El excesivo interés de los seres humanos modernos por la «salud» sólo se comprende en este contexto: es un fenómeno de tapadera para la demanda de seguridades de trasfondo, que siguen siendo válidas tras la disolución de las latencias naturales y culturales –y tras el empalidecimiento del colorismo regional del carácter–.[[Cfr. Gert Mattenklott, «Sondeos. El empalidecimiento de los caracteres», en: Blindgänger. Physiognomische Essays, Frankfurt 1986, págs. 7-40.]] ¿Dónde si no al fundamento biológico, supuestamente interior, ha de dirigirse la búsqueda de lo propio, más aún, del núcleo de lo que me pertenece inalienablemente? ¿No es la existencia del propio cuerpo la prueba definitiva de la evolución como historia exitosa, y puedo hacer algo más razonable que orientarme a su poder estar saludable? Con todo, esta búsqueda de lo sólido interior no se libra de la ironía. Precisamente por el interés masivo por la mismidad, anclada biológicamente, los clientes más apasionados del programa identidad-mediante-salud caen en una inseguridad paradójica, hasta llegar al reconocimiento de que no puede haber salud en el pleno sentido de la palabra. Lo que se pierde de vista en el culto a la salud es el papel subversivo que la investigación médica representa en el acontecer explicativo: debido a la búsqueda de los últimos fundamentos de la salud como mínima satisfacción biológica de trasfondo de la existencia tendría que llegarse al descubrimiento y problematización de aquellas estructuras lábiles, finamente ajustadas, que desde hace aproximadamente cien años llamamos «sistemas de inmunidad» en el sentido bioquímico de la palabra. La localización forzada de seguridad de trasfondo en la propia base corporal revela un estrato de mecanismos de regulación, tras cuya emergencia aparece a la vista la profunda improbabilidad de integridad biosistémica en general.
Con la tematización de los sistemas de inmunidad propios del cuerpo se transforma radicalmente la relación de los individuos ilustrados con las condiciones orgánicas del propio estar saludable o enfermo. Sólo hay que tener en cuenta que se dan luchas ocultas entre agentes patógenos y «anticuerpos» en el organismo humano, cuyos resultados se perfilan como responsables de nuestro estado de salud. Muchos biólogos describen el sí mismo somático como un terreno asediado, que es defendido por tropas fronterizas, propias del cuerpo, con éxito cambiante. Frente a los usuarios de esta terminología de halcones hay una fracción biológica de palomas, que dibuja un cuadro un poco menos marcial del acontecer inmunológico; según éste, el sí mismo y lo extraño aparecen tan ensamblados a niveles profundos que con estrategias demasiado primitivas de delimitación lo que se provoca, más bien, son efectos contraproducentes. Se manifiesta, además, un juego intrincado de emisiones endocrinológicas, que actúan en el umbral entre los procesos bioquímicos inconscientes y la superficie vivencial del organismo. No sólo por su complicación los sistemas de inmunidad confunden el deseo de seguridad de sus propietarios; irritan más aún por su paradoja inmanente, dado que trastocan sus éxitos, cuando son demasiado profundos, en causas de enfermedad de tipo propio: el universo creciente de las patologías de autoinmunidad ilustra la peligrosa tendencia de lo propio a vencer hasta la muerte en la lucha con lo otro.
No es casual que en las interpretaciones más recientes del fenómeno inmunidad se manifieste una tendencia a conceder a la presencia de lo extraño dentro de lo propio un papel mucho más importante de lo que estaba previsto en las concepciones identidarias tradicionales de un sí mismo organísmico monolíticamente cerrado; casi se podría hablar de un giro postestructuralista en la biología.[[Cfr. Donna J. Haraway, «The Biopolitics of Postmodern Bodies: Determinations of Self in Immune System Discourse», en: Differences 1, 1, 1989.]] La patrulla de los anticuerpos en un organismo aparece menos como una policía, que aplica una política rígida de extranjeros, que como una compañía de teatro, que parodia a sus invasores y sale a escena como sus travestidos. Pero, resúmase como se resuma la disputa de los biólogos en torno a la interpretación de la inmunidad, quien se interesa con suficiente pormenor por el poder-estar-saludable como estrato fundamental de identidad e integridad personal, más tarde o más temprano aprenderá tanto sobre sus condiciones funcionales que la dimensión bioquímica de inmunidad, como tal, saldrá irritantemente de la latencia e irá creciendo hasta convertirse en el más inquietante de todos los temas de primer plano.
Esto tiene consecuencias para el estatus mental de inmunidad de la «sociedad ilustrada»: ésta no sólo sabe ahora lo que sabe, sino que ha de hacerse, además, una opinión de cómo desea vivir, en cada caso, con los estadios explicativos que ha alcanzado. Se muestra a los modernos con creciente fuerza explosiva que el progreso de la capacidad de saber no se convierte consecuentemente en análogas ventajas de inmunidad. Saber no es precisamente poder, sin más. Cuando, como sucede ahora, se describen o descubren quinientas nuevas enfermedades al año, no por ello crece inmediatamente la seguridad de los habitantes en la orgullosa torre de la civilización. Si se hace balance, a causa de su explicitud creciente (y reprimibilidad limitada), los conocimientos desarrollados sobre la arquitectura de seguridad de la existencia –desde el campo médico hasta el político, pasando por el jurídico– actúan a menudo como desestabilizadores. A causa de los efectos contraproducentes de la explicación avanzada se co-explicita la latencia, como tal, en sus funciones plausibles. Retroactivamente, a quien llega al saber se le vuelve claro lo que tenía de no-saber. Ahora se muestra que estados pre-ilustrados o pre-explícitos pueden ser relevantes inmunológicamente como tales; al menos en el sentido de que la estancia en lo no desplegado permite, de modo temporal y en algunos aspectos, sacar provecho psíquicamente de ciertos efectos protectores del no-saber. Esto lo reconocieron ya autores antiguos como Cicerón, por ejemplo, que explica: «Ciertamente, la ignorancia de los males futuros es más útil que su conocimiento».[[«Certe ignoratio futurorum utilior est quam scientia», De divinatione II, 23.]] Puede que el descubrimiento de estos contextos esté en conexión directa con la invención de las religiones salvíficas. Sí, quizá lo que la tradición cristiana llamó creencia no fue en principio otra cosa que un cambio de actitud programático, progresivo-regresivo, de un saber debilitante a una ignorancia fortificadora conectada con una ilusión humanitaria. La vera religio tuvo éxito ante el trasfondo de la ilustración antigua porque podía ser recomendada como cura sacerdotal-terapéutica de la enfermedad del realismo imperial. Por su forma contrafáctica, la fe ofreció a sus practicantes la oportunidad de aferrarse a un fantasma portador de salvación, aunque fuera en contra de un mejor saber sobre las circunstancias funestas, que ahora se llamaban, audazmente, externas.