Dempf Recepção de Aristóteles

Excertos do capítulo “Tomas de Aquino – São Tomás de Aquino e a Metafísica do século XIII”
1. La recepción de Aristóteles y la nueva metafísica del alma
Una vez vencido el naturalismo a principios del siglo XIII, doctrinalmente mediante la condena de los escritos de David de Dinant y la prohibición de las obras de Aristóteles y políticamente mediante las guerras contra los Albigenses, pudo casi parecer a lo largo de una generación, desde el año 1220 hasta el año 1250, como si el barato eclecticismo del Maestro de las sentencias y un pacífico funcionamiento de la Universidad hubiesen asegurado de una vez para siempre el gradual progreso científico. Alrededor de 1230 se pensó incluso en dar cabida dentro de las tareas escolares a un Aristóteles purgado de su naturalismo, para dar así satisfacción a todas las justas exigencias de cientificidad. Pero estaban ya en puerta nuevas fuerzas espirituales. La época del interregno y los años que corren entre 1250 y 1280 iban a ser la cima espiritualmente más movida de la Edad Media y a traer al mismo tiempo su terminación. Estas nuevas fuerzas eran la repercusión espiritual de las mismas tareas universitarias, la nueva fecundación de la cultura occidental con la cultura arábigo-judaica en toda su extensión, la idea moderna del Estado, tal comó fue inaugurado por Federico II, y, sobre todo, el nuevo ideal de las dos Ordenes mendicantes de Franciscanos y Dominicos, quienes con una afortunada combinación de vuelo religioso y de idealismo supieron concertar una nueva alianza con la ciencia.

La labor universitaria había de llevar por fuerza, y a la larga, hacia una pura autonomía de las ciencias, como independización sociológica del quehacer científico que cristaliza en una potencia autárquica. El paso previo hacia la autonomía de la ciencia está representado por los profesores seglares de la Universidad de París, quienes, al cultivar la ciencia y el Derecho canónico, veían la organización intramundana de la Iglesia sin reconocer por completo las inevitables consecuencias de su inmanentismo práctico, hasta que estas consecuencias fueron expresadas en puro naturalismo por un gran filósofo, Siger de Brabante. Al filo de la labor crítica y depuradora de la enorme masa de elementos culturales nuevos, que afluían de la filosofía árabe y judía, despertaron dentro del vuelo religioso de las Ordenes mendicantes grandes figuras de sabios, los franciscanos ingleses Alejandro de Hales (1245) y Rogério Bacon (1292) y el dominico alemán Alberto Magno (1280), quienes a la tarea escolar armonizadora del método escolástico de concordancia de autoridades le dieron un nuevo sentido más profundo, a saber, el sentido de un método histórico-crítico (Arthur Schneider). Así, gracias a su empeño por depurar y clasificar los ingentes materiales nuevos, abrieron un nuevo período de la filosofía occidental: la Escolástica peripatética.

Esto nuevo estaba ya dado en todos sus elementos, con toda objetividad, gracias a la sinceridad y amplitud con que todos los elementos culturales tradicionales fueron comparados con todos los materiales nuevamente aparecidos, y gracias a la sinceridad y amplitud con que estos mismos elementos nuevos fueron aceptados como autoridades filosóficas y ajustados críticamente al material ya existente para, con la fusión de unos y otros, en la medida que eran compatibles, elaborar un cuerpo de sistematización universal. Apenas se puede presentar en la historia del espíritu una recepción en la que se haya trabajado con tan enorme seriedad científica y con pareja profundidad y perfección. En esta primera generación del renacimiento filosófico se realizó sin duda el movimiento más amplio de nivelación y ajuste cultural. Y ello es, ante todo, el mérito imperecedero de Alberto de Bollstádt, de su exactitud y escrupulosidad germanas y de su valer científico, cualidades y mérito que le hicieron con justo título acreedor al sobrenombre de Magno. Por lo demás, y gracias a disponer del método de concordancia escolástico, esta recepción se llevó a cabo en una sola generación y se alcanzó de un solo golpe la transformación total de la Universidad, de suerte que no fue preciso que transcurrieran, como es de rigor en otras circunstancias, un par de siglos sobre un cambio tal de repercusiones en la historia universal. El ajuste sistemático de los abundantes materiales, ajuste que Alberto Magno y Alejandro de Hales realizaron en el sentido de un teísmo realista, contadas veces es valorado en todo su alcance, y ello por la razón de que, o no se conocen suficientemente la grandeza del empeño y la importancia sistemática de las numerosas soluciones que Alberto y Alejandro de Hales anticiparon a sus discípulos y más hábiles sistematizadores, Tomás de Aquino y Buenaventura, o porque se sobrevaloran las insignificantes vacilaciones de sus síntesis.

Cierto que el problema del espíritu de la nueva síntesis no pudo ganar el centro de la lucha hasta la segunda generación de este poderoso movimiento de reajuste cultural, cuando estaba ya listo el trabajo previo de una sabia ordenación de los materiales para la elaboración de la nueva metafísica. Si nos acercamos a ese período con nuestro nuevo método histórico-filosófico, inmediatamente se hace visible la solución justamente clásica de los quehaceres de aquella época, sobre todo desde que la clara luz de la investigación historico-filosófica se ha proyectado sobre Siger de Brabante. Los tres metafísicos de primer orden que construyeron sus sistemas en el espacio que va desde el año 1250 al año 1280, Siger, Tomás de Aquino y Buenaventura, el puro intelectualista y exclusivamente profesor de filosofía, el hombre universal y plenamente armónico y progresivo filósofo y teólogo y el hombre sensitivo y místico, franciscanamente conservador, estos tres son en su contemporaneidad algo más que una simple casualidad. En la conyuntura historico-universal del interregno, son los representantes de los grandes movimientos espirituales, de la metafísica naturalista, de la metafísica del realismo creador y de la metafísica sentimental-idealista. Resulta casi evidente que la unilateral tendencia cientifista, la cual surgió también bajo la forma más extrema del naturalismo, tuviera que sucumbir provisionalmente tras una audaz irrupción en la opinión pública, pese a la ya considerable libertad de la Universidad como potencia vital independiente, y que únicamente lograra su plena libertad pública en unión con la autonomía de la política a lo largo de una lucha que se prolongó durante trescientos años, más aún, durante medio milenio. Sin embargo, Siger de Brabante debe ser considerado ya como el primer filósofo del Renacimiento, como el fundador del averroísmo de las Universidades de Padua y París, averroísmo que a través de una ininterrumpida tradición que pasa por Pomponazzi, Bodino y Bruno, llega hasta Espinosa y la época de la Ilustración. De igual manera, el aristotelismo cristiano de Alberto Magno y Tomás de Aquino hubo de experimentar primeramente una dura oposición, y ello por la razón de que en aquella época, que tanto en el campo filosófico como en el teológico seguía aún preponderadamente fiel a la tradición, no se reconoció su nuevo estilo unitario y se le combatió como una innovación indeseable. La nueva síntesis entre la fe y la ciencia debía primero disgregarse otra vez en la doble verdad de un cristianismo puramente positivo y de un aristotelismo meramente científico, hasta que finalmente, tras las graves crisis de los siglos XIV y xv, se reconoció nuevamente la necesidad de estas síntesis y pudo, a partir de entonces, iniciarse una nueva y lenta ascensión del tomismo. Finalmente el agustinismo de Buenaventura, esta genial sistematización del espíritu medieval, debía morir junto con su creador, dado que la misma Edad Media tocaba ya a su fin y dado que fue superado por el tomismo progresivo que tenía en cuenta la síntesis del espíritu creador humano, y, sobre todo, porque dentro de la misma escuela franciscana esta síntesis subjetiva, exagerada hasta el nominalismo, iba a repercutir en la creación de la ciencia natural mecanicista de comienzos de la época moderna y en la lucha con el vitalismo averroísta, junto con su visión ptolemaica del mundo. Así, el reajuste cultural de la centuria decimotercera y la metafísica surgida de ese reajuste constituyen efectivamente el empalme de donde arrancan las diversas direcciones espirituales de la época moderna.

Lo sorprendente de esta triple metafísica para una consideración filosófica que no estudia, como hace el método aislador, a cada pensador por separado, es su honda concordancia en casi todas las doctrinas no metafísicas. Todas tres son, por de pronto, filosofías que tienen su punto práctico de origen en la vida orgánica. Es éste un dato que muy frecuentemente se pasa por alto al enjuiciar el llamado intelectualismo escolástico, y la consecuencia de ello es que se olvida después totalmente la significación peculiar de los filósofos mecanicistas antiorganológicos del siglo XIV, con lo que se incapacita uno para entender la evolución espiritual de los tiempos modernos. Aristóteles se había introducido ya tanto, sobre todo en la enseñanza de la lógica, que todo el planteamiento del problema y toda la terminología derivaban inevitablemente de su morfologismo. Con esto guarda relación muy estrecha el hecho de que casi toda la teoría del conocimiento gira en torno a la abstracción del elemento orgánico. El siglo XII, por el contrario, había filosofado mucho más inmediatamente desde el ser absoluto, e incluso su lucha en torno a los universales estuvo esencialmente al servicio de esta misión; el siglo XIV verá justamente el fin principal de su criticismo en la negación de que Aristóteles haya conocido jamás esencia alguna. Basada, asimismo, en el morfologismo, descubrimos también la tercera y decisiva nota común de estos filósofos, la doctrina del intellectus agens, de la síntesis creadora del concepto orgánico de la vida en el espíritu humano y de la correspondiente potencia espiritual. El concepto, la función del facere universalia y la necesidad de un órgano correspondiente, si no de un espíritu separado independiente, todo esto se mantuvo, en general, común a todos. Así, puede decirse que el reajuste cultural y el renacimiento aristotélico han favorecido literalmente, desde el punto de vista cultural, no individual, el viraje hacia la concepción activosintética del espíritu humano. El progreso histórico-espiritual se logra precisamente desde que existe la Universidad mediante la elaboración de los materiales y el ensanchamiento de la manera de concebir los fenómenos; sólo el dramatismo y las resacas del movimiento espiritual están determinados por razones individuales, de idiosincrasia étnica y caracteriológicas, y la concordia o discrepancia entre comunidad y personalidad crea también aquí la marcha concreta de la razón histórica.

La sola interpretación personal de los elementos comunes de la doctrina del intellectus agens, a saber, si esta función es, por decirlo así, una única “conciencia general” real, común a todos los hombres, e inteligencia de la esfera lunar como en Avicena, o si es Dios o una fuerza, una facultad real dentro del mismo espíritu creador humano, da por resultado con todas sus posibles combinaciones el cuadro dinámico de la metafísica del siglo XIII. De la solución dada a este problema dependen casi todas las otras doctrinas diferenciadoras del naturalismo, realismo y agustinismo. Según Aristóteles, apenas era dudoso que el espíritu activo es precisamente la peculiaridad esencial del hombre; solamente los comentaristas eran de opinión distinta. Un problema especial, sin embargo, radica en cómo la interpretación monopsiquistanaturalista y con ella el consiguiente naturalismo fueron, después de todo, posibles en el siglo XIII.

Un ejemplo nos aclarará la situación científica de entonces.

Cuando en el pasado siglo sobrevino la teoría darwinista de la evolución como negación de la constancia de las especies y afirmación de una evolución y diferenciación continua de las especies, esta nueva doctrina fascinó a todas las ciencias, sin excluir la teología, e influyó en sus métodos de manera ingenua hoy día apenas concebible. El que estaba instalado en una posición naturalista, tomó la teoría evolucionista como prueba principal en favor de su ateísmo; el que se hallaba alojado en una posición idealista, vio en el darwinismo una nueva posibilidad de entender la supuesta evolución espiritual y habló de un espíritu en devenir y hasta de un Dios en devenir; y el que trataba de mantener con espíritu conservador su fe, su teísmo personal, buscó una salida en la construcción de un mundo creado de una vez con todas sus coyunturas y disposiciones ya en germen; pero el fenómeno en sí pareció que había que mantenerlo, pese a la exacerbada discusión en torno a correcciones de detalle. Defensores e impugnadores de la teoría darwinista combatieron con reproducciones de monos y calaveras por la demostración de esencias metafísicas. Cuando en el siglo XIII la recepción del aristotelismo avanzaba inconteniblemente, se la analizó en vistas a sus posibilidades respecto a la propia postura filosófica y de su posible aportación de argumentos en favor de la propia posición partidista. No ocurrió de manera distinta a como había pasado en el siglo XII, cuando el problema de los universales se decidió también optando primeramente por una postura, y sólo después comenzó la búsqueda afanosa de pasajes probatorios y la concordancia convulsiva de autoridades y documentos contradictorios con las autoridades y documentos elegidos como verdaderos. Pero ahora había que tomar decisiones fundamentales y construir sistemas unitarios, a cada uno de cuyos puntos particulares había que aplicar con método riguroso la prueba de la verdad.

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