Excertos do capítulo referente à “Crítica da Razão Pura”, do livro “Kant, Vida y Doctrina” de Ernst Cassirer. Trad. Wenceslao Roces. Fondo de Cultura Económica, 1948.
LAS GRANDES IDEAS CENTRALES
Las reflexiones de la crítica de la razón parten del concepto de la metafísica y de las vicisitudes por las que este concepto ha atravesado a lo largo de los tiempos y en el cambio de éstos. La contradicción interna por la que pasa toda la historia de la metafísica consiste en que esta disciplina, que pretende ser la instancia suprema, inapelable, para el problema del “ser” y de la “verdad”, no ha sido todavía capaz de crear dentro de sus propios dominios una norma de certeza. La sucesión de sistemas parece desafiar a todo intento de acomodarse a la “trayectoria segura de una ciencia”.
Sin embargo, aunque la metafísica parezca imposible como ciencia, a juzgar por las experiencias de su historia, es necesaria, a pesar de todo, como “dote natural”. Todo intento de resignación ante sus. problemas fundamentales se revela en seguida como falso y engañoso. Ninguna decisión de voluntad, ninguna demostración lógica, por sagaz que ella sea, son capaces de desviarnos de los problemas que se nos plantean aquí. El dogmatismo, que no nos enseña nada, y el escepticismo, que además de no enseñarnos nada no nos promete tampoco nada, muéstrense igualmente inaceptables como solución del problema de la metafísica.
Hemos llegado, pues, al cabo de todos los esfuerzos espirituales desplegados a través de los siglos, a un punto en que, al parecer, no podemos avanzar ni retroceder, en el que es tan imposible resolver los problemas que se resumen bajo el concepto y el nombre de metafísica como renunciar a su solución.
“El matemático, el hombre de ingenio, el filósofo de la naturaleza, ¿qué consiguen al hacer a la metafísica blanco de sus burlas jactanciosas? Dentro de ellos suena una voz que los incita constantemente a realizar un intento dentro del campo metafísico. Si como hombres no buscan su meta final en la satisfacción de los designios de esta vida, no pueden por menos de preguntarse: ¿Quién soy yo? ¿De dónde procede el universo? Y el astrónomo se ve más acuciado que nadie a preguntas como éstas. No puede por menos de indagar algo que satisfaga estas sus inquietudes. Pues bien, con el primer juicio que emita acerca de estos problemas entrará en el terreno de la metafísica. ¿O acaso quiere confiarse, sin guía alguna, a la persuasión que pueda irse formando en él, a pesar de no disponer de un mapa del terreno que pretende , recorrer? En medio de esta oscuridad se enciende la antorcha de la crítica de la razón pura, pero ésta no alumbra precisamente las regiones para nosotros misteriosas situadas más allá del mundo de los sentidos, sino los rincones oscuros de nuestro propio entendimiento.”
Por tanto, la Crítica de la razón pura no viene a someter a un nuevo tratamiento y a iluminar de un modo nuevo el objeto de la metafísica, pero nos ayuda a comprender con mayor profundidad que antes su problema y a descubrir las primeras raíces de aquélla en nuestro “entendimiento”.
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Queda expresado así el primer contraste característico de la teoría de Kant con los sistemas anteriores a él. La metafísica antigua era ontología: partía de ciertas aseveraciones generales sobre el “ser” puro y simple, intentando penetrar luego en el conocimiento de las funciones especiales de las cosas. Y esto es aplicable, en el fondo, tanto a aquellos sistemas que se presentaban con la etiqueta de doctrinas “empíricas” como a los que abrazaban el punto de vista del “racionalismo”. En efecto, aunque el “empirismo” y el “racionalismo” se diferencien en cuanto a su modo de concebir los medios de conocimiento específicos con que nos apropiamos el ser, ambos profesan la concepción fundamental común de que semejante ser “existe”, de que existe una realidad de las cosas que el espíritu tiene que asimilarse y reflejar dentro de sí. Por tanto, de cualquier modo que enfoquemos esto en lo particular, quedará siempre en pie una cosa, a saber: que ambas concepciones arrancan de una determinada afirmación acerca de la realidad, acerca de la naturaleza de las cosas o del alma, de la que luego derivan todas las demás tesis como conclusiones.
He aquí el punto en que se presenta la primera objeción de Kant y su primer postulado. Ese orgulloso nombre de ontoiogía, que se atreve a formular, en doctrinas sistemáticas, conocimientos necesarios y de validez absoluta acerca de las “cosas en general” tiene que ceder el puesto al modesto título de una simple analítica del entendimiento puro.” Y así como aquélla empieza preguntándose qué es el ser para luego poner de manifiesto cómo “se revela al entendimiento”, es decir, cómo toma cuerpo y se expresa en conceptos y conocimientos, ésta debe arrancar, por el contrario, de la definición de lo que significa en general el problema del ser; es decir, para la primera el ser es el punto de partida; para la segunda es, simplemente, un problema o un postulado. Mientras que antes se tomaba cualquier estructura determinada del mundo de los objetos como un comienzo seguro y el problema consistía simplemente en mostrar cómo esta forma de la “objetividad” se trocaba en la forma de la “subjetividad”, en conocimientos y en ideas, ahora se exige que antes de formular ninguna teoría acerca de este tránsito de lo objetivo a lo subjetivo se explique qué significan en términos generales el concepto de la realidad y el postulado de la objetividad. Pues la “objetividad” —cosa que ahora se ve, pero que no se había visto antes– no es precisamente un estado de cosas primigenio y no susceptible ya de seguir siendo desintegrado, sino que es un problema originario de la “razón”, problema que tal vez no pueda ser resuelto íntegramente, pero acerca de cuyo sentido cabe rendir, desde luego, cuentas completas y seguras.
Claro está que todo esto podía parecer todavía oscuro, pero se aclara inmediatamente tan pronto como nos remontamos a aquel primer embrión de la crítica de la razón que Kant nos pone de manifiesto en su carta a Hetz del año 1772. En ella, dice Kant que el problema de saber en qué se basa la relación de lo que llamamos idea dentro de nosotros con el objeto sobre que recae constituye “la clave de todo el misterio, hasta ahora oculto, de la metafísica”. Las teorías anteriores sobre este punto no le aclaraban nada, pues o bien trataban de reducir el problema a la simple “receptividad” del espíritu, que no explicaba, ni mucho menos, la capacidad de éste para remontarse a conocimientos universales y necesarios, o bien, al reconocerle esta capacidad, acababan atribuyéndola en última instancia a cualquier deus ex machina innato a ella en consonancia con la “naturaleza de las cosas”.
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Esta solución mítica es, en el fondo, tan innecesaria como poco satisfactoria desde el momento en que se comprende que el problema general del objeto del conocimiento no es tanto un problema de metafísica como un problema de lógica. En efecto, la antítesis que establecemos entre la “idea” y el “objeto” no entraña, en realidad, dos caracteres fundamentalmente distintos del ser absoluto, sino una determinada cualidad y orientación del juicio: Asignamos el atributo de la “objetividad” a una determinada combinación de contenidos, la consideramos como expresión del “ser” cuando tenemos razones para suponer que la forma que esta combinación adopta no es simplemente una forma fortuita y caprichosa, sino una forma necesaria y de validez general. Por el momento, aún no sabemos qué es lo que nos da derecho a suponer esto: en todo caso, es este supuesto, no sólo el que sirve de base a toda nuestra conciencia de la verdad y de la validez objetiva de una manifestación, sino también aquello en que, en rigor, consiste esta conciencia. Dicho en otros términos, no es que se nos den tales o cuales “cosas” con respecto a las cuales puedan luego adquirirse ciertos conocimientos necesarios, sino que es la seguridad de estos conocimientos la que se expresa, aunque sea en términos distintos, en la afirmación de un “ser”, de un “mundo” y de una “naturaleza”.
Es cierto que en la carta a Herz no se llegaba todavía hasta esta nitidez en el planteamiento del problema y en su solución; es la Crítica de la razón pura la que los ilumina con esta claridad, en los capítulos decisivos sobre la “deducción trascendental de las categorías”.
“Es, pues, necesario —vuelve a insistir este pasaje de la obra, con una fuerza especial— ponerse de acuerdo aquí acerca de lo que se entiende por la expresión de objeto de las ideas… ¿Qué se entiende, por tanto, cuando se habla de un objeto que corresponde al conocimiento o difiere de él? Es fácil comprender que este objeto sólo puede y debe concebirse como algo = X, ya que fuera de nuestro conocimiento no tenemos nada que podamos enfrentarle como algo correspondiente a él. Pero encontramos que nuestra idea de la relación de todos los conocimientos con su objeto entraña algo necesario, ya que éste se considera, en efecto, como aquello que se opone a que nuestros conocimientos se determinen al buen tuntún o caprichosamente y quiere que se determinen a priori de un determinado modo, puesto que, debiendo relacionarse con un objeto, deben también coincidir los unos con los otros con respecto a éste, es decir, poseer aquella unidad que corresponde al concepto de un objeto… Y entonces decimos: conocemos el objeto cuando hemos llegado a una unidad sintética dentro de la variedad de la intuición… Así concebimos un triángulo como objeto al tener conciencia de la agrupación de tres líneas rectas conforme a una regla a tono con la cual tenemos que representárnoslo siempre. Ahora bien, esta unidad de la regla determina todo lo múltiple y lo circunscribe dentro de condiciones que hacen posible la unidad de la apercepción; el concepto de esta unidad es la idea del objeto = X que concibo mediante los predicados mentales de un triángulo.”
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Por consiguiente, la necesidad del juicio no proviene de la unidad de un objeto detrás del conocimiento y más allá de él, sino que es esta necesidad lo que constituye para nosotros el único sentido concebible de la idea del objeto. Quien comprenda sobre qué descansa esta necesidad y en qué condiciones constitutivas se funda, habrá conseguido resolver el problema del ser en la medida en que es susceptible de solución desde el punto de vista del conocimiento. Pues no es la existencia de un mundo de cosas lo que hace que exista para nosotros, como su trasunto y reflejo, un mundo de conocimientos y verdades, sino a la inversa: es la existencia de juicios incondicionalmente ciertos —de juicios cuya validez no depende ni del sujeto empírico concreto que los emite ni de las condiciones empíricas y temporales concretas en que se emiten— la que hace que exista para nosotros una ordenación que debe ser considerada, no simplemente como una ordenación de impresiones e ideas, sino también como una ordenación de objetos.
Queda caracterizado así, de una vez por todas, el punto de partida de la teoría kantiana y la oposición en que se siente con respecto a toda la formulación anterior de los problemas metafísicos. El propio Kant recurre para expresar esta contraposición, en el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, a aquel famoso símil en que compara su “revolución del modo de pensar” a la hazaña de Copérnico.
“Hasta aquí —dice Kant— entendíase que todos nuestros conocimientos debían ajustarse a los objetos; pero, partiendo de esta premisa, se venían a tierra todos los intentos que se hacían para averiguar a priori algo acerca de ellos por medio de conceptos que ampliaran nuestro conocimiento. Por eso debemos esforzarnos en ver si no conseguiremos mejores resultados en los problemas de la metafísica partiendo del supuesto de que los objetos deben ajustarse a nuestro conocimiento, el cual coincidirá mejor así con la postulada posibilidad de un conocimiento a priori de los mismos que nos diga algo acerca de los objetos antes que éstos nos sean dados. Ocurre con esto algo así como con las primeras ideas de Copérnico, el cual, después de comprobar que no progresaba gran cosa en la explicación de los movimientos celestes a base del supuesto de que todo el firmamento giraba alrededor del que lo contemplaba, decidió ver si no daría mejor resultado el hacer que girase el espectador y que los astros permaneciesen quietos.”
El hacer “girar al espectador”, del modo en que aquí se entiende, consistirá en que dejemos desfilar ante nosotros todas aquellas funciones de conocimiento de que dispone en general la “razón” y nos las vayamos representando una por una en cuanto a su tipo de vigencia necesario y al mismo tiempo determinado y deslindado de un modo característico. Tampoco en el cosmos del conocimiento racional podemos aferramos, rígidos e inmóviles, a un determinado punto, sino que debemos ir midiendo progresivamente toda la serie de posiciones sucesivas que podemos adoptar ante la verdad y ante el objeto.
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Existe para nosotros una determinada forma de objetividad, que llamamos la objetividad espacial de las cosas: debemos esforzarnos en comprenderlas y determinarlas, no partiendo de la existencia de un espacio universal “absoluto”, sino indagando y analizando las leyes de la construcción geométrica; aquellas leyes que son las que hacen surgir ante nosotros, en construcción continua, los puntos y las líneas, las superficies y los cuerpos. Existe para nosotros una cohesión y un enlace sistemático entre las figuras de los números, de tal modo que cada número ocupa un puesto fijo dentro del conjunto de ellos y mantiene nexos con todos los demás miembros que lo forman: y no tenemos más remedio que concebir esta cohesión como necesaria, en cuanto que no tomamos como base de ella más dato que el método general con arreglo al cual, partiendo de la cifra “uno”, construímos el reino todo de los números a base de sus primeros elementos y con arreglo a un principio permanente e invariable. Y existe, finalmente, aquel conjunto de los cuerpos físicos y las fuerzas físicas que, en sentido estricto, solemos designar como el mundo de la “naturaleza”; pero tampoco podemos partir en él, para comprenderlo, de la existencia empírica de los objetos, sino de la peculiaridad de la función empírica de conocimiento, de aquella “razón” que va implícita en la experiencia misma y en cada uno de sus juicios.
Pero tampoco con esto hemos llegado al término del camino por el que nos conduce la investigación crítica. La metafísica como teoría del ser, como ontología general, sólo conoce en el fondo un tipo de objetividad, sólo conoce sustancias materiales o inmateriales que “existen” y permanecen bajo una forma cualquiera. Pero para el sistema de la razón existen necesidades inmanentes puras y existen también, por tanto, pretensiones objetivas de validez que, como tales, no pueden expresarse ya bajo la forma de la “existencia”, sino que pertenecen a un tipo nuevo y completamente distinto.
De está clase es aquella necesidad que se manifiesta en los juicios éticos y estéticos. Y también “existen” en un sentido cualquiera el “reino de los fines”, cuya imagen traza la ética, y el reino de las formas puras, que nos es revelado por el arte, ya que» tienen una existencia fija, independiente de todo capricho individual. Lo que ocurre es que esta existencia no es igual ni comparable tampoco de algún modo, en el fondo, a la existencia empírica de las cosas en el espacio y en el tiempo, puesto que descansa sobre principios propios y peculiares de plasmación. Y de esta diferencia característica de principio se desprende que el mundo del deber y el mundo de la forma artística tienen que ser, para nosotros, necesariamente distintos del mundo de la existencia.
Como se ve, es la variedad con que nos encontramos dentro de la razón misma, en sus orientaciones y planteamientos fundamentales, lo que sirve de vehículo a la variedad de los objetos y los explica. Y necesariamente debemos llegar a un conocimiento sistemático y completo de ella, ya que el concepto de la razón consiste precisamente en que “podamos rendir cuentas de nuestros conceptos, opiniones y afirmaciones, ya sea a base de razones subjetivas o, suponiendo que éstas sean mera apariencia, a base de razones subjetivas”. La revolución que de este modo se introduce en el modo de pensar consiste en arrancar de la reflexión de la razón sobre sí misma, sobre sus premisas, principios y problemas: la reflexión sobre los “objetos” vendrá después, después de dejar bien sentado aquel punto de partida.
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En estos primeros pasos queda trazada, al mismo tiempo, la modalidad peculiar de dos importantes conceptos fundamentales que tienen una significación decisiva para el planteamiento del problema de la crítica de la razón. Ateniéndonos a lo que encierra de característico la actitud “coperniciana”, lograremos llegar a una interpretación completa y exhaustiva del concepto kantiano de la “subjetividad” y del concepto kantiano de lo “trascendental”. Y sólo partiendo de aquí comprenderemos totalmente que ambos conceptos se completan y determinan mutuamente, ya que la nueva reloción establecida entre ellos constituye precisamente lo esencial y lo peculiar del nuevo contenido que la crítica de la razón les infunde.
Para empezar con el concepto de lo “trascendental”, Kant explica que da este nombre a todo conocimiento que no verse tanto sobre los objetos como sobre nuestro modo de conocerlos, siempre y cuando sea posible a priori este conocimiento. “De aquí que no tengan, ni mucho menos, el carácter de ideas trascendentales apriorísticas el espacio ni una determinación geométrica cualquiera del mismo, sino que lo único que puede llamarse trascendental es el conocimiento de que estas ideas no tienen en modo alguno origen empírico y la posibilidad de recaer también a priori sobre los objetos de la experiencia.”
Y asimismo veremos — si seguimos desarrollando esta idea — que tampoco los conceptos de magnitud y número, de permanencia o de causalidad pueden ser considerados como conceptos “trascendentales” en sentido estricto, sino que esta denominación sólo puede aplicarse, en rigor, a la teoría que nos enseña que la posibilidad de cualquier conocimiento de la naturaleza descansa en ellos como en condiciones esenciales y necesarias. Ni siquiera el concepto de la libertad puede ser llamado “trascendental” si se lo enfoca de por sí, pues este calificativo debe reservarse para el conocimiento de qué y cómo la peculiaridad de la conciencia del deber y, por tanto, toda la estructura del reino del “deber” moral tienen que tomar como base necesariamente el dato de la libertad.
Ahora ya comprendemos en qué sentido, desde el punto de vista de la consideración puramente “trascendental”, puede y debe reconocerse el atributo de la subjetividad a todos esos conceptos fundamentales: a los conceptos de espacio y tiempo, de magnitud y número, de sustancialidad y causalidad, etc. Esta subjetividad dice exactamente lo mismo que la idea coperniciana de que debe girar el espectador y no el universo; indica el punto de partida, no del objeto, sino de ciertas leyes específicas del conocimiento, a que hay que reducir una determinada forma de objetividad (ya sea de tipo teórico o ético o estético).
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Una vez que se ha sabido comprender esto, desaparece inmediatamente aquel sentido secundario de lo “subjetivo” que lleva aparejada la apariencia de lo individual y lo caprichoso. Con el sentido que aquí se le da, el concepto de lo subjetivo expresa siempre la fundamentación en un método necesario y en una ley general de la razón. Así, por ejemplo, el giro subjetivo que da Kant a la teoría del espacio no significa precisamente que la “esencia” del espacio deba determinarse por medio de la análisis de la “idea de espacio” y la enumeración de los distintos factores psicológicos que en ella concurren, sino que la comprensión de esta esencia se deriva y depende de la comprensió» de la naturaleza del conocimiento geométrico. ¿Qué tiene que ser el espacio —se pregunta la reflexión transcendental— para que sea posible llegar a este conocimiento de él, para que sea posible un saber que sea, como el contenido de los axiomas geométricos, al mismo tiempo general y concreto, incondicionalmente cierto y puramente intuitivo?
Partir de la peculiaridad de la función de conocimiento para determinar en ella la peculiaridad del objeto del conocimiento: tal es la “subjetividad” que aquí se preconiza, la única de que aquí se trata. Y del mismo modo que el conjunto de los números se deriva del “principio” de la numeración y que la ordenación de los objetos en el espacio y de los acaecimientos en el tiempo es derivada de los principios y condiciones del conocimiento empírico, de las “categorías” de la causalidad y la interdependencia, en otro orden de problemas nos encontramos con que la forma de los imperativos éticos sobre los que descansa para nosotros todo deber puede explicarse partiendo de la certeza fundamental que el pensamiento de la libertad nos asegura. Ya no cabe confundir esta subjetividad de la “razón” con la subjetividad del capricho o de la “organización” psicofísica, pues precisamente para eliminar ésta es para lo que aquélla se establece y proclama.
Este criterio fundamental a que nos estamos refiriendo se destaca más claramente todavía que en la Crítica de la razón pura en algunas de las reflexiones y los apuntes sueltos de Kant, a la luz de los cuales podemos seguir en detalle el modo como van estableciéndose el nuevo significado y la nueva relación de los conceptos fundamentales. Algunas de estas reflexiones parecen datar todavía del período anterior a la definitiva redacción de la Crítica de la razón pura y registrar más bien la fase de la gestación que la del pensamiento ya plasmado. Pero aun en aquellos casos en que no cabe poner de manifiesto esta relación cronológica, esas reflexiones y consideraciones fluctuantes nos permiten restablecer la trayectoria de los distintos conceptos de una manera más viva y más diáfana que la exposición de los resultados finales.
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“¿Acaso la metafísica puede inventar algo? —se pregunta Kant, en una de estas reflexiones—. Sí puede en lo que se refiere al sujeto, pero no en lo tocante al objeto.” Es evidente que esta aseveración sólo señala de un modo imperfecto el nuevo giro del pensamiento kantiano, pues si nos atuviésemos exclusivamente a ella sólo podríamos admitir la existencia de una metafísica que, aun no pudiendo ofrecernos ninguna idea nueva sobre las cosas, sí podría ofrecernos ideas nuevas’ acerca del “alma” y que, por lo tanto, en nada se diferenciaría, sustancialmentè, de los anteriores sistemas dogmáticos del “espiritualismo”.
Por eso el filósofo establece una fórmula sustancialmentè más precisa de esta antítesis fundamental cuando, en otro sitio, dice con palabras concisas y tajantes que la metafísica no trata de objetos, sino de conocimientos.” Estas palabras vienen a complementar y a poner bien en claro la “subjetividad” a que tiende la metafísica, que no es la “subjetividad” de la “naturaleza humana”, tal como la entendían Locke y Hume, sino la que se manifiesta en las ciencias, en el método de la construcción geométrica o en el de la numeración aritmética, en la observación y la medición empíricas o en la realización de los experimentos físicos. “Lo verdaderamente filosófico en toda filosofía —leemos, por tanto, en otra de estas reflexiones— es la metafísica de la ciencia. Todas las ciencias en que se emplea la razón tienen su metafísica.”
Y así se señala definitivamente en qué sentido se abandona el camino de la antigua ontologia, camino dogmáticamente objetivo, manteniéndose, sin embargo, el concepto de la metafísica y ahondándolo en el sentido de lo “subjetivo”. Lo “objetivo” de las ciencias —podríamos decir ajustándonos al pensamiento de Kant— son sus enseñanzas; lo “subjetivo”, sus principios. Por ejemplo, consideramos “objetivamente” la geometría cuando, ateniéndonos exclusivamente a su contenido teórico, vemos en ella un concepto de normas sobre las formas y las relaciones dentro del espacio; y la contemplamos “subjetivamente” cuando, en vez de indagar sus resultados, investigamos más bien los principios de su estructura, los axiomas fundamentales que no rigen solamente tal o cual forma dentro del espacio, sino todo lo que se refiera al espacio como tal.
Tal es la orientación del problema que Kant habrá de seguir infaliblemente a partir de ahora. “Metafísica es la ciencia de los principios de todo conocimiento a priori y de todo conocimiento que se derive de estos principios. La matemática encierra estas clases de principios, pero no es una ciencia que verse sobre la posibilidad de ellos.”
Se nos revela aquí, al mismo tiempo, otro aspecto peculiar de la determinación kantiana de este concepto. También la filosofía trascendental se propone tratar, y tiene necesariamente que tratar, de las distintas formas de la objetividad; lo que ocurre es que las formas objetivas sólo son asequibles a ella y sólo pueden ser captadas por ella a través de una determinada forma de conocimiento. Por eso el material a que tiende y sobre el que se proyecta es siempre un material en cierto modo ya formado. Lo que el análisis trascendental trata de descubrir y poner de manifiesto es cómo se representa la “realidad” vista a través del medio de la geometría o de la física matemática, o qué significa, contemplada a la luz de la intuición artística o desde el punto de vista del deber moral.
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En cambio, no tiene ya ninguna respuesta que dar a la pregunta de qué sea esta realidad “de por sí” y desligada de toda relación con las concepciones espirituales específicas. Llevada de la mano de esta pregunta, la filosofía volvería a perderse en el vacío de la abstracción y dejaría de pisar terreno firme. La “metafísica”, si quiere tener derecho a reclamar para sí un determinado contenido, debe ser metafísica de las ciencias, teoría de los principios de la matemática y del conocimiento de la naturaleza, o bien metafísica de la moral, del derecho, de la religión, de la historia.
Y si resume en la unidad de un problema todas estas múltiples direcciones y manifestaciones objetivamente espirituales, no es para que desaparezcan dentro de esta unidad, sino para iluminar y esclarecer cada una de ellas con sus características propias y en su peculiar condicionalidad.
Por donde la filosofía tiene necesariamente como punto de partida la totalidad dada de la cultura espiritual; pero no se limita a recogerla como algo dado, sino que trata de aclarar su estructura y las normas de validez general que la dominan y gobiernan. Es ahora, y sólo ahora, cuando se comprende en todo su alcance la frase de Kant de que la antorcha de la crítica de la razón no tiene por qué iluminar las zonas para nosotros misteriosas que quedan más allá del mundo de los sentidos, sino los rincones oscuros de nuestro propio entendimiento. Por “entendimiento” no debe entenderse aquí, en modo alguno, en sentido empírico, la capacidad psicológica de discernimiento del hombre, sino, en un sentido puramente trascendental, la totalidad de la cultura del espíritu. Significa, en primer lugar, aquel conjunto a que damos el nombre de “ciencia” y sus premisas axiomáticas, y en segundo lugar, en un sentido amplio, todas aquellas “ordenaciones” de tipo intelectual, ético o estético que pueden demostrarse y ejecutarse por medio de la razón.
Lo que en la vida empírico-histórica de la humanidad aparece suelto y aislado, tarado de toda una serie de caprichos y circunstancias fortuitas, es lo que la crítica trascendental tiene que ver como algo necesario a base de sus primeros “fundamentos” y concebirlo y exponerlo como sistema. Y así como toda forma concreta dentro del espacio se halla vinculada a la ley general, basada ya en la simple forma de lo que aparece “junto”, en la intuición todo el “qué” de las realizaciones de la razón se reduce en última instancia a un peculiar “cómo” de ésta, a una fundamental modalidad suya que acredita y revela en todas sus manifestaciones.
La filosofía no tiene ya territorio propio y privativo, una órbita especial de contenidos y objetos, exclusiva suya y en la que no pueda entrar ninguna otra ciencia, pero es ella la que concibe la relación de las fundamentales funciones del espíritu en su verdadera universalidad y profundidad: en una profundidad inasequible a ninguna de ellas. El universo se ha distribuido entre las distintas disciplinas teóricas y entre las fuerzas productivas concretas del espíritu; pero el cosmos de estas fuerzas mismas, su variedad y su organización, es el nuevo “objeto” que la filosofía ha salido ganando a cambio de aquél.
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Empecemos, para aclarar esto en detalle, por la estructura de la matemática. De lo que aquí se trata, ahora, no es tanto de desarrollar en lo particular el contenido de los principios matemáticos como de poner de manifiesto el método general sin el cual no podrían existir para nosotros “principios”, es decir, con ayuda del cual podemos comprender cómo cualquier operación específica realizada dentro del espacio o cualquier operación especial consistente en contar o en medir se halla sujeta a condiciones generales originarias, de las que no se puede desprender. Toda proposición o toda prueba geométrica se basa en una intuición concreta y, por tanto, aislada, suelta; sin embargo, ninguna de estas pruebas versa sobre lo aislado, sino que, partiendo de ello, pasa inmediatamente a formular un juicio sobre una totalidad infinita de formas. No es de éste o aquel triángulo, de éste o del otro círculo, sino “del” triángulo o “del” círculo en general, del que se predican tales o cuales propiedades.
Ahora bien, ¿qué es lo que nos autoriza, en este caso, a remontarnos de lo concreto, que es lo único que la intuición nos revela, a la totalidad de los casos posibles, que como algo ilimitado que ès no puede ser captado por ninguna idea empírica? ¿Cómo conseguimos convertir un contenido parcial y limitado en exponente de una declaración que, como tal, no se refiere solamente a él, sino que trata de regir para un conjunto infinito que por medio de él “nos representamos”?
Para contestar a estas preguntas basta, según Kant, con que nos representemos el método peculiar de la geometría científica tal y como de hecho se practica y como se ha desarrollado históricamente. Si la geometría, que empezó siendo una disciplina puramente rudimentaria, un simple arte práctico de medir, se elevó al rango de un conocimiento teórico fundamental, lo debió, pura y exclusivamente, a una “revolución en cuanto al modo de pensar” totalmente análoga a la que examinábamos antes con respecto a la filosofía trascendental.
“No se ha conservado la historia de esta revolución operada en el modo de pensar, mucho más importante que el descubrimiento de la ruta en torno al famoso promontorio y del hombre afortunado que lo llevó a cabo. Pero la leyenda que nos ha trasmitido Diógenes Laercio, quien perpetúa los nombres de los supuestos descubridores de los elementos de las demostraciones geométricas menos importantes y que ni siquiera necesitaban de prueba con arreglo al juicio general de las gentes, atestigua que el recuerdo del cambio introducido por el primer rastro del descubrimiento de este camino debió de tener una importancia extraordinaria para los matemáticos, haciéndose de ese modo inolvidable. El primero que demostró el triángulo equilátero (fuese Tales o quien haya sido) vio ya una luz en el horizonte, pues se dio cuenta de que no necesitaba aprender de lo que veía en la figura ni en el simple concepto de ella, o copiar sus propiedades, sino que tenía que representarse el modo como la concebía y se la imaginaba por medio de conceptos a priori (mediante la construcción) y de que, para saber algo a priori con certeza, no necesitaba atribuir a la cosa nada que no se desprendiera necesariamente de su mismo concepto.”
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Si para desarrollar una prueba geométrica necesitásemos seguir las huellas de la figura de que se trata; si la tuviésemos ante nosotros como un objeto fijo del que sólo tuviéramos que reproducir las distintas propiedades por medio de la observación, el juicio geométrico no podría trascender nunca del contenido objetivo concreto de la forma de que se tratara, pues ¿con qué derecho se remontaría entonces ese juicio de lo dado a lo no dado, del caso concreto que se examinara a toda la suma de los casos no concretos? Pero, en realidad, semejante conclusión no es aquí posible ni necesaria, ya que la totalidad de los casos geométricos no existe antes de la construcción ni fuera de ella, sino que surge ante nosotros en el acto mismo de la construcción.
AI concebir la parábola y la elipse no sólo de un modo general, in abstracto, sino haciendo que ambas surjan constructivamente por medio de un determinado precepto (v. gr., por medio de su definición como secciones cónicas), creamos la condición con sujeción a la cual deben ser concebidas necesariamente las distintas parábolas y elipses concretas. Ahora nos clamos cuenta de hasta qué punto el concepto constructivamente geométrico no sigue a los casos concretos, sino que los precede y, por tanto, de hasta qué punto debe ser considerado como un verdadero a priori con respecto a ellos. Fácil es comprender que este término, dentro de este contexto, no se refiere en modo alguno a un sujeto psico-lógico-empírico, ni a la sucesión en el tiempo, al hecho de que sus ideas y conocimientos concretos vengan antes o después, sino que expresa, pura y exclusivamente, una relación dentro de lo conocido, una relación de la “cosa misma”. La construcción geométrica es “anterior” a la figura geométrica concreta, porque el sentido de la figura concreta lo da la construcción y no es, a la inversa, el sentido de aquélla el que determina el de ésta.
Sobre este estado de cosas descansa toda la necesidad inherente a los juicios geométricos. En el plano geométrico los casos no existen como algo aparte e independiente fuera de la ley, sino que brotan de la conciencia misma de ésta; lo “particular” no es aquí premisa de lo “general”, sino que, por el contrario, sólo puede concebirse mediante la determinación y concreción de esto. Lo que de un modo general va implícito en el método de las normas espaciales o en la síntesis de la numeración no puede ser contradicho por ninguna forma o ningún número concretos, ya que sólo por medio de este método nace y se hace todo lo que participa del concepto de lo espacial y del concepto del número. En este sentido podemos decir que la geometría y la aritmética constituyen la directa confirmación de un principio que Kant proclama ahora de un modo general como norma y “piedra de toque” del “nuevo método del pensamiento”, a saber: “que lo único que sabemos a priori de las cosas es lo que nosotros mismos ponemos en ellas”. Y as! aparece al lado de los conceptos fundamentales de lo “subjetivo” y lo “trascendental” el tercer concepto cardinal y básico de la crítica de la razón: el de la “síntesis a priori”. El significado de esta síntesis resalta en seguida claramente si contraponemos el método de la geometría y la aritmética, tal como lo hemos establecido con anterioridad, al método de la formación usual de los conceptos empíricos, o sea al método de la lógica formal. En la formación de los conceptos empíricos (principalmente en la que se practica en las ciencias puramente descriptivas y clasificativas) nos contentamos con agrupar entre sí una serie de casos y de detalles, examinando luego la suma formada para ver si aparece en ella algún rasgo “común” aplicable a todos los casos o detalles en general. Como es natural, no puede decirse que exista una cohesión de este tipo hasta que no han sido recorridos uno por uno los distintos casos concretos que se trata de agrupar, pues desde el momento en que la determinación’ que postulamos sólo es conocida por nosotros como una “cualidad” observada en una determinada cosa, es evidente que antes de que exista realmente esta “cosa” como tal, es decir, antes de que la comprobemos en la experiencia, no cabe señalar ninguna característica propia de ella.
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Como vemos, el conocimiento parece reducirse aquí a una agrupación, a un simple conglomerado de elementos que ya fuera de esta agrupación, y antes de ella, poseen un ser y un sentido propios e independientes. Muy otra cosa acontece, en cambio, o parece de momento acontecer, con aquellas proposiciones generales que nos sugiere la lógica formal. En efecto, en los auténticos “juicios generales” de esta lógica lo total no se deriva de la consideración de lo particular, sino que la precede y determina. Partiendo del hecho de que todos los hombres son mortales y de la certeza que va implícita en esta proposición universal se deduce y se da por “probado” como consecuencia necesaria el carácter mortal de Cayo.
Pero la lógica se contenta con desarrollar las formas y las fórmulas de esta prueba, sin entrar a examinar para nada el contenido del conocimiento ni el origen y los títulos de éste. Acepta, por tanto, como dadas las premisas generales de que parte para llegar a una determinada conclusión, sin seguir indagando el fundamento de su vigencia. Pone de manifiesto que si todos los A son B, deberá serlo también necesariamente un determinado A; pero el problema de si y por qué rige la norma hipotética que sirve de premisa se sale completamente del marco de su interés. Por consiguiente, en el fondo, la lógica general no hace otra cosa que desintegrar de nuevo en sus partes, volviendo atrás, determinados complejos de conceptos que previamente ha formado ella misma por la vía sintética. Lo que hace es “definir” un concepto mediante la indicación de determinadas “características” de su contenido, destacando luego del conjunto lógico así formado un aspecto concreto que lo distingue de los demás, para “predicarlo” del todo. Como fácilmente se comprende, este “predicado” no crea ningún nuevo conocimiento, sino que se limita a analizar el que ya poseíamos previamente, para explicarlo y esclarecerlo. Sirve para “analizar los conceptos que tenemos ya de los objetos”, sin que se pare a investigar de qué fuente de conocimiento se derivan estos conceptos para nosotros.
Y ahora, fijándonos en la doble antinomia que de aquí se desprende, ya podemos comprender la característica peculiaridad que distingue a la “síntesis a priori”. Mientras que en los simples juicios empíricos, en los entrelazamientos a posteriori, la “totalidad” que nos esforzamos en obtener se forma por la agrupación de toda una serie de elementos sueltos que necesariamente deben existir de antemano con carácter independiente y los juicios lógico-formales se limitan a desintegrar y analizar en sus partes un determinado todo lógico, la síntesis apriorística presenta una estructura completamente distinta.
Aquí se parte de un determinado entrelazamiento constructivo en el cual, y a través del cual, nacen para nosotros, al mismo tiempo, multitud de elementos particulares condicionados por la forma general del entrelazamiento. Así, en una sola regla, amplia y exhaustiva, nos representamos mentalmente las distintas posibilidades que hay de seccionar un cono, y con ello creamos al mismo tiempo la totalidad de aquellas figuras geométricas que llamamos curvas de segundo orden, círculos, elipses, parábolas e hipérbolas. Concebimos la estructura del “sistema natural de numeración” con arreglo a un principio fundamental y, con ello, encerramos al mismo tiempo de antemano dentro de determinadas condiciones todas las relaciones que pueden darse entre los diversos miembros de este conjunto.
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Ahora bien, ya la disertación inaugural de Kant había establecido como término característico para designar esta forma de relación entre las “partes” y el “todo” el de “intuición pura”. Por donde llegamos a la conclusión de que toda síntesis a priori se halla inseparablemente asociada a la forma de la intuición pura, es decir, de que es ella misma intuición pura y tiene como base directa o indirecta esta clase de intuición. Cuando mas adelante Eberhard, en su polémica contra Kant, echaba de menos en la Crítica de la razón pura un principio unitario y claramente determinado de los juicios sintéticos, Kant hubo de llamarle la atención hacia este aspecto a que acabamos de referirnos. “Todos los juicios sintéticos del conocimiento teórico —según formula Kant este principio— son posibles solamente por medio de la relación entre el concepto dado y una intuición.”
El espacio y el tiempo siguen siendo, por tanto, el verdadero prototipo a la luz del cual se representa de un modo puro y completo la peculiar relación que todo conocimiento sintético-apriorístico entraña entre lo infinito y lo finito, entre lo general y lo particular y lo concreto. La infinitud del espacio y del tiempo significan únicamente que todas las magnitudes concretas y determinadas de espacio y tiempo sólo son posibles mediante restricciones introducidas en el concepto general del espacio o en la idea unitaria e ilimitada del tiempo. El espacio no surge ante nosotros como una agrupación de puntos, ni el tiempo como una agrupación de instantes, como si se tratase de objetos materiales o de partes integrantes de cosas entrelazadas para formar éstas; lejos de ello, los puntos y los instantes (y con ello, indirectamente, todas las formas del espacio y del tiempo) nacen siempre de una síntesis, en la que surge de un modo originario la forma.de la agrupación en general o la de la sucesión en general.
Por consiguiente, no solemos intercalar estas formas dentro del espacio y el tiempo ya terminados, sino que sólo las creamos por medio “del” espacio y por medio “del” tiempo, concibiendo estos dos,conceptos como actos fundamentales constructivos de la intuición misma. “La matemática debe representarse, es decir, construir, primeramente en la intuición y la matemática pura en la intuición pura todos aquellos conceptos sin los que no puede dar un paso (ya que no puede proceder de un modo analítico, es decir, por medio del análisis de los conceptos, sino siempre de un modo sintético)… La geometría se basa en la intuición pura del espacio. La aritmética va creando por sí misma sus conceptos de números por medio de la adición sucesiva de las unidades en el tiempo; y la mecánica, sobre todo, sólo puede crear sus conceptos del movimiento por medio de la idea de tiempo.” Y como los contenidos sobre que versan la geometría, la aritmética y la mecánica surgen de este modo y no son objetos físicos de los que tengamos que aprender a posteriori ciertas cualidades, sino límites que establecemos dentro de la totalidad ideal de la extensión y la duración, rigen también con respecto a ellos, de un modo necesario y general, todas las normas que van ya implícitas en estas formas fundamentales.
Pero si esta reflexión parece explicarnos el uso y la validez de la síntesis apriorística en la matemática, parece también cerrarnos con ello, al mismo tiempo, todo camino por el que podamos afirmar semejante validez en el terreno de lo real, en el campo de la ciencia empírica. Era ésta precisamente, y no otra, la “piedra de toque” a que Kant nos remitía: “que lo único que sabemos a priori de las cosas es lo que nosotros mismos ponemos en ellas”.
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Ahora bien, este “poner” las leyes en los objetos era comprensible en las construcciones matemáticas ideales: pero ¿a dónde iríamos a parar si lo preconizásemos también para los objetos empíricos de un modo cualquiera? ¿Acaso el rasgo fundamental y decisivo que caracteriza a estos objetos como “reales” no consiste precisamente en que “existen” en todo su modo de ser concreto con anterioridad a todos los desarrollos y conceptos del pensamiento, es decir, en que determinan originariamente nuestros conceptos e ideas y no son determinados por éstos? ¿No vacilaría inmediatamente el suelo bajo nuestros pies tan pronto intentásemos invertir esta relación? No importa que el espacio y el tiempo sean concebibles para nosotros en forma de principios generales, ya que podemos construirlos por medio de estos conceptos: la existencia de las cosas en el espacio y en el tiempo, la existencia de los cuerpos y de sus movimientos parece constituir una muralla infranqueable para semejantes construcciones.
No cabe aquí, al parecer, otro camino que esperar las influencias de las cosas y comprobarlas simplemente a través de las percepciones de nuestros sentidos. Los objetos lo son realmente para nosotros tan pronto como se nos anuncian bajo esta forma de acción y se nos dan a conocer con las cualidades concretas que les corresponden. Por tanto, suponiendo que sea posible predicar una cualidad general acerca de las existencias físicas, no se ve en ningún caso cómo puede llegarse a ella más que a través de la suma de los casos particulares, mediante la enumeración y comparación de las múltiples impresiones que las cosas dejan, en nosotros.
En realidad, el “idealismo trascendental” de Kant no piensa siquiera en esfumar la peculiaridad del conocimiento empírico, sino que, lejos de ello, busca en la afirmación de ella su mérito esencial. Es bien conocida la frase kantiana de que su. campo es “el fecundo baño de la experiencia”. Claro está que también para la nueva determinación crítica del concepto de la experiencia rige el criterio general de que no debemos partir de la consideración del objeto mismo, sino del análisis del conocimiento. Por tanto, por el momento debemos dejar a un lado el problema de saber qué sea el objeto empírico, qué sea el objeto concreto con que nos encontramos en la naturaleza y si puede sernos asequible por otro camino que no sea el de la percepción directa de sus características concretas.
En efecto, antes de que este problema pueda ser formulado con algún sentido necesitamos llegar a comprender claramente qué significa el “tipo de conocimiento” de la ciencia de la naturaleza, que es la física en cuanto a su estructura y a su sistemática. Y al llegar aquí se nos revelará inmediatamente una fundamental dificultad dentro del tipo tradicional de consideración. No tenemos, para comprenderlo, más que adaptarnos a este tipo de consideración hasta el punto de suponer que el objeto de la ciencia matemática descansa realmente en los conceptos puros del pensamiento y sólo tiene, por tanto, una validez puramente “ideal”, mientras que el objeto “físico” nos es dado y es asequible a nosotros exclusivamente por medio de las diversas clases de percepción de nuestros sentidos. Partiendo de esta base podríamos comprender, tal vez, cómo puede existir, de una parte, un complejo de normas que, independientemente de toda experiencia, sólo versen sobre aquellos contenidos que podamos crear mediante una construcción libre, y cómo, de otra parte, cabe construir una ciencia descriptiva formada exclusivamente por observaciones reales concretas de objetos dados. En cambio, por este camino quedaría completamente sin explicar el peculiar entrelazamiento de ambos momentos que se nos revela en la estructura material de la ciencia matemática de la naturaleza. En efecto, en esta ciencia la “medición” no discurre paralelamente con la “observación”; en ella no se enfrentan pura y simplemente entre sí el “experimento” y la “teoría”, ni se turnan o sustituyen el uno a la otra, sino que se complementan y condicionan mutuamente. La teoría conduce al experimento y determina el carácter de éste, lo mismo que el experimento determina el contenido y el carácter de la teoría.
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Esta relación aparece expuesta también con magistral e insuperable claridad en el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, donde se traza un panorama trascendental general de todo el territorio del saber.
“Cuando Galileo hizo que sus esferas rodasen por el plano inclinado con una gravedad elegida por él mismo, o cuando Torricelli hizo que el aire soportase un peso que él había concebido de antemano como igual al de una columna de agua por él conocida, o en una época posterior Stahl convirtió algunos metales en cal y ésta nuevamente en metal, sustrayendo o reponiendo algunos elementos propios de aquéllos, todos los investigadores de la naturaleza empezaron a ver claro. Diéronse cuenta de que la razón sólo comprende aquello que ella misma produce con arreglo a sus propios designios; que ésta debe proceder en sus juicios según leyes constantes y obligar a la naturaleza a contestar a las preguntas que la misma razón le formule, sin dejarse llevar por ella como por unas andaderas, por decirlo así, pues de otro modo nos encontraríamos con que las observaciones fortuitas, no ajustadas a un plan previo, no se coordinan con sujeción a una ley necesaria, que la razón busca siempre y necesita. La razón debe abordar la naturaleza llevando en una mano sus principios sin los cuales no podrían nunca regir como leyes los fenómenos coincidentes, y en la otra el experimento concebido por ella conforme a aquellas leyes, buscando ciertamente las enseñanzas de la naturaleza, pero no al modo del discípulo que repite dé carrerilla cuanto quiere el maestro, sino a la manera del juez que obliga a los testigos a contestar a las preguntas que él les hace. Y así, hasta la misma física debe la ventajosa revolución operada en su modo de pensar a la ocurrencia de buscar en la naturaleza (buscar en ella y no atribuirle), con arreglo a lo que la razón misma pone en ella, lo que de ella necesariamente tiene que aprender y que en modo alguno llegaría a saber por sí misma. Esto es lo que ha hecho marchar primerísimamente a la ciencia de la naturaleza por el derrotero seguro de una ciencia, sacándola de aquel terreno de los simples tanteos en que durante tantos siglos se había movido.”
Así, pues, aunque una percepción suelta de nuestros sentidos o la simple suma de estas percepciones puedan no someterse previamente al “plan” de la razón, es este plan, indudablemente, el que determina y hace posible el experimento, la “experiencia”, en el sentido del conocimiento físico. Para que las impresiones aisladas de nuestros sentidos se conviertan en “observaciones” y “hechos” físicos, es necesario, ante todo, que la variedad y diferencia por el momento puramente cualitativas de las percepciones se truequen en una variedad cuantitativa, que el conglomerado de las percepciones se refiera a un sistema de magnitudes mensurables. La idea de este sistema sirve necesariamente de base a todo experimento concreto.
Para que Galileo pudiera “medir” la magnitud de la aceleración en la caída libre de un cuerpo hubieron de existir previamente la concepción de la aceleración misma a modo del instrumento de la medición: y fue esta concepción matemática la que diferenció para siempre el simple modo de plantear el problema por Galileo de la física escolástico-medieval. Ahora, el resultado del experimento sólo servía para saber qué magnitudes regían para la caída libre de los cuerpos, pues el hecho de que tenían necesariamente que existir y que buscarse y encontrarse esas magnitudes estaba claro para Galileo de antemano, con arreglo a aquel “plan de la razón”, partiendo del cual ha de concebirse y organizarse el experimento.
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Arrancando de aquí es como aparece verdaderamente clara la física matemática. La teoría científica de la naturaleza no es ningún ser lógico híbrido, nacido del acoplamiento ecléctico de elementos heterogéneos tomados de la crítica del conocimiento, sino que forma un método sistemático y unitario. Y la misión que la crítica trascendental se asigna consiste precisamente en comprender esta unidad y explicarla a base de un principio fundamental general, por analogía con la unidad de la matemática pura. En el modo de abordar esta tarea se sobrepone tanto a la unilateralidad del racionalismo como a la del empirismo. Ni los que se remiten al concepto ni los que se atienen a la observación y a la experiencia dan, como ahora se pone de relieve, en el blanco de lo que es la esencia de la teoría de la ciencia de la naturaleza, pues unos y otros destacan solamente un aspecto, en vez de determinar la peculiar relación de aspectos de la que depende toda la solución del problema.
Pero con lo expuesto no se ha resuelto el problema; no se ha hecho más que plantearlo en sus rasgos más generales. En efecto, lo que la síntesis a priori explicaba y hacía inteligible dentro de la matemática pura era, sencillamente, esto: el que la “totalidad” de la forma de intuición, la totalidad del espacio puro y del tiempo puro precedía y servía de base a todas las formas especiales de espacio y tiempo. ¿Cabe preconizar una relación igual o parecida con respecto a la naturaleza en general? ¿Cabe predicar también de la naturaleza como un todo una idea que no representa una simple cohesión a posteriori de observaciones aisladas, sino que es ella, por el contrario, la que hace posible la observación misma de lo concreto? ¿Existe también aquí un algo particular que sólo puede obtenerse y definirse mediante la “restricción” de una originaria totalidad?
Mientras concebimos la “naturaleza” en sentido usual como el conjunto de los objetos físico-materiales, tenemos que contestar negativamente a todas estas preguntas, pues ¿cómo sería posible predicar algo de un conjunto de cosas sin haberlas recorrido y examinado una por una? Pero ya el contenido mismo del concepto de la naturaleza lleva implícita una determinación que orienta nuestras reflexiones en un sentido distinto. No llamamos “naturaleza” a todo complejo de cosas, sino que entendemos por eso un conjunto de elementos y acaecimientos determinados y ordenados por medio de reglas generales. Por eso Kant define “la naturaleza” diciendo que “es la existencia de las cosas, en cuanto determinada por leyes generales”.
Así, pues, si en sentido material la naturaleza es el conjunto de todos los objetos de la experiencia, desde otro punto de vista, es decir, desde un punto de vista puramente formal, representa la adecuación a leyes de todos esos objetos. Por donde el problema general planteado asume una forma distinta: ahora, en vez de preguntar sobre qué descansa la sujeción necesaria a leyes de las cosas como objetos de experiencia, preguntamos cómo es posible conocer en general la conformación a leyes de la experiencia misma con respecto a sus objetos.
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“Aquí trataremos, pues —dicen los Prolegómenos—, simplemente de la experiencia y de las condiciones generales y apriorísticas de su posibilidad, determinando a base de ello la naturaleza como el objeto total de toda experiencia posible. Creo que se me comprenderá si digo que no me refiero aquí a las reglas de observación de una naturaleza ya dada…, sino a cómo las condiciones apriorísticas de la posibilidad de la experiencia son, al mismo tiempo, las fuentes de las que deben derivarse todas las leyes generales de la naturaleza.”
Como se ve, el problema se retrotrae de los contenidos de la experiencia de los objetos empíricos a la función de la experiencia misma. Esta función posee una determinabilidad originaria comparable a la que se nos revelaba en las formas puras del espacio y el tiempo. Y no puede realizarse sin que con ello entren en acción determinados conceptos, del mismo modo que ya en la organización de todo experimento científico, cualquiera que sea, en la misma pregunta que a través de él formulamos a la naturaleza, va implícita la premisa de una determinabilidad de magnitud de la naturaleza, la premisa de la constancia y la conservación de ciertos elementos dentro de ella y la de una sucesión regular de los acaecimientos. Sin la idea de una ecuación que determine la relación de los espacios y los tiempos de la caída, sin la idea de la permanencia de la cantidad de movimiento, sin el concepto general y el método general de la medición y la numeración no habría podido Galileo llevar a cabo ni uno sólo de sus experimentos, pues sin estas premisas el problema de Galileo habría resultado absolutamente incomprensible en su totalidad.
Y así, la experiencia misma es “un modo de conocer que requiere entendimiento”, es decir, un proceso de deducciones y de juicios basado en determinadas premisas lógicas. Con lo cual se nos revela, en efecto, una nueva “totalidad” no integrada por una serie de partes sueltas, sino que, por el contrario, la hace posible el establecimiento de “partes”, de contenidos concretos. También la naturaleza tiene que concebirse como sistema antes de poder ser observada en sus detalles. Y así como antes se nos presentaba la forma concreta del espacio como restricción del “espacio uno” y un determinado lapso de tiempo como limitación de la duración infinita, ahora todas las leyes especiales de la naturaleza, vistas dentro de esta concatenación, aparecen simplemente como “especificaciones” de los principios generales del entendimiento.
Hay, en efecto, muchas leyes que sólo podemos conocer por medio de la experiencia, “pero las leyes que rigen la concatenación de los fenómenos, es decir, la naturaleza en general, no pueden sernos reveladas por ninguna experiencia, ya que la experiencia misma presupone, a su vez, la existencia de tales leyes, que sirvan a priori de base a su posibilidad”. Por consiguiente, todo lo que tiene de exagerado y de absurdo el hecho de afirmar que la inteligencia misma sea la fuente de las leyes de la naturaleza y, por tanto, de la unidad formal de ésta, lo tiene de exacto y adecuado a su objeto, o sea a la experiencia, la siguiente afirmación:
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“Es cierto que las leyes empíricas como tales no pueden derivar su origen en modo alguno del entendimiento puro, del mismo modo que la infinita variedad de los fenómenos no puede ser suficientemente comprendida a base de la forma pura de la intuición de nuestros sentidos. Pero todas las leyes empíricas son, simplemente, determinaciones especiales de las leyes puras del entendimiento con sujeción a las cuales y con arreglo a cuyas normas son posibles aquéllas y revisten los fenómenos una forma legal, del mismo modo que todos los fenómenos, pese a la diversidad de su forma empírica, tienen necesariamente que ajustarse en cada caso a la forma pura de la sensoriedad.”
Las determinadas constantes numéricas características de una zona especial de la naturaleza sólo podemos determinarlas, ciertamente, por medio de la medición empírica, y las articulaciones causales concretas sólo pueden descubrirse mediante la observación; pero el hecho de que nos pongamos a investigar estas constantes y de que exijamos y presupongamos la vigencia de leyes causales en la sucesión de los acaecimientos obedece a aquel “plan de la razón” de que hablábamos más arriba y que no se deriva de la naturaleza, sino que es asignado por nosotros a ella. Y sólo un saber “apriorístico” puede decirnos lo que lleva dentro.
Queda fijada así la segunda dirección fundamental de la “síntesis a priori”, la síntesis de los conceptos intelectivos puros o de las categorías, la cual aparece justificada a base del mismo principio que la dirección de la intuición pura. En efecto, también el concepto puro despliega su obra verdadera y característica, no allí donde se limita a describir lo que la experiencia tiene de dado, sino donde construye su “forma” pura; no allí donde entrelaza y clasifica sus contenidos, sino donde fundamenta la unidad sistemática de su tipo de conocimiento. Pues aunque generalmente se piense otra cosa, para formar una experiencia no basta con comparar entre sí observaciones y enlazarlas en una conciencia por medio del juicio, ya que por este camino solamente jamás se rebasaría la vigencia específica de la conciencia perceptiva, ni se lograría la vigencia general y la necesidad de los verdaderos principios científicos.
“Por tanto, tiene que preceder un juicio completamente distinto antes de que la observación pueda convertirse en experiencia. La intuición dada tiene que caer necesariamente bajo la acción de un concepto que determine la forma de los juicios en general con respecto a la intuición, que articule la conciencia empírica de ésta en una conciencia en general y que, de ese modo, infunda validez general a los juicios empíricos. Pues bien, este concepto a que nos referimos es un concepto intelectivo puro a priori, el cual no hace sino determinar en general el modo como las intuiciones pueden servir de elemento para la formación de juicios.”
Y ni los mismos juicios de la matemática pura se hallan exceptuados de esta condición: así, por ejemplo, la tesis de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos presupone el que el concepto de línea se enfoque desde el punto de vista y bajo el concepto de magnitud: un concepto “que no es ya, evidentemente, mera intuición, sino que tiene su sede exclusivamente en el entendimiento y que sirve para determinar la intuición (de la línea) con vistas a los juicios que puedan emitirse acerca de ella con respecto a la cantidad de los mismos, o sea a la variedad, sobreentendiéndose que dentro de una intuición dada se contienen muchas cosas homogéneas”.
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Y este punto de vista aparece todavía con mayor claridad allí donde no se trata simplemente de una determinación matemática, sino de una determinación “dinámica” del objeto, es decir, donde no se forma simplemente una determinada figura en el espacio o en el tiempo como una cantidad, mediante la síntesis sucesiva de lo homogéneo, sino que se trata también de determinar su relación con otra u otras cosas. Pues, como habremos de ver, cada determinación de relaciones de este tipo, el orden que asignamos a los distintos cuerpos en el espacio y a los diversos acaecimientos en el tiempo apóyanse siempre en una forma de influencia que damos por supuesta entre ellos, y la idea de la influencia presupone la de la dependencia funcional y, por tanto, un concepto intelectivo puro.
Sin embargo, aunque estos ejemplos tan sencillos esclarezcan la cooperación y las relaciones mutuas entre las dos formas fundamentales de la síntesis apriorística, es lo cierto que por el momento carecemos aún de un principio preciso para desarrollar de un modo completo la sistemática de la segunda forma. Podemos, indudablemente, poner de relieve en concreto y mencionar distintos casos de aplicación y modalidades de los conceptos intelectivos puros, pero no poseemos un criterio que nos garantice en este punto el carácter sistemático y completo de nuestros conocimientos. Y este postulado fué precisamente el que solicitó la atención de Kant, como recordaremos, en la trayectoria del pensamiento que arranca directamente de la disertación inaugural. Ya la carta a Marcus Herz del año 1772 señala como misión de la ciencia recién descubierta de la “filosofía trascendental” el “reducir todos los conceptos de la razón totalmente pura a cierto número de categorías, pero no como Aristóteles, que fué enumerándolas en sus diez predicamentos, de un modo aproximativo, a medida que las descubría, sino tal y como se dividen por sí mismas en clases mediante unas cuantas leyes fundamentales del entendimiento”.
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Ahora bien, ya dentro del sistema completo se ha descubierto un nuevo fundamentum divisionis para este postulado, cuyas raíces se remontan, como vemos, hasta muy atrás. “La posibilidad de la experiencia —se dice en el capítulo “sobre el principio supremo de todos los juicios sintéticos”, exponiendo este fundamento de división— es, pues, lo que infunde realidad objetiva a priori a todos nuestros conocimientos. Y la experiencia descansa sobre la unidad sintética de los fenómenos, es decir, sobre una síntesis basada en los conceptos del objeto de los fenómenos en general, sin la cual no sería siquiera conocimiento, sino una rapsodia de observaciones que no aparecerían agrupadas formando un contexto conforme a las reglas de una conciencia (posible) absolutamente articulada ni, por tanto, la unidad transcendental y necesaria de la apercepción. Por consiguiente, la experiencia tiene que basar su forma apriorística en principios, es decir, en reglas generales que presidan la unidad sintética de los fenómenos y cuya realidad objetiva se dé siempre como condición necesaria en la experiencia e incluso en la posibilidad de ésta. Fuera de esta relación, las proposiciones sintéticas a priori son totalmente imposibles, ya que carecen de un tercer término, de un objeto sobre el cual pueda contrastarse la realidad objetiva de la unidad sintética de sus conceptos. .. Y como, por tanto, la experiencia en cuanto síntesis empírica es, en su posibilidad, el único tipo de conocimiento que infunde realidad a todas las demás síntesis, nos encontramos con que ésta sólo puede ser verdadera (es decir, coincidir con el objeto) como conocimiento apriorístico siempre y cuando encierre exclusivamente lo necesario para la unidad sintética de la experiencia… De este modo, los juicios sintéticos a priori son posibles cuando… decimos: las condiciones para la posibilidad de la experiencia en general son, al mismo tiempo, condiciones para la posibilidad de los objetos de la experiencia y tienen, por tanto, validez objetiva en un juicio sintético a priori.”
En las líneas anteriores se descubre ante nosotros toda la trabazón interna de la Crítica de la razón pura. Se parte de la experiencia, pero no como de una suma de cosas definitivas con cualidades determinadas y también definitivas, ni como una simple rapsodia de observaciones, ya que es la necesidad en el engarce, el imperio de leyes objetivas lo que caracteriza y determina su concepto. Hasta aquí, la metodología trascendental no ha hecho más que definir lo que en la física matemática venía rigiendo desde hacía largo tiempo y se reconocía por ella, consciente o inconscientemente. La tesis de Kant según la cual todo auténtico juicio de experiencia debe encerrar una necesidad en la síntesis de las observaciones no hace, en realidad, más que reducir a su expresión más concisa y más palmaria un postulado que había sido proclamado ya por Galileo. Lo que se hace es, sencillamente, sustituir el concepto de experiencia del sensualismo filosófico por el del empirismo matemático.
Pero en este punto se opera, además, la característica “revolución en cuanto al modo de pensar”. Si hasta aquí se consideraba la necesidad como basada en los objetos y sólo se desplazaba indirectamente de ellos al conocimiento, ahora se comprende que, por el contrario, partiendo de una necesidad originaria en cuanto al conocimiento mismo es como se engendra toda idea del “objeto”, “pues éste no es otra cosa que el algo cuya necesidad de síntesis expresa el concepto”.
En la sucesión de nuestras sensaciones e ideas no reina el capricho, sino que rigen leyes estrictas que excluyen todo punto de vista subjetivo: por ello precisamente es por lo que existe para nosotros una coordinación “objetiva” de los fenómenos. Lo que la experiencia señala y constituye como “tipo de conocimiento” es, por tanto, lo que condiciona y hace posible el establecimiento de objetos empíricos. ¿Puede, fuera de esta relación, haber para nosotros algún objeto? Por el momento, esta pregunta es perfectamente ociosa para nosotros, y tiene que serlo, además, con arreglo a la idea básica trascendental mientras no se ponga de manifiesto para esta otra supuesta modalidad del objeto otro tipo de conocimiento cuya estructura se distinga de un modo característico del de la experiencia.
Ahora bien, aquí, cuando aún no comprendemos siquiera el postulado de semejante tipo de conocimiento o cuando, por lo menos, la realización sigue siendo perfectamente problemática, no cabe otra conclusión que la que se desprende del principio supremo. Las condiciones sobre las que descansa la experiencia como función son, al mismo tiempo, las condiciones de todo lo que de ella podemos derivar como resultado, pues toda determinación en cuanto objeto se basa en el entrelazamiento de las formas puras de intuición con los conceptos intelectivos puros, entrelazamiento que es el que convierte lo múltiple y heterogéneo de las simples percepciones en un sistema de reglas y, por tanto, en “objeto”.