Cassirer: Excertos da «Tragédia da Cultura»

Excertos da « Tragédia da Cultura »

Dice Hegel que la historia universal no es precisamente el albergue de la dicha; que los períodos pacíficos y venturosos son hojas en blanco, en el libro de la historia. No creía, ni mucho menos, que esto estuviera en contradicción con aquella su fundamental convicción de que “todo, en la historia, carece de un modo racional, antes al contrario, veía precisamente en ello la confirmación y corroboración de esta tesis”.

Ahora bien, ¿para qué sirve el triunfo de la idea en la historia universal, si ha de lograrse necesariamente a costa de renunciar a todo lo que es la dicha humana? ¿No suena casi a burla semejante teodicea, y no tendría razón Schopenhauer cuando decía que el “optimismo” hegeliano era, en el fondo, una manera de pensar absurda y, además, infame?

Preguntas como éstas han torturado siempre al espíritu humano, y precisamente en las épocas más ricas y más brillantes de la cultura. En vez de ver en la cultura algo que enriquece al hombre, se la considera como algo que lo aleja más y más de la verdadera meta de la existencia. En pleno “Siglo de las Luces” pronuncia Rousseau su inflamada requisitoria contra “las artes y las ciencias”. Nos dice de ellas que sólo han servido para enervar y reblandecer al hombre en lo moral, a la par que en lo físico, en vez de satisfacer sus necesidades, habían venido a despertar en él innumerables afanes nuevos que jamás pueden verse saciados. Los valores de la cultura, nos dice Rousseau, son todos fantasmas a los que debemos renunciar, si no queremos vernos perennemente condenados a beber del tonel de las Danaidas.

Estas acusaciones russonianas conmovieron profundamente los cimientos del racionalismo del siglo XVIII. En esto estriba precisamente la gran influencia que sobre Kant ejerció Rousseau. Gracias a éste, se cree el filósofo de Konigsberg libre del mero intelectualismo y encaminado por una senda nueva. Ya no cree que la exaltación y el refinamiento de la cultura intelectual pueda llegar a resolver todos los enigmas de la existencia y a curar todos los males de la sociedad humana. La simple cultura del entendimiento no puede fundamentar el supremo valor de la humanidad; debe ser sobornada y tenida a raya por otros poderes.

Pero aun cuando se haya logrado el equilibrio moral-espiritual, aun cuando se garantice a la razón práctica su primacía sobre la razón teórica, no por ello dejará de ser vana la esperanza de poder saciar la sed de dicha del hombre. Kant está profundamente convencido del “fracaso de todos los intentos filosóficos en materia de teodicea”. No le queda, pues, otra solución que aquella extirpación radical del hedonismo que intenta llevar a cabo, en la fundamentación de su ética. Si la dicha constituyese la verdadera meta de las aspiraciones humanas, la cultura quedaría condenada inapelablemente. Sólo hay un camino para justificarla, y es aplicarle otro criterio de valor. Lo verdaderamente valioso no son los bienes mismos, que el hombre recibe como un verdadero regalo de la naturaleza y la Providencia. No, el verdadero valor debe buscarse en los propios actos del hombre y en aquello que, gracias a esos actos, llega a ser. De este modo, hace suya Kant la premisa de que parte Rousseau, pero no la conclusión a que éste llega. El grito russoniano de “¡Vuelta a la naturaleza!” podría devolver y asegurar la dicha al ser humano, pero con ello el hombre se divorciaría, al mismo tiempo, de su verdadero destino. Este destino, en efecto, no reside en lo sensible, sino en lo inteligible.
++++
Lo que la cultura promete al hombre, lo único que puede darle, no es la dicha misma, sino lo que hace digno de merecerla. La finalidad de la cultura no es la realización de la dicha sobre la tierra, sino la realización de la libertad, de la auténtica autonomía, que no representa el dominio técnico del hombre sobre la naturaleza, sino el dominio moral del hombre sobre si mismo.

Kant cree, con ello, haber convertido el problema de la teodicea de un problema metafísico en un problema puramente ético, y haberlo resuelto críticamente gracias a esta transformación. Pero no todas las dudas que contra el valor de la cultura pueden alegarse quedan esfumadas, ni mucho menos. Un nuevo y más profundo conflicto parece surgir inmediatamente en cuanto se trata de definir y precisar la nueva meta asignada a la cultura. ¿Puede, realmente, llegar a alcanzarla? ¿Es seguro que el hombre pueda rechazar en la cultura y gracias a ella su verdadera naturaleza “inteligible”, que puede llegar, por este camino, si no a la satisfacción de todos sus deseos, sí al desarrollo de todas sus capacidades y dotes espirituales?

Así sucedería, en efecto, si el hombre pudiese saltar por encima de las fronteras de la individualidad, y pudiese ensanchar su propio yo hasta proyectarlo sobre la totalidad de la humanidad. Pero cuando intenta precisamente lograr esto, es cuando siente más rotunda y dolorosamente las barreras que se le oponen. No debemos perder de vista, en efecto, que hay aquí un aspecto que amenaza y coarta la espontaneidad, la autonomía pura del yo, en vez de estimularla y exaltarla. Y quien ahonde en este aspecto del problema, lo comprenderá en toda su gravedad. En un ensayo titulado El concepto y la tragedia de la cultura, Georg Simmel ha planteado este problema con toda precisión. Pero duda de que pueda llegar a resolverse. Según este autor, la filosofía no puede hacer otra cosa que señalar el conflicto, pero sin prometer su solución.

La reflexión nos revela con mayor claridad, a medida que va ahondando en el problema, la estructura dialéctica de la conciencia de la cultura. Los progresos de la cultura van depositando en el regazo de la humanidad nuevos y nuevos dones; pero, el individuo se ve excluido de su disfrute en medida cada vez mayor. Y ¿para qué sirve, en realidad, una riqueza que jamás el yo puede llegar a transformar en acervo vivo? ¿No contribuye más bien a entorpecerle, en vez de liberarle?

Esta clase de reflexiones despliega ante nosotros el pesimismo cultural bajo su forma más aguda y más radical. Hemos dado con el punto más vulnerable, apuntando a un defecto del que ningún desarrollo espiritual puede liberarnos, pues va implícito en la esencia misma de este desarrollo. Los bienes creados por él crecen sin cesar, en cuanto al número, pero precisamente este crecimiento hace que dejen de sernos útiles. Conviértense, así, en algo meramente objetivo, en algo existente y dado de un modo real, pero que el individuo, el yo, no puede ya abarcar y captar. El yo se siente abrumado bajo su variedad y su peso, que crecen sin cesar. El individuo no extrae ya de la cultura la conciencia de su poder, sino solamente la certeza de su impotencia espiritual.
++++
La verdadera razón de esta “tragedia de la cultura” reside, según Simmel, en que la aparente interiorización que la cultura nos promete lleva siempre aparejada, en realidad, una especie de autoenajenación. Media entre el “alma” y el “mundo” un conflicto constante, una relación constantemente tensa, que amenaza convertirse, a la postre, en una relación sencillamente antitética. El hombre no puede tampoco conquistar el mundo espiritual sin infligir con ello un daño a su alma. La vida espiritual consiste en un progreso constante; la vida anímica en un retroceso cada vez más profundo sobre sí mismo. Por eso, los caminos y las metas del “espíritu objetivo” no pueden ser nunca los mismos que los de la vida subjetiva. Para el alma individual, todo aquello que no puede llenarse con ella misma se convierte necesariamente en áspera corteza. Y esta corteza va cubriéndola con una capa cada vez más espesa y menos frágil.

“A la vida vibrátil, incansable, desarrollada hasta el infinito, del alma que crea en un sentido cualquiera, se enfrenta su producto fijo, idealmente inconmovible, con el penoso efecto retroactivo de estancar y fosilizar aquella vivacidad; no pocas veces, parece como si la movilidad creadora del alma muriese al alumbrar su propio fruto. Al paso que la lógica de las formaciones y las conexiones impersonales esté cargada de dinámica, surgen entre éstas y los impulsos y normas interiores de la personalidad duras fricciones, que adoptan bajo la forma de la cultura en cuanto tal una peculiar condensación. Desde que el hombre se dice a sí mismo yo, desde que se ha convertido en objeto, por encima de sí y frente a si; desde que, a través de esta forma de nuestra alma sus contenidos desembocan todos en un centro; desde entonces, tenía necesariamente que ir creciendo, a base de esa forma, el ideal de que lo que aparece unido con el centro sea también una unidad armónica y cerrada y, por tanto, un todo capaz de bastarse a si mismo. Sin embargo, los contenidos sobre los que el yo ha de llevar a cabo esta organización de un universo propio y unitario no le pertenecen exclusivamente a él; estos elementos le vienen dados desde afuera, desde alguna exterioridad espacial, temporal o ideal, y constituyen al mismo tiempo los contenidos de otros mundos, sociales, metafísicos, conceptuales y éticos, en los que adoptan formas y conexiones recíprocas que no coinciden con las del yo… En esto consiste, propiamente, la tragedia de la cultura. Podemos, en efecto, considerar como un destino trágico -a diferencia de un acaecimiento simplemente triste o que descarga desde fuera sus efectos destructores- el que las fuerzas aniquiladoras dirigidas contra un ser emerjan de las más profundas capas de este ser mismo; y el que esta destrucción venga a realizar un destino que el propio ser de que se trata lleva en su entraña y que constituye, por decirlo así, el desarrollo lógico de aquella misma estructura con que ese ser ha construido su propia positividad.” [Simmel, Philosophische Kultur, Leipzig, 1911, pp. 251 ss., 265 ss.] ++++
El mal de que toda cultura humana adolece aparece pintado en este cuadro con tintas todavía más sombrías y desesperadas que en la pintura de Rousseau. Aquí aparece cerrado incluso el único camino de repliegue que Rousseau buscaba y postulaba. Simmel dista mucho de querer ordenar a la marcha de la cultura que haga alto, al llegar a un determinado sitio. Sabe que la rueda de la historia no gira nunca hacia atrás. Pero cree observar, al mismo tiempo, que con ello se agudizará cada vez la tensión entre los dos polos igualmente necesarios e igualmente legítimos, con lo que el hombre acabará viéndose irremediablemente entregado a un funesto dualismo. El profundo divorcio, la profunda hostilidad existente entre el proceso vital y creador del alma, de una parte, y de otra sus contenidos y productos, no admite arreglo ni conciliación de ninguna clase. Tiene que hacerse, por fuerza, tanto más sensible cuanto más rico e intensivo se haga en sí mismo este proceso y cuanto más se ensanche el círculo de contenidos sobre el que se proyecta.

Simmel parece hablarnos en el lenguaje del escéptico; pero nos habla, en realidad, en el del místico. El anhelo secreto de toda mística no es otro, en efecto, que el de sumirse pura y exclusivamente en la esencia del yo, para descubrir en ella la esencia de Dios. Cuanto se interfiere entre el yo y Dios es considerado para ella como un tabique de separación.

Y esto vale no menos para el mundo espiritual que para el mundo físico. Porque tampoco la existencia del espíritu es otra cosa que autoenajenación. Crea incesantemente nuevos nombres y nuevas imágenes; pero sin comprender que en esta obra de creación no se acerca a lo divino, sino que se aleja más y más de ello. La mística debe negar necesariamente todos los mundos figurados de la cultura, liberarse del “nombre y la imagen”. Exige de nosotros que renunciemos a todos los símbolos y los hagamos añicos. Y no lo hace animada por la esperanza de que por este camino podamos llegar a conocer la esencia de lo divino. El místico sabe y está profundamente convencido de que todo conocimiento no hace sino girar en el círculo de los símbolos. La meta que él se propone es, sin embargo, otra y más alta. Aspira a que el yo, en vez de entregarse al vano intento de captar y comprender lo divino, se funda en unidad con ello. Toda pluralidad es un engaño, ya se trate de una pluralidad de cosas o de una pluralidad de imágenes o de signos.

Sin embargo, al expresarse así, al renunciar aparentemente a toda sustancialidad del yo individual, lo que hace, en cierto modo, es retener y corroborar precisamente esta sustancialidad. Considera, en efecto, el yo como algo determinado en si, que debe afirmarse en esta determinabilidad, y no perderse en el mundo.

Abellio, Raymond (29) Antiguidade (26) Aristotelismo (28) Barbuy, Heraldo (45) Berdyaev, N A (29) Bioética (65) Bréhier – Plotin (395) Coomaraswamy, Ananda (473) Enéada III, 2 (47) (22) Enéada IV, 3 (27) (33) Enéada IV, 4 (28) (47) Enéada VI, 1 (42) (32) Enéada VI, 2 (43) (24) Enéada VI, 3 (44) (29) Enéada VI, 7 (38) (43) Enéada VI, 8 (39) (25) Espinosa, Baruch (37) Evola, Julius (108) Faivre, Antoine (24) Fernandes, Sergio L de C (77) Ferreira da Silva, Vicente (21) Ferreira dos Santos, Mario (39) Festugière, André-Jean (41) Gordon, Pierre (23) Guthrie – Plotinus (349) Guénon, René (699) Jaspers, Karl (27) Jowett – Platão (501) Kierkegaard, Søren Aabye (29) Lavelle, Louis (24) MacKenna – Plotinus (423) Mito – Mistérios – Logos (137) Modernidade (140) Mundo como Vontade e como Representação I (49) Mundo como Vontade e como Representação II (21) Míguez – Plotino (63) Nietzsche, Friedrich (21) Noções Filosóficas (22) Ortega y Gasset, José (52) Plotino (séc. III) (22) Pré-socráticos (210) Saint-Martin, Louis-Claude de (27) Schuon, Frithjof (358) Schérer, René (23) Sophia Perennis (125)