Excertos de ¿Que es el hombre?
Por MARTIN BUBER
FONDO DE CULTURA ECONOMICA, MÉXICO, 1949.
Traducción al español: EUGENIO IMAZ
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CUANDO NOS ocupamos de la interpretación que hizo Heidegger de las cuatro preguntas kantianas, vimos que ese filósofo trataba de establecer como fundamento de la metafísica, no la antropología filosófica, sino la “ontología fundamental”, es decir, la teoría de la Existencia como tal. Entiende por Existencia un ente que posee una relación con su propio ser y una comprensión de este ser. Sólo el hombre es un ente que cumple con estas condiciones. Pero la ontología fundamental no tiene que ver con el hombre en su diversidad y complejidad concretas, sino, únicamente, con la Existencia en sí misma, que se manifiesta en aquél. Todo lo que de la vida humana concreta incorpora Heidegger a su estudio le interesa en tanto que en ella se manifiestan las actitudes o modos de comportamiento de la Existencia misma, tanto la actitud por la que se vuelve hacía si y se convierte en “él mismo” (Selbst) como la actitud mediante la cual descuida de volver hacia si y no llega, por consiguiente, a ser “él mismo”.
Aunque Heidegger no entiende ni quiere que se entienda su filosofía como una antropolo-gía filosófica, como se ocupa en forma filosófica de lo concreto de la vida humana, esto es, de lo que constituye el objeto de la antropología filosófica, no nos queda otro remedio que examinar aquella filosofía en cuanto a la autenticidad y justeza de su contenido antropológico, y, yendo contra su propósito declarado, habremos de someterla a crítica por representar una contribución a la solución de la cuestión antropológica.
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Ya ante el punto de partida mismo de Heidegger tenemos que preguntarnos sí se halla justificado antropológicamente ese desgajar la Existencia de la vida humana real, es decir, si las proposiciones que se enuncian sobre la Existencia así apartada, podrán ser consideradas como proposiciones filosóficas sobre el hombre efectivo, y si no ocurrirá que la “pureza química” de este concepto de la Existencia hace imposible la confrontación de la teoría con la realidad a que se refiere; prueba que tiene que afrontar toda filosofía y también toda metafísica.
La Existencia real, o sea el hombre real en su actitud hacia su propio ser, sólo puede ser aprehendida en conexión con la naturaleza del ser al que su actitud se dirige. Para aclarar lo que acabamos de decir voy a referirme a uno de los capítulos más atrevidos y profundos del libró de Heidegger, el que se ocupa de la relación del hombre con su muerte. Todo es aquí perspectiva, lo que importa es el modo como el hombre mira a su fin, si tendrá ánimo para anticipar el ser entero de la Existencia, que no se revela hasta la muerte. Pero sólo si se habla del comportamiento del hombre con su ser, de la actitud hacia sí mismo, se puede limitar la muerte al punto final; mas si nos referimos al ser objetivo, entonces la muerte se halla presente en el momento actual como una fuerza que pugna con la fuerza de la vida; la situación de momento en esta lucha determina toda la índole del hombre como Existencia, esto es, como comprensión del ser con vistas a la muerte, del hombre como ser que comienza a morir cuando comienza a vivir y que no puede tener la vida sin el morir ni la fuerza que le mantiene sin la fuerza que le destruye y disuelve.
Heidegger toma de la realidad de la vida humana ciertas categorías que reconocen su origen y ejercen su jurisdicción en la relación del individuo con lo que no es él mismo y las aplica a la Existencia en sentido estricto, es decir, a ese comportamiento o actitud del individuo con su propio ser. Y no lo hace con el propósito de ampliar su jurisdicción sino que, según Heidegger, es en el campo de la relación del individuo consigo mismo donde habrá de revelársenos la significación, la hondura y la seriedad verdaderas de estas categorías.
Sin embargo, lo que nosotros llegamos a experimentar es, por una parte, el refinamiento, la diferenciación y sublimación de esas categorías, y, por otra, su despotenciación, su desvitalización. Las modificadas categorías de Heidegger nos dan acceso a una maravillosa circunscripción parcial de la vida, no a un trozo de la vida íntegra, tal como es vivida de hecho, una circunscripción parcial que mantiene su independencia, su carácter autónomo y sus leyes propias porque se diría que hemos establecido un corto circuito dentro del sistema circulatorio del organismo y nos hemos puesto a contemplar qué es lo que pasa en él.
Entramos en un extraño aposento del espíritu pero tenernos la sensación de que el suelo que pisamos se nos convierte en un tablero sobre el que se verifica algo parecido a un misterioso juego de ajedrez de cuyas reglas nos vamos enterando a medida que avanzamos, reglas profundas sobre las que tendremos que pensar y repensar, pero que han surgido porque ha habido antes una decisión de jugar un juego tan espiritual y de jugarlo de esta suerte. También tenemos la sensación de que semejante juego no obedece a un capricho del jugador sino que representa para él una necesidad tal que es su sino.
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Para aclarar voy a escoger el concepto de culpa (Schuld).(NT: Recuérdese la nota a propósito de la misma palabra empleada por Nietzsche. En alemán Schuld significa a la vez culpa y deuda.) Heidegger, que siempre arranca de la “cotidianidad” (de la que ya nos ocuparemos), parte en este caso de la situación que le ofrece el idioma alemán, en el que se dice que alguien le debe a otro (schuldig ist), y luego de la situación en que alguien debe responder de algo (an etwas schuld ist), y pasa de aquí a considerar la situación en que alguien se hace culpable respecto a otro (schuldig wird), esto es, que causa una deficiencia en la existencia de otro. Pero también en este caso tenemos un estar en deuda o culpa (Verschuldung) y no ese ser culpable genuino y original de donde surge y que lo hace posible. El ser culpable genuino consiste, según Heidegger, en que la Existencia misma es culpable. La Existencia es culpable —deficiente, deudora— en el fondo de su ser. Y, ciertamente, la Existencia es culpable, debe, porque no se logra, no cumple consigo misma, porque permanece estancada en eso que llamamos lo “general humano”, el “Se” (das Man), (NT: Se sustantiva y convierte en personaje lo “humano en general”, el se de “se piensa”, “se dice”, “se muere”. ¿Quién piensa?: se piensa.) y no trae a ser al yo genuino, el “mismo” del hombre (uno mismo). En esta situación se oye la voz de la conciencia. ¿Quién llama? La Existencia misma es la que llama. “La Existencia se llama a si misma en la conciencia”. La Existencia, que no ha llegado a ser “ella misma” por deficiencia —deuda, culpa— de la Existencia, se llama a sí misma, da voces para que recuerde al “mismo”, para que se libere para poder llegar a ser “uno mismo” pasando de la “inautenticidad” a “la autenticidad” de la Existencia.
Tiene razón Heidegger al decir que para comprender cualquier relación de culpa hay que acudir a una culpabilidad primordial. Tiene razón al decir que somos capaces de descubrir la culpabilidad primordial. Pero no lo podremos hacer si aislamos una parte de la vida, aquella en que la existencia se comporta consigo misma con su propio ser sino, por el contrario, percatándonos íntimamente de la vida entera sin reducción alguna, de la vida en que el individuo se comporta, esencialmente, respecto a otras cosas que no son él mismo.
La vida no se despliega precisamente cuando yo juego conmigo mismo este misterioso juego de ajedrez, sino cuando me encuentro colocado en la presencia de un ser con el que no he concertado ninguna regla de juego y con el que tampoco se podría concertar. La presencia del ser, ante el que estoy colocado, cambia su figura, su apariencia, su revelación, es diferente que yo, a menudo espantosamente diferente, y distinto a como me lo había figurado, a menudo espantosamente distinto. Si salgo a su paso, si acudo a él, si me encaro con él, realmente, esto es, con la verdad de todo mi ser, entonces y sólo entonces estoy yo “auténticamente” ahí; estoy ahí si realmente estoy ahí y la localización del “ahí” dependerá, en cada caso, menos de mi que de esa presencia del ser que cambia su figura y manifestación.
Cuando no me hallo realmente ahí soy culpable. Si al llamamiento que me hace el ser presente: “¿Dónde estás?”, respondo: “Aquí estoy”, pero no estoy de verdad ahí, es decir, que no estoy con la verdad de todo mi ser, entonces soy culpable. La culpabilidad primordial es ese quedarse-uno-en-sí. Si una figura y manifestación del ser presente pasa por delante de mí y yo no estaba en verdad ahí, entonces, desde la lejanía donde se esfuma me llega un segundo llamamiento, tan callado y recóndito que parece provenir de mí mismo: “¿Dónde estabas?” Ésta es la voz de la conciencia. No es mi Existencia la que me llama sino el ser, que no soy yo, es quien me llama. Pero ya no puedo responder sino a la figura próxima; la que habló ya no es alcanzable. (Esta figura próxima puede ser, a veces, el mismo hombre, pero en una manifestación distinta, ulterior, cambiada.)
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Hemos visto cómo en la historia del espíritu humano el hombre vuelve de continuo a verse en soledad, es decir, que se encuentra solo frente a un mundo que se ha hecho extraño e inquietante y no puede salir al paso, no puede enfrentarse realmente con las figuras mundanas del ser presente. Este hombre, tal como se nos presenta en Agustín, Pascal y Kierkegaard, busca una figura del ser no incardinada en el mundo, una figura divina del ser con la que él, en su soledad, puede entrar en tratos; extiende sus brazos, a través del mundo, en pos de esta figura. Pero también hemos visto que, de una época de soledad a otra, hay una trayectoria, es decir, que cada vez la soledad es más gélida, más rigurosa y salvarse de ella más difícil cada vez. Por fin, el hombre llega a una situación donde ya no le es posible extender, en su soledad, los brazos en busca de una figura divina. Esta experiencia se halla al fondo de la frase de Nietzsche: “Dios ha muerto.” A lo que parece, no le queda al solitario más remedio que buscar el trato íntimo consigo mismo. Ésta es la situación que sirve de base a la filosofía de Heidegger.
Pero de este modo, en lugar de la cuestión antropológica se descubre una vez más la del hombre que se encuentra en soledad y en lugar de la cuestión que pregunta por la esencia del hombre y por su relación con el ser del ente, se plantea otra cuestión: ésa que Heidegger califica de ontológico-fundamental, la cuestión de la Existencia humana en su relación con el ser propio.
Sin embargo, es un hecho inconmovible que si podemos extender nuestras manos en pos de nuestra imagen o de nuestra reflexión en un espejo, no así en pos de nuestro propio yo real. La teoría de Heidegger es importante como exposición de las relaciones entre diferentes esencias abstraídas de la vida humana, pero no es válida para la vida humana y para su comprensión antropológica, aunque para ello nos ofrezca preciosas indicaciones.
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La vida humana posee un sentido absoluto porque trasciende de hecho su propia condicionalidad, es decir, que considera al hombre con quien se enfrenta, y con el que puede entrar en una relación real de ser a ser, como no menos real que él mismo, y lo toma no menos en serio que se toma a sí mismo. La vida humana toca con lo Absoluto gracias a su carácter dialógico, pues a despecho de su singularidad, nunca el hombre, aunque se sumerja en su propio fondo, puede encontrar un ser que descanse del todo en sí mismo y, de este modo, le haría rozar con lo Absoluto; el hombre no puede hacerse enteramente hombre mediante su relación consigo mismo sino gracias a su relación con otro “mismo” (Selbst). Ya puede ser éste tan limitado y condicionado como él; en la convivencia se experimenta lo ilimitado y lo incondicionado.
Heidegger no sólo se desvía de la relación con un Incondicíonado divino sino también de esa otra relación en la que un hombre experimenta incondicionalmente a otro que no es él y experimenta así lo Incondicionado. La Existencia de Heidegger es una Existencia monológica. Y ya puede el monólogo disfrazarse ingeniosamente de diálogo durante cierto tiempo, y una inédita capa tras otra del ser humano puede responder al llamamiento interior en forma que el hombre vaya de descubrimiento en descubrimiento y presuma estar experimentando1 realmente, un “llamar” y un “oír”; ya le llegará la hora de la soledad descarnada, última, en la que la mudez del ser es invencible y las categorías ontológicas ya no se pueden aplicar a la realidad.
Cuando el hombre reducido a soledad no puede ya decir “Tú” al conocido Dios “muerto”, lo que importa es que pueda dirigirse, todavía, al desconocido Dios vivo diciendo “tú”, con toda su alma, a un hombre vivo conocido. Si ya no es capaz de esto, todavía le queda, sin, duda, la ilusión sublime que le ofrece el pensamiento desvinculado, la de ser “él mismo” cerrado en sí, pero como hombre está perdido.
El hombre con Existencia “auténtica”, en el sentido de Heidegger, el hombre que es “él mismo”, que, según Heidegger, constituye el fin de la vida, no es ya el hombre que vive realmente con el hombre sino el hombre que ya no puede vivir con el hombre, el hombre que sólo puede llevar una vida real en trato consigo mismo. Pero esto ya no es más que una apariencia de la vida real, un juego exaltado y tétrico del espíritu. Este hombre de hoy, este juego de hoy, han encontrado su expresión en la filosofía de Heidegger. Heidegger aísla el campo donde el hombre se relaciona consigo mismo de la totalidad de la vida, convirtiendo en absoluta, de este modo, la situación, condicionada por el tiempo, del hombre en soledad radical, pretendiendo fijar así la esencia de la humana existencia según las inspiraciones de una hora de pesadilla.
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Parece contradecir a esto el que Heidegger nos diga que el ser del hombre, según su esen-cia, es un ser en el mundo, en un mundo en el que el hombre no está únicamente rodeado de cosas, que son sus “instrumentos”, es decir, que él utiliza y aplica para “procurarse” lo que tenga que procurarse, sino que también está rodeado de hombres, con los cuales él es en el mundo. Estos hombres no son, como las cosas, mero ser sino Existencias, como él mismo, es decir, un ser que se halla en relación consigo mismo y se sabe a si mismo. Son para él, no objeto de “procuración”, sino de “solicitud” y lo son por esencia, existencialmente, aun en los casos en que pasa por delante de ellos sin mayor preocupación, cuando no le importan y hasta cuando los trata con falta absoluta de contemplaciones. Por su esencia, son, además, objeto de su comprensión, ya que sólo mediante la comprensión de otros es posible el conocimiento. Así ocurre en la cotidianidad, que es de donde arranca Heidegger en una forma muy importante para él. Pero también en el nivel más alto, que Heidegger denomina el yo auténtico, el verdadero “uno mismo”, o la resolución, mejor, la resolución para sí mismo, subraya Heidegger que no desgaja a la Existencia de su mundo, que no la aísla convirtiéndola en un yo que se cierne libremente. “La resolución, nos dice, lleva al yo hacia el ser, objeto de su procuración, entre los instrumentos y lo conduce a ser solícito con los demás.” Y también: “Del genuino ser uno mismo (Selbstsein) de la resolución surge el genuino ser con los demás.”
Parece, pues, que Heidegger reconociera como esencial la relación con los demás. Pero, en verdad, no es así. Porque la relación de “solicitud”, que es la que tiene presente, no puede ser, como tal, ninguna relación esencial, puesto que no coloca la esencia de un hombre en relación directa con la de otro sino, únicamente, la ayuda solícita de uno con la deficiencia del otro, menesteroso de ayuda. Una relación semejante podría participar de esencialidad si representara el efecto de algo en sí esencial, como ocurre entre la madre y el niño; claro que puede conducir al nacimiento de una relación esencial, pues entre el solicito y el objeto de su solicitud puede surgir una amistad o un amor genuinos. En el mundo la solicitud no surge, esencialmente del mero ser con los otros, a que alude Heidegger, sino de relaciones esenciales, directas, enterizas, de hombre a hombre, ya se trate de aquellas relaciones fundadas objetivamente en la consanguinidad, ya de aquellas que proceden de la elección y pueden adoptar formas objetivas, institucionales o, como en el caso de la amistad, se sustraen a toda forma institucional pero se hallan, sin embargo, en contacto con lo hondo de la existencia.
De estas relaciones directas, que operan en la estructura de la sustancia de la vida, surge subsidiariamente el elemento de la solicitud, que luego se extiende, en formas únicamente objetivas e institucionales, fuera de las relaciones esenciales. Lo primordial, por lo tanto, en la existencia del hombre con el hombre no es la solicitud sino la relación esencial. Y no otra cosa ocurre si prescindimos del problema del origen y llevamos a cabo un puro análisis de la Existencia. En la mera solicitud del hombre, aunque se halle movido por la más fuerte compasión, permanece esencialmente encerrado en sí; se inclina, obrando, ayudando, hacía el otro, pero no por ello se rompen los límites de su propio ser; no abre al otro su “mismidad” sino que le presta su ayuda; tampoco espera en realidad ninguna reciprocidad, apenas si la desea, se mete, como si dijéramos, con el otro, pero no quiere que el otro se meta con él.
Mediante la relación esencial, por el contrario, se quebrantan de hecho los límites del ser individual y surge un nuevo fenómeno que sólo así puede surgir: un franqueamiento de ser a ser, que no permanece siempre al mismo nivel sino que alcanza su realidad máxima en forma que diríamos puntiaguda, pero que, sin embargo, puede cobrar forma en la continuidad de la vida, una presencialización del otro no en la mera representación, ni tampoco en el mero sentimiento, sino en lo hondo de la sustancia, de suerte que, en lo recóndito del propio ser, se experimenta lo recóndito del otro ser; una coparticipación de hecho, no meramente psíquica sino óntica.
Cierto que se trata de algo que el hombre en el transcurso de su vida experimenta sólo por una especie de gracia, y muchos dirán que no tienen noticia de tal cosa; pero, aun cuando no se experimente, se da como principio constitutivo en la Existencia, porque su falta, con o sin conciencia de ella, determina esencialmente el género y la índole de la Existencia. Cierto también que a muchos se les ofrece en el curso de su vida una posibilidad con la que no cumplen existencialmente; tienen relaciones que no las convierten en realidad, es decir, no se franquean en ellas; disipan un material precioso, insustituible, que ya no podrán lograr de nuevo; viven sin vivir su vida. Pero también en este caso el incumplimiento irrumpe en la Existencia y la penetra en su capa más profunda. La “cotidianidad”, en su parte obvia, apenas perceptible, pero accesible siempre al análisis existencial, se halla entreverada de lo “no cotidiano”.
Pero ya hemos visto que, según Heidegger, el hombre, aun en la etapa más alta de ser “él mismo”, no pasa más allá de un “ser solícito con los demás”. La etapa que el hombre de Heidegger puede alcanzar es, precisamente, la del yo libre que, como subraya Heidegger, no se aparta del mundo sino que ahora es cuando está maduro y resuelto a llevar una existencia justa en el mundo. Pero esta existencia madura y resuelta en el mundo no conoce la relación esencial. Quizá nos contestaría Heidegger que aun para el amor y la amistad sólo el yo que se ha hecho libre es realmente capaz. Pero como el ser “uno mismo” es aquí algo último, esto es, lo último adonde puede llegar la Existencia, no hay aquí posibilidad alguna para que podamos entender el amor y la amistad como relación esencial.
El yo hecho libre, él mismo, no vuelve las espaldas al mundo, pues su resolución compren-de la de ser realmente en el mundo, de obrar en él, de actuar sobre él, pero comprende la creencia de que en este ser con el mundo se pudieran romper los límites del yo, y ni siquiera supone el deseo de que así ocurra. La Existencia culmina en el “ser uno mismo”; no existe para Heidegger ningún otro camino óntico por encima de éste. En la filosofía de Heidegger nada ha penetrado de aquello sobre lo que Feuerbach llamó la atención: que cl hombre individual no lleva en sí la esencia del hombre, que la esencia del hombre se halla en la unidad del hombre con el hombre. Con Heidegger, el hombre individual lleva en sí la esencia del hombre y la trae a existencia cuando se convierte en un “resuelto” “él mismo”. El “mismo” de Heidegger es un sistema cerrado.
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“Cada quien, ha dicho Kierkegaard, sólo con mucho cuidado deberá entrar en tratos con los ‘demás’ y deberá hablar, esencialmente, sólo con Dios y consigo mismo.” Este “deberá” lo dijo pensando en la meta y tarea que propone al hombre: que llegue a ser “singular”. (NT: Así traducimos Einzelne para distinguirlo de Einzige, “único”, distinción que encabeza un importante ensayo de M. Buber, que conocemos sólo en inglés. En él se habla de The Unique One and the Single One. Vid. M. Buber, Between Man and Man (Macmillan. 1948, Nueva York). Se trata de un concepto fundamental kierkegaardiano que los traductores ingleses han vertido diversamente, pero casi siempre por individuo, con indudable inexactitud. La traducción alemana —Der Einzelne— es versión precisa del danés hun Enkelte.) Al parecer, Heidegger propone al hombre la misma meta. Pero en Kierkegaard este hacerse “singular” no es más que el supuesto para entrar en relación con Dios: sólo después de haberse hecho “singular” puede el hombre entrar en esta relación.
El solitario de Kierkegaard es un sistema abierto, aunque sólo se abra a Dios. Heidegger no conoce semejante relación, y como tampoco conoce ninguna otra relación esencial, el llegar a “ser uno mismo” significa en él algo totalmente diferente que en Kierkegaard hacerse “singular”. El hombre dc Kierkegaard se hace “singular” para entrar en relación con lo Absoluto; el hombre de Heidegger se hace “él mismo”, y no por algo, puesto que no puede sobrepasar sus límites: su participación en lo Absoluto, si es que existe para él, consiste en sus límites y en nada más. Heidegger habla de que el hombre se resuelve para ser “él mismo”, pero este “mismo”, para lo cual se resuelve, es, por esencia, cerrado.
La frase de Kierkegaard: “Cada cual debe hablar esencialmente sólo consigo mismo”, aparece modificada. Pero también el “debe” queda eliminado en el fondo. Lo que quiere decir es: cada quien, sólo consigo mismo puede hablar esencialmente; lo que hable con los demás, no puede ser esencial, es decir, que la palabra no puede trascender la esencia dc cada uno y colocarla en otra esencia, una que surge precisamente entre los seres y en mitad de su relación esencial entre sí. Cierto que el hombre de Heidegger se halla remitido a ser-en-el-mundo y a la vida comprensiva y solícita con los otros; pero en todo lo esencial de la existencia, siempre que la Existencia se hace esencial, está solo. La preocupación y la angustia del hombre eran, en Kierkegaard, esencialmente preocupación por la relación con Dios y angustia por la falta de ella; en Heidegger la preocupación es, esencialmente, preocupación por llegar a ser “uno mismo” y la angustia, la de no alcanzar este logro. El hombre de Kierkegaard se halla con su preocupación y su angustia “solo delante de Dios”, el hombre de Heidegger se halla, con su preocupación y su angustia, ante si mismo, sólo ante sí mismo, y como en realidad de verdad no es posible mantenerse solo ante sí, se halla con su preocupación y su angustia delante de la nada.
El hombre de Kierkegaard tiene que renunciar a la relación esencial con otro para llegar a ser “singular” y entrar así en la relación del que es “singular” con lo Absoluto, y el mismo Kierkegaard renunció a la relación esencial a la que podía renunciar. Es lo que constituye el gran tema de sus obras y de sus diarios; el hombre de Heidegger no dispone de ninguna relación esencial a la que podría renunciar. En el mundo de Kierkegaard hay un “tú” dirigido a otros hombres, que es pronunciado con toda el alma, con todo el ser, si bien para decir a esos hombres de una manera directa (como lo hizo Kierkegaard con su novia mucho tiempo después de romper el compromiso) o indirecta (como lo hace muchas veces en sus libros) por qué se ha renunciado a la relación esencial con ellos; en el mundo de Heidegger no existe semejante “tú”, un “tú” verdadero que habla de ser a ser, con toda el alma. A los hombres con los que no se tiene más relación que la mera solicitud, no se les habla realmente de tú.
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La “resolución” de la Existencia para llegar a ser “ella misma”, representa en verdad su abroquelamiento definitivo —aunque se presente en formas humanas— frente a toda unión genuina con los demás y con lo otro. Esto lo vemos con mayor claridad si pasamos de la relación de la persona con individuos a su relación con la generalidad anónima, ésa que Heidegger personaliza llamándola das Man (el “Se”). También en esto le ha precedido Kierkegaard con su concepto de “multitud”. La multitud en medio de la cual se encuentra el hombre cuando quiere ahondar en sí mismo, es decir, lo general, impersonal, sin rostro ni figura, lo término medio y nivelador, en fin, la multitud, que, según Kierkegaard, es la no-verdad. Por el contrario, el hombre que escapa de ella, que se sustrae a su influencia y se convierte en “singular”, es, como tal “singular”, la verdad. Porque, según Kierkegaard, no hay ninguna otra posibilidad para que el hombre se convierta en verdad humana, esto es, en verdad condicionada, que la de abordar la verdad absoluta o divina adentrándose en una relación decisiva con ella; pero esto sólo lo puede hacer siendo “singular”, cuando se ha convertido en un ser personal con responsabilidad propia completamente independiente. Y uno se hace “singular” sustrayéndose a la multitud, que arrebata la responsabilidad personal o por lo menos la enerva.
Heidegger recoge el concepto de Kierkegaard y lo trabaja de la manera más sutil. Pero el llegar a ser “singular” o, como él dice, llegar a ser “uno mismo” ha perdido para él la finalidad de entrar en relación con la verdad divina y convertirse así en verdad humana. La hazaña vital del hombre que consiste en libertarse de la multitud, mantiene en Heidegger su carácter central pero pierde su sentido, que consiste en conducir al hombre más allá de si mismo.
Casi con las mismas palabras de Kierkegaard dice Heidegger que das Man (el “Se”) le arrebata en cada momento a la Existencia su responsabilidad. En lugar de hallarse recogida en sí misma, la existencia del ser humano se dispersa en el “Se”. Tiene que encontrarse a sí misma. El poder del das Man actúa en forma que la Existencia se vacía por completo en él. La Existencia que sigue al das Man lleva a cabo una huida ante sí misma, ante su “poder ser ella misma”, defrauda a su propia existencia. Únicamente la Existencia que se “rescata” de su disipación (por lo demás, una idea gnóstica con la que los gnósticos daban a entender la recolección y salvación del alma perdida en el mundo) en el das Man llega a ser “ella misma”.
Hemos visto que Heidegger considera la etapa suprema no como aislamiento sino como resolución para ser-con-los-otros; también hemos visto que esta resolución no hace sino corroborar la relación de solicitud en un plano superior, pero no conoce ninguna relación esencial con los demás, ningún yo-tú con ellos que rompiera con los limites de “uno mismo”. De todos modos, en la relación entre persona y persona se afirma también una relación que afecta a ese “mismo” liberado, la de solicitud, pero falta por completo la referencia correspondiente a la relación con la pluralidad impersonal de los hombres. El das Man y todo lo que le corresponde, la “charla”, La “curiosidad” y el “equívoco” que allí reinan y de los que participa el hombre caído en sus dominios, todo esto es puramente negativo, destructor de la “mismidad”, y nada positivo ocupa su lugar; la generalidad anónima es rechazada como tal, pero no hay nada que la sustituya.
Lo que Heidegger dice sobre el das Man y la relación de la Existencia con él, es, en lo esencial, justo. También es justo que la Existencia tiene que desprenderse del das Man para llegar a ser “ella misma”. Pero viene después algo sin cuya presencia lo que en si es justo se convierte en lo contrario.
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Hemos visto que Heidegger seculariza el “singular” de Kierkegaard, es decir, que corta la relación con lo Absoluto, que es “para” quien se hace uno el hombre de Kierkegaard, y que tampoco coloca en lugar de éste “para” ningún otro “para” mundano, humano. Con esto pasa de largo ante el hecho decisivo de que ese hombre que se ha hecho “uno”, “él mismo”, persona real, es el que puede tener una relación esencial completa con otro yo, una relación esencial que no se halla por debajo de la problemática de la relación de hombre a hombre, sino por encima de ella, puesto que abarca, sostiene y supera esta problemática.
La gran relación se da únicamente entre personas reales. Puede ser tan fuerte como la muerte, porque es más fuerte que la soledad, porque rompe con los límites de la soledad superior, vence su ley férrea y coloca el puente que, por encima del abismo de la angustia cósmica, marcha de un yo a otro yo. Cierto que el niño aprende a decir tú antes de pronunciar el yo; pero a las alturas de la Existencia personal hay que poder decir verdaderamente “yo” para poder experimentar el misterio del “tú” en toda su verdad. El hombre que se ha hecho “uno mismo” está ahí, también si nos limitamos a lo intramundano, para algo, para algo se ha hecho “él mismo”: para la realización perfecta del tú.
Mas ¿existe, a estas alturas, algo paralelo en la relación con la pluralidad de los hombres, o tendría Heidegger razón en este caso?
Lo que corresponde al tú esencial en este plano del “uno mismo” lo denomino yo, en la relación con una pluralidad de hombres, el “nosotros” esencial. (Prescindo en este contexto del “nosotros” primitivo, con el que el esencial guardaría la misma relación que guarda el “tú” esencial con el “tú” primitivo.)
El hombre que es objeto de mi mera solicitud no es ningún “tú” sino un “él” o un “ella”. La multitud sin cara y sin nombre, en la que estoy sumergido, no es ningún “nosotros” sino un “Se” (Das Man).
Pero así como existe un “tú” existe un “nosotros”.
Se trata de una categoría esencial en nuestro estudio, que es menester aclarar. No puede ser percibida, sin más, partiendo de las categorías sociológicas corrientes. Cierto que en cualquier clase de grupo puede surgir un “nosotros”, pero no puede ser comprendido en razón, nada más, de la vida de ninguno de estos grupos. Entiendo por “nosotros” una unión de diversas personas independientes, que han alcanzado ya la altura de la “mismidad’ y la responsabilidad propia. unión que descansa, precisamente, sobre la base de esta “mismidad” y responsabilidad propia y se hace posible por ellas. La índole peculiar del “nosotros” se manifiesta porque, en sus miembros, existe o surge de tiempo en tiempo una relación esencial; es decir, que en el “nosotros” rige la inmediatez óntica que constituye el supuesto decisivo de la relación yo-tú. El “nosotros” encierra el “tú” potencial. Sólo hombres capaces de hablarse realmente de tú pueden decir verdaderamente de sí “nosotros”.
Como hemos dicho, ninguna clase especial de formación de grupos podría servir, sin más, como ejemplo del “nosotros” esencial, pero en varias de ellas se puede señalar, con exactitud, la variedad que favorece el nacimiento del “nosotros”. Por ejemplo, en los grupos revolucionarios es más fácil que surja el “nosotros” cuando se trata de un grupo que se propone como misión suya un largo y callado trabajo despertador e ilustrador del pueblo, y en los grupos religiosos cuando persiguen una realización, nada patética y llena de espíritu de sacrificio, de su fe dentro de la vida. En ambos casos, bastaría la admisión de un solo miembro con afán de ostentación, que pretende destacarse por encima de los demás, para que se hiciera imposible el nacimiento o la subsistencia del “nosotros”.
No sabemos ni en la historia ni en la actualidad de muchos casos del “nosotros” esencial, en primer lugar, porque es cosa rara, y también porque la formación de los grupos ha sido estudiada fijándose, sobre todo, en sus energías y en sus influencias, y no en su estructura interna, de la que, sin duda, depende en alto grado la dirección de las energías y el género de las influencias, aunque no, a menudo, su ámbito visible y movible.
Para una mejor comprensión será conveniente recordar que, junto a las formas constantes del “nosotros” esencial, las hay también fugaces que merecen, sin embargo, nuestra atención. Podemos citar, por ejemplo, el caso que se produce a las veces con la ocasión de la muerte del caudillo destacado de un movimiento, que por unos días sus discípulos genuinos y sus colaboradores parecen unirse más estrechamente, dejan a un lado todos los impedimentos y dificultades internas y se muestran de una rara fecundidad o, por lo menos, conviven apasionadamente; o cuando, frente a una catástrofe que parece inminente, se concierta el elemento realmente heroico de una comunidad, que prescinde de toda charla y agitación banales, abriéndose unos a otros y anticipándose al poder vinculador de la muerte común con una breve vida también en común.
Pero también existen otras estructuras sorprendentes que abarcan a hombres que no se conocían hasta ahora, estructuras que parecen hallarse muy cerca del “nosotros” esencial. Una estructura semejante puede surgir bajo un régimen terrorista, cuando los adeptos de una concepción del mundo, combatida por aquél, y que no se conocieron hasta ahora, se sienten como hermanos y se reúnen no como partidarios sino en comunidad genuina.
Vemos, pues, que también en el plano de la relación con una multitud de hombres existe una relación esencial que acoge a los que llegaron al fondo de su ser propio, que sólo puede acoger verdaderamente a ellos. Éste es el campo donde el hombre se libera realmente del das Man. No es la separación lo que nos redime verdaderamente del “Se” sino la unión genuina.
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Comparemos, en resumen, el hombre de Kierkegaard y el de Heidegger.
El hombre posee, de acuerdo con su carácter y con su situación, una triple relación vital. Puede llevar su índole y su situación a plena realización en la vida si convierte en esenciales todas sus relaciones vitales. Y podrá dejar en las sombras de lo irreal elementos de su índole y de su situación si sólo convierte en esenciales algunas de sus relaciones vitales mientras considera y trata a las demás como inesenciales.
Esta triple relación vital del hombre es: su relación con el mundo y las cosas, su relación con los hombres, tanto individual como pluralmente, y su relación con el misterio del ser, que penetra en aquellas otras relaciones pero que las trasciende infinitamente, misterio que el filósofo denomina lo Absoluto y el creyente Dios, pero que ni siquiera quien rechaza ambas denominaciones es capaz de eliminarlo realmente de su situación.
En Kierkegaard nos falta la relación con las cosas. No conoce las cosas más que como símbolos. En Heidegger es una relación técnica, de utilidad. Pero una relación puramente técnica no puede ser esencial, porque en ese caso no entra en la relación con todo el ser y toda la realidad de las cosas con las que tenemos tal relación sino, únicamente, su aplicabilidad para un fin determinado, su adecuación técnica. Una relación esencial con las cosas no puede ser otra sino aquella que contempla y se inclina hacia las cosas en su esencialidad. El hecho del arte sólo puede comprenderse a base de ambas relaciones. Pero tampoco en el caso de la existencia cotidiana resulta verdadero que las cosas en ella sólo se nos den como instrumentos. Lo técnico no es más que lo fácilmente abarcable, fácilmente explicable, lo coordinado. Pero junto a eso y entre eso existe una múltiple relación con las cosas en su totalidad, en su independencia y ausencia de finalidad. El hombre que contempla un árbol no por eso es menos “cotidiano” que aquel que lo mira para saber con qué rama hará el mejor bastón. La primera manera de mirar pertenece a la constitución de la cotidianidad no menos que la segunda. (Además, se puede mostrar que tampoco genéticamente, en el desarrollo de la humanidad, lo técnico sea lo primero en el tiempo ni que eso que en su forma tardía se llama lo estético resulte temporalmente posterior.)
Kierkegaard tiene sus reservas en contra de la relación con los individuos porque mediante una relación esencial con los compañeros humanos se impide una relación esencial con Dios. En Heidegger, la relación con los individuos no es más que una relación de solicitud. Una relación meramente solícita no puede ser esencial; en una relación esencial, que abarca también la solicitud, lo esencial procede de otro campo, que falta por completo en Heidegger. Una relación esencial con otro individuo puede ser, únicamente, una relación directa de ser a ser, en la cual se rompe el hermetismo del hombre y se subrayan los límites de su propio ser.
La relación con la pluralidad sin rostro, sin figura, sin nombre, con la multitud, con el das Man, aparece en Kierkegaard, y también en Heidegger, que se apoya en él, como una situación de donde hay que salir para llegar al ser propio. Esto es verdad; ese “todo y nada” humano, anónimo, en que nos hallamos sumergidos, es de hecho como un seno maternal negativo del que tenemos que salir a luz para llegar a ser en el mundo nosotros mismos, “uno mismo”. Pero esto no es más que un lado de la verdad y, sin el otro, deja de serlo. La autenticidad y aguante del ser propio no puede corroborarse en el trato consigo mismo sino en el trato con todo lo otro, con toda la confusión de la multitud sin nombre. El yo genuino y eficaz enciende también en todas las ocasiones en que se pone en contacto con la muchedumbre la chispa del “ser propio”, hace que el ser propio se junte al ser propio, provoca la oposición al das Man, funda la unión de “cada uno” con “cada uno”, moldea con la estofa de la vida social la forma de la comunidad.
La tercera relación vital del hombre es con lo que, unas veces, se llama Dios, otras, lo Absoluto, otras el Misterio. Ya hemos visto que en Kierkegaard es la única relación esencial, mientras que falta por completo en Heidegger.
La relación esencial con Dios a que se refiere Kierkegaard tiene como supuesto previo, según vimos, que se renuncie a toda relación esencial con cualquier otra cosa, con el mundo, con la comunidad, con las personas. Se puede comprender como una resta que, reducida a una fórmula grosera, podría transcribirse así: Ser — (Mundo + Hombre) = O (es decir, objeto o partícipe de la relación esencial); surge al despreocuparse esencialmente de todo lo que no sea “Dios” y “yo”. Pero un Dios al que se puede llegar únicamente mediante la renuncia a la relación con el ser entero, no puede ser el Dios del ser entero, que Kierkegaard pretende, no puede ser el Dios que ha creado a todos los seres y los sustenta y conserva todos a una; aunque la historia de lo creado abandonada a su suerte pueda calificarse de separación, la meta del camino no puede ser sino la unión, y ninguna relación esencial con este Dios puede estar fuera de esta meta. El Dios de Kierkegaard no puede ser sino un demiurgo, al que la creación se le ha desbordado y padece con ella, o un redentor ajeno a la creación, que entra en ella desde fuera y que se apiada de ella; ambas figuras son gnósticas.. Entre los tres grandes meditadores de la soledad dentro del cristianismo, Agustín, Pascal y Kierkegaard, el primero se halla bajo el signo del gnosticismo, el tercero, quizá sin saberlo, roza en sus supuestos con la gnosis; sólo Pascal deja de tener que ver con ella, quizás porque procede de la ciencia y nunca se desprendió de ella, y la ciencia es compatible con la fe pero no con la gnosis, que pretende ser también verdadera ciencia.
La secularización filosófica de Kierkegaard por Heidegger tenía que renunciar a la concep-ción religiosa de una unión de “uno”, con lo Absoluto, una unión en una relación recíproca real de persona a persona. Pero tampoco conoce ninguna otra forma de unión entre “uno” y lo Absoluto, o entre “uno” y el Misterio omnipresente dcl ser. Lo Absoluto encuentra su lugar en una esfera en la que penetra el yo en su relación consigo mismo, es decir, más allá de cualquier cuestión de un entrar en unión con ello. Y el misterio del ser que trasparece y se nos aparece en todo lo que es, Heidegger, que ha sido influido por el gran poeta de este misterio, Hölderlin, lo ha experimentado sin duda profundamente, pero no como aquel misterio que se presenta ante nosotros y nos exige que le entreguemos también lo último, tan arduamente conquistado, el reposo en el propio ser, que rompamos los limites del “yo mismo” y que salgamos al encuentro de la alteridad esencial.
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Además de la triple relación vital del hombre existe todavía otra relación, con uno mismo. Pero no es una relación real como las otras, porque le falta para ello el supuesto previo necesario, la dualidad real. Por eso, tampoco puede ser elevada realmente al nivel de una relación vital esencial. Esta condición se pone de manifiesto en el hecho de que cada una de las tres relaciones vitales esenciales ha encontrado su perfección y transfiguración, la relación con las cosas en el arte, con los hombres en el amor, con el misterio en la vida religiosa, mientras que la relación del hombre con su propia Existencia y consigo mismo no ha encontrado semejante acabado y transfiguración y, seguramente, tampoco los puede encon-trar. Acaso se podría arguir que la lírica significa semejante perfección y transfiguración de la relación del hombre consigo mismo. Pero, por el contrario, representa la poderosa negativa del alma a encontrar contento en el trato consigo misma. El poema nos dice que el alma, aun en los casos en que se demora consigo misma, no piensa en sí misma, sino en el ser que no es ella misma, y que el ser que no es ella misma la visita en su nido, la conmueve y le da contento.
En Kierkegaard esta relación cobra su sentido y su consagración por la relación con Dios. En Heidegger, es ella misma esencial y lo único esencial. Esto significa que el hombre sólo puede llegar a su Existencia auténtica como un sistema que es cerrado por lo que respecta a su comportamiento esencial. Frente a esto, la visión antropológica, que mira al hombre en su conexión con el ser, tiene que considerar que tal conexión es realizable, en grado sumo, únicamente en un sistema abierto. Conexión no puede significar más que esto: conexión con la integridad de mi situación humana. La situación del hombre no puede ser despojada ni del mundo de las cosas, ni del de los demás hombres y la comunidad, ni tampoco del misterio que apunta más allá de un mundo y de otro pero también más allá de uno mismo. El hombre puede llegar a su propia Existencia únicamente si la relación total con su situación se tiñe de carácter existencial, es decir, si todos los modos de sus relaciones en la vida se hacen esenciales.
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La cuestión de qué sea el hombre no puede ser contestada con la consideración única de la Existencia o “uno mismo”, en cuanto tales, sino mediante la consideración de la conexión esencial de la persona humana con todo el ser y de su relación con todo ser. De la consideración de la Existencia o de “uno mismo”, en cuanto tales, no resulta más que el concepto y el perfil de un ser espiritual casi espectral, que si es cierto que tiene los contenidos corporales de sus sentimientos fundamentales, de su angustia del mundo, de su preocupación existencial, de su culpa primaria, los tiene, sin embargo, en una forma nada corporal, extraña a todo lo corporal.
Este ser espiritual anida en el hombre, vive la vida de éste y se rinde cuenta a si mismo de esta vida, pero no es el hombre, y nosotros estamos preguntando por el hombre. Si intentamos captar al hombre fuera de su conexión esencial con el resto del ser, entonces lo tendremos como animal degenerado, como le pasó a Nietzsche, o como ser espiritual recortado, como le pasa a Heidegger. Únicamente cuando tratamos de abarcar la persona humana en toda su situación, en todas sus posibilidades de relación con todo lo que no es ella, únicamente entonces podemos captar al hombre. El hombre hay que entenderlo como el ser capaz de la triple relación vital y elevar toda forma de relación vital al grado de lo esencial.
“Ninguna época, dice Heidegger en su obra Kant y el problema de la metafísica, ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre como la nuestra… Pero ninguna otra época supo, en verdad, menos qué es el hombre”. En su otro libro El ser y el tiempo, ha tratado de proporcionarnos un saber sobre el hombre mediante el análisis de su relación consigo mismo. De hecho, ha llevado a cabo este análisis y, ciertamente, sobre la base de un aislamiento de una relación de todos los demás comportamientos esenciales del hombre. Pero así no se llega a saber, nada más, cuál es el saledizo del hombre. Se podría decir también: a saber lo que el hombre es en el alero, lo que es el hombre que ha llegado al alero del ser. Cuando en mi juventud estudié a Kierkegaard sentí que su hombre era el hombre del saledizo. Pero el hombre de Heidegger ha dado un gran paso decisivo, desde Kierkegaard, en dirección al abismo, donde ya asoma la nada.