, que en Occidente es exclusivamente el arte de los iconos y las catedrales, y que tiene algo de inmutable por definición. Mencionemos aquí, una vez más, el arte popular de los diversos países de Europa, de origen   nórdico, por lo menos en un sentido relativo, pues es difícil asignar un origen preciso a un arte inmemorial; este arte «rústico», que se ha conservado sobre todo entre los germanos y los eslavos, no tiene, por lo demás, Límites geográficos bien claros, y algunos motivos fundamentales pueden encontrarse hasta en Africa y Asia, sin que haya que pensar, en este último caso, que han sido copiados de otro pueblo. Es ése uno de los artes más perfectos, y capaz en principio de sanear el caos en que se debate lo que queda de nuestra artesanía.), pues la salud del alma y el tratamiento normal de los materiales garantizan siempre la rectitud de un arte sin pretensiones; la naturaleza de las cosas - en el plano espiritual y psicológico por una parte y en. el material y técnico por otra - exige que cada uno de los elementos constitutivos del arte reúna ciertas condiciones elementales, precisamente aquellas que encontramos en todo arte tradicional. 1976 CASTAS Y RAZAS: PRINCIPIOS Y CRITERIOS DEL ARTE UNIVERSAL

El sentido del imperialismo antiguo es el de extender un «orden», un estado de equilibrio y estabilidad conforme a un modelo divino que por lo demás se refleja en la naturaleza, particularmente en el mundo planetario; el emperador romano, como el monarca del «Imperio celeste del Medio», ejerce su poder gracias a un «mandato del Cielo». Julio César, detentador de este mandato y «hombre divino» (divus) («Ese es el hombre, ése es aquel del que tantas veces has oído la llegada prometida, César Augusto, hijo de un dios, que fundará de nuevo la edad de oro en los campos donde Saturno reinó antaño y que extenderá su imperio hasta los Garamantes y sobre los Indios» (Eneida VI, 791-795). César preparó un mundo para el reino de Cristo. Señalemos que Dante   coloca a los asesinos de César en lo más profundo del infierno, en compañía de Judas. Cf. «Divus Julius Caesar», de Adrian PATERSON, en Les Etudes Traditionnelles, junio de 1940.), tenía conciencia del alcance providencial de su misión; en su opinión nada tenía el derecho de oponérsele; Vercingetorix (Vercingetorix, general y jefe galo. Fue proclamado en el año 52 a.C. jefe de la coalición de los pueblos galos contra César. (N. del T.)) era para él una especie de herético. Si los pueblos no romanos eran considerados como «bárbaros», ante todo es porque se colocaban al margen del «orden»; desde el punto de vista de la pax romana manifestaban el desequilibrio, la inestabilidad, el caos, la amenaza permanente. En la Cristiandad (corpus mysticus) y en el Islam (d(r el-isl(m), la esencia teocrática de la idea imperial aparece con claridad; sin teocracia no se puede hablar de civilización digna de este nombre. Esto es tan verdadero que los emperadores romanos, en plena descomposición pagana y a partir de Diocleciano, sintieron la necesidad de divinizarse o dejarse divinizar, atribuyéndose de forma abusiva la cualidad del conquistador de los Galos descendiente de Venus. La idea moderna de la «civilización» no carece de relación histórica con la idea tradicional del «imperio»; pero el «orden» se ha hecho puramente humano y profano por completo, como, por otra parte, lo demuestra la idea de «progreso», que es la negación misma de cualquier origen celestial; de hecho, la «civilización» no es sino el refinamiento ciudadano en el marco de una perspectiva mundana y mercantil, lo que explica su hostilidad tanto hacia la naturaleza virgen como hacia la religión. Según los criterios de «la civilización» el ermitaño contemplativo -que representa la espiritualidad humana al mismo tiempo que la santidad de la naturaleza virgen- no puede ser más que una especie de «salvaje», cuando en realidad es el testigo terrestre del Cielo. 4583 Sobre los mundos antiguos: MIRADAS SOBRE LOS MUNDOS ANTIGUOS LA VÍA DE LA UNIDAD

Es importante precisar que en todas estas consideraciones se trata exclusivamente de las religiones en tanto tales, es decir, en tanto organismos, y no de sus posibilidades puramente espirituales, que son idénticas en principio. Es evidente que, desde este punto de vista, no puede intervenir ninguna cuestión de preferencia; si el Islam, en tanto que organismo tradicional, es más homogéneo y más íntimamente coherente que la forma cristiana, es éste un carácter de hecho bastante contingente. Por otra parte, el carácter solar de Cristo no podría conferir al Cristianismo una superioridad sobre el Islam; más adelante explicaremos las razones de esto, limitándonos ahora a recordar que cada forma tradicional es necesariamente superior, bajo un aspecto determinado y en cuanto a su manifestación - no en cuanto a su esencia y sus posibilidades espirituales -, a otras formas del mismo orden. A quienes pretendieran apoyarse, para juzgar la forma islámica, sobre comparaciones superficiales y forzosamente arbitrarias con la forma cristiana, les diremos que el Islam, puesto que corresponde a una posibilidad de perspectiva espiritual, es todo lo que debe ser para manifestar esta posibilidad; y de la misma manera el Profeta, lejos de no ser más que un imperfecto imitador de Cristo, fue todo lo que debía ser para realizar la posibilidad espiritual representada por el Islam. Si el Profeta no es Cristo, si aparece incluso notoriamente bajo un aspecto más humano, es porque la razón de ser del Islamismo no está en la idea crística o «avatárica», sino en una idea que debía inclusive excluir ésta; la idea realizada por el Islamismo y por el Profeta es la de la sola Unidad divina, cuyo aspecto de absoluta trascendencia implica - para el mundo creado o manifestado - un aspecto correlativo de imperfección. Esto es lo que ha permitido a los musulmanes servirse desde el principio de medios humanos, tales como la guerra, para constituir su mundo tradicional, mientras que, en el Cristianismo, ha sido precisa una separación de algunos siglos de los tiempos apostólicos para que se haya podido servir del mismo medio, por otra parte indispensable, para la propagación de una religión. En cuanto a las guerras que hicieron los propios Compañeros del Profeta, representan ordalías con vistas a lo que se podría llamar la elaboración - o la cristalización - de los aspectos formales de un mundo nuevo; el odio no entra aquí en absoluto en juego, y los santos varones que se batieron así, lejos de luchar contra otros individuos por intereses humanos, lo hicieron en el sentido de las enseñanzas del Bhagavad-Gîtâ; Krishna ordena a Arjuna combatir, no odiar ni siquiera vencer, sino cumplir su destino como instrumento del plan divino y sin apego a los frutos de las obras. Esta lucha de puntos de vista, por consecuencia de la constitución de un mundo tradicional, refleja, por lo demás, la concurrencia de las posibilidades de manifestación en el momento de la «salida del caos» que tiene lugar en el origen de un mundo cósmico, concurrencia que, bien entendido, es de orden puramente principial. Estaba en la naturaleza del Islam o de su misión situarse, desde un principio, sobre un terreno político en cuanto a su manifestación exterior, lo que hubiese sido no solamente contrario a la naturaleza o la misión del Cristianismo primitivo, sino inclusive completamente irrealizable en un ambiente tan sólido y estable como el Imperio romano; pero desde que el Cristianismo se convirtió en la religión oficial del Estado, no sólo ha podido, sino también debido, situarse sobre un terreno político, de la misma manera que el Islam. Las vicisitudes sufridas por el Islam exterior, que se iniciaron a la muerte del Profeta, no son ciertamente imputables a una insuficiencia espiritual; son simplemente las taras inherentes a un terreno político como tal. El hecho de que el Islam haya sido instituido exteriormente por medios humanos tiene su fundamento único en la Voluntad divina, que precisamente excluye toda interferencia esotérica en la estructura terrestre de la nueva forma tradicional. De otra parte, por lo que se refiere a la diferencia entre Cristo y el Profeta, añadiremos que los grandes espirituales, cualesquiera que sean sus grados respectivos, manifiestan ya una sublimación, ya una norma; el primer caso es el de Buda y el de Cristo, como el de todos los santos monjes o eremitas, y el segundo el de Abraham, Moisés y Mahoma  , así como el de todos los que se han santificado en el mundo, tales como los santos monarcas y guerreros; la actitud de los primeros corresponde a estas palabras de Cristo: «Mi reino no es de este mundo», y la actitud de los segundos a estas otras: «Venga a nosotros tu reino». 389 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VII