Ananda Coomaraswamy — DOS CAMINOS HACIA LA MISMA CUMBRE
Religiões comparadas
Hemos llegado a concebir la religión más como un conjunto de reglas de conducta que como una doctrina sobre Dios; menos como una doctrina sobre lo que debemos ser que sobre lo que hemos de hacer; y porque hay necesariamente un elemento contingente en cada aplicación de los principios a los casos particulares, hemos llegado a creer que la teoría debe diferir de la práctica. Esta confusión de las expresiones necesarias con los fines transcendentes (como si se pudiera alcanzar la visión de Dios a fuerza de palabras) ha tenido un desastroso resultado para el Cristianismo, tanto en un desarrollo interno como en su proyección externa Cuanto más se han entregado la mayoría de las iglesias al «servicio social», más ha decaído lo más importante de su influjo, una época que mira al monacato casi como una huida inmoral queda indefensa. Y principalmente porque la religión que se ha ofrecido al hombre moderno en términos nauseabundamente sentimentales («sed buenos, dulces niños», etc.) y no ya como un desafío intelectual, es por lo que tantos se han rebelado pensando que eso «es todo lo que hay» en la religión. Esa insistencia en la ética (e incidentalmente, el olvido de que la doctrina cristiana tiene mucho que ver con la praxis, es decir con la industria, con la creatividad, en una palabra, con todo lo que concierne directamente con la acción) es manejado por los escépticos; pues lo deseable y conveniente de las virtudes sociales es tan evidente que se siente que si es todo lo que la religión significa, ¿qué necesidad hay de introducir a un Dios para sancionar formas de conducta cuya conveniencia nadie niega? ¿Por qué necesariamente? Al mismo tiempo este énfasis exclusivo sobre la moral y ese desprecio de los valores intelectuales (que en último término, según la doctrina cristiana ortodoxa son los que sobreviven a nuestra disolución), invitan a la repulsa de los racionalistas, que sostienen que la religión nunca ha sido otra cosa que un modo de drogar a las clases inferiores y mantenerlas tranquilas.
Contra todo esto la severa disciplina intelectual que un estudio serio de las religiones y filosofía orientales, incluso de las primitivas, exige, puede servir para un útil correctivo. La tarea de cooperación en el campo del estudio comparado de las religiones es de las que exigen la más alta competencia; si no podemos proporcionar lo mejor de nosotros para la empresa sería lo más seguro no meterse en ella. Pronto va a llegar el tiempo en que será tan necesario para el hombre que se llama «culto» saber árabe, sánscrito o chino, como ahora lo es el leer latín, griego o hebreo. Y esto sobre todo en el caso de los que han de enseñar sobre las creencias de otros pueblos, ya que las traducciones existentes son muchas veces inadecuadas por diversas razones y si vamos a saber si es verdad o no que todos los hombres creyentes han adorado hasta ahora y aun adoran al mismo Dios, aunque con nombre inglés, latino, árabe, chino o navajo, uno tiene que escudriñar los libros sagrados del mundo y no hay que olvidar que sine desiderio mens non intelligit.
Tampoco podemos emprender estas tareas de información por motivos interesados; lo mismo que en todas las demás actividades educativas aquí el esfuerzo del maestro debe dirigirse al interés y al provecho del alumno y no a lo bueno que él pueda hacer sino a lo bueno que pueda ser. La sentencia de que «la caridad empieza por uno mismo» no es precisamente una expresión de cinismo; más bien se emplea para demostrar que el hacer el bien es posible únicamente cuando somos buenos y que si somos buenos haremos el bien, actuando o dejando de actuar, por la palabra o por el silencio. Hay una sana enseñanza cristiana según la cual el hombre tiene primero que conocerse y amarse a sí mismo, a su hombre interior, antes de amar a su prójimo.
Es lo que pasa con el alumno que por primera vez se introduce en nuestra concepción de la enseñanza de la religión comparada. Quedará aturdido por el efecto que sobre su concepto de la fe cristiana puede producir el reflexionar sobre doctrinas similares expresadas en otro lenguaje y por el significado de los que para él son extrañas e incluso grotescas formas de pensamiento. Siguiendo los «vestigia pedis» el alma «en ardiente seguimiento de su presa, Cristo», reconocerá una modalidad de expresión del espíritu que llega hasta nosotros desde los pueblos cazadores de la Edad de Piedra; una doctrina caníbal en la de la Eucaristía y el sacrificio Soma; y la teoría de los «siete rayos» del Sol inteligible en la de los siete dones del Espíritu, y en los «siete ojos» del Cordero del Apocalipsis y de Cuchulain. Puede encontrarse mucho menos inclinado que lo que está ahora a recelar ante las expresiones más audaces de Cristo o de San Pablo sobre la «ruptura entre el alma y el espíritu». Si se rebela contra el mandamiento de odiar «no solo a sus parientes más próximos sino incluso a su primera alma» y prefiere la expresión suave de la Autorized Version en la que «vida» reemplaza a «alma»; o si le gusta más interpretarla en el seno ético de «negarse a sí mismo» aunque la palabra equivalente de negarse sea rechazar completamente; si él empieza ahora a darse cuenta de que el alma es polvo que vuelve al polvo mientras es el espíritu el que vuelve a os que lo infundió y que para los teólogos, tanto árabes como hebreos este «alma» (nefesh, nafs) viene a ser la indivisión «carnal» en la que piensan los místicos cristianos, cuando afirman «que el alma debe entregarse a la muerte que nuestra existencia (distinguiendo esse de essentia génesis de ousia, bhu de as) es un crimen: y si relaciona todas estas ideas con las exhortaciones islámicas o indias a morir antes que mueras» y con la expresión paulina de «Vivo, pero no yo», entonces puede quedar menos inclinado a ver en la doctrina cristiana una promesa de vida eterna para un «alma» que se ha hecho concreta en el cuerpo y mejor preparado para mostrar que las «pruebas» espirituales de la supervivencia humana, aunque válidas, tienen con todo valores religiosos.