Sloterdijk (SM): filósofo enquanto médico da cultura

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Nuestra historia sólo puede contarse si en realidad nos tomamos en serio que hemos sido privados de toda ingenuidad ante hechos como la madre, las iglesias o el cosmos. En tanto que somos hombres modernos no podemos ya disfrutar directamente de los privilegios que el proyecto Alma del Mundo brindaba a su clientela. Si todavía pudiéramos decir con Tales «todo está lleno de dioses»; si todavía pudiéramos definir con Platón el cosmos como un enorme ser vivo recorrido por el pálpito de una única aura de sentido; si todavía, además, pudiéramos idealizar la Naturaleza como una buena madre, entonces seguiríamos, como antes, instalados sobre el terreno de la metafísica clásica o de sus descendientes religiosos en la época moderna. Todas las cosmovisiones que todavía consiguen ver la extensión de lo animado hasta el margen de lo existente no son sino metafísica clásica o derivados de ella. Algo que vale especialmente para los neoholistas y otros iniciados, pero que también puede extenderse a algunos neomesiánicos que se recalientan al abrigo de su propia generosidad.

Por lo que a mí concierne, en cambio, pertrechado con la teoría y vanguardia del desengaño de nuestro siglo, no tengo más remedio que partir de la constatación de que el proyecto Alma del Mundo ha fracasado, así como del hecho de que tenemos que darnos por satisfechos si conseguimos cultivar pequeñas islas de animación. Una vez que comprendemos mejor el carácter construido e insular de las zonas habitables por el hombre, nos las veremos más inteligentemente con recursos tan escasos como la simpatía, la iniciativa o la atmósfera. En el mundo moderno los hombres se pueden enfriar de una manera monstruosa, pueden contraer un catarro ontológico incurable o experimentar la soledad y el desamparo, la depresión y el retiro del sentido, situaciones para las que con frecuencia no existen ya remedios disponibles. Siendo conscientes de esta situación, podremos interpretar esta carpa de oxígeno que llamamos cultura y en donde nosotros existimos, por un lado, de un modo más cuidadoso y, por otro, más técnico de lo que hacemos por lo general. Ésta es la situación de partida radicalmente moderna que yo doy por supuesta a lo largo de mis investigaciones. Quien no quiere pensar al margen de la ilusión del mundo de la vida, quien no desea plantear preguntas técnicas, quien no tiene ningún interés en participar en análisis del tipo «cómo es posible un espacio que responda a las motivaciones», éste es, a mis ojos, un mero pasajero, un simple consumidor de las producciones culturales, no un teórico de la cultura. Lamentablemente, la mayoría de los profesores de filosofía responde al perfil de este pasajero.

Es decir, parto de un cuidado generalizado terapéuticamente. Planteo la siguiente reflexión: si el filósofo, siguiendo la definición nietzscheana del médico de la cultura, quiere estar a la altura de las circunstancias, no puede por menos de impulsar un debate en torno al espacio humano que es digno de ser habitable; tiene que convertirse en un inmunólogo de la cultura, y arrostrar la pregunta de cómo este invernadero humano puede instalarse y climatizarse. Él se ocupará de los sentimientos de integridad humanos desestabilizados que han sufrido y sobrevivido a la modernización, y se preguntará, entretanto, qué debe hacer para impulsarlos. Esferas debe ser comprendido a partir de este planteamiento filosófico de medicación cultural. Ésta es la razón de que en el primer volumen hiciera tanto hincapié en lo importante que es radicalizar ese ingenuo concepto, bélico a la vez que evocador, que es la solidaridad, e investigarlo teóricamente a la luz de sus presupuestos fundamentales. Un término jalonado por una historia bastante novelesca: la que va de la derecha francesa, donde hacía referencia a la responsabilidad mutua de los compañeros, pasando por el saint-simonismo y el primer socialismo, y llega a las modernas seguridades sociales anónimas. Hoy en día irrumpe el fantasma de una solidaridad con los extraños y la provocación de una solidaridad entre disimilares, razón de más para reflexionar de nuevo acerca de los cimientos necesarios para crear un poder recíproco responsable y común entre hombres en un espacio sentimental y valorativo común.

Por otra parte, yo ya aplico el apelativo de «médico de la cultura» a Platón, y afirmo que él fue el inmunólogo jefe de la edad de mundo metafísica. Él fue el primero en explicar el universo como tal, el cosmos, como una forma de inmunidad. Quizá sea ésta la razón de que las doctrinas de sabiduría antiguas sigan todavía cerniéndose a menudo sobre nosotros con un aura tan atractiva: ellas versan en cierta medida sobre solidaridades cósmicas y sobre la no indiferencia recíproca entre estrellas, animales, plantas, piedras y hombres. Esto mismo resulta válido para la teología clásica, que no es otra cosa que la doctrina de las razones y formas de trato de la solidaridad entre Dios y alma. Ante este telón de fondo, se impone para nosotros esta pregunta: ¿cómo podemos inmunizarnos aún si ya no disponemos de una forma de solidaridad o protección que sea tan poderosa como la que Platón denominó una vez «cosmos» o la que entre los cristianos se llamaba «Dios»?

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