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não-dualidade

quinta-feira 25 de janeiro de 2024

  

(Advaita-vâda y Cristianismo)
Jalones para un acuerdo doctrinal entre la Iglesia y el Vedanta
Excertos


Apresentação de Jean Tourniac   Emprender esta demostración espiritual supone, además de un perfecto conocimiento de los principios metafísicos, una comprehensión no menos perfecta de las doctrinas orientales y, por supuesto, un dominio riguroso de la enseñanza patrística cristiana y especialmente de la Suma Teológica   de santo Tomás de Aquino. Todas esas exigencias nos parecen armoniosamente reunidas en esta obra de un «monje de Occidente». Numerosas tesis se han dedicado ya, sin duda, al Advaita-vâda, pero a la hora de intentar una comparación con el monoteísmo en general y el cristianismo en particular, la mayor parte de ellas apelan a los sermones del Maestro Eckhart  . Casi se trata, en este caso, de una andadura bibliográfica clásica. Además, los comentadores son con frecuencia no cristianos y, aun suponiendo que lo sean, rara vez son eclesiásticos. Finalmente, sea cual sea el interés presentado por la perspectiva del dominico renano que se toma como referencia —con toda justicia, por otra parte-, éste no es ni padre ni doctor de la Iglesia. En este ensayo la situación es distinta. El «monje de Occidente», que tratará de colocar los jalones para el acuerdo doctrinal entre la Iglesia y el Vedanta, es un contemplativo de filiación cisterciense, integrado, pues, plena y regularmente en la Iglesia. Aunque mencione al maestro Eckhart, apela en gran medida a la Patrología, a San Bernardo   y, lo que es más raro en este tipo de trabajos, a santo Tomás. Tampoco se limita a mencionar los tratados más antiguos, sino que recurre a los exegetas contemporáneos y a los textos más recientes del papado. Su estudio escapa así a lo que podría ser una «curiosidad arqueológica» de museo; está vivificado por el aliento del Espíritu, que no deja de animar la inteligencia y el entendimiento caritativo de los cristianos: amor ipse est intellectus. El discípulo del Patriarca de Citeaux insiste con razón en la importancia del «discernimiento de los espíritus» — en el que tanto insisten los Inacio de Loyola   - Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola — que debe presidir toda tentativa de aproximación conceptual entre el oriente hindú y el occidente cristiano; es una prevención necesaria contra las equivalencias falaces y superficiales, que conducen al sincretismo, a la confusión e incluso a la tergiversación. Sin abandonar jamás el anclaje en la fe trinitaria cristiana más firme, el monje tendrá sin embargo esa audacia de pensamiento, impregnada de humildad, que le permite descubrir la existencia de «afinidades indudables» entre la doctrina hindú de la identidad y la revelación trinitaria cristiana. La trayectoria monástica permanece pues aquí en el plano estrictamente tradicional, pero está desprovista de ese egocentrismo espiritual, de ese engreimiento, de ningún modo eclesial sino, por decirlo de alguna manera, «triunfalista», que no admite más perspectiva que la propia. Ahora bien, el mismo papa Juan Pablo II ha rendido homenaje a las tradiciones no cristianas en ese pasaje de la encíclica Redemptor Hominis (1979) que reproduce el autor: «...la firmeza de la creencia de los miembros de las religiones no cristianas — efecto también del Espíritu de Verdad que actúa más allá de las fronteras visibles del Cuerpo Místico — debería avergonzar a los cristianos tan a menudo inclinados a dudar de las verdades reveladas por Dios y anunciadas por la Iglesia».

Nos detendremos en las observaciones hechas por el autor a propósito del Absoluto y el Infinito, de los grados de lo «relativo», y de la Realidad y lo relativo; en alguna medida, la incontrovertible Verdad y los órdenes de lo «real». Es toda la relación Dios-hombre o «infinito-ser y creación» lo que aquí se plantea. Ahí se sitúa el paso entre la percepción oriental y el entendimiento occidental. Subyacente a estas observaciones está la afirmación de que «soñar que el ego podría alguna vez liberarse de la ilusión es un craso error, puesto que él mismo es la ilusión», con este corolario: «...la naturaleza "ilusoria" del mundo reside en que se presenta a nuestros ojos con todos los caracteres de una realidad absoluta», y estos postulados fundamentales: «No existe verdadera identidad más que en Dios, porque sólo Dios es identidad... Nada es perfectamente idéntico a sí mismo más que Dios. Sólo Él es el que es». Desde ese momento, nosotros somos «relativos a Dios». El análisis   delimitará pues el fenómeno de la ilusión — hasta en la confusión de lo psíquico y lo espiritual por la teoría llamada de la «reencarnación» — y el fenómeno de la Imagen o la reflexión que opera. Es también la Figura la que permitirá descubrir dónde está lo Real y dónde se encuentra lo efímero, por tanto lo irreal en sí. En apoyo de la demostración viene de manera natural la advertencia del apóstol: «Pasa la figura de este mundo» (1 Cor 7,31). ¿No sería necesario, para un descubrimiento más fulgurante del sentido de la Escritura y por tanto de la doctrina trinitaria, retomar el Nuevo y el Antiguo Testamento en la lengua original, griego allí y hebreo acá? ¿Quién sabe si no se encontrarían ahí aproximaciones a lo Real, en el sentido en que lo entiende el discípulo del doctor Mellifluus, que corroboren la perspectiva de Shankara   para el Oriente? Nos plantearemos la cuestión a propósito de «la imagen», tan ampliamente comentada por el autor. La encontramos, por ejemplo, en el hombre «creado a imagen» de Dios, en Génesis 1, 26, 29. Imagen, ciertamente, pero también «negativo» y «sombra», que no extrae su realidad esencial y substancial sino de aquél que la proyecta. Fabre d’Olivet   traducía: «Y Él dijo, Él-los-Dioses (afirmando su voluntad), haremos a Adam como nuestra sombra, conforme a la acción asimiladora a nosotros». Es también «nuestra sombra universal» del comentario de Fabre d’Olivet, cuando descompone la palabra «imagen» del Génesis, Tselem, con su raíz Tsel (Génesis 1,2ó-27), conteniendo por una parte esos dos substantivos las ideas de figura, imagen, semejanza y molde, y, por otra, de velo, cosa pasajera, apariencia, sombra y negativo. Debemos de nuevo citar, siguiendo al autor, todos los ejemplos clásicos de la «cuerda y la serpiente», la fuente luminosa y la superficie reflectante, en suma, lo Real y la realidad ilusoria o dependiente. Señalemos también que habría muchas otras cosas que decir en cuanto ala relectura de los textos bíblicos en su lengua original; así, el «universo» o el mundo y los «siglos», esas dos condiciones del estado individual humano, ¿no están confundidos en hebreo en la palabra «olam»? A partir de ahí, la bendición hebrea se extiende no sólo «a los siglos de los siglos», sino igualmente al «Universo de los universos» (olam olamim), lo que parece aludir a la perspectiva oriental de los «estados múltiples del ser». Estas observaciones apenas nos alejan de la obra que presentamos en algunas líneas y del pensamiento de su autor. Muestran simplemente que no se ha «agotado» el agua viva de la Escritura vétero y neo testamentaria — que es por lo demás inagotable, pues es idéntica al Verbo divino- — y que, bebiendo de esta fuente, se podría encontrar un pozo común a los occidentales de Abraham, Isaac y Jacob ya los orientales de Shankara. Algunos objetarán quizás que es preciso atenerse a las traducciones autorizadas más habituales. Responderíamos a ello, recordando el consejo de la encíclica «Divino Afflante» de Pío XII del 30.9.1943, que, alabando la perfección «jurídica» de la traducción de la Vulgata  , recomendaba que «se recurra habitualmente a los textos originales como ayuda para mejor explicar y manifestar el sentido exacto de las Santas Escrituras». y ése es también el ejemplo dado, a propósito de los textos hebreos de la Escritura, por el papa Juan Pablo II en la encíclica «Dives in Misericordia» (1980).


Volvamos ahora al «no-dualismo cristiano», por retomar la expresión de Vladimir Lossky citada en la obra del monje de occidente. Llamaremos la atención de los lectores sobre la importancia que reviste para el autor la no identidad del «presente» y «lo que pasa». Se trata, en efecto, de una idea capital que preside el acceso a la perspectiva oriental de la «realización», tanto en el hinduismo como en el budismo y quizás de forma más sorprendente en el Zen. Ahora bien, ¿no es también fundamental en el cristianismo? El autor escribe que el mundo, entendido como el conjunto de las cosas que pasan, es, en primer lugar, algo que debe pasar (es el «por-venir»); es, además, algo que pasa y, por tanto, que no es presente; es, por último, algo pasado, y concluye: «El presente no es, por tanto, parte del tiempo». Ésa es, en efecto, la verdad cristiana. Por ello la referencia al De Trinitate (cap. IV) de Boecio   (retomado en la Suma Teológica de santo Tomás) en cuanto a esta constatación: «El ahora que fluye hace el tiempo, el ahora que permanece hace la eternidad». Es admirable la meditación del hermano cisterciense sobre esta «apertura» al Cristo que provoca, en alguna medida, la «extracción» del presente eternamente uno, que «sale» del flujo mismo de lo que pasa, de lo que es transitorio y múltiple. «Hic et Nunc», dirá el Maestro. El momento presente es, según la feliz expresión del autor, «el único "lugar" de nuestra liberación, pues es el lugar de lo Eterno, el único realmente "instantáneo", sin sucesión, por tanto sin "aniquilamiento"». Un monje de Oriente calificaría ese «lugar» de satori cuando al menos es reconocido, fijado, asimilado por el ser como su propio estado de ser; lo que el autor llama la «espiritualidad del momento presente» y que define así: «La ocasión de la salvación es angosta, estrecha, como "lo que pasa" es apretado entre el porvenir y el pasado. Se lo debe asir al "pasar", y se podría decir de forma muy precisa que el momento presente es la Pascua del Señor» (Éxodo 12,11).


Se nos disculpará que hayamos tomado prestadas estas líneas del manuscrito del monje blanco; eran necesarias para despertar, más que el interés, el deseo de quien vaya a recorrer esta obra. Sin duda habrá que seguir a veces al discípulo de san Bernardo con la sólida ayuda de la «lógica tradicional», muy olvidada en Occidente. ¿Quién sabe aún — teólogos aparte — que una proposición es susceptible de ser entendida en «sentido compuesto» o en «sentido dividido», eliminando el segundo la contradicción contenida en el primero? ¿Quién sabe todavía utilizar de forma sensata la «analogía de la proporcionalidad» expuesta por santo Tomás? El recurso a estas nociones es para el trapense anónimo un intento de traducción a la lógica occidental de ciertos conceptos orientales y, en lo que concierne al doble sentido ya citado de una proposición, de la noción de lakshana o «significado implícito», propio de la lógica hindú. Lo sorprendente es que esta pasarela, intelectiva y mental, pueda proceder aquí del tomismo, esa estructura doctrinal que se creía...«superada» en Occidente. No es un mérito menor del autor el mostrar su utilización completamente actual, para la comprehensión de lo «Real» y de la doctrina hindú... Por supuesto, hay un lenguaje que manejar, y el lector no siempre dispone de la ciencia del tomismo que posee el contemplativo regular. Sin embargo, no creemos que las citas de santo Tomás, o de Shankara cuando se trata de doctrinas hindúes, constituyan ningún obstáculo para el hombre espiritual, aunque sea completamente extraño a la escolástica o esté poco familiarizado con el Vedanta. La claridad y sencillez del estilo del autor, así como los ejemplos que apoyan las demostraciones, reducen las dificultades al «mínimo»: se llegará fácilmente al final, precisamente con un «mínimo» de atención. El monje es por otra parte consciente de lo que el método utilizado puede tener de insólito para la mentalidad contemporánea, pero también de lo que supone de enriquecimiento insospechado, y escribe: «No hemos tenido otro propósito, al publicar estas reflexiones, que poner ante los ojos del pensador de Occidente, y más especialmente del teólogo, algunas ideas a las que sin duda no está acostumbrado y que, más o menos bien traducidas en los términos de una problemática que le sea menos extraña, podrán convertirse para él en una mina de reflexiones casi inagotables». Curiosamente, por otra parte, al occidental de nuestro tiempo le resulta más difícil el acceso al pensamiento tomista que a la metafísica oriental. Cuestión de vocabulario y de terminología, sin duda, pero también influencia del Vedanta, con el desbordamiento de publicaciones sobre hinduismo que ha inundado las áridas tierras del Poniente desde comienzos de siglo. Lo que no significa que la comprehensión de las doctrinas hindúes sea por ello mejor, pues la interpretación occidental sigue estando afectada por la «información» — -en el sentido latino del término «in-formare» — heredada de las corrientes mentales posmedievales y cartesianas. Podríamos calificar esta interpretación de dicotómica, en la medida en que el «yo» experimental no permite alcanzar... aquello que, precisamente, sobrepasa y «absorbe» al «yo» en las doctrinas citadas. Nos vemos confrontados de nuevo con el no-dualismo, con lo que no es sino el Infinito de Dios y su manifestación en el Ser Divino, el Verbo, en el que resuena el pasaje de la Subida al Monte Carmelo   (Libro I, cap. XIII) citado por el autor: «Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada».


Sin embargo, al lado y muy por encima de los comentadores «orientalistas», surge, como una columna de fuego, la obra de René Guénon. Se comprende fácilmente que el monje blanco la tome como apoyo desde el momento en que se refiere a la metafísica, así como que recoja el testimonio de Sri Râmana Maharshi   sobre el Ser y la exposición de Ananda K. Coomaraswamy sobre el tiempo y la eternidad. Una contemplación de Aquél que, limitando, si se puede decir así, su infinitud para darse a conocer a Moisés, revela su Nombre: «Yo soy el que soy» (Éxodo 3,14). Es de agradecer el cristalino resumen que el autor hace del Advaita en el capítulo «Yo soy Brahma»; es reconfortante comprobar que esta inmersión en el reino de los Cielos y en nosotros se realiza en el marco de una auténtica contemplación trinitaria cristiana. Quizás sea necesario recordar que este tratado — pues de esto se trata en el fondo, aunque el término desagrade a la humildad bernardina — está dividido en siete capítulos:

1. Monismo filosófico y no dualidad

2. « Yo soy Brahma»

3. «En todo semejante a los hombres»

4. «Sin mí, nada podéis hacer»

5. «Quién soy yo»

6. « Yo no soy el Cristo»

7. Oriente y Occidente

Reproducimos a propósito este desglose temático, pues permite percibir, a través de los títulos, cómo la presencia de Aquél que dijo «Antes que Abraham fuese, Yo soy» (San Juan, 8,58) domina la meditación del monje cisterciense, la dirige y la inspira. Es cierto que el hilo del monaquismo occidental, que tan bien ha penetrado, e incluso abrazado, la doctrina del no-dualismo, no abandona nunca al Maestro. Por el contrario, lo «reconoce» en cada hito del camino y en el misterio de la Trinidad. Si hubiera alguna duda, bastaría con remitir a su propia afirmación: «Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo» (San Mateo, 23, 10) . Concluimos con una de sus observaciones: «El Conocimiento total es el Ser total: tal es la perfección de la Esencia divina».