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Obras: Unidad

quinta-feira 1º de fevereiro de 2024

  

La pretensión exotérica de la detentación exclusiva de la verdad tropieza, pues, como acabamos de ver, con la objeción axiomática de que no existe un hecho único, por la simple razón de que es rigurosamente imposible que un tal hecho exista, pues sólo la unicidad es única y un hecho no es la unicidad; esto es lo que ignora la ideología «creyente», que no es otra cosa, en el fondo, que la confusión interesada entre lo formal y lo universal. Las ideas que se afirman en una forma religiosa - tales como la idea del Verbo o la de la Unidad divina - no pueden no afirmarse, de una manera o de otra, en las otras religiones; de la misma manera los medios de gracia o de realización espiritual de que dispone tal sacerdocio no pueden no encontrar equivalente en otra parte; y, añadiremos, es precisamente en la medida en que un medio de gracia es importante o indispensable, como se reencontrará necesariamente en todas las formas ortodoxas bajo un modo apropiado al respectivo ambiente. 107 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: II

Volviendo a la incompatibilidad relativa de las formas religiosas, y sobre todo de algunas de entre ellas, añadiremos que les es necesario interpretar erróneamente, en un cierto grado, las otras formas, porque la razón de ser de una religión reside, al menos bajo un cierto aspecto, precisamente en lo que la distingue de otras religiones; la Providencia divina no admite ninguna mezcla de las formas reveladas desde que la humanidad se ha dividido en «humanidades» diversas y se ha alejado de la Tradición primordial, que es la sola Tradición «única» posible. Así, por ejemplo, la interpretación errónea por parte de los musulmanes del dogma cristiano de la Trinidad es providencial, porque la doctrina encerrada en este dogma es esencial y exclusivamente esotérica y no es en modo alguno susceptible de una «exoterización» propiamente dicha; el Islamismo debía, pues, limitar la expansión de este dogma, pero esto no causa ningún perjuicio a la presencia, en el Islamismo, de la verdad universal expresada por el dogma en cuestión. Por otra parte, quizá no sea inútil precisar aquí que la divinización de Jesús y de María, atribuida indirectamente a los cristianos por el Corán, da lugar a una «Trinidad» que por lo demás este libro no identifica en ninguna parte con la de la doctrina cristiana, pero que no reposa menos sobre realidades, a saber, en primer lugar, la concepción de la «Corredentora» «Madre de Dios», doctrina no exotérica que como tal no podía encontrar ningún lugar en la perspectiva religiosa del Islam, y seguidamente el marianismo de hecho que, desde el punto de vista islámico, constituye una usurpación parcial del culto debido a Dios; en fin, tuvo lugar la mariolatría de ciertas sectas de Oriente contra la que el Islam tuvo que reaccionar tanto más violentamente cuanto que ella estaba muy próxima al paganismo árabe. Pero de otro lado, según el Sufí Abd el-Karim el-Jill, la «Trinidad» mencionada en el Corán es susceptible de una interpretación esotérica - los gnósticos   concebían, en efecto, al Espíritu Santo como «Madre divina»- , y no es entonces sino la exoterización o la alteración de este sentido el que es reprochado, respectivamente, a los cristianos ortodoxos y a los heréticos adoradores de la Virgen; desde otro punto de vista aún, se puede decir - y la misma existencia de los heréticos mencionados lo atestigua - que la «Trinidad coránica» corresponde en el fondo a aquello en que los dogmas cristianos se habían convertido, por un inevitable error de adaptación, entre los árabes para quienes no habían sido hechos. Ahora, para lo que es el dogma de la Trinidad tal como lo entiende la ortodoxia cristiana, su rechazo por el Islam está motivado, aparte las razones de oportunidad tradicional, por una razón de orden metafísico: es que la teología cristiana entiende por Espíritu Santo no solamente una realidad puramente de principio, metacósmica, divina, sino también el reflejo directo de esta Realidad en el orden manifestado, cósmico, creado; en efecto, el Espíritu Santo, según la definición que de El da la teología, comprende, fuera del orden de los principios o divino, la cima o el centro luminoso de la creación total, o, en otros términos, comprende la manifestación informal; ésta es, para hablar en términos hindúes, el reflejo directo y central del Principio creador, Purusha, en la substancia cósmica, Prakriti; este reflejo, que es la Inteligencia divina manifestada, Buddhi - en sufismo, Er-Rûh y El-Aql, o aun los cuatro arcángeles que, análogos a los Devas y a sus Shaktis, representan otros tantos aspectos o funciones de esta Inteligencia -, este reflejo, decimos, es el Espíritu Santo en tanto que El ilumina, inspira y santifica al hombre. Cuando la teología identifica este reflejó con Dios tiene razón en el sentido de que Buddhi o Er-Rûh - el Metraton de la Kabala - «es» Dios bajo la relación esencial, «vertical», es decir, en el sentido en que un reflejo es «esencialmente» idéntico a su causa. Cuando, por contra, la misma teología distingue a los Arcángeles de Dios-Espíritu-Santo y no ve en ellos más que criaturas, tiene también razón, en el sentido de que distingue entonces al Espíritu Santo reflejado en la creación de Su Prototipo principial y divino; pero es inconsecuente, por la fuerza de las cosas, cuando parece perder de vista que los Arcángeles son aspectos o funciones de esta porción central o suprema de la creación que es el Espíritu Santo en tanto que Paráclito. Desde el punto de vista teológico o religioso, no es posible admitir, de una parte, la diferencia entre el Espíritu Santo divino, principial, metacósmico, y el Espíritu Santo manifestado o cósmico, «creado», y de otra parte la identidad de este último con los Arcángeles; el punto de vista teológico no puede efectivamente jamás acumular dos perspectivas diferentes en un solo dogma, de ahí la divergencia entre el Cristianismo y el Islam. Para este último, la «divinización» cristiana del Intelecto cósmico constituye una «asociación» (NA: shirk) de algo «creado» a Dios, aunque sea ello la manifestación informal, angélica, paradisíaca, paraclética. Aparte esta cuestión del Espíritu Santo, el Islam no se opondría en absoluto a la idea de que en la Unidad divina hay un aspecto ternario; lo que rechaza es únicamente la idea de que Dios es exclusiva y absolutamente Trinidad, porque esto significa, desde el punto de vista musulmán, atribuir a Dios una relatividad o atribuirle un aspecto relativo de una manera absoluta. 127 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: II

Las relaciones entre el exoterismo y el esoterismo se reducen en último análisis   a las que hay entre la «forma» y el «espíritu», que se vuelven a encontrar en toda enunciación y en todo símbolo; estas relaciones deben evidentemente existir en el interior del propio esoterismo y se puede decir que sólo la autoridad espiritual se sitúa al nivel de la Verdad desnuda e integral. El «espíritu», es decir, el contenido supraformal de la forma que, ella sí, es la «letra», manifiesta siempre una tendencia a quebrar las limitaciones formales y a ponerse, por consiguiente, en contradicción aparente con éstas: es así como se puede considerar toda readaptación tradicional o, lo que es lo mismo, toda Revelación, como ejerciendo la función de esoterismo frente a la forma tradicional precedente, de suerte que, por citar un ejemplo, el Cristianismo es esotérico en relación a la forma judaica, y el Islamismo en relación a las formas judaica y cristiana, lo que, bien entendido, no vale más que desde el punto de vista en que aquí nos colocamos, y sería completamente falso si se lo entendiera literalmente; por otra parte, en tanto que el Islamismo se distingue por su forma de las otras dos tradiciones monoteístas, es decir, en tanto que es formalmente limitado, éstas comportan igualmente un aspecto de esoterismo a su respecto, y la misma reversibilidad de relación juega entre el Cristianismo y el Judaísmo, si bien la relación que hemos indicado primeramente sea más directa que la segunda, desde el momento en que es el Islamismo el que ha roto, en nombre del «espíritu», las «formas» precedentes, y que es el Cristianismo quien había desempeñado el mismo papel frente al Judaísmo, y no a la inversa. Pero para volver a la consideración puramente principial de las conexiones entre la forma y el espíritu, no sabríamos hacer otra cosa mejor que citar, a título de ilustración, un pasaje del Tratado de la Unidad (NA: Risâlat-el-Ahadiyah), atribuido a Mohidin ibn Arabí, que muestra precisamente esta función esotérica que consiste en «quebrar la forma en nombre del espíritu», como decíamos más arriba. El pasaje es el siguiente: «La mayoría de los iniciados dicen que el conocimiento de Alá viene a continuación de la extinción de la existencia (NA: fanâ el-wujûd) y de la extinción de esta extinción (NA: fanâ el-fanâ); ahora bien, esta opinión es completamente falsa... El conocimiento no exige la extinción de la existencia (NA: del yo) o la extinción de esta extinción; porque las cosas no tienen ninguna existencia, y lo que no existe no puede dejar de existir.» Ahora bien, las ideas fundamentales que Ibn Arabí rechaza, con una intención puramente especulativa por lo demás, o de método si se quiere, son, sin embargo, aceptadas por los mismos que consideran a Ibn Arabí como el más grande de los maestros; y de una manera análoga, todas las formas exotéricas son «sobrepasadas» o «quebradas», es decir, «negadas» en un cierto sentido por el esoterismo, que es el primero en reconocer la perfecta legitimidad de toda forma de Revelación, y que es también el único que puede reconocer esta legitimidad. 141 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: II

La idea de panteísmo merece que nos detengamos un poco en ella: en realidad, el panteísmo consiste en admitir una continuidad entre lo Infinito y lo finito, continuidad que no puede ser concebida más que si se admite previamente una identidad sustancial entre el Principio ontológico - de que se trata en todo teísmo - y el orden manifestado, concepción que presupone una idea substancial o, lo que es lo mismo, falsa del Ser; o que se confunde la identidad esencial de la manifestación y del Ser con una identidad substancial. En esto, y no en otra cosa, es en lo que consiste el panteísmo; pero parece como si ciertas inteligencias fuesen irremediablemente refractarias a una verdad tan simple, a menos que alguna pasión o algún interés las impulse a no desprenderse de un instrumento de polémica tan cómodo como el término panteísmo, el cual permite arrojar una sospecha general sobre ciertas doctrinas consideradas molestas sin que haya que tomarse el trabajo de examinarlas en sí mismas (NA: El «panteísmo» es el gran recurso de todos los que quieren eludir el esoterismo con pocos gastos y se imaginan, por ejemplo, comprender tal o cual texto metafísico o iniciático porque conocen gramaticalmente la lengua en la cual está escrito; en general, ¿qué decir de la inanidad de las disertaciones que pretenden hacer de las doctrinas sagradas tema de estudios profanos, como si no existieran conocimientos que no son accesibles a cualquiera, y como si bastase haber ido a la escuela para comprender la más venerable sabiduría mejor que la han comprendido los sabios mismos? Porque, para los «especialistas» y los «críticos» es como si no hubiese nada que no estuviese a su alcance; una tal actitud se asemeja bastante a la de los niños que, encontrándose ante libros para adultos, los juzgasen según su ignorancia, su capricho o su pereza.). Incluso cuando la idea de Dios no fuese ya más que una concepción de la Substancia universal (NA: materia prima) y el Principio ontológico estuviese por lo mismo fuera de causa, el reproche de panteísmo estaría todavía injustificado, permaneciendo la materia prima siempre trascendente y virgen en relación con sus producciones. Si Dios es concebido como la Unidad primordial, es decir, como la Esencia pura, nada podría serle substancialmente idéntico; pero calificando de panteísta la concepción de la identidad esencial se niega a la vez la relatividad de las cosas y se les atribuye una realidad autónoma por relación al Ser o a la Existencia, como si pudiera haber en ella dos realidades esencialmente distintas, o dos Unidades o Unicidades. La consecuencia fatal de un razonamiento tal es el materialismo puro y simple, porque desde que la manifestación no es ya concebida como esencialmente idéntica al Principio, la admisión lógica de este principio no es más que una cuestión de credulidad, y si esta razón de sentimentalidad llega a caer, ya no hay ninguna otra razón para admitir otra cosa que la manifestación, y más particularmente la manifestación sensible. 175 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

Podría, sin embargo, preguntarse qué consecuencias entraña para el iniciado una tal concepción «no moral» - no decimos «inmoral»- del «mal»; a esto responderemos que el pecado se encuentra reemplazado, en la conciencia del iniciado y, por consiguiente, en su vida, por la disipación, es decir, por todo lo que es contrario a la concentración espiritual o, digamos, a la unidad. Huelga decir que aquí se trata ante todo de una diferencia de principio y también de método, y que esta diferencia no interviene de la misma manera en todos los individuos; por otra parte, lo que moralmente es pecado es casi siempre disipación desde el punto de vista iniciático. Esta concentración - o tendencia a la unidad (NA: tawhîd)- se convierte en el Islam exotérico en la fe en la Unidad de Dios; la más grande transgresión consiste en asociar otras divinidades a Alá, lo que, en el iniciado (NA: el faqîr), tendrá un alcance universal en el sentido de que toda afirmación puramente individual será tachada de este aspecto de falsa divinidad; y si el más grande mérito, desde el punto de vista religioso, es la profesión sincera de la Unidad divina, el faqîr la realizará según un modo espiritual, es decir, conforme a un sentido que abarca todos los órdenes del universo, y esto será precisamente por la concentración de todo su ser sobre la sola Realidad divina. A fin de hacer más clara esta analogía entre el pecado y la disipación, diremos que, por ejemplo, la lectura de un buen libro no será jamás considerada por el exoterismo como un acto reprensible, pero podrá serlo incidentalmente por el esoterismo, y esto en el caso de que constituya una distracción o en la medida en que este aspecto de distracción prevalecerá sobre el aspecto de utilidad; inversamente, una cosa que será casi siempre considerada como una tentación por la moral religiosa, o sea, como una vía hacia el pecado y, por consiguiente, como el punto de partida de éste, podrá algunas veces representar en el esoterismo un papel completamente opuesto, en la medida en que esta cosa sea, no una disipación, «pecadora» o no, sino por el contrario un factor de concentración en virtud de la inteligibilidad inmediata de su simbolismo. Hay inclusive casos, por ejemplo, en el tantrismo o en ciertos cultos de la antigüedad, en que hechos que en sí mismos serían pecado, no solamente según una determinada moral religiosa, sino también según la legislación de la civilización en el seno de la cual ellos se producen, sirven de soporte de intelección, lo que presupone un fuerte predominio del elemento contemplativo sobre el elemento pasional; ahora bien, una moral religiosa no está hecha a la atención solamente de los contemplativos, sino a la de todos los hombres. 191 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

Hemos dicho más arriba que la orden dada por Cristo a los Apóstoles se encontraba restringida por los límites mismos del mundo romano, siendo como eran providenciales y no arbitrarias; huelga decir que una tal limitación no es privativa del mundo cristiano: la expansión musulmana, por ejemplo, se detiene forzosamente en límites análogos, por las mismas razones. De hecho, si todos los politeístas árabes se vieron situados entre el Islam o la muerte, este principio fue abandonado desde que las fronteras de Arabia fueron sobrepasadas; así los hindúes, que, sin embargo, no son «monoteístas» (NA: Los monoteístas son las «gentes del Libro» (NA: ahl el-Kitâb), es decir, los judíos y los cristianos, que han recibido revelaciones de espíritu abrahámico. Nos parece casi superfluo añadir que los hindúes, si no son monoteístas en el sentido específicamente semítico, no son, sin embargo, en absoluto politeístas, puesto que la conciencia de la Unidad metafísica a través de la multiplicidad indefinida de las formas es precisamente uno de los caracteres más sorprendentes del espíritu hindú.), fueron gobernados por musulmanes durante varios siglos, sin que estos monarcas planteasen, después de sus conquistas, la alternativa impuesta en otros tiempos a los paganos árabes. Otro ejemplo es la delimitación tradicional del mundo hindú; sin embargo, la reivindicación de universalidad del Hinduismo, conforme con el carácter metafísico y contemplativo de esta tradición, proviene de una serenidad que no se encuentra en las religiones semíticas; la concepción del Sanâtana-Dharma, la «Ley eterna» o «primordial», es estática y no dinámica, en el sentido de que es una constatación de hechos y no una aspiración como las concepciones semíticas correspondientes: éstas parten de la idea de que es preciso ofrecer a los hombres la verdadera fe que todavía no tienen, mientras que, según la concepción hindú, la tradición brahamánica es la Verdad y la Ley original que los extranjeros no tienen, sea porque poseen solamente ya sus restos, sea porque la han alterado o inclusive reemplazado por errores; sin embargo, es inútil convertirlos, porque, aunque ellos estén privados del Sanâtana-Dharma, no por esto quedan excluidos de la salvación, sino que, todo lo más, se encuentran en condiciones menos favorables que los hindúes; nada impide en principio - seguimos exponiendo el punto de vista hindú- que algunos «bárbaros» sean Yoguis o incluso Avatâras - y, de hecho, los hindúes veneran indistintamente santos musulmanes, budistas o cristianos, sin lo cual el término mismo de Mlechha-Avatâra (NA: «descendimiento divino entre los bárbaros»), no tendría sentido -, pero la santidad se producirá sin duda, entre los no hindúes, mucho más raramente que en el seno del Sanâtana-Dharma, cuyo último refugio es la tierra sagrada de la India (NA: Hubo incluso en el sur de la India un «intocable» que fue un Avatâra de Shiva: el gran espiritual Tiruvalluvar, el «divino», cuya memoria se venera todavía y que dejó un libro inspirado, el Kural. 297 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: V

Pero consideremos ahora la cuestión de la homogeneidad espiritual y cíclica de las religiones en su conjunto: el monoteísmo, que comprende las religiones judaica, cristiana e islámica, es decir, las religiones de espíritu semítico, está esencialmente fundado sobre una concepción dogmática de la Unidad (NA: o No-dualidad) divina. Si decimos que esta concepción es dogmática, es para especificar que ella va acompañada de la exclusión de cualquier otro punto de vista, sin la que una aplicación exotérica, que es inclusive la única razón de ser de los dogmas, no sería posible. Hemos visto anteriormente que es esta restricción la que, siendo sin embargo necesaria para la vitalidad de las formas religiosas, está en el fondo de la limitación inherente al punto de vista exotérico como tal; en otros términos, este punto de vista se caracteriza precisamente por la incompatibilidad, en su dominio, de las concepciones con formas aparentemente opuestas, en tanto que en las doctrinas puramente metafísicas o iniciáticas las enunciaciones de apariencia contradictoria no se excluyen ni se estorban de ninguna manera (NA: El hecho de que ciertos datos de las Escrituras sean interpretados unilateralmente por los exoteristas prueba que el interés no es extraño a sus especulaciones limitativas, como hemos mostrado en el capítulo sobre el exoterismo; en efecto, la interpretación esotérica de una Revelación es admitida por el exoterismo en todo aquello en que esta interpretación sirve para confirmar este último, y es por el contrario arbitrariamente omitida cuando es susceptible de dañar el dogmatismo exterior detrás del cual se atrinchera un individualismo sentimental; así se sirven de la verdad crística, que por su forma es un esoterismo judaico, para condenar en el Judaísmo un formalismo excesivo; pero se omite hacer la aplicación universal de esta misma verdad proyectando su luz sobre toda forma sin excepción, incluida la suya propia. O todavía más: según la, Epístola de San Pablo   a los Romanos (NA: 3, 27-4, 17) el hombre está justificado por la fe, no por las obras; según la Epístola católica de Santiago (NA: 2, 14-26), el hombre se justifica por las obras y no sólo por la fe. Ambas citan a Abraham como ejemplo; ahora bien, si estos dos textos perteneciesen a religiones diferentes, o siquiera a dos ramas recíprocamente «cismáticas» de una misma religión, no hay duda de que los teólogos de cada una de ellas se aplicarían a demostrar la incompatibilidad de estos textos; pero como ambos pertenecen a una sola y la misma religión, los esfuerzos tienden, por el contrario, a demostrar su perfecta compatibilidad. ¿Por qué no se admiten otras Revelaciones distintas a aquellas a las que uno se adhiere? «Dios no puede contradecirse», se dirá, aunque esto sea una petición de principio; ahora bien, una de dos: o bien se admite que Dios se contradice, y entonces no se aceptará ninguna Revelación, o bien se admite, porque no es posible hacer de otra manera, que en Dios se dan apariencias de contradicción, pero entonces no se está ya en el derecho de rechazar una Revelación extraña por la sola razón de que ella presenta a primera vista contradicciones respecto a la revelación que se admite a priori.). 335 DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VI

Con el Judaísmo y el Cristianismo, el monoteísmo comportaba dos grandes expresiones antagónicas que el Islam, aunque necesariamente antagonista él mismo en relación a las otras dos formas, recapituló de algún modo, armonizando ese antagonismo judeo-cristiano en una síntesis que marcó el término de desenvolvimiento y de realización integral del monoteísmo. Esto se encuentra ya confirmado por el simple hecho de que el Islam constituye el tercer aspecto de esta corriente tradicional, es decir, que representa el número 3, que es el de la armonía, así como el número 2 es el de la alternativa y no se basta a sí mismo, teniendo, o bien que reducirse a la unidad mediante la absorción de uno de sus miembros por el otro, o bien recrear esta unidad mediante la producción de una unidad nueva. Estos dos modos de realización de la unidad son productos del Islam, que presenta la solución del antagonismo judeo-cristiano de la que, de una parte, él ha salido en un cierto sentido, y de otra, la anula por reducción al monoteísmo puro de Abraham. En este orden de ideas, se puede comparar el Islam con un Judaísmo que no hubiese rechazado el Cristianismo, o con un Cristianismo que no hubiese renegado del Judaísmo; pero, si su actitud puede ser caracterizada así en tanto que ha sido producto del Judaísmo y del Cristianismo, se sitúa fuera de esta dualidad en tanto se identifica con el origen   de ella, al rechazar, por una parte, el «desenvolvimiento» judaico, y de otra, la «transgresión» cristiana, y devolviéndole la importancia central que había adquirido primeramente el pueblo judío y Cristo después, en la afirmación fundamental del monoteísmo, a saber, la Unidad de Dios. Para poder sobrepasar así el mesianismo es preciso que el Islam se coloque en otro punto de vista diferente y lo reduzca, para reintegrárselo, a su propio punto de vista, de ahí la integración de Cristo en la línea de los Profetas, que va desde Adán a Mahoma  . No hace falta decir que el Islam, como las dos religiones precedentes, nace por una intervención directa de la Voluntad divina, de la que el monoteísmo había surgido, y que el Profeta debe reflejar, según una posibilidad especial y el modo de realización correspondiente, la verdad mesiánica esencial e inherente al monoteísmo original o abrahámico. En un cierto sentido, el Islam puede ser considerado «la reacción» abr