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quinta-feira 25 de janeiro de 2024

  

Cristologia
Michel Henry  : Michel Henry Encarnação - ENCARNAÇÃO

Tan extraordinaria como la doctrina fue la actitud de aquéllos que le prestaron su adhesión inmediata y sin reservas, más aún: que aceptaron correr la suerte del cristianismo por mor de su tesis más inverosímil. La paradoja, es verdad, está lejos de ser la misma para todos. Los judíos «cristianos», aquéllos que habían reconocido a Jesús como el Mesías, todos aquéllos que, de manera general, eran de cultura judía, no compartían la concepción dualista griega del alma y el cuerpo. En el judaísmo, el hombre no se escinde en dos sustancias distintas ni resulta de su síntesis, por otra parte incomprensible: ninguna jerarquía viene por tanto a instaurarse entre ellas. El hombre es una realidad unitaria provista de propiedades diversas pero que definen una misma condición. Lejos de ser objeto de descrédito alguno, e incluso aunque permanezca sumisa a las rigurosas prescripciones de la Ley, lo dependiente de la carne, la paternidad o la maternidad, por ejemplo, representa para el hombre judío un cumplimiento, el de su más alto deseo.

La identidad que existe entre el judaísmo y la nueva religión (que al principio sólo es una secta herética) a propósito de su concepción de la carne, va sin embargo a romperse con la aparición de ésta última. El motivo de este divorcio, que reviste el aspecto de una lucha trágica, es doble. En primer lugar, la idea que el judaísmo se hace de Dios y de su creación. Dios ha creado el mundo fuera de sí, está tan separado de él como del hombre, sacado por él de la materia de este mundo. Incluso antes de la penetración del helenismo, el judaísmo lleva consigo, vinculada a la idea de un cuerpo terrestre, la de un hombre miserable y condenado a la muerte. Sólo un acto gratuito de Dios, de su voluntad todopoderosa, permite a su servidor conservar la esperanza de que no será entregado al sheol. Era casi tan difícil para un judío creer en la resurrección (y muchos no lo creyeron) como lo era para un griego. Criatura terrestre, hecho del limo de la tierra, parecía destinado, tanto por su origen   como por su pecado, a volver a él. «Recuerda que eres polvo [...]».

El segundo motivo de la ruptura brutal entre el judaísmo y la secta de Cristo depende precisamente de la Encarnación. El hecho de que el Eterno, el Dios lejano e invisible de Israel, aquél que siempre disimula su rostro bajo las nubes o tras las zarzas, cuya voz a lo sumo se oye (¿de quién, de hecho, es la voz?), venga al mundo cargándose de un cuerpo terrestre para sufrir el suplicio de una muerte ignominiosa reservada a los malvados y esclavos, he aquí que resulta igual de absurdo, al fin y al cabo, tanto para un rabino erudito como para un sabio de la antigüedad pagana. Que ese hombre, el más miserable, pretenda ser Dios, he aquí la mayor de las blasfemias — que bien merecía la muerte —. Si el rechazo judío — el rechazo de los sacerdotes del Templo, de los sumos sacerdotes, de los escribas, de los saduceos y de los fariseos — es en definitiva (a pesar de la conversión de numerosos de ellos, a pesar también de la idea que se hicieron de la carne como totalidad orgánica del hombre) tan violento como el rechazo griego emanado del dualismo, nos vemos remitidos entonces a nuestra primera constatación: al carácter extraordinario de la fe incondicional que todos los conversos, judíos, griegos o paganos, pusieron en la Encarnación del Verbo, es decir, en Cristo.

Con el paso del tiempo, no contenta con constituir la substancia de la vida de las primeras comunidades unidas en torno al banquete   sagrado, la Encarnación en sentido cristiano se convierte en objeto de una reflexión intelectual específica, aun cuando la «batalla de los hombres» — al llevarse a cabo una sucesión de persecuciones terribles, «judías» en primera instancia y posteriormente romanas — no cesa de ser acompañada por «el combate espiritual». A semejante reflexión se dedicarán esos grandes pensadores que son los Padres de la Iglesia. Hemos comprendido ya cómo, al asumir la paradoja cristiana que plantea la venida de Dios a un cuerpo mortal como condición de salvación metafísica del hombre, se vieron obligados a batirse en dos frentes: contra los judíos y contra los griegos.

Contra los judíos, como lo demuestra por ejemplo el debate que Justino sostiene con el rabino Trifón, que precisamente no podía comprender cómo los cristianos ponían su esperanza «en un hombre que ha sido crucificado» (Justino, Diálogo con Trifón, PG 6, X, 3; I, 49). Pero, con carácter de ultimidad, es la trascendencia del Dios de Israel lo que hace ininteligible su encarnación. Yahweh es un Dios celoso. Celoso de su esencia divina, del poder de existir — «Yo soy el que soy» —, que no existe más que en él y no se comparte. A partir de ahí, la pretensión de un hombre de ser él mismo Dios parece en efecto absurda. El monoteísmo judio lo es sin falla. El celo del Dios de Israel hacia los hómbres — es decir, hacia todos sus ídolos: mujeres, dinero, poder, dioses extranjeros, etc. —, hacia todo lo que pretendiese sustituir a Yahweh como objeto de adoración, no es sino la consecuencia de ese celo ontológico primero, el del Absoluto. Es verdad que un Dios plural, si así puede decirse, es inconcebible en un pensamiento del Ser para el que todo lo que es, o es susceptible de ser, procede del único ser que existe verdaderamente, aquél que extrae de sí mismo la fuerza de ser.