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Ser-Com

quinta-feira 25 de janeiro de 2024

  

Filosofia
Michel Henry  : Michel Henry Encarnação - ENCARNAÇÃO

Esta interioridad fenomenológica recíproca del viviente y de la Vida absoluta en el Verbo de Dios nos permite comprender lo que ahora nos importa, la relación original que se establece entre todos los hombres, la experiencia del otro en su posibilidad última. Si el Verbo es la condición en la que todo Sí carnal viviente viene y puede venir a sí, ¿no es al mismo tiempo la condición de todo Sí carnal viviente distinto del mío, la vía que hay que tomar necesariamente para entrar en relación con él, con el otro ? La Vida absoluta revela ser aquí, en su Verbo, el acceso fenomenológico al otro Sí, igual que es para mí mismo el acceso al mío: la Ipseidad en la que estoy dado a mí y vengo a mí, en la que el otro está dado a sí y viene a sí. En la que puedo venir a él, en la que puede venir a mí. En este sentido, por consiguiente, la Vida es el «ser-con» como tal, la esencia original de toda comunidad: el ser-en-común tanto como lo que es en común. Pues no podríamos saber nunca lo que ocurre con el otro, y en primer lugar que es un Sí vivo, si no supiésemos previamente que la Vida nos ha dado a nosotros mismos. Por tanto, hay que partir de lo que viene antes del yo, de su venida a sí mismo — nunca de él mismo —, para que sea posible el ser-con-otro como ser-con-el-otro. Y éste, en efecto, no lo es nunca como una «proyección» del yo en el otro, proyección que, lejos de poder fundarlo, por el contrario lo supone.

Y vemos también entonces en qué difiere este «ser-con», que es la Vida absoluta en su Verbo, del Logos griego, de la Razón de los clásicos o del mundo heideggeriano. Pues la Razón supone la exterioridad pura en la que se forman tanto sus evidencias como su capacidad de hablar, si es verdad que no se habla más que de lo que se puede ver, significándolo cuando no es visto — esta exterioridad pura que es el mundo de Sein und Zeit — Esta exterioridad donde no hay ni Ipseidad ni Sí posibles.

Siendo la auto-donación de la Vida absoluta en su Verbo, en la que está dado a sí el Sí transcendental que soy, la Vida única de Dios, es en esta Vida-ahí, una y la misma, donde, de manera idéntica, el Sí del otro está dado a sí mismo; es en ella donde todo Sí posible, futuro, presente o pasado ha estado, está o estará dado a sí mismo a fin de ser el Sí que es. El ser-junto en esta vida única y absoluta del Verbo — en la Archi-pasibilidad de su Archi-carne —, de todo Sí transcendental carnal y vivo, es lo que constituye el contenido fenomenológico concreto de toda relación entre los hombres, lo que les permite entenderse los unos a los otros antes de que se encuentren, lo que permite a cada uno entender al otro como éste se entiende a sí mismo — no cuando ya es tarde, al final de una historia, sino en el lugar de su nacimiento, puesto que éste es idénticamente el del otro, en cualquier lugar del mundo, en cualquier momento de la historia del que se trate —. Es la Vida en su Verbo, la manera en la que ha venido a él, antes del mundo, la que une a todos los vivientes — de ayer, de hoy, de mañana —, y hace posible su encuentro como su único prius. Es ese prius que hace posible a su vez toda forma de relación histórica, transhistórica o eterna entre ellos.

Ahora bien, hay algo en el cristianismo que constituye su originalidad radical respecto a las otras grandes formas de espiritualidad, y es esto: que esta unidad absoluta entre todos los Síes vivos, lejos de significar o implicar la disolución o el anonadamiento de la individualidad de cada uno de ellos, resulta ser por el contrario constitutiva de ésta, puesto que es en la efectuación fenomenológica de la Vida en su Verbo donde cada uno de ellos se une a Sí, generado en sí mismo como ese Sí irreductiblemente singular, irreducible a cualquier otro. Ésta es una de las significaciones decisivas de la palabra intemporal del Maestro Eckhart  : «Dios se engendra como yo mismo». De este modo se aclara una de las grandes paradojas del cristianismo. Mantener a cada uno, al más humilde, al más insignificante, en la individualidad irreductiblemente singular que es la suya, en su condición de Sí transcendental que resulta ser por esencia éste o aquél para siempre, he aquí lo que, lejos de deber o de poder ser superado o abolido en alguna parte, es lo único que puede arrancar al hombre de la nada.

Esta irreductibilidad de cada uno motiva la extraordinaria atención de Cristo por cada uno. La eliminación de toda consideración relativa a una condición profesional, económica, social, intelectual, étnica u otra, descubre, detrás de todos los caracteres empíricos de una individualidad dada, no su misma condición de individuo (el hombre de los «Derechos del hombre», por ejemplo), sino a éste en lo que tiene de único. De este modo, como declara Cirilo: «Ni Pablo, por ejemplo, puede ser, o ser llamado, Pedro, ni Pedro puede ser, o ser llamado Pablo». Así es como, en su primera carta, Juan designa a Cristo mismo como Él — se trata de vivir «como vivió Él» (1 Jn   2, 6) —, incluso cuando se trata a sus ojos del principio de toda cosa. Que esta singularidad irreductible de cada uno resulte ser generada en el principio mismo de toda generación y que, más aún, venga a él y se apodere de él en el proceso sin Fondo de la Vida absoluta, he aquí sin duda una de las intuiciones más extraordinarias del cristianismo.

¿Es capaz la fenomenología de dar cuenta de esta identidad entre el principio que unifica la Vida y la hace posible, y aquél que diversifica en ella una multiplicidad de vivientes? El rechazo de toda diferencia en el sentido de una discriminación entre todos esos Síes transcendentales vivientes, lo ha formulado Pablo en una afirmación abrupta: «Ya no hay distinción entre judío y no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer» (Gál 3,28). Con independencia de las perspectivas éticas abiertas por estas proposiciones grandiosas — que Pablo extrae, por otra parte, de la enseñanza directa de Cristo —, con independencia de la alteración que éstas han producido en la historia, subsiste una interrogación. ¿Es posible desconocer en los seres humanos ciertos caracteres que establecen entre ellos una diferencia tan importante como la diferencia sexual, por ejemplo? Ésta no se podría descartar bajo el pretexto de que interviene en el plan «natural» y atañe a los cuerpos objetivos. Por una parte, esta diferencia objetiva suscita la angustia que determina de arriba abajo la relación erótica; por otra, en la inmanencia de nuestra carne, la diferencia sexual se revela originariamente bajo la forma de impresiones puras distintas, propias las unas de la sensibilidad femenina, desconocidas para la sensibilidad masculina — y recíprocamente —. ¿No se instaura una incomunicabilidad esencial desde entonces entre los Síes transcendentales mismos en la medida en que los habitan estas impresiones, propias de unos, desconocidas para otros?

Tales cuestiones reconducen ingenuamente a una fenomenología de la carne, como si ésta pudiese abstraerse del proceso de su venida a sí misma — como si cada Sí, cada carne, cada impresión pudiese darse a modo de contenido autónomo, cerrado sobre sí mismo, escapando en su especificidad a todo ser-en-común concebible —. Pero si el ser-en-común precede al Sí como su condición interna de posibilidad, y si esta condición transcendental es una condición fenomenológica en un sentido radical, en el sentido de la Archi-revelación sin la que ningún fenómeno es posible, entonces el problema se invierte por completo. Planteada de manera rigurosa, la cuestión era ésta: si suponemos una impresión específica de la sensibilidad femenina y, al mismo tiempo, una impresión específica de la sensibilidad varonil, ¿qué pueden tener en común estas dos impresiones? Estar dadas a ellas mismas en la auto-donación de la Vida absoluta.

Pero lo que vale para estas impresiones, vale afortiori para cada una de las carnes de las que ellas no son más que modalidades, para cada uno de los Síes transcendentales consustanciales estas carnes. De este modo, cada Sí transcendental carnal vivo dado a sí y no siendo consigo más que en la auto-donación de la Vida absoluta en su Verbo, resulta ser en éste, con El. Desde entonces, es en Él con todos aquellos que, ellos también, no están dados a sí mismos más que en ese Verbo en el que yo mismo estoy dado a mí. De este modo, cada Sí transcendental vivo es en el Verbo antes de ser con él mismo, y en ese Verbo es con el otro antes de que el otro esté dado a sí mismo. Y el otro se halla en esa misma situación de ser en el Verbo antes de ser consigo mismo o conmigo — en el Verbo en el que está consigo mismo igual que conmigo —, que soy yo mismo con él y conmigo mismo en ese Verbo. Así, por ejemplo, cada Sí transcendental, al ser con el otro allí donde él está dado a sí mismo, es con el otro antes de toda determinación ulterior, antes de ser hombre o mujer.