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Cassirer: Introducción

sexta-feira 10 de novembro de 2023, por Cardoso de Castro

  

La hipótesis de Hegel de que la filosofía de una época encierra la conciencia y la esencia espiritual de la totalidad de su modo de ser —de que en la filosofía se refleja el todo multiforme como en su foco natural, como en la idea que se conoce a sí misma— parece no verificarse en la filosofía del Protorrenacimiento.

La nueva vida que surge durante el curso de los siglos XIII y XIV en todos los dominios del espíritu no encuentra casi expresión ni resonancia en el pensamiento de la época; ello no obstante, la vida espiritual de estos siglos —tanto en la poesía como en las artes plásticas, y en lo político como en lo histórico— se desarrolla con creciente impulso, al paso que paralelamente va cobrando conciencia cada vez más aguda de que constituye una renovación espiritual. La nueva vida no podía expresarse conceptualmente porque el pensamiento de la época, aunque comenzaba ya a libertarse, en algunos aspectos, de las conclusiones de la filosofía escolástica, permanecía aún rígidamente encadenado a las formas generales de dicha filosofía. El mismo hecho de que Petrarca haya tenido la osadía de atacar la filosofía escolástica en su tratado De sui ipsius et multorum ignorantia sólo constituye un testimonio más del aún no quebrantado poder con que esa filosofía dominaba la época, pues el principio que Petrarca opone a las enseñanzas escolásticas y aristotélicas no tiene contenido filosófico ni reconoce tampoco origen   filosófico alguno. Lo que Petrarca opone al Escolasticismo no es ciertamente una nueva concepción filosófica, sino el nuevo ideal cultural de la elocuencia. En adelante ya no podrá considerarse sin más a Aristóteles   como maestro de la sabiduría, como representante de la cultura, pues sus tratados, tal como han llegado a nosotros, no muestran "el menor vestigio de elocuencia". La crítica humanista se vuelve, pues, no contra el contenido de los tratados de Aristóteles, sino contra su estilo literario. Pero paulatinamente esta crítica revoca, una tras otra, sus propias hipótesis, pues cuanto más se ensancha el ámbito de los conocimientos humanísticos, tanto más sutiles y agudos se tornan sus instrumentos científicos, tanto más debe retroceder la imagen que de Aristóteles se habían forjado los escolásticos ante la del verdadero Aristóteles, obtenida esta vez de las fuentes mismas. El mismo Aristóteles —y así opina Leonardo Bruni, el primero que tradujo la Política de Aristóteles y su Ética a Nicómaco— no reconocería sus propias obras a través de las transformaciones que sufrieron en manos de los escolásticos, así como no fue reconocido Acteón por sus propios perros cuando Venus lo metamorfoseó en ciervo. En este juicio de Leonardo Bruni puede verse cómo el nuevo movimiento espiritual del Humanismo ajusta ya la paz con Aristóteles. En lugar de combatirlo, los humanistas pretenden ahora apropiarse de su espíritu y de su lenguaje. Pero los problemas que de esta nueva actitud se originan son de carácter más bien filológico que filosófico. Así, por ejemplo, se discutió con ardor si el concepto aristotélico de t’ ágaQóv —como ocurrió con motivo de la traducción de Leonardo Bruni— debía verterse summun bonum o bien bonum ipsum. Los humanistas más célebres, como Filelfo, Ángel Policiano y muchos otros, tomaron parte en la polémica que se originó a propósito de la grafía del concepto aristotélico de entelequia (se vacilaba entre las formas entelechia y endelechia), como asimismo intervinieron en la discusión de las varias posibilidades de interpretación que el asunto plantea. Pero con todo, fuera del estrecho círculo del Humanismo, la filosofía misma no logra una verdadera renovación de sus métodos, ni siquiera en aquellos sectores del pensamiento coetáneo que, ante el parentesco que entonces contraen filosofía y filología, reconocen la primacía de la primera. La contienda por la prioridad de la doctrina platónica o de la aristotélica, tal como se planteó en la segunda mitad del siglo XV, no llegó en ningún momento a lo medular y profundo de los supuestos últimos, pues la unidad de medida que coinciden en emplear los dos bandos adversarios (premisas religiosas y definiciones dogmáticas) está más allá del campo de lo estricta y sistemáticamente filosófico. Por lo tanto, esta pugna no entraña, en última instancia, una contribución verdadera al progreso de la historia espiritual; en lugar de separar neta y objetivamente la doctrina platónica de la aristotélica, como lo exigen el distinto contenido esencial de cada una, por una parte, y los principios básicos sobre los que descansan, por otra, ambos partidos caen muy pronto en la pretensión y en el intento de lograr su fusión sincrética. Es singular que precisamente la Academia de Florencia, que se sentía custodia de la auténtica y genuina herencia platónica, haya sido el círculo que más audaz se mostró en este empeño. En tal esfuerzo, junto a Marsilio Ficino   se sitúa Pico de la Mirándola, llamado por sus amigos Princeps Concordiae, quien consideró finalidad capital del pensamiento el conciliar y unir la filosofía escolástica con la de Platón  . Pico entra en la Academia de Florencia no como desertor del aristotelismo —así se expresa él mismo en una carta dirigida a Hermolao Bárbaro—, sino como espía o explorador. El resultado de tal inquisición es el siguiente: Pico se persuade de que la discrepancia entre Aristóteles y Platón estriba más en las palabras que en la substancia. Con semejantes aspiraciones de conciliación los grandes sistemas filosóficos van perdiendo a la postre su peculiar fisonomía y paulatinamente van anegándose, nebulosos, en el caudal de una única revelación primordial cristiano-filosófica, en apoyo de la cual Marsilio Ficino aduce el testimonio de Moisés y de Platón, de Zoroastro y de Hermes Trismegisto, de Orfeo y de Pitágoras  , de Virgilio y de Plotino  . Según esto parecería o que aquello que precisamente constituyó la fuerza espiritual primitiva de la época —esto es, el impulso dirigido a lograr delimitaciones vigorosas, contornos agudos, y a lograr la distinción y la individuación— no llegó a producir en la filosofía el menor efecto, o que dicho impulso decayó en sus primeros intentos.

Esta circunstancia quizá explique por qué el historiador de la cultura, que debe partir de casos particulares vigorosamente delineados y precisamente demarcados para obtener una visión panorámica de los hechos históricos, pueda verse forzado a desechar los documentos filosóficos de la época que no presenten esta condición. A lo menos Jacob Burckhardt   en el grandioso cuadro de conjunto que trazó de la cultura del Renacimiento no concede el menor lugar a la filosofía renacentista. En su obra no la considera ni una sola vez, no ya en el sentido hegeliano de que la filosofía constituya el foco natural, el espíritu y la esencia de la época, pero ni siquiera como un momento particular dentro del general movimiento del espíritu. Podrá intentarse, quizá, superar esta, discrepancia con la reflexión de que en el conflicto que se crea entre el investigador histórico y el filósofo de la historia el fallo debe recaer necesariamente a favor del primero, y de que toda construcción de tipo especulativo, frente a los hechos concretos, debe acomodarse a ellos y en ellos reconocer sus barreras de limitación. Pero, sin embargo, un juicio metódico general de esta naturaleza no bastaría para comprender semejante desavenencia y mucho menos aún para resolverla. Si la seguimos hasta sus últimas consecuencias, resulta evidente que Burckhardt, al descartar de sus consideraciones la filosofía del Renacimiento, implícitamente ha restringido en forma considerable su campo de estudio, lo que por cierto constituye otra limitación ligada necesariamente a la primera. Porque precisamente el carácter escolástico que la filosofía del Renacimiento parece conservar en todas sus manifestaciones no permite trazar una línea divisoria, precisa y neta, entre el movimiento del pensamiento religioso y el del pensamiento filosófico. La filosofía del Quattrocento, especialmente en sus valores más significativos y más ricos en consecuencias, es esencialmente teología. Toda ella se concentra en los tres grandes problemas: Dios, Libertad, Inmortalidad. En torno de ellos se agitó en la escuela de Padua la polémica entre alejandrinistas y averroístas; esos problemas constituyen el núcleo de todas las especulaciones del círculo platónico de Florencia. Burckhardt, evidentemente con plena conciencia, decidió renunciar a estos testimonios en la gigantesca exposición de conjunto que nos ha ofrecido de las costumbres y de la religión del Renacimiento. Sin duda, deben de haberle parecido una mera supervivencia artificial de una tradición en el fondo ya muerta, una obra del pensamiento complementaria y ulterior que ya no tenía la menor conexión viva con las fuerzas religiosas que se agitaban en la época; y de acuerdo con su concepción general, tenía que intentar comprender estas fuerzas, no ya en los enunciados teoréticos o en las proposiciones filosóficas sobre la religión, sino en la acción inmediata del hombre, en su posición práctica frente al mundo y frente a la realidad moral y espiritual. Pero — cabría preguntarse ahora— ¿corresponde verdaderamente a la realidad misma este divorcio entre teoría y praxis de lo religioso, o es más bien obra del filósofo Burckhardt? ¿No es precisamente propio del espíritu renacentista, tal como Burckhardt lo ha diseñado, el no admitir semejante separación..., y no conviene asimismo al espíritu del Renacimiento el que ambos momentos (teoría y praxis), que el historiador de la cultura mantiene separados en sus consideraciones, en la vida real de la época se presten mutuo apoyo y se confundan el uno en el otro? ¿No aparece aquí la ingenuidad de la fe, con su carácter al mismo tiempo dogmático, del mismo modo que el propio dogmatismo teorético es, a su vez, enteramente ingenuo, si acoge sin prevención los más heterogéneos elementos de la fe y de la superstición? Y en efecto, la crítica que se ha venido ejerciendo sobre la obra capital de Burckhardt, partiendo de progresivas investigaciones empíricas, se concentró particularmente en esta cuestión. Tanto la historia del arte como la historia política y la historia general del espíritu parecen señalar en esto el mismo camino. Los límites entre Edad Media y Renacimiento — considerados tanto desde el punto de vista cronológico como desde el del distinto contenido de ambos períodos históricos— comienzan, contrariamente a lo sostenido por Burckhardt en su concepción y en su exposición, a desplazarse cada vez más. Por otra parte, podemos prescindir de la tesis de Henry Thode, pues en la forma en que está concebida apenas puede sostenerse actualmente en un plano rigurosamente científico; en ella Thode intenta demostrar que los comienzos del Renacimiento artístico se remontan en Italia a principios del siglo XIII, que San Francisco de Asís es el creador de un nuevo ideal de piedad y, parejamente, el iniciador del movimiento artístico que en la poesía y en la pintura del siglo XV alcanza su cumbre y perfección. sin embargo, no puede desconocerse que la oposición entre el hombre de la Edad Media y el hombre del Renacimiento amenazó tornarse tanto más fugitiva y desdibujada cuanto más se pretendió precisarla y definirla in concreto, y a medida que progresaba la investigación biográfica particular sobre los artistas, pensadores, eruditos y hombres de estado del Renacimiento. "Si se pretende considerar con un procedimiento puramente inductivo —así ha juzgado recientemente la cuestión un experimentado investigador de esta esfera de la ciencia— la vida y el pensamiento de las figuras directoras del Quattrocento, como por ejemplo de Salutato Coluccio, de Poggio Bracciolini, de Leonardo Bruni, de Lorenzo Valla, de Lorenzo el Magnífico o de Luigi Pulci, se obtiene regularmente este resultado: los tradicionales caracteres establecidos (caracteres de individualismo y de paganismo, de sensualismo y de escepticismo) —cosa singularmente extraña— no convienen de ninguna manera a los personajes estudiados. Pero si, en cambio, se intenta comprender estos caracteres en su estrecha conexión con el curso de la vida de dichos hombres y, sobre todo, partiendo del amplio torrente de la vida de toda la época, la fisonomía que cobran es totalmente distinta. Y si se reúnen los resultados obtenidos por la investigación inductiva, va erigiéndose poco a poco una nueva imagen del Renacimiento, no menos abigarrada por la heterogeneidad de los elementos que la componen (piedad e impiedad, bien y mal, anhelo de gloria eterna y placer terrenal), pero infinitamente más compleja". También la historia de la filosofía debería apropiarse de estas conclusiones de Walser, como asimismo de la advertencia que ellas entrañan; pues así como nunca podrá renunciar a su aspiración de lo general, y de lo más general, por otra parte debe penetrar con el pensamiento en los casos particulares y concretos, en la última minucia de los detalles históricos, de tal modo que sólo por el ahondamiento en ellos sea capaz de brindar y garantizar la auténtica generalidad. Ha de exigirse la universalidad de un criterio sistemático y de una orientación sistemática, que sin embargo no debe coincidir en modo alguno con esa generalidad de los conceptos de género meramente empíricos, tales como se utilizan para separar los distintos períodos de la historia y para conseguir una cómoda delimitación de sus épocas.


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